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VOLANDO
OMBRÍO sentía el aire gélido azotarle el rostro, punzante como minúsculos alfileres, mientras, a lomos de Colamocha, sobrevolaba las tierras y los mares del Reino de la Fantasía. Islas y escarpados escollos pasaban raudos por debajo de él, lejanos, como manchas negras en la noche oscura. Las estrellas parecían muy cercanas y al mismo tiempo inalcanzables, mientras el dragón azul batía sus enormes alas y planeaba sobre la superficie del mar. Volaba embriagado por su libertad, como si no notara el peso de Sombrío.
El chico aún no comprendía del todo por qué Colamocha había decidido ayudarlo. Habría podido irse, huir dejándolo en aquella tierra devastada, en otro tiempo patria de los enanos grises y ahora conocida como Reino de los Orcos. Sin embargo, no lo había hecho. Al contrario, lo había salvado de los crepusculares, los murciélagos rojos al servicio de la Reina Negra, cuando éstos lo habían atacado en bandadas y lo habían separado de Stellarius y Pavesa. Y más tarde, incluso tras largos vuelos solitarios, siempre había regresado hasta donde él estaba, como si entre ellos se hubiese establecido un vínculo especial. También Sombrío percibía algo similar: desde el primer instante había reconocido en Colamocha a una criatura prisionera y furiosa a causa de las torturas que le habían infligido los orcos, pero no cruel por naturaleza. Salvaje quizá, pero también capaz de una increíble docilidad, solitario, pero dispuesto a ayudar a quien estaba en peligro. Y en eso se parecía a él. Había algo en aquellos profundos ojos amarillos que lo hacía sentir cercano al animal. Era como si lo conociera de siempre. Como si sus respectivos pensamientos fuesen claros para el otro antes incluso de expresarlos.
La primera noche de viaje se habían detenido en una pequeña isla y allí habían descansado. Más por él que por Colamocha, que pertenecía a la antigua estirpe de los dragones migratorios, capaces de pasar semanas enteras volando, meses si era preciso. Su cola cortada hacía su vuelo más irregular, pero no le impedía maniobras muy atrevidas. Para gran sorpresa de Sombrío, el dragón lo había provisto de pescado y había velado su sueño como un amigo fiel, plegando en torno a él sus enormes alas para proporcionarle abrigo.
El segundo día había sido más duro: habían volado bajo un sol sofocante, a la luz cegadora del cielo limpio y entre las reverberaciones del mar, que brillaba como una inmensa armadura hecha de escamas doradas. En un determinado momento, se habían cruzado con veleros de orcos cargados de armas, que iban camino de las guerras emprendidas por las brujas. También los orcos los habían avistado y los habían atacado. El dragón había respondido con ferocidad, y sus llamaradas habían reducido las embarcaciones a restos humeantes. Cuando, más tarde, una bala de cañón le había rozado una ala hiriéndolo levemente, se había arrojado contra la nave y la había hecho volcar con su poderosa cola truncada.
Mientras dragón y elfo se alejaban, formaciones de sirenas y tritones habían asaltado la flota y hecho trizas lo que quedaba de los barcos.
Sombrío y Colamocha habían aterrizado entonces en un escollo rocoso poco distante, donde un tritón de aspecto regio se había reunido con ellos y les había dado las gracias. Luego, al ponerlo Sombrío al corriente de su misión, le había regalado un elixir curativo para sanar el ala herida de Colamocha.
—Las brujas han envenenado las costas del reino y las aguas son ahora corrosivas, de forma que sólo los barcos de la Reina Negra puedan surcarlas. —Les contó el tritón—. Las criaturas que vivían en ellas han sido confinadas en las profundidades del océano o han perecido; también los tritones y las sirenas estamos ahora en guerra… Si tu destino es luchar contra las brujas, te deseo que salgas victorioso, porque en ti está puesta la esperanza de que el océano vuelva a ser Ubre y salvaje, como siempre lo ha sido.
Luego se despidió y desapareció entre las olas.
Al amanecer. Sombrío y Colamocha volvieron a partir. Llevaban volando durante un día y una noche, abandonando de vez en cuando el mar para pasar sobre tierras y pueblos desconocidos. El vapor gélido se condensaba sobre Sombrío. El viento, el sol y el hielo nocturno le fustigaban la cara y las manos. También el cuerpo de Colamocha estaba cubierto de finas agujas heladas, pero al dragón parecía no importarle y seguía volando a gran altura. Los caballeros de la rosa, que en otro tiempo cabalgaban sobre dragones azules, usaban yelmos y guantes especiales, mientras que Sombrío sólo tenía bufandas de tela para protegerse. Su cansancio aumentaba, pero no quería detenerse; se sentía a gusto allá arriba, volando, con la única compañía de aquel dragón noble y solitario.
La profecía que lo había llevado hasta allí estaba completa ahora: Sólo el Arco, la Oca, el Dragón y la Espada vencerán un día a la oscura mesnada…
El arco de Spica, la oca Pavesa, el dragón Colamocha y la espada de Sombrío debían reunirse de nuevo. Sólo entonces podrían derrotar a las brujas. Y a él le tocaba unirlos, aunque aún no supiera cómo hacerlo.
Régulus, Spica y Robinia estaban prisioneros quién sabía dónde del Reino de las Brujas. También Pavesa y Fósforo se encontraban en alguna parte de aquellas tierras, con Stellarius.
Pero ¿cómo haría para hallarlos?
Mientras volaban al encuentro de una nueva mañana, comprendió que estaban muy cerca del Reino de las Brujas. Las nubes se habían vuelto más densas y se veían resplandores inquietantes. Sombrío advirtió que Colamocha se ponía bastante nervioso. El mar desapareció y, entre abundantes retazos de nubes, aparecieron costas negras y desiertas.
Ambos supieron que habían llegado.
Y entonces, una silueta oscura centelleó a su lado, unas alas inmensas cortaron la densa masa gris de las nubes y una poderosa forma negra pasó sobre sus cabezas. Otra la siguió y Colamocha dio un bandazo para esquivarla. Sombrío se aferró a las riendas y apretó los dientes, agotado, pero listo para luchar si era preciso.
El sol se estaba poniendo ya sobre la comitiva, pero esta vez las ruedas chirriantes de los carros no se detuvieron, como en días anteriores, sino que siguieron avanzando entre los salientes rocosos y finalmente Robinia comprendió por qué.
—Hemos llegado —dijo con aire afligido.
Todos se volvieron en la dirección hacia donde miraba y se estremecieron. El relato de Spica, el enésimo, quedó interrumpido; la vista de los campos de trabajo, heló a los prisioneros la sangre en las venas.
Hacia el este, en medio de una nube de vapores violáceos, descollaba el castillo de Brujaxa, negro y maligno como las criaturas de aquella región. Tras él, cerraba el horizonte una cresta de montanas que hacían que la visión del Desierto Despiadado y del Pantano Negro pareciera aún más terrorífica.
—¿Por qué cavan? ¿Qué hay tan importante en estas tierras? —preguntó Régulus.
En efecto, no muy lejos, a la siniestra luz que envolvía el lugar, se veían hileras de esclavos con la espalda doblada, ocupados en cavar, horadar y plantar. Los orcos daban órdenes continuamente y dirigían el trabajo haciendo restallar los látigos, mientras que cerca del pantano, lo bastante lejos para que sólo se pudiera intuir su presencia, grandes trolls de las montañas montaban guardia a lo largo de los límites de los campos de trabajo.
—Son los Huertos de la Reina —dijo la débil voz de un gnomo, que se despertó de las pesadillas de su mente sólo para verse catapultado a una pesadilla auténtica y horrible.
—Hasta ahora sólo había oído hablar de ellos —murmuró Mediodía, mirando fijamente el panorama con ojos vidriosos.
Antorchas clavadas en el suelo difundían una luz rojiza frente a las tinieblas de la noche, y algunos orcos empezaban a agrupar a los prisioneros para llevarlos de vuelta a las jaulas, donde tendrían unas pocas horas de descanso. Más allá, se recortaban las figuras altivas y feroces de algunas brujas, que pasaban de vez en cuando para inspeccionar la calidad de las cosechas. Su presencia bastaba para infundir un escalofriante terror en los prisioneros.
—Cultivan malas hierbas que sirven para los sortilegios de las brujas —explicó el elfo viajero—. Aquéllas deben de ser bayas de sangre, y allí están los hornos de piedra negra donde obtienen la arcilla oscura.
—Parece que entiendes mucho de esto —susurró Régulus frunciendo el cejo. Desde el principio, aquel elfo no le había gustado, pero ahora tenía la impresión de que sabía demasiadas cosas.
—Se lo oí decir a los orcos que me capturaron —replicó el otro.
Régulus abandonó el tema. Vio que Spica tomaba entre sus manos las de Robinia, que estaba a punto de llorar, y le susurraba:
—Animo, tenemos que resistir.
—Teníamos que salvarlos y en cambio… mira. ¡Es horrible! ¡Moriremos todos! —estalló su amiga.
—No digas eso, Robinia —le reprochó Régulus mientras los carros entraban en el vallado de los Huertos—. Y ten siempre presente lo que debemos hacer. Spica ya ha conseguido avivar a la mayor parte de los prisioneros de este carro. Los orcos no son muchos, si hubiese una revuelta de esclavos, serían derrotados en escaso tiempo.
—Nunca conseguiréis despertarlos a todos —refunfuñó Mediodía.
—¿Se puede saber de qué parte estás tú? —le recriminó Spica con sequedad.
El elfo la miró de una forma muy extraña que la hizo estremecer.
—Sólo soy realista —dijo.
Un instante después los carros se detuvieron y los orcos hicieron bajar a los prisioneros para conducirlos a unas jaulas, donde los encadenaron a unos postes. Pronto, los recién llegados estuvieron rodeados de esclavos que volvían de los campos de trabajo, sucios de barro y heridos.
En ese momento, mientras la oscuridad se hacía cada vez más densa, el cielo se llenó de gritos inhumanos a los que siguió un estruendo que desgarraba los tímpanos y hacía temblar la tierra bajo los pies. Antes de que los chicos pudieran darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, entre aquel sonido ensordecedor que los había dejado conmocionados, en vuelo rasante sobre los campos vieron pasar decenas de dragones negros en dirección a tierras lejanas.
Recobrado del susto, Régulus se agachó en un rincón de la jaula y, en ese momento, notó que algo puntiagudo se le clavaba en el costado… ¡El libro de Enebro! Lo había encontrado en el Reino de los Orcos, en medio de un montón de basura que había junto a un carro, antes de que los orcos lo encerraran en aquella jaula y lo arrastraran a la tierra de las brujas. Lo había reconocido enseguida y, aprovechando las prisas y la distracción de sus enemigos, había podido cogerlo sin que lo vieran, y desde entonces lo llevaba escondido bajo la camisa.
Para él, los dibujos y las pocas palabras allí escritas sólo eran garabatos indescifrables, pero sabía que no era así para Sombrío, que en aquellas páginas conseguiría leer algo que nadie más podía comprender, o ni siquiera ver. En manos de su amigo, aquel cuaderno se transformaría en un objeto precioso. Por eso, Régulus quería devolvérselo a toda costa cuando lo viera de nuevo. Sin embargo, ¿volvería a verlo? Y ¿cuándo? Lo que antes de llegar al Reino de las Brujas era una certeza, se había convertido primero en duda y después, gradualmente, en una posibilidad tan remota que hasta le parecía una estupidez.