Y sin aguardar respuesta se dirigió a Charles Lambert.
—¡Adelante, bey Lambert! ¿Tiene preparado su informe sobre la moneda?
El sansimoniano puso la mano sobre un legajo de documentos.
—Todo está aquí, majestad. Pero temo que su lectura resulte demasiado engorrosa. De modo que, con vuestro permiso, resumiré la situación en algunas palabras.
—Lo escuchamos.
—En primer lugar, más allá de las opciones técnicas relativas a la acuñación, se impone constatar que la moneda egipcia es demasiado rica respecto a su ley, peso y aleación. En cuanto se ha emitido, se recupera por los metales que la constituyen. Por otra parte, depende excesivamente de la de Turquía y de las monedas europeas. Si no se remedia esta situación, el estado egipcio se asemejará cada vez más a esas grandes administraciones coloniales que utilizan toda clase de monedas extranjeras además de la propia de su metrópoli.
—¿Qué sugiere usted?
—Una moneda mejor equilibrada, constante y mucho más difundida.
—Perfecto. Entrégueme su informe: lo leeré y le comunicaré mi decisión.
Lambert confió el expediente al virrey.
—¿Ha fijado ya el programa para la Escuela Politécnica de Buylak? —siguió interesándose Mohammed Alí.
—Sí, sire. En un principio pensaba inspirarme en el modelo francés, pero tras maduras reflexiones he adoptado un punto de vista diferente. Veréis, la característica más destacada de los hombres de este país con respecto a los europeos consiste en que se dejan impresionar intensamente por los sentidos. Para que los alumnos asimilen perfectamente las realidades científicas considero que sería preciso recurrir todo lo posible a experiencias sobre el terreno. Entre las escuelas más célebres de Europa, aquella que por su aplicación práctica se aproximaría más a la de Bunylak es la Escuela Central de Artes y Manufacturas de París, una institución moderna, con mucho futuro, que algunos consideran ya como «la escuela politécnica industrial».
—¿Cuántos años de estudios serán necesarios?
—Tres, el último rematado por un curso «de economía industrial» en dieciocho lecciones. De modo que los ingenieros egipcios puedan adquirir un conocimiento lo más completo posible de las obras públicas.
Lambert hizo una pausa y concretó:
—Propongo también que en la jornada de doce horas de curso tres se destinen al estudio de la lengua francesa, lo que haría mucho más provechosa cualquier posible permanencia de estudios de los jóvenes en Francia.
—No comprendo, bey Lambert —intervino Abbás—. ¿Podría ser más concreto?
—Por lo general, los estudiantes que acuden a Francia son, en su mayoría, adolescentes que, cuando regresan a Egipto, han perdido toda o casi toda su identidad nacional. Por ello sugiero que la enseñanza del francés comience aquí, desde la infancia.
—Sigo sin comprender —insistió el nieto de Mohammed Alí.
Lambert se disponía a reanudar sus explicaciones, pero Giovanna se le anticipó.
—Sin embargo, la intención del señor Lambert es muy clara, pacha Abbás.
Y, como si se dirigiera a un niño pequeño, le explicó:
—Permitiendo a los estudiantes aprender la lengua francesa en nuestras escuelas retrasaríamos su partida a una edad lo bastante madura para que hubieran tenido tiempo de impregnarse de la cultura y de las costumbres de nuestro país. De esa forma, seguiríamos conservando nuestras relaciones con Francia sin que nuestra juventud perdiera su identidad cultural. ¿Ha comprendido ahora?
—Es usted quien no comprende en absoluto, hija de Mandrino. Ya había captado esa idea. Por el contrario, lo que sigo sin comprender es el interés que pueda existir en enseñar un idioma extranjero a los niños egipcios. ¡Y muy especialmente el francés!
—¿Qué tiene usted contra la enseñanza del francés, excelencia? Precisamente lo habla con toda corrección.
Abbás profirió una risa irónica.
—Porque me fue impuesto —repuso con dureza—. No me parece natural que suceda lo mismo con nuestro pueblo. ¿Acaso ha olvidado que, en gran parte por causa de la indecisión y de las tergiversaciones francesas, ha tenido que sufrir Egipto la humillación del tratado de Londres? ¿Ha olvidado que...?
—¡Basta! —Estalló Mohammed Alí dando un puñetazo en la mesa—. ¡Te lo prohíbo!, ¿me oyes? ¡Te prohíbo que hables así de Francia! Toda mi vida le estaré agradecido por cuanto ha hecho por mí, y cuando llegue mi última hora transmitiré ese reconocimiento a mis hijos aquí presentes y les encomendaré que se acojan siempre a la protección de esa nación, ¿está claro?
El rostro del soberano reflejaba profunda tensión. Parpadeaba como bajo los efectos de una luz violenta. Súbitamente, de modo imprevisto, emprendió una especie de discurso incomprensible que nada tenía que ver con el tema en debate. Bruscamente se volvió hacia Ibrahim y le cuchicheó en tono febril:
—Me aseguras que nuestras tropas no franquearán los desfiladeros del Taurus, ¿verdad, hijo mío? De otro modo las consecuencias serán terribles. ¡Jamás... Estambul! ¡Jamás irás más allá de los límites establecidos por Londres! ¡Júramelo, Ibrahim, júramelo!
El príncipe, desconcertado, observaba a su padre con consternación.
—¡Júramelo! ¡Júrame que no rebasarás el Taurus!
—¡Pero, padre...! Nuestro ejército ha quedado reducido a dieciocho mil hombres que se hallan confinados en sus cuarteles. Y ya no tenemos marina. Ni estamos en guerra.
El soberano no pareció haberle oído. Se inclinó hacia su otro hijo, Said, y prosiguió con idéntica febrilidad:
—¡Tú qué sabrás! Sólo nos quedan diez días si queremos conservar el derecho hereditario. Pasado ese plazo, nos despojarán totalmente, de grado o por la fuerza. ¡Díselo a tu hermano, díselo!
Sin interrumpirse, rebuscó en el bolsillo de su chaqueta, sacando de él un rosario cuyas cuentas comenzó a desgranar nerviosamente entre el pulgar y el índice, cada vez más de prisa.
Nadie se atrevía a moverse ni a respirar. Entre un silencio tenso, todas las miradas habían convergido en el soberano y lo observaban a la espera de un estallido, de una mudanza o acaso de un naufragio aún más lamentable...
Presa de un nuevo impulso, Mohammed Alí se llevó el rosario a los labios y lo mantuvo así con cadavérica inmovilidad.
En el extremo opuesto de la mesa se advirtió un movimiento. Giovanna se había levantado y, haciendo caso omiso de las mudas advertencias que se manifestaban en torno a ella, avanzó con paso decidido hacia el soberano. Cuando llegó a su lado se arrodilló, se acurrucó contra él y lo abrazó por la cintura.
Se adivinaba que le estaba hablando, pero en voz tan baja que nadie podía captar sus palabras. Nadie salvo acaso Said e Ibrahim.
—¡Estoy aquí, majestad! ¡Todo va bien! Os protegeremos como Ricardo Mandrino siempre hizo. Como Ricardo Mandrino, vuestros hijos y yo seremos siempre vuestro escudo.
—¿Comprende ahora por qué estaba tan preocupado?
Las olas venían a estrellarse tras los pasos de Giovanna y de Said. En la costa de Faros la playa de arena blanca se extendía hasta perderse de vista.
—Sin embargo —prosiguió el príncipe—, al cabo de una hora volvió a ser el mismo hombre, plenamente consciente de sus actos y sus palabras. Impartió órdenes, tomó decisiones, rubricó firmans, dictó su correspondencia. Y esta mañana ha concedido audiencia al gran visir.
—No sé qué deciros, monseñor.
Said cogió del brazo a Giovanna con ademán solícito.
—Le ruego que deje de llamarme así: para usted soy Said, Mohammed Said, su amigo.
—Bien, Said... Por lo que se refiere a su majestad, me siento tan desconcertada como vos. ¿Habéis comentado este caso con el doctor Clot?
—Le ha consultado Ibrahim describiéndole los síntomas. Pero mi padre se ha negado a dejarse examinar.
—Mas sin duda Clot se habrá formado alguna opinión.
—Si así fuera, se ha guardado mucho de confiárnosla. Considera que es demasiado pronto para pronunciarse. Sugiere aguardar. Según él, probablemente se trata de un caso de agotamiento. Un agotamiento cerebral, consecuencia de la edad y asimismo de las contrariedades que mi padre ha sufrido en el curso de estos últimos años.
—Sin duda no se equivoca. Sea como fuere, debéis ser fuerte, Said. Su majestad espera de vos que os comportéis como digno hijo del nombre que ha forjado. Habéis sido criado con nobleza y ésa no es una palabra vana. Ello implica valor y generosidad, y hacer prevalecer el honor sobre el interés. Pero, sobre todo, significa que debéis obrar bien porque vuestro padre así lo ha hecho.
—Yo... No sé qué decirle...
Se interrumpió atento, fascinado, y prosiguió:
—¡Sabe usted encadenar tan bien las palabras! Es algo que yo no consigo. ¡Y es usted tan fuerte y posee tanta sabiduría! ¿Será únicamente por los años que nos separan? No lo creo: cuando se es como usted, ello procede del alma, de esa herencia a la que usted aludía. Por encima de todo está su generosidad, una generosidad singular, porque se traduce por el don de uno mismo.
Aunque era Said quien hablaba, Giovanna creía escuchar una voz que brotaba del profundo seno del mar y de las espumas.
Querrías ser fuerte como ella y únicamente consigues encolerizarte; quisieras ser tan prudente como ella y tu prudencia no es más que lasitud; desearías ser amante y eres posesiva; querrías actuar, realizar cosas como ella, y eres simple testigo; te agradaría que tus sueños se convirtiesen en realidad, pero olvidas que para que la flecha salga disparada es indispensable que el arco se mantenga firme; querrías dar tanto como ella, pero no has comprendido que únicamente cuando se da uno mismo se da de verdad. Ésta es la explicación.
¿Sería posible que un ser humano manifestase un juicio sobre ella totalmente opuesto en todos sus puntos al de Ricardo? ¿Estaría loco Said o sería insensible al no haber percibido la amargura que subyacía en su alma? ¿Era realmente a ella, a Giovanna, a quien dirigía sus palabras?
Sin duda, su juventud le inspiraba aquel lenguaje. Después de todo, sólo tenía veinte años.
—Se equivoca: la juventud no me ciega.
Ella le miró sorprendida.
—¿Podéis leer los pensamientos?
—¡Quién sabe!
Se volvió hacia el mar.
—¿Ha visto alguna vez un caleidoscopio?
—¡Qué palabra más extraña! No, nunca.
—Yo tuve ocasión de verlo cuando me encontraba en París. Es una especie de tubo tapizado de espejos con el fondo lleno de fragmentos móviles de cristales coloreados. Los fragmentos, al reflejarse, producen infinitas combinaciones de imágenes multicolores, dando la impresión de un arco iris que estallase. Eso somos nosotros, Giovanna: un caleidoscopio. Seres formados por fragmentos. Según quién nos mira, somos distintos. Para unos, seremos siempre diablos; para otros, ángeles.
Abrió los brazos exhibiendo su figura excesivamente obesa para sus veinte años y mostró sus grandes manos de dedos amorcillados.
—Cuando nos encontramos por vez primera en el muelle, me vi en sus ojos. Y por vez primera tuve la impresión de no ser una criatura obesa, sino un ser normal. Alguien... —vaciló un instante— a quien podía amarse.
Giovanna le había escuchado sin atreverse a interrumpirlo. Más allá de la emoción que las frases de Said habían despertado en ella, le ardía en los labios una pregunta. Su instinto le decía que él no había utilizado casualmente el ejemplo del caleidoscopio, ese símbolo de una vida fragmentada que resulta fea o hermosa según las miradas que se posan en ella.
—Vuestro padre os habrá hablado y os habrá dicho por qué marché de Sabah, Said.
Él intentó protestar.
—¡No, es inútil! ¡De nada serviría mentir! Si os tranquiliza, os diré que no me siento herida, ni mucho menos traicionada.
—Es cierto: me ha hablado de ello.
—¿Y qué consecuencia habéis sacado?
—¿Desea que le responda francamente? Tengo la impresión de que existe un terrible malentendido. —Vos... —Aguardad. Al mismo tiempo me pongo en su lugar y me digo que, al igual que yo, ha crecido usted en el convencimiento de no ser querida.
—¡Os equivocáis; mi padre sí me quería!
—¿Se ha preguntado alguna vez si no se consideraba indigna de ese amor?
Giovanna sentía crecer una sorda exasperación en su interior.
—¿Adónde os proponéis ir a parar, Said? De todos modos, mi pasado sólo me pertenece a mí. Y, por favor, no tratéis de imaginarme distinta de como soy.
La repentina rudeza de su voz le llegó directamente al corazón.
—Muy bien, ¿quién es usted entonces, Giovanna?
—Desde luego, no ese ser puro y generoso que vos parecéis imaginar. Vuestro ejemplo del caleidoscopio es muy sagaz, pero habéis olvidado precisar que esa visión reflejada en los espejos es sólo una ilusión. Yo nada tengo de prudente ni de fuerte.
—¡Basta! ¿Qué placer experimenta en menospreciarse de ese modo?
—¿Y vos? —repuso ella, irritada—. ¿Por qué razón insistís en hostigarme?
—¿Aún no ha comprendido que la amo?
Ella abrió exageradamente los ojos.
—¿Qué decís?
—La amo, Giovanna. Desde que cruzamos las primeras palabras, desde aquel encuentro bajo la mirada de mis imbéciles verdugos, desde su saludo furtivo, ha estado en mi interior durante todos estos años. Usted ha llenado el corazón del niño que yo era, aunque no lo bastante grande para contenerla tanto como hubiera querido. Todas las noches, antes de acostarme, dibujaba mentalmente sus rasgos esforzándome por no olvidarlos jamás. He contado las horas y las leguas que me separaban de usted y, sobre todo, he rogado. He rogado poder encontrarla intacta e indómita.
—Pero, Said... Sólo tenéis veinte años... Y yo...
—Diez más, lo sé. Y es usted cristiana y yo musulmán. Cuando se case conmigo se verá obligada a vivir otra vida, con sus ritos, tradiciones y costumbres ancestrales.
—¿Casarme con vos? —murmuró pasmada.
—Sí, Giovanna. Quiero que sea mi esposa, la mujer del pacha Said.
Ella estuvo a punto de tambalearse, presa de vértigo. ¿Cómo era posible? ¿Qué universo era aquel que vislumbraba para sí? Hasta aquel momento jamás había pensado en el amor, y menos aún en el matrimonio. ¿No estaba escrito que uno y otro debían estar vinculados? ¿Que uno sólo se casaba por amor? Intentó analizar los sentimientos que experimentaba hacia Said: afecto, ternura, amistad. Éstas eran las primeras impresiones que le acudían a la mente. Y existía aquel instinto protector que le inspiraba una necesidad visceral de velar por Said a fin de que nada le hiriese. Tal voluntad la había dominado desde su primer encuentro. ¿Sería amor aquella alquimia de sensaciones difusas?
Le temblaban los labios, que entreabrió ligeramente.
—Sí, Said, seré vuestra esposa.
Él se inclinó tímidamente y la atrajo hacia sí.
—¡Serás reina de Egipto! —exclamó.
Y su voz vibrante era más expresiva que las palabras.
Gizeh, hacienda de Sabah, junio de 1841
Corinne depositó el narguile a los pies de Mohammed Alí y se retiró discretamente junto a Joseph.
El soberano cogió el tubo forrado de tafilete negro, se lo acercó a la boca y aspiró algunas bocanadas que hicieron ronronear el agua dormida en el interior del recipiente.
—¿De modo que habéis dado vuestro consentimiento a ese matrimonio? —observó quedamente Scheherezada.
—¿No debía hacerlo?
—Le habéis concedido un gran honor, sire.
Le temblaba ligeramente la voz.
—Deseo que sea dichosa y, sobre todo, que contribuya a la felicidad de vuestro hijo.
—Contribuirá a ello, sett Mandrino: no me cabe la menor duda.
—¿No teméis que la diferencia de edad sea un inconveniente? —aventuró Joseph.
—Me parece excelente que Said se una a alguien más maduro. Aún es un niño.
Sin transición se volvió hacia Corinne y la señaló con el extremo del narguile.
—A juzgar por vuestro vientre, nos preparáis un nuevo heredero.
—Sí, sire. Si Dios quiere, daré a luz dentro de dos meses.
—¡Magnífico! ¡Los niños son la alegría de la vida! ¡Haced hijos, haced tantos como podáis! ¡Que se multipliquen e invadan la tierra! Cada vez que un niño viene al mundo trae en sus manitas la esperanza de una humanidad mejor.
Aspiró otra bocanada de humo.
Desde el jardín se distinguía el rumor de la escolta que patrullaba en torno a la hacienda y los pasos de los soldados que montaban guardia en la entrada de la casa.
—Aún no os he dado las gracias por esta visita, majestad —dijo Scheherezada—, pero no debíais haberlo hecho: el viaje es fatigoso.
—Y yo sólo soy un viejo... Ya lo sé.
—No es eso lo que quería decir, sire. Yo... —protestó ella.
—No tiene importancia. Tú y yo hemos superado la edad de los remilgos. Por otra parte, tienes razón. Si se hubiera tratado únicamente de anunciar el matrimonio de nuestros hijos habría bastado un mensajero.
—Entonces ¿por qué os habéis molestado? —se asombró Joseph.
—Porque aguardo una respuesta.
—Ya os la he dado, majestad —protestó Scheherezada—. Nunca hubiera imaginado mejor unión para mi hija.
—No se trata de eso. ¿Asistirás a la ceremonia?
—Estarán Joseph y Corinne —repuso ella con voz insegura.
—¿Qué significa esa respuesta?
—Os lo ruego, evitemos este tema. ¿No acabáis de decir que es momento de júbilo? Más adelante volveremos a tratar de ello.
CAPÍTULO 37
Joseph acabó de hacerse el nudo de la corbata, se arregló el cuello del chaleco y se puso la levita. Sólo le faltaba la chistera para estar dispuesto. Se volvió hacia Corinne y preguntó:
—¿Qué? ¿Cómo me encuentras?
—Irreprochable.
Ella mostró un mohín enojado y se puso de perfil exhibiendo la curva prominente de su vientre bajo su traje de muselina.
—No puede decirse lo mismo de mí: me siento como el casco de una falúa.
Joseph la observó con tierna indulgencia.
—Jamás has estado tan radiante.
—Ya sabes lo que se dice: el amor es ciego. Yo me encuentro deforme y fea.
Joseph la besó en la mejilla.
—Voy a ver si mamá está preparada. Nos reuniremos en el salón.
Ella asintió al tiempo que dirigía una última y contrariada mirada al espejo.
Joseph llamó por segunda vez a la puerta de la habitación de Scheherezada. Desesperando de obtener respuesta, abrió y se asomó: la estancia estaba vacía.
Regresó al pasillo, bajó la escalera que conducía a la planta inferior y la llamó sin éxito. Registró las estancias principales y, por fin, a través del mucharabieh, la distinguió sentada en la terraza.
Vestía una sencilla abbaya negra y contemplaba el paisaje con aire grave y pensativo.
—¿Qué haces aquí? ¡Vamos a llegar tarde!
—He reflexionado, Joseph. No sería prudente que os acompañara.
—¿Cómo? ¡Pero si esta misma mañana estabas de acuerdo!
—Te repito que he reflexionado sobre ello.
Él se apoyó en la balaustrada y la observó perplejo.
—¿Puedes explicarme la razón de este cambio?
—Sí, hijo mío. Mira.
Y señaló las arrugas que surcaban su rostro.
—Procedo del seno de una familia en la que se me enseñó que el destino podía arrebatar a los mayores mil privilegios: la fortuna, la tierra, los sueños, la condición... Sin embargo, por graves que fueran las pérdida sufridas, uno solo de tales privilegios debía permanecer inmutable: el respeto. Pues el respeto es una de las más hermosas formas de amor. Giovanna ha hecho lo peor que un hijo puede hacer a sus padres. Ha abandonado su hogar, ha insultado a su madre, ha mancillado su nombre. No deseo analizar las motivaciones que la han impulsado a obrar con tanta dureza. Voy a sorprenderte: incluso la he perdonado. Pese a que destrozó mi alma, cada noche, constantemente, ruego por su felicidad. ¡Es mi hija, mi propia sangre!
—¿Entonces...?
—He rogado por su felicidad y al mismo tiempo he invocado al cielo para que volviera a llamar a la puerta y dijera una palabra, una sola: perdón. Y cada noche, cada amanecer, he estado pendiente del rumor de sus pasos, al igual que cuando aguardaba que Ricardo retornase de Navarino. Cinco años... Cada otoño encontraba una excusa para justificar su ausencia, y lo mismo sucedía en invierno. Y así en todas las estaciones durante estos cinco años. Mi imaginación se ha desecado como el cauce de esos canales que a veces cruzamos en el desierto. Hoy ya no tengo más agua en mi memoria.
Había cambiado de actitud y erguía la frente mostrando cierta altivez.
—Por eso no asistiré a la boda.
Desde los primeros resplandores del alba la multitud se agolpaba en el distrito conocido como «entre ambos palacios», en torno a la mezquita de El Azhar, con la esperanza de distinguir a aquella que ya se conocía como «la princesa de ojos celestiales».
De una a otra parte de la Quasabah, una hilera de centenares de soldados formaban largas y ondulantes franjas de colores a lo largo de la avenida.
En el núcleo de la Ciudadela, Giovanna acababa de internarse por la gran explanada desde donde se abarcaba todo El Cairo. Bajo un palio sostenido por guardianes uniformados de gala, se dirigía a pasos lentos hacia un trono erigido para tal ocasión en el centro del cuadrilátero. Totalmente velada, adornada la cabeza con una diadema guarnecida de piedras preciosas, se distinguían escasamente vagos reflejos y el óvalo evanescente de su rostro. Curiosamente, sus movimientos y su porte despedían un aura inefable, sin duda consecuencia de la nueva legitimidad que le había sido concedida aquella misma mañana, en el instante en que el cadí consagrara su unión.
Cual polvo de estrellas, la seguían los miembros de la familia real. Los descendientes directos del virrey, Ibrahim al frente, las esposas legítimas, y, por orden de precedencia, los hermanos, hermanas, nietos —entre ellos el pacha Abbás—, los primos y primos segundos y, por último, los restantes allegados.
A continuación seguía la comitiva oficial, desplegándose en desigual estela, en la que se codeaban feces y chisteras, agentes consulares y notables, austeros ulemas y bulliciosas criaturas.
Giovanna subió los escasos peldaños que la conducían al trono. Una ligera brisa hacía vibrar la bóveda aérea que se extendía sobre su cabeza. Se instaló en su puesto y dirigió la mirada hacia la vertiente sur de la explanada. Transcurrieron unos instantes. Said franqueó el porche dando la espalda a los pozos llamados «de José». No llegaba solo: apoyado en un bastón con empuñadura de marfil, Mohammed Alí caminaba a su lado, la espalda algo encorvada, como abrumado por el sol.
Padre e hijo llegaron ante el improvisado trono y se detuvieron.
Los rumores habían enmudecido insensiblemente.
La voz grave y cálida del anciano pacha resonó en la explanada.
—¡Que la bendición del Altísimo, del Misericordioso, sea sobre vosotros dos y que la felicidad ilumine para siempre vuestro camino!
Said subió junto a ella y alzó el velo simbólico que nadie más que él tenía derecho a tocar en su presencia.
Inmediatamente brotaron aplausos y yuyús estridentes femeninos. Indiferentes al júbilo que crecía a su alrededor, Said y Giovanna fijaron uno en otro sus miradas, como si quisieran grabar eternamente en ellas las huellas de sus rostros.
Mohammed Alí se había vuelto y contemplaba, soñador, la mezquita que se recortaba sobre el fondo azul del cielo. El edificio aún no estaba concluido, pero bajo la flecha del minarete descansaba ya un cenotafio de mármol que un día no muy lejano albergaría sus restos.
«Hace ya diez años que ese maldito arquitecto griego inició las obras y siguen sin concluirse», pensó. «¿Acaso creerá que he firmado un pacto con Dios?»
Scheherezada retrocedió ligeramente en la puerta de la mezquita. Sorprendida al ver que se volvía el soberano, se refugió de nuevo al amparo de las sombras. Por los entreabiertos batientes aún podía distinguir el trono y a Said y Giovanna.
—Vamos, Latifa —murmuró dirigiéndose a la sirvienta que se mantenía vigilante tras ella—. Mi hija es dichosa: es hora de regresar.
CAPÍTULO 38
París, 26 de noviembre de 1846, domicilio de Prosper Enfantin
Prosper Enfantin alzó su copa de champaña e invitó a imitarle a las seis personalidades presentes.
—¡Brindemos por nuestro éxito, señores! ¡Un brindis por el porvenir! ¡Declaro solemnemente inaugurada la Sociedad de Estudios para el Canal de Suez!
Cálidas exclamaciones respondieron al sansimoniano subrayadas por el tintineo de las copas de cristal.
—El sueño está ahora a nuestro alcance. No voy a recordarles nuestros años de sacrificio, la desaparición de los mejores de nosotros que descansan en tierras de Egipto, las burlas que han angustiado nuestros corazones... no. Únicamente deseo hablarles del porvenir. Ha bastado que hombres de buena voluntad se uniesen y decidieran prescindir de sus diferencias, antagonismos nacionales y mezquindades para que, por fin, lo que ayer aún parecía utópico o pura teoría se transformase en una empresa auténtica. Gracias a esta Sociedad de Estudios para el Canal de Suez me atrevo a afirmar que es posible la unión universal. Si se precisase alguna prueba para los políticos que despliegan razonamientos especiosos y descuellan en el arte de predicar divisiones, vosotros, mis hermanos, bastaríais para demostrarlo. ¡Ved cuántas naciones se hallan representadas en torno a esta mesa!
Y designó uno tras otro a los personajes que lo rodeaban:
—Don Luis Negrelli, austríaco, consejero imperial del príncipe de Metternich; dos ingleses, los señores Robert Stephenson, que, como no debemos olvidar, se trata nada menos que del hijo del ilustre George Stephenson, inventor de la tracción a vapor, y, junto a él, el ingeniero Edward Starbuck; los señores Féronce y Sellier, prusianos, que, pese a la consonancia muy afrancesada de sus nombres, son dignos descendientes de Federico Guillermo. Y, por último, los franceses Paulin, Edmond y Léon Talabot, Arlés-Dufour...
Se interrumpió y, con una sonrisa de modestia, añadió:
—Y un servidor.
Nutridos aplausos acogieron su discurso. Enfantin los interrumpió con ademán cortés.
—Sin embargo, amén de esta honorable asamblea, no debemos olvidar a todos cuantos nos brindan hoy su apoyo indefectible y que constituyen legión. Representantes de bancos y de cámaras de comercio, amigos sansimonianos, personalidades de la clase dirigente de este país, su alteza el duque de Montpensier, hijo de su majestad Luis-Felipe, su excelencia el señor Guizot, ministro de Asuntos Exteriores, el duque de Joinville y el marqués de la Villette, por mencionar solamente a los más destacados. Ahora cedo la palabra a mi amigo Arlés-Dufour.
El interesado se levantó y examinó una voluminosa carpeta.
—Permítanme que les resuma brevemente la situación en que se encuentra la Sociedad de Estudios. En estos momentos, el capital reunido asciende a ciento cincuenta mil francos, constituido en su totalidad por nuestras suscripciones personales. Mas constantemente afluyen adhesiones y cooperaciones financieras. Entre los organismos deseosos de participar en la apertura del istmo, citaré a las Cámaras de Comercio de Lyon y de Marsella, la Comuna de Trieste y las Sociedades Industriales de Viena, Leipzig y Dresde, sin olvidar importantes comerciantes. Esto en cuanto al aspecto financiero. Ahora será preciso abordar el problema puramente técnico del proyecto.
Separó una hoja del expediente.
—Como ya hemos anunciado, contrariamente a las últimas comprobaciones del señor de Bellefonds, nuestros ingenieros han demostrado que ambos mares son aproximadamente del mismo nivel. Aunque la memoria del señor de Bellefonds sigue constituyendo un instrumento de trabajo de valor inestimable, esta revelación de capital importancia nos obliga a replantearnos todos los datos anteriormente obtenidos. Por consiguiente, es indispensable que se desplace in situ un grupo de estudios y rehaga el proyecto desde su punto inicial. Este equipo, organizado por el señor Talabot, tendrá la misión de trazar nuevos planos, concretar presupuestos y determinar las perspectivas comerciales.
Hizo una pausa.
—El equipo estará compuesto esencialmente por los señores Negrelli y el ingeniero Bourdaloue. Podemos considerar razonablemente su partida para el mes de marzo próximo. Esto es todo por el momento.
Tras otra pausa, añadió:
—Gustosamente responderé a cuantas preguntas deseen formularme.
—¿Qué hay del pliego de condiciones? —Se interesó Talabot—. ¿Ha sido redactado de acuerdo con las propuestas efectuadas?
—Absolutamente. Enviaremos una copia a cada uno de los miembros y accionistas de la sociedad. Seguidamente les expondré los puntos más destacados.
»Primero. Neutralización del istmo, es decir, renuncia por parte de la Sublime Puerta a cualquier derecho de soberanía o de propiedad sobre dicho istmo y declaración formal de que jamás podrá pertenecer a ningún estado político, sea cual fuere.
»Segundo. Facultad del virrey de Egipto de organizar con la Compañía las condiciones que considere favorables a fin de poner a la empresa en posesión del territorio del istmo declarado neutro.
»Tercero. Percepción de derechos y tarifas por parte de la Compañía durante noventa y nueve años, al cabo de los cuales la propiedad de los trabajos y obras ejecutados será de público dominio de las naciones.
»Cuarto. Existencia indefinida y perpetua de la Compañía, que, al concluir los noventa y nueve años, sólo percibirá los mínimos derechos necesarios para la conservación de las obras y del personal administrativo.
»Quinto. Derecho de la Compañía de controlar el paso y, por consiguiente, de tener agentes a sus órdenes. Derecho a requerir ayuda, si fuera necesario, recurriendo al pacha de Egipto o a sus sucesores, al sultán o, en último caso, a las cinco grandes potencias europeas, según considere conveniente.
»Sexto. Prohibición absoluta de permitir el paso por el canal a ningún buque de guerra ni cuerpo de tropas bajo pretexto alguno, ni de modo ostensible ni disimulado. Como consecuencia de tal prohibición, la Compañía estará autorizada a verificar la carga de cualquier navío sospechoso de ocultar municiones de guerra o tropas.
En cuanto Arlés-Dufour hubo concluido su lectura, tomó el relevo Enfantin.
—Como habrán comprendido, señores, la intención que domina ese pliego de cargos se resume en pocas palabras: el canal de Suez debe ser propiedad del género humano, obra de todos, y se compartirá sin distinciones de nacionalidad o de raza. E, inclinándose ante el ingeniero austríaco, concluyó: —Monseñor Negrelli, le deseamos buen viaje. ¡Que el Dios universal lo acompañe!
Palacio de Ras el Tine, julio de 1848
Mohammed Alí se subió la gruesa manta de lana hasta el cuello y crispó nervioso los dedos mientras el doctor Clot declaraba:
—Así es, alteza. Sin duda alguna, el cerebro es el órgano menos conocido de todos cuantos componen el cuerpo humano.
—Sin embargo, no querrá hacerme creer que estoy alienado, bey Clot.
—¿Acaso he emitido semejante diagnóstico, sire? No se trata de alienación, sino tan sólo de una gran fatiga cerebral. Estáis agotado, sin fuerzas. Cuando se quebranta la resistencia física, el espíritu sufre naturalmente las consecuencias. De lo que resulta gran dificultad de concentración, disminución de la facultad de razonamiento y pérdida de memoria.
El virrey profirió un gruñido irritado.
—¿Ese tipo de desorden no se califica con el nombre de senilidad?
—No creo que sea el término apropiado. Sería más exacto senescencia.
—Senescencia...
Clot parecía azorado.
—Así se califica al conjunto de procesos fisiológicos por los que un órgano envejece en el transcurso de la vida.
—Kalam fadi. ¡El vacío! ¿Por qué emplea términos eruditos cuando bastarían algunas palabras muy sencillas? ¿Sabe lo que se dice en mi país cuando alguien nos describe ese género de síntomas? ¡Kharfanne!
—¿Qué significa eso, sire?
—¡Qué chocheo!
—¡Majestad! —protestó Clot echándose hacia atrás.
—¡Vamos, vamos, amigo mío! ¡No adopte ese aire de virgen ultrajada! Hace milenios que la humanidad chochea. Durante mucho tiempo creí que la naturaleza me preservaba de ese mal, pero debo rendirme a la evidencia: me he unido al rebaño. Mas basta de palabras; pasemos a los remedios. ¿Qué me aconseja?
—Descanso, majestad. Y un cambio de aires.
—¿Viajar?
—Sí. Alejaos de todo lo que os atormenta. Partid. Vaciad vuestro espíritu.
—¿Adónde podría ir?
—El mundo es vasto. ¿Por qué no Europa? La montaña os sentaría bien.
—¿En Francia?
—¡Excelente idea, sire! ¡Así tendríais ocasión de visitar ese país que tanto amáis!
Se produjo un largo silencio: diríase que el viejo pacha se esforzaba por ordenar sus pensamientos.
—Bien —decidió bruscamente—, haré ese viaje. Ignoro si Dios me dará fuerzas para llegar hasta París, pero existe otro lugar donde acudiré preferentemente.
—¿Sería indiscreto preguntaros dónde, sire?
—Se enterará oportunamente... Ahora haga entrar a mis hijos: tengo que hablar con ellos.
Clot se inclinó respetuoso y abandonó la estancia.
Al cabo de unos instantes Ibrahim y Said entraban en la sala.
—Acercaos. Debo informaros de las decisiones que acabo de tomar.
Aspiró profundamente.
—Ya no sigo estando en condiciones de gobernar nuestro país.
La reacción de sus hijos no se hizo esperar.
—¡No hablaréis en serio, padre!
—¡Dejadme concluir!
Apartó la manta de lana y se incorporó en el lecho.
—¿Conocéis la historia del prisionero ruso? ¿No? ¡Voy a contárosla! Un turco había hecho prisionero a un ruso. «¡Tráeme a tu prisionero!», le ordenó un oficial. «No quiere venir.» «Entonces ven tú.» «Él no me deja.» Hoy soy como ese hombre: mi cerebro es mi prisionero ruso. Me amenaza y estoy desarmado. Mañana, cuando crea conveniente, apuntará su fusil contra mí y me matará. Si un hombre se halla en esta situación y gobierna una nación debe renunciar y confiar las riendas a alguien más sano. De no hacerlo así, debe cortársele el cuello y arrojarlo a los chacales.
Hizo señas a Ibrahim para que se aproximase.
—¡No intentes discutir conmigo, hijo! Durante todo estos años hemos avanzado cogidos de la mano. Yo he frustrado en más de una ocasión tus victorias, pero también te he dado ocasión de elevarte a las cumbres más gloriosas. Ha llegado la hora de entregarte lo que por derecho de primogenitura te corresponde. A partir de este momento te confío a Egipto: tú serás su regente hasta el día de mi muerte. Protégelo, ámalo tanto como yo te he amado, piensa únicamente en su bien y en su prosperidad. Defiéndelo de los buitres y, por encima de todo, esfuérzate por triunfar allí donde yo he fracasado: consigue la independencia de nuestra tierra. Y, por último, no olvides jamás las recomendaciones que te hice cuando partías a guerrear a Morea: «Que Dios te conceda la victoria, hijo mío, y, si es así, que te dé la virtud de la benignidad: sé un enemigo con tus enemigos, pero clemente con el débil.»
Hizo una pausa y prosiguió en el mismo tono, pero en esta ocasión dirigiéndose a Said:
—Lo que acabo de decir a tu hermano, te concierne asimismo. Un día te llegará la hora de sucederle, mas no estarás solo para asumir esa tarea: escucha a tu esposa. Tal vez sea algo inflexible, pero, en ciertas circunstancias, acaso ello pueda considerarse una cualidad.
—Disculpad, padre —interrogó Ibrahim—, pero el doctor Clot nos ha dado a entender que pensáis emprender un viaje cuyo destino no habéis revelado. ¿Podríais confiarnos vuestro proyecto?
Mohammed Alí hizo una señal de asentimiento.
—Cuando se aproximan las tinieblas, los ancianos experimentamos la necesidad de volver en busca de nuestras raíces. Voy a trasladarme a Cavalla, a visitar la tumba de mis antepasados y mi pueblo natal, los lugares donde floreció mi infancia. Luego iré a Estambul, en simple visita de cortesía, y, si mis fuerzas me lo permiten, me trasladaré a París.
Reinó el silencio. El pacha siguió observando unos momentos a sus hijos y luego añadió con voz ronca:
—Ahora dejadme: necesito dormir.
El pequeño hinchó sus pulmoncitos de aire todo lo posible y sopló apagando las cinco velas.
—¡Bravo, Fuad! —exclamó Giovanna.
Levantó al niño del suelo y lo cubrió de besos.
—¡Eres el más fuerte, el más grande y el más hermoso!
Mientras el servidor comenzaba a cortar el gigantesco pastel, Said entró en la estancia.
—¿Qué sucede? —Se interesó ella cogiéndole la mano—. ¿Está mejor?
Said no respondió en seguida. Primero abrazó a su hijo y le deseó feliz cumpleaños y, seguidamente, condujo a su esposa hacia el balcón.
—Ha decidido abdicar —dijo con voz abatida—. Ha nombrado regente a Ibrahim.
La noticia, inesperadamente, no pareció sorprender a Giovanna.
—Ha hecho bien —observó—. Es un gran soberano.
—Se diría que esperabas esta decisión.
—Cierto. Sólo me preguntaba cuándo se produciría. Pero sabía que así sucedería.
—Apenas ha dejado traslucir su desesperación, pero imagino la lucha interna que ha debido librar.
Giovanna acarició afectuosa la mejilla de su marido.
—Créeme, ha sido prudente. Últimamente olvidaba los títulos y funciones de los personajes que le rodeaban y tomaba decisiones que al día siguiente olvidaba.
—Lo siento... Lo siento por mi padre, por el hombre que fue y que ya no será.
—Te equivocas, amor mío. El hombre que fue seguirá grabado para siempre en el recuerdo de todos. Lo que cuenta ahora es que sus hijos se muestren a la altura de la herencia que os ha legado.
Su tono se hizo más vehemente.
—La semana pasada examiné los presupuestos del Estado. Te consta que desde el tratado de Londres nuestro país ha tenido que vivir entre la inquietud del mañana y los estrechos límites que nos han sido impuestos, a lo que ha venido a sumarse la crisis del algodón. La producción, que representaba un capital bruto de treinta millones de libras, ha descendido a más de la mitad. Sin embargo, pese a todos esos sinsabores, tu padre no solamente ha logrado corregir la situación financiera del país sino remontar sus ingresos hasta niveles jamás alcanzados. ¿Sabes cuánto representan actualmente? Said respondió con una negativa.
—El capítulo de ingresos asciende a ochocientas cuarenta mil ciento sesenta, mientras que los gastos no superan la cifra de cuatrocientas nueve mil.
—¿Adónde quieres ir a parar, Giovanna?
—Ya te lo he dicho: vosotros, sus hijos, deberéis mostraros dignos de la herencia que os lega.
—No te preocupes: Ibrahim será un gran soberano.
—Estoy convencida de ello. Pero no olvides que algún día también tú deberás igualarle o superarle.
—Y así lo haré... siempre que tú permanezcas a mi lado.
—Entonces no siento ningún temor: ni por ti ni por Egipto.
Hacienda de Sabah, septiembre de 1848
Joseph sirvió un vaso de karkadé a Luis Negrelli y a Robert Stephenson y depositó la botella sobre la bandeja.
—Confieso que estoy impresionado, señores. Cierto que el último correo de Enfantin sugería que seguía luchando, pero de todos modos... ¿una Sociedad de Estudios, un capital, adhesiones internacionales?
Se volvió hacia Linant.
—Resulta inesperado, ¿verdad?
—Lo es, en efecto. Sólo que... temo que todos estos esfuerzos sean en vano.
—¿Por qué razón, señor de Bellefonds? —se sorprendió el austríaco.
—Existen dos razones. La primera, que el virrey está enfermo y, a la sazón, ausente de Egipto, y que, desde ahora, su hijo Ibrahim ostenta todos los poderes. La segunda, que hace unos meses mencioné el proyecto a su majestad, le hablé de los esfuerzos del señor Enfantin y de las nuevas conclusiones relativas al nivel de ambos mares, conclusiones que os confieso aún no acaban de convencerme, y comprobé que la postura de su majestad no ha cambiado un ápice.
—¿Y qué significa eso? —preguntó Stephenson.
—Mohammed Alí sigue condicionando la apertura del istmo, como lo ha hecho durante toda su vida, a reunir a las grandes potencias en unánime concierto, cuyo objetivo sea asegurar a su alteza y a sus descendientes por medio de un acto diplomático y directo el libre disfrute del canal. «Yo abriré el istmo, me dijo, en cuanto las potencias se hayan puesto de acuerdo en ese proyecto, en cuanto Europa, que ha de obtener de esa obra inapreciables beneficios, haya fijado los límites de las ventajas políticas que deben resultar de ello para el virrey de Egipto.»
—Discúlpeme, señor de Bellefonds —objetó Negrelli—, pero eso es exactamente lo que estipulan los artículos uno y dos de nuestro pliego de cargos. Véalo usted mismo.
Extrajo de un maletín una nota que confió a Linant. Éste la ojeó y se la pasó a Joseph.
—Como habrá visto —subrayó Negrelli—, estamos en concordancia con la voluntad del pacha.
Esta vez fue Joseph quien respondió.
—Creo que voy a decepcionarlo, pero dudo que se aprueben jamás esas cláusulas.
—¿Por qué?
—Porque so pretexto de superar los antagonismos de las potencias europeas, su pliego de cargos culmina con una franca negación de la soberanía egipcia. No parecen haber comprendido exactamente las explicaciones del señor de Bellefonds: Mohammed Alí se niega enérgicamente a aceptar la intervención de una compañía sin haber conseguido que las potencias se pongan claramente de acuerdo entre sí y se lo confirmen en un acto oficial.
—¿Cree usted que el pacha Ibrahim mantendrá la misma posición?
—Eso me temo.
—En esas condiciones —suspiró Stephenson—, todo está perdido.
—Mientras Mohammed Alí tenga derecho a fiscalizar todo Egipto, así lo creo.
—Quiere decir... mientras viva.
—Exactamente, señor Stephenson, mientras viva.
CAPÍTULO 39
Palacio de Ras el Tine, 10 de noviembre de 1848
La noticia se difundió como reguero de pólvora sobre Egipto. Desde Luxor a Rosetta, de Assuán a Alejandría, se tuvo la sensación de que los dioses antiguos habían decidido invertir el curso de la historia y lanzar sus maldiciones sobre la vieja tierra de los faraones.
A las seis de la mañana, cuando el círculo resplandeciente del sol se levantaba en el horizonte, Ibrahim, hijo querido de Mohammed Alí, se extinguía bruscamente en su cámara del palacio de Ras el Tine.
El vencedor de Nezib, el azote de los turcos, el hombre en quien el viejo pacha había fundado todas sus esperanzas, ya no existía. Sólo había reinado tres meses.
Durante la hora que siguió a su muerte fueron advertidos los miembros de la familia, y preferentemente Said, pero nadie se atrevió a despertar al soberano para anunciarle la terrible noticia. El propio Said fue quien tuvo que encargarse de ello.
El pacha, que acababa de despertar, no pareció comprender las palabras de su hijo menor. Ordenó que descorriesen las cortinas y rogó a Said que repitiese las palabras que su cerebro se negaba a asimilar.
—Ibrahim ha muerto, padre: el Altísimo lo ha llamado junto a sí hace escasamente una hora. El doctor Clot cree que ha sido víctima de un ataque fulminante.
El soberano no manifestó reacción alguna. Puso los pies en el suelo y buscó a tientas sus babuchas. Luego, sin decir palabra, se vistió una bata de brocado recamado en oro y se dirigió a la ventana que dominaba Alejandría.
Así permaneció largo rato contemplando el puerto, sumido en un silencio únicamente interrumpido por el ronco soplo de su respiración.
Said no se atrevía a decir nada. Presentía que si pronunciaba una sola palabra sería igual que profanar un lugar sagrado.
Al término de lo que le pareció una eternidad, el soberano murmuró por fin:
—¡Qué extraño, hijo mío! Experimento una curiosa sensación, como si el paraíso hubiera descendido muy cerca de la tierra y me comprimiera entre ambos, respirando apenas por el ojo de una aguja.
Y se llevó las manos al rostro estremeciéndose de pies a cabeza.
Scheherezada avanzaba por la avenida principal de la hacienda precedida por su nieto cuando sintió como si el suelo se abriera bajo sus pies. Se llevó la mano al corazón y se apoyó contra el árbol más próximo. Sin duda, el propósito de no asustar al niño le inspiró las fuerzas necesarias para mantenerse erguida. Pero sus rasgos debían traslucir el intenso dolor que anegaba su pecho, pues el pequeño Samir se mostró preocupado.
—¿Qué te sucede, nonna? (Abuela). ¿No quieres seguir paseando?
—¡No, no, todo va bien! —articuló ella dificultosamente—. Sólo estaba descansando un poco.
Se asió al sicómoro, parpadeando y rogando a Dios que el dolor se disipase.
—¿Estás segura de que no te pasa nada?
—Sí, sí, querido. No te preocupes. No soy tan joven como tú, ¿sabes?
El niño se le abrazó, como si un sexto sentido le hiciese intuir que estaba a punto de desplomarse.
Lentamente se desvaneció el dolor y su pulso recobró un ritmo casi regular. Sintió como si su pecho se liberase de la tenaza que lo había oprimido.
—Ya estoy mejor. Vamos a reanudar nuestro paseo.
Mas el pequeño se negó.
—Prefiero que volvamos a casa y nos reunamos con Mona.
—Tu hermanita duerme: no debemos molestarla.
—Aguardaré a que despierte. Venga, volvamos. Además, también yo estoy cansado.
En aquella ocasión una franca sonrisa iluminó el rostro de Scheherezada: Samir era digno hijo de Joseph. Tenía su misma sensibilidad y generosidad y el don de leer en el interior de los seres.
—Bien —asintió—, puesto que así lo deseas, volveremos a casa.
Cogió al muchacho de la mano y ambos emprendieron el camino de retorno.
Al entrar en el patio distinguieron a Joseph absorto en su trabajo. Les hizo una señal de bienvenida y tendió los brazos hacia su hijo. El pequeño se precipitó hacia él murmurando en voz baja:
—La nonna se ha puesto enferma... Pregúntale qué le pasa.
El rostro de Joseph se ensombreció.
—¿Es cierto eso, mamá? ¿No te encuentras bien?
Scheherezada profirió una risita forzada.
—¡Oh... tu hijo es un travieso delator que invierte los papeles y me cuida como si yo fuese su niña! Estoy perfectamente: sólo he sentido vértigo. Nada grave.
—¿Estás segura, mamá?
—Naturalmente.
Y dirigiéndose a Samir añadió:
—¿No querías ir con tu hermanita?
El niño asintió y corrió hacia la escalera.
—¡Tienes un hijo maravilloso! —exclamó Scheherezada.
Señaló los planos extendidos sobre el banco de piedra y comentó:
—Trabajas demasiado.
—No me queda otro remedio. Unas semanas antes de abdicar, Mohammed Alí nos encargó a Linant y a mí que abriésemos tres nuevos canales navegables en las provincias de Menufieh, Charkiek y Beheira, una tarea colosal. Más de ciento cincuenta mil obreros están a nuestro cargo y debo esforzarme por no descuidar una empresa de tal envergadura.
Señaló un sobre.
—A propósito de los canales: he recibido una carta de Lesseps.
Scheherezada se esforzó por disimular una contracción dolorosa. Por segunda vez experimentaba aquella sensación aguda, como si se le hundiera un tizón al rojo vivo en el pecho.
Con la mayor naturalidad posible se instaló en el banco que se encontraba frente a Joseph. Era evidente que su hijo nada anormal había percibido en ella, pues prosiguió:
—¿Sabes? Ha sido condecorado con la Legión de Honor y nombrado ministro plenipotenciario en Madrid. ¡Puedes suponer cuán satisfecho estará! Hace años que soñaba con un destino tan prestigioso.
—¡Todo un éxito! —Se esforzó por responderle Scheherezada—. Tanto más cuanto que Lesseps sólo tiene cuarenta y tres años. Sin duda sus experiencias de la situación ibérica le han hecho merecedor de tal promoción.
Se disponía a proseguir cuando, repentinamente, apareció la sirvienta corriendo por el patio, presa de la más viva excitación.
—¿Se han enterado de la noticia? ¡El pacha ha muerto! ¡Acaba de decírmelo el intendente que ha llegado de El Cairo!
—¿El pacha? ¿Su majestad? ¿Te refieres a Mohammed Alí?
—¡No, no! ¡A su hijo Ibrahim, que ha fallecido esta misma mañana!
—¡Eso es imposible! ¡El intendente debe haberse equivocado!
—¡No, señor Joseph, se lo juro! Ibrahim ha muerto. Todas las banderas de El Cairo están a media asta.
Joseph se volvió hacia su madre absolutamente aterrado.
—¿Has oído?
Ella no respondió: se había desplomado cual muñeca de trapo.
Mohammed Alí tomó la pluma, la sumergió en el tintero y estampó su firma al pie del firman.
—Ya está, señores —anunció a los ministros reunidos en su gabinete—. Tal como exige la ley, nombro regente a mi nieto Abbás hijo de Tussun.
—Alteza —dijo el bey Artine, ministro del Interior—, no debéis ignorar que monseñor Abbás efectúa en este momento su peregrinaje a La Meca.
—¿Qué importa? Asumirá sus funciones en cuanto regrese del Hedjaz. Entretanto, haced lo necesario para que sea informado de la nueva situación.
—Vuestras órdenes serán cumplidas, majestad.
¿Fue el tono demasiado comedido o la excesiva afectación de su ministro, que se disponía a despedirse, lo que alertó al soberano? Lo cierto es que apostrofó al hombre secamente:
—¿Qué sucede, bey Artine? ¿Qué le desagrada? ¿Acaso la molestia de enviar un mensajero al Hedjaz?
El armenio inclinó la cabeza, incómodo.
—¡Responda, se lo ruego!
El ministro carraspeó.
—El difunto Ibrahim, que Alá acoja en su seno, habría sido un gran rey. Ignoro si vuestra decisión de sustituirlo por el pacha Abbás...
—¡Ni una palabra más! ¡Prefiero olvidar las palabras que acabo de oír! ¿Acaso tengo otra elección? ¿Es culpa mía que entre todos mis hijos no haya uno solo mayor que Abbás? Todas las monarquías de Occidente se rigen por la primogenitura en la sucesión mientras que en el imperio otomano prevalece la preeminencia de edad. ¿Qué puedo hacer? ¿Renegar de Abbás y dejar vía abierta a una lucha intestina que, no lo dudes un instante, utilizaría la Sublime Puerta para perjudicar a mi dinastía y por tanto a Egipto? ¡Respóndeme, bey Artine!
El ministro se llevó humildemente la mano al pecho, a los labios y a la frente.
—Perdonadme, sire. ¡Que Dios os conceda larga vida! ¡Que os proteja y proteja a la nación!
Era el 2 de diciembre de 1848.
Ocho meses después las tinieblas se abatirían de nuevo sobre Egipto.
2 de agosto de 1849
¿Eres realmente tú, Khadija? —se sorprendió Giovanna observando a la anciana que los servidores acababan de introducir en su suntuoso aposento.
—Sí, sayyeda (Señora): soy yo.
Como para demostrar que no mentía, deslizó el velo de muselina negra que cubría parcialmente su rostro.
Sin darle tiempo a concluir, Giovanna se precipitó hacia ella y la estrechó entre sus brazos.
—¿Cómo estás? ¡Te he echado tanto de menos!
—¡También yo a usted, sayyeda!
—¡Déjame que te vea! ¿Cuántos años hace ya?
—¡Trece años! ¡Toda una vida!
Mientras hablaba, la mujer dirigía furtivas miradas en torno. Se la advertía impresionada por el fastuoso decorado.
Giovanna la arrastró hacia un diván.
—¡Vamos! ¡Cuéntame qué ha sido de ti! Según creo recordar, cuando nos dejaste te disponías a reunirte con tu marido en Beni-Suef.
—Sí. No me resultó fácil, ¿sabe? Como le dije a su mamá, eran una segunda familia para mí.
Entreabrió los labios en nostálgica sonrisa.
—¡Cuando pienso que la conocí tan pequeña y que hoy...!
Señaló su entorno.
—¡Marcha Allah...! ¡Qué prosperidad!
—No cuenta el lugar donde se vive sino aquellos con quienes se comparte, ¿sabes? Si no fuera dichosa aquí, toda la opulencia del mundo no lograría remediarlo.
—¿Es dichosa?
—Sí, lo soy. Tengo dos hijos maravillosos. Quiero a mi marido y él me ama.
—¡Dos hijos! ¡Qué dicha! ¿Son niños?
—Fuad y Malika: niño y niña. Lo ideal.
—¡Que Dios los proteja y que les conceda toda la felicidad que merecen!
—Ahora hablemos de ti. Me ha sorprendido cuando me han anunciado tu visita. Al oír pronunciar tu nombre he tenido un instante de duda: estaba a mil leguas de imaginar que se trataba de ti.
Khadija movió lentamente la cabeza.
—Espero que no me lo tenga en cuenta. No me atrevía a venir, pero mi marido insistió mucho. Me dijo más o menos: «La señora Mandrino era como tu propia hija. Puesto que ha tenido la suerte de que su hija sea princesa, es tu deber visitarla y felicitarla.»
—Hizo muy bien.
—Sinceramente, no lo sé.
Frunció el entrecejo, súbitamente indecisa.
—¡Habla, Khadija! ¿Qué sucede?
—No es ésa únicamente la razón de mi visita.
—Sea cual fuere, ábreme tu corazón.
La sirvienta aspiró profundamente.
—Mi familia atraviesa graves dificultades, sayyeda, mis hijos cultivan desde hace largos años un campo de maíz. Usted conoce tan bien como yo la situación de los fellahs de nuestro país. Desde que su majestad, Alá le proteja, reina en Egipto, la tierra ya no nos pertenece: sólo somos los brazos del Estado. Las cosechas le corresponden por derecho propio. Desde luego que remunera nuestro trabajo, pero... Bajando la voz añadió:
—¡Es tan modesto lo que nos corresponde...!
—Estoy al corriente, Khadija. Día llegará en que las cosas cambien. Hay que tener paciencia.
—¡Oh, no se preocupe! La paciencia es innata en nosotros.
De pronto se mostró sumamente abatida.
—Se trata de los impuestos, sayyeda. Desde hace algún tiempo se han hecho más gravosos que nunca. Precisamente el mes pasado nos fijaron las tasas en cuatrocientas piastras, ¿imagina? ¡Cuatrocientas piastras para unos pobres como nosotros! Y este mes el mudir nos ha informado de que la suma será incrementada en un quince por ciento. ¡Jamás podremos pagarla! Mi hermano tiene seis hijos que alimentar, ¿comprende? Entonces, cuando nos enteramos de que usted se había casado con el pacha Said, mi marido...
—¡No te preocupes! —Respondió Giovanna en el acto—. Me ocuparé de ello personalmente.
Se levantó del diván y se dirigió hacia un armarito con incrustaciones de nácar y marfil, lo abrió y sacó de su interior una bolsita de cuero.
—Ten, para ti. Sé que lo utilizarás con discreción. Y haré lo que sea necesario por tu hermano.
En un impulso espontáneo, la sirvienta cogió la mano de Giovanna y se la besó.
—¡El Misericordioso la bendiga, sayyeda! ¡Que Él se lo devuelva con creces!
—¡Vamos, levántate!
La anciana sirvienta siguió extendiéndose en agradecimientos y bendiciones. Finalmente, se interrumpió y preguntó a Giovanna:
—¿Y sett Mandrino? ¿Cómo está?
—Bien.
—¿Ha superado su dolor? ¡Dios mío, qué tristeza! No creo haber visto jamás a una mujer tan desdichada en toda mi existencia. El bey Mandrino lo era todo para ella.
—Así era, en efecto.
Los ojos de la sirvienta se velaron.
—Cuando un ser llega a desear la muerte de aquel que sufre es que su propio sufrimiento debe de ser aún mayor.
—¿Por qué dices eso?
—¿Por qué, sayyeda? ¡Porque fui testigo de su desesperación! La oí cuando hablaba con su hermano. Fíjese, lo recuerdo como si fuera ayer.
Cerró los ojos para concentrarse mejor.
—Dijo: «¿Se tiene derecho a permitir que un ser se deslice así hacia la muerte? ¡Dime, Joseph, dime que estoy loca...!» Y él le respondió: «Comprendo lo que sientes y lo que ha podido pasar por tu cabeza. Tranquilízate, encuentro legítima tu actitud.» Y ella replicó: «¡He pensado en matarlo!, ¿comprendes? Cuando el frasco estuvo en mi mano, tuve la impresión de sostener en ella la liberación de Ricardo. El poder de dar fin a su humillación.» ¿Comprende cuán destrozada estaba?
Giovanna alzó la cabeza en señal de asentimiento.
—Bien —dijo la sirvienta levantándose—. No quiero entretenerla más. Me aguarda un largo camino hasta Beni-Suef.
Cogió la mano de Giovanna y la estrechó cálidamente.
—Hasta la vista, sayyeda. Gracias una vez más por su bondad.
—No es nada. Me he alegrado de volver a verte. Sobre todo no dudes en informarme si tienes necesidad de cualquier cosa. ¿Me lo prometes?
—Sí. Alá la guarde.
Juntas se dirigieron hacia la puerta. Al franquear el umbral, la sirvienta murmuró pensativa:
—En cualquier caso, hice bien en vaciar el frasco. ¡A saber lo que hubiera podido hacer su mamá en el estado en que se encontraba! Desde luego, una locura.
—¿Qué dices? —exclamó Giovanna con atónita mirada.
—¿Cómo, sayyeda?
—Has hablado de un frasco.
—Se trataba de ese frasco que la señora Scheherezada había mencionado a su hermano.
Con labios resecos, Giovanna trató de recuperar sus ánimos.
—Aguarda, ¿me quieres explicar lo más claramente posible qué hiciste?
Evidentemente la sirvienta no parecía comprender el interés que acababa de despertar. De todos modos, obedeció.
—Cuando sorprendí aquella conversación, de repente pensé que esa pócima contenía algo malo, puesto que poseía el poder de matar. Entonces reflexioné que más valía liberarse de ella antes de que su mamá, con lo desdichada que se sentía, cometiese una acción irreparable. ¿Acaso no había dicho «Cuando el frasco estuvo en mi mano tuve la impresión de sostener en ella la liberación de Ricardo, el poder de poner fin a su humillación»?
—¿Y entonces?
—Entonces subí a la cámara del bey Mandrino, abrí el armario y vacié el contenido del frasco en el lavabo, tras lo cual lo devolví a su lugar, entre la ropa.
De repente se sintió presa de pánico.
—¿Hice mal? ¿No debía haberlo hecho?
Con voz estrangulada por la emoción, Giovanna balbució:
—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Perdóname!
Impulsada por sus dos caballos bayos, la berlina corría a toda velocidad por el camino polvoriento que conducía a Gizeh. Como todos los años en la época de la crecida, el lugar estaba plagado de pantanos y estanques que sólo un cochero experto sabía evitar. Sobresaltadas por el estrépito del galope, una bandada de palomas blancas se alzaron del suelo y se dispersaron por el cielo. Giovanna bajó el cristal lateral y gritó:
—¡Más de prisa, Ruchdi! ¡Más de prisa!
El cochero hizo restallar su corbac cada vez con más fuerza y el carruaje chirrió bajo el esfuerzo intensificado de los caballos.
Antes de una hora la hacienda de Sabah apareció ante sus ojos.
El carruaje entró en el recinto sin reducir la marcha. El crepúsculo comenzaba ya a extender sus negras manchas por el paisaje. Sólo el segundo piso estaba iluminado, se adivinaba el destello de las luces tras los mucharabiehs; el resto de la casa se hallaba sumido en la oscuridad.
En cuanto la berlina se inmovilizó, Giovanna puso pie a tierra y se precipitó hacia la entrada.
Llamó una, luego dos veces. Nadie parecía escucharla. Entonces se puso a golpear furiosamente la puerta.
El batiente se entreabrió por fin y Latifa apareció ante sus ojos.
—¿Qué desea?
—¿Está mi madre?
—¿Su madre?
—¡Soy Giovanna!
Una expresión confusa se reflejó en el rostro de la sirvienta. Aunque la existencia de Giovanna no le era desconocida, pues muchas veces había oído pronunciar su nombre, se hubiera dicho que descubría a un espectro.
—Sí... sett Mandrino está. Sin embargo...
Giovanna apartó suavemente a la joven y entró.
—¡Aguarde! Es preciso que le diga...
—¿Qué sucede?
—Ella... ella...
—¿Qué pasa?
—Su... su mamá está muy grave.
Giovanna no aguardó al final de la frase. Subió corriendo la escalera que conducía a la habitación de Scheherezada.
Joseph y Corinne estaban sentados respectivamente a ambos lados del enorme lecho. Un denso silencio envolvía la estancia como un sudario.
Giovanna se acercó lentamente con el corazón en el borde de los labios.
Los jóvenes apenas parecieron sorprendidos al verla. Ninguno de ellos profirió palabra.
Giovanna siguió avanzando como hipnotizada por el rostro macilento de Scheherezada. Su madre tenía los párpados cerrados, los labios azulados, y su pecho apenas se movía. Se sentó con precaución en el borde del lecho, como si temiera que el menor movimiento pudiera cortar el hilo invisible tendido entre el día y la noche.
Instintivamente, acompasó el ritmo de su respiración con el de su madre.
Su infancia, sus primeros pasos, los primeros sonidos que percibiera... todo ello brotaba en una especie de abrazo y haces confundidos. Inmensas olas conducían hacia la arena de la playa la espuma de los recuerdos. Se mezclaban en su mente canciones de cuna, perfumes de piel, la salada humedad de una lágrima y aquella palabra: «mamá, mamá». Una campana tañía en el patio de la escuela, se había arañado la rodilla, unos brazos la estrechaban para tranquilizar sus pesares que parecían inconsolables, alguien subía la manta por la noche cubriendo su hombro desnudo...
—¡Mamá...! —exclamó, impulsiva.
¡Si por lo menos el tiempo no fuese ese río insensible que prosigue su curso imperturbable sean cuales sean las súplicas de aquellos a quienes arrastra! En aquellos momentos Giovanna odiaba al Nilo.
—¡Hija mía!
Scheherezada soltó la mano de Joseph y buscó la de Giovanna hasta que ambas se entrelazaron.
—¡Por fin has regresado!
¡Gritar! Decirle que su encuentro no se había producido por su culpa... Decirle que no había comprendido nada... que había vivido ciega, loca... Pedirle perdón... antes de que fuera demasiado tarde...
—¡Perdón, mamá...!
—¿Por qué, hija mía?
Su respiración se aceleró levemente.
—¿Recuerdas el cumpleaños de Ricardo? ¿Lo recuerdas?
Giovanna esbozó una afirmación sin apenas pronunciarla.
—¿Recuerdas qué te dijo?
Con un nudo en la garganta Giovanna permaneció muda, incapaz de articular palabra.
—«¡Mi hija... mi preferida...!»
Bruscamente, la descarnada mano materna se desplazó a tientas, tanteando bajo la almohada.
—¿Qué buscas, mamá? —se inquietó Joseph.
Ella no respondió. Sus dedos estrechaban algo que tendía a Giovanna.
—Ten... La he guardado... para ti.
Fueron sus últimas palabras.
En su palma entreabierta se encontraba la llave que abría la reja de la hacienda de las Rosas.
Casi en aquel mismo instante un grito desgarrador se remontó desde el palacio de Ras el Tine: Mohammed Alí acababa de entregar su alma a Dios. Había ido a reunirse con sus queridos hijos Tussun, Ismail e Ibrahim. Y en las calles de Alejandría se elevaron gemidos lancinantes que repetían hasta el infinito: «El alma de Egipto ha abandonado su cuerpo.»
El viejo león se había extinguido: destrozado, agotado.
Dos días después, su cadáver fue transportado desde Alejandría a El Cairo en un barco de vapor por el canal Mahmudieh y el Nilo.
En cuanto se difundió el eco de su muerte, espontáneamente y sin previo acuerdo, cada consulado alzó su pabellón a media asta.
Cuando el ataúd llegó al pie de Mokattam, los supervivientes de la familia, con excepción de Abbás, fueron a su encuentro y lo acompañaron hasta la tumba escogida por el soberano para el descanso de su alma, en la mezquita erigida dentro del núcleo de la Ciudadela.
Es de destacar que al día siguiente el cónsul de Inglaterra, señor Murray, escribía a lord Palmerston:
A vuestra señoría le resultaría muy peregrino escuchar de todas las provincias del imperio turco estas palabra mezcladas con lágrimas: «Si Alá me lo permitiese, gustosamente daría diez años de mi vida para prolongar la existencia del viejo pacha.»
CAPÍTULO 40
Palacio de Banha, febrero de 1854
Muellemente recostado sobre almohadones, Abbás, nuevo virrey de Egipto, contemplaba con lúbrica mirada al bailarín que se contorsionaba ante él. Preciso era reconocer que con sus cabellos trenzados, las pestañas ennegrecidas con khol y vistiendo una túnica abierta por el costado, Hassan el Belbessi se asemejaba totalmente a una mujer. Se ondulaba con consumada feminidad, sus finos dedos hacían tintinear los crótalos y conjugaba cadenciosamente la rotación de su bajo vientre con las contorsiones de sus caderas.
El bailarín dio todavía unos lascivos pasos en torno al soberano y luego se inclinó en final reverencia. Abbás le obsequió con varios aplausos.
—¡Muy bien, Hassan! Mi secretario me había elogiado tus méritos, pero sus palabra estaban muy por debajo de la realidad.
El artista se inclinó, encantado ante aquellas alabanzas.
—Acércate un poco: de todos modos me gustaría comprobar que no me han engañado.
—¡Majestad! —Exclamó el Belbessi con una risita—. ¡Cómo podéis imaginar semejante cosa!
Y, con afectada expresión de protesta, se acercó todo lo posible al soberano.
Abbás deslizó su mano bajo la falda, ascendió a todo lo largo de la pierna inmovilizándose en la entrepierna y profirió una risita de complicidad.
—¡Alá es grande creando hombres tan apetitosos como las mujeres! ¡Así nos ahorra el fastidio de soportar a tan empalagosas criaturas!
Retiró la mano y añadió:
—Puedes irte: mi secretario tiene un regalo para ti.
El Belbessi abandonó la estancia extendiéndose en frases de gratitud y contorsionándose cada vez más.
Una vez a solas, Abbás se tumbó de espaldas y dio libre curso a sus pensamientos.
No estaba descontento de sus cinco años de reinado. Por fin había podido poner en práctica todas las medidas que soñara. En primer lugar había obligado a trasladarse a sus parientes del abyecto palacio de Alejandría al de Banha, en la soledad del desierto, lugar más propicio a la meditación; luego se había liberado de la mayoría de occidentales que desde hacía tanto tiempo emponzoñaban el aire de Egipto, y muy especialmente de los franceses. Los ingleses, por su parte, eran muy distintos, más civilizados. Había promulgado un decreto prohibiendo que las mujeres salieran de sus hogares antes de casarse, ¡sabia decisión! ¿Qué representaban aquellas criaturas si no la tentación y el pecado? Su deber en esta tierra era servir y procrear. ¡Nada más!
También había ordenado el cierre del hospital de El Cairo y de sus dependencias, de la escuela de medicina, las maternidades, la escuela de comadronas, el dispensario... otros tantos lugares de perdición creados por el doctor Clot, aquel secuaz del Diablo.
A Mohammed Alí le había sido fácil gobernar como un autócrata. En el fondo, sólo lo fue para su familia y sus súbditos. Ante Europa se había comportado como un pusilánime. ¿Qué había hecho de Egipto? Una nación de la que habían sido desterrados los turcos, donde dominaban los cristianos y los representantes de las potencias extranjeras influían en todos los aspectos del gobierno. Si él, Abbás, debía ser gobernado por alguien, prefería serlo por el señor de la Sublime Puerta, jefe de todos los musulmanes, que por los infieles.
La muerte de Ibrahim fue una bendición; la del viejo pacha había llegado en su momento más oportuno: unos años más y nada quedaría de la identidad egipcia.
Pensándolo bien, la única decisión positiva que tomara su difunto abuelo había sido prohibir las danzas femeninas. La belleza del cuerpo masculino era incomparable, mucho más sensual.
Alejandría, marzo de 1854, palacio de Ras el Tine
La comida tocaba a su fin. Ni Giovanna ni Said habían disfrutado de ella. En cuanto a Joseph y Corinne, apenas habían probado la ensalada. Linant, por su parte, había rechazado sistemáticamente todos los platos que le ofrecían.
Giovanna retiró su plato con aire deprimido.
—Lo siento, Linant, pero no podemos hacer nada por ti.
Y, tomando a Said por testigo, prosiguió:
—Has intentado hablarle, ¿verdad?
—Desde luego, pero es lo mismo que discutir con un asno: Abbás está rematadamente loco.
Linant se esforzó por mostrar un aire despreocupado.
—No es nada grave, monseñor. Me consuelo diciéndome que no soy el único europeo que ha sido destituido como un mamuchi (inútil). El doctor Clot, Cerisy, el coronel Séve... Todos mis compatriotas han sufrido idéntico destino, y si alguno de ellos sigue aún en su puesto supongo que únicamente se debe a que el virrey ha querido evitar la ruptura definitiva con Francia.
—En ello existe una voluntad deliberada de conducir nuestro país al desastre —intervino Joseph—. Cinco años de reinado, cinco años de decrepitud. ¡Cuando pienso que la primera decisión que tomó, apenas un año después de su entronización, fue conceder a un inglés la construcción del ferrocarril entre El Cairo y Suez!
—Y no precisamente a cualquier inglés —intervino Linant—, sino al propio Robert Stephenson.
—Uno u otro, ¿qué importa? —Dijo Said—. No comprendo por qué este personaje le irrita especialmente.
—Porque ese individuo formaba parte de los miembros fundadores de la Sociedad de Estudios para el Canal de Suez creada por los sansimonianos. Incluso acudió a visitarnos a Sabah acompañado de uno de sus colegas austríacos, el señor Negrelli, para defender la causa de la apertura del istmo.
—Lo que significa que ese caballero ha traicionado la causa de sus amigos.
—Por desdicha, monseñor, no veo de qué otro modo podría calificarse su comportamiento.
—¡Todo cuanto sucede es tan incoherente! —Suspiró Giovanna—. Abbás proclama por doquier que desea liberar a Egipto de la influencia extranjera y, sin embargo, no pasa día sin que favorezca a Inglaterra que, por su parte, no esperaba tanto.
—A mi parecer, los ingleses, al construir esta vía ferroviaria, sin duda esperan conseguir que la vía marítima resulte de una vez por todas superflua —replicó Joseph desengañado—. Durante todos estos años han vivido temiendo que el canal de Suez se hiciera realidad y, sobre todo, que Francia lo construyese. Y se han salido con la suya.
Linant movió la cabeza, apesadumbrado.
—¡Cuando pienso en que el pobre Enfantin sigue luchando contra viento y marea tratando de convencer tanto a nuestro nuevo emperador Luis-Napoleón como a lord Palmerston de lo razonable de su proyecto!
—¿Pues no me había dicho que el cónsul de Francia había conseguido que Abbás le encargase nuevas nivelaciones en la región de Suez? —se sorprendió Said.
—Exactamente, monseñor. Y Joseph y yo hemos llevado a cabo esa tarea. ¿Pero acaso imagináis que vuestro sobrino tiene intención de otorgar la concesión a una sociedad francesa aunque con ello defienda una idea universal?
—¡Alá no puede permitir por más tiempo semejantes actuaciones! —comentó Said en tono afligido—. ¡Es imposible que toda la obra de mi padre, todo cuanto construyó con paciencia y tenacidad, sea así pisoteado!
Junio de 1854, finca de La Chénaie, en Francia
Ante la ventana de su despacho que se abría al campo del Berry, Fernando de Lesseps contemplaba pensativo la ondulante llanura. Por un juego de luces y sombras, el cristal le devolvía su propia imagen, ligeramente velada por la bruma del amanecer.
Dentro de pocos meses cumpliría cuarenta y nueve años. Había pasado gran parte de su vida en la diplomacia, totalmente dedicado a la defensa de los intereses de Francia, para encontrarse a la sazón en situación de desgracia y ante un destino fracasado.
¿Cómo había llegado a tal situación?
En 1849 se le obliga a abandonar su cargo de embajador en Madrid en beneficio del primo de Luis-Napoleón Bonaparte, que acaba de ser elegido presidente de la República.
Es destinado a Berna. Cuando se dirige hacia allí, hace una breve parada en París, donde la Asamblea Constituyente debate la postura que deben mantener las tropas francesas enviadas a Roma a comienzos de año. Roma, donde el papa Pío IX ha sido despojado de su poder temporal por la proclamación de la República.
El general Oudinot, jefe del cuerpo expedicionario, erróneamente convencido de que el pueblo romano anhelaba el retorno del papa, ataca la ciudad el 29 de abril. La ofensiva se convierte en un desastre, una absoluta humillación.
Y he aquí que, contra toda expectativa, Fernando es designado como negociador, a lo que accede espontáneamente. ¡Si hubiera podido medir toda la ambigüedad de ese conflicto en lugar de precipitarse hacia él sin pensarlo!
En el transcurso de las siguientes semanas se producirán, tanto en una como en otra parte, una sucesión de tergiversaciones, de negativas seguidas de asentimientos y de negociaciones que concluirán en un telegrama lacónico, enviado desde París, que pone fin a su misión y en el que se le ordena regresar a la capital francesa.
A su retorno, es desautorizado, obligado a comparecer ante una jurisdicción disciplinaria que le hace responsable del fracaso de las negociaciones y del enfrentamiento resultante y puesto en situación de excedencia: su carrera está destrozada.
A partir de entonces, nada le queda sino el apoyo de su dulce esposa y de su familia. Hacia fines de 1851, su suegra, señora Delamalle, hereda grandes propiedades en el Berry y encarga a Fernando que busque una casa próxima a esas tierras, cuya gestión le confía generosamente.
Recorre la región, compra un antiguo pabellón de caza que perteneciera a Carlos VII y se entrega totalmente a supervisar la restauración de La Chénaie.
Entre el sosiego allí reinante, el 2 de diciembre de 1851 Fernando se entera de que el príncipe Luis-Napoleón ha protagonizado un golpe de Estado.
Dos años después se difunde la increíble noticia: el nuevo emperador ha tomado la decisión de desposarse con una joven española de veintiséis años, Eugenia María de Montijo de Guzmán, condesa de Teba, un motivo de justificado regocijo para Fernando, pues se trata nada menos que de su prima.
No obstante, como si la mala suerte decidiera seguir ensañándose con él, la muerte se abate en cuatro ocasiones sobre su familia. La primera vez, cuando se disponía a asistir al enlace imperial, Catherine, su madre, fallece repentinamente. Un mes después la sigue a la tumba la dulce Agathe, su esposa. Aún no superada esa doble desgracia, una tercera viene a caer sobre él: hacia fines de septiembre, Carlos, su primogénito, sucumbe víctima de la escarlatina. La tragedia alcanza su punto culminante cuando el benjamín, Fernando, se reúne asimismo con su hermano.
¡Terrible fatalidad!
Y ahí se encuentra solitario en la finca de La Chénaie. Aparte del discreto ir y venir de los obreros que prosiguen las obras de restauración, el parque está desierto.
Fernando regresa a su despacho.
Algunos pliegos dispersos se confunden con los retratos de su esposa y de sus hijos fallecidos.
Un rayo de sol ilumina una carta de Eugenia de fecha 22 de junio de 1853.
Fernando recorre maquinalmente con la mirada las últimas frases redactadas con escritura aérea y refinada.
...doy gracias a Dios por haberme escogido para una tarea tan importante y a Él me confío para que me haga digna de llevarla a buen fin. Te ruego que me aconsejes siempre que lo consideres útil, no ya por mí, sino por Francia. Siempre estaré dispuesta a escuchar a mis amigos de confianza.
Tu prima y amiga,
EUGENIA
Una hoja cubre a medias la carta. Fernando ha garabateado en ella apresuradamente algunas palabras:
«Suez... Suez...»
Egipto, palacio de Banha, 13 de julio de 1854
Abbás se tendió descuidadamente en su lecho, eructó e inmediatamente dio gracias al Altísimo por la comida que se disponían a servirle y por el amante que acababa de abandonar su lecho.
En aquel momento llamaron a la puerta.
Aparecieron tres servidores con los brazos cargados de alimentos. Entre un respetuoso silencio ordenaron las bandejas en la mesa de roble macizo y, tras asegurarse de que no faltaba nada, dieron media vuelta y uno de ellos inquirió:
—¿Su majestad tiene alguna orden que darnos?
Abbás hizo un gesto de fastidio.
—¡Servidme!
Curiosamente, en lugar de obedecerle, el servidor se adelantó un paso.
—¿Qué haces? —refunfuñó el virrey.
Un segundo servidor se había aproximado asimismo.
El tercero introdujo la mano en su chaleco y extrajo de él un puñal.
Tres hojas destellaron a la luz vacilante de las lámparas.
Cuando Abbás comprendió lo que sucedía, era demasiado tarde.
El primer puñal acababa de traspasarle la garganta.
El segundo se hundió en su pecho.
El tercer servidor aguardó un momento para arrancar los testículos al soberano.
CAPÍTULO 41
Palacio de Ras el Tine, 30 de noviembre de 1854
—¡Doscientas cuarenta libras! —Suspiró Said bajando de la balanza—. En estos momentos soy el soberano más gordo que ha reinado en Egipto. Esperemos que no sea ése el único recuerdo que la posteridad conserve de mí.
Giovanna alzó la cabeza hacia su esposo y le contempló con cierta melancolía.
—Mohammed Said, virrey de Egipto... me cuesta creerlo...
—¿Por qué? Tarde o temprano debía llegar mi turno: Abbás demoró simplemente el momento.
—Ello no impide que me sienta orgullosa y asustada a la vez. La tarea que te aguarda es inmensa, a lo que se suman estos últimos años desgraciados.
—No temas, Giovanna. Sabré mostrarme digno de mi padre. Por lo demás, no estoy solo. ¿Acaso no estás a mi lado?
Ella asintió.
—Pero tú eres el soberano. Tú, de quien el pueblo espera decisiones.
Said se dejó caer en un sillón.
—¿No he obrado acertadamente durante los tres meses que llevo al frente del país?
Enumeró con los dedos:
—He ordenado la reapertura de hospitales, dispensarios y todos los establecimientos que ese asno albardado había condenado. He restituido en sus cargos a todos los funcionarios europeos, y a los franceses en particular. Les he abierto mi palacio...
—En ese sentido... —lo interrumpió Giovanna.
Said enarcó las cejas.
—¿Sí?
—Sé que tu actitud se inspira en una buena intención, pero no te fíes, Said. Tu generosidad es ilimitada desde que ocupas el trono. Jamás se había visto tal afluencia de extranjeros. En cuanto se conoció la muerte de Abbás, intrigantes y aventureros desembarcaron de los cuatro extremos de Europa. La perspectiva de cargos a ocupar y negocios que urdir atrajo a una multitud increíble, diríase como enjambre de moscas a un tarro de miel. Observa lo que sucede a tú alrededor: te someten los proyectos más incongruentes y los planes más extraordinarios con la esperanza de seducirte. No hay más que ver con qué rapidez ese hombre, cuyo nombre he olvidado...
—Bravay.
—Exactamente. Ignoro cómo se las ha ingeniado, pero llegó a Egipto hace tres meses sin un centavo y hoy es multimillonario y preponderante en Alejandría.
—No soy ciego, Giovanna: advierto perfectamente cuanto sucede. No se trata de que me deje invadir por parásitos: tengo bastante discernimiento para reconocer a esa clase de individuos. De todos modos, ello no es más que un grano de arena ante las empresas que estoy a punto de emprender. Y, como acabas de observar, la tarea es ingente: refundición del gobierno central, que Abbás desorganizara; reconstrucción del Consejo del Estado; restablecimiento de la seguridad en campos y ciudades. También es preciso que ponga coto a esa tendencia al fanatismo y la intolerancia que ha comenzado a surgir estimulada por mi predecesor. Ésa es, además, una de las razones por las que he escogido a un cristiano como gobernador general del Sudán.
—No me tengas en cuenta que te hable de este modo. Sólo trato de prevenirte contra ti mismo. ¡Eres tan bueno, Said, tienes un corazón tan grande...!
—¿Como yo?
Y estalló en carcajadas recostándose en su sillón, que se tambaleó peligrosamente. De repente, recobrando su seriedad, prosiguió con cierta solemnidad:
—Dos cosas me llegan al alma y reconozco que en parte han sido inspiradas por ti. Deseo reglamentar el sistema inhumano de trabajos obligados, de modo que se impida a los cabecillas de los pueblos, so pretexto de servir al gobierno, disponer de los desdichados fellahs como si de animales de tiro se tratara. Mi segundo objetivo es dar fin al monopolio de la propiedad. Tal como has sugerido, instituiré un régimen transitorio que conduzca progresivamente a la constitución de la propiedad privada: las tierras serán distribuidas entre aquellos que las cultiven hasta que llegue el día en que existan en Egipto tantos propietarios como fellahs.
Hizo una pausa.
—También lucharé por poner fin al régimen de las capitulaciones que desde hace tanto tiempo causan estragos, confiriendo a los europeos culpables de malversaciones o crímenes una impunidad que los salvaguarda de cualquier condena. Ignoro si lo conseguiré, pero haré todo cuanto esté en mis manos para que los extranjeros residentes en nuestro país sean juzgados por tribunales nacionales.
Observó a Giovanna como si deseara observar el efecto producido por sus palabras. Su esposa exhibía una sonrisa luminosa.
Respiró profundamente aliviado y anunció:
—Ahora debo dejarte: Fernando debe de impacientarse.
Giovanna se levantó a su vez.
—¿Lo has pensado seriamente?
—Sí.
—¿Has calculado todas las consecuencias que se derivarán de tu decisión?
—Sí, Giovanna. Y estoy convencido de que será beneficioso para Egipto.
En el momento en que se disponía a abandonar el salón, ella le rozó el brazo.
—Said...
Su esposo se volvió con cierta impaciencia.
—¿No habrás olvidado la advertencia de tu padre?
—¡No!
Y se perdió de vista.
Fernando de Lesseps paseaba arriba y abajo por el gabinete intentando dominar su impaciencia. Jamás se había sentido tan cerca de su objetivo, jamás la providencia había intervenido tanto a su favor.
Pocos meses atrás, cuando se encontraba en La Chénaie bajo un cielo más gris que nunca, había tenido conocimiento de la entronización de Said. Se apresuró a escribir al nuevo virrey para felicitarle, expresando su deseo de acudir a Egipto para presentarle sus respetos, y el fiel Said le respondió inmediatamente fijando su encuentro para la primera semana de noviembre.
Cuando se disponía a ultimar los preparativos del viaje recibió una carta de Enfantin quien, conocedor de la invitación del soberano egipcio, le proponía confiarle el abultado expediente formado por el conjunto de estudios relativos a la apertura del istmo. Todo estaba allí contenido: los trabajos de Linant de Bellefonds, los trazados efectuados por el austríaco Negrelli, la memoria de Talabot, los mapas de sondeo del mar Rojo efectuados por Stephenson, los planos, las propuestas de trazado... Más de quince años de esfuerzos denodados que, lamentablemente, jamás habían llegado a buen fin. Ese expediente era el que Fernando había defendido hacía dos semanas ante Said, aportando su visión personal del proyecto. La víspera le había sometido un borrador del firman otorgándole la concesión tanto tiempo esperada, en el que el virrey había efectuado algunas modificaciones de escasa importancia. Sólo faltaba su rúbrica.
—Señor de Lesseps, su majestad le aguarda.
Con el corazón latiendo tumultuosamente, siguió al mayordomo hasta el gabinete del soberano.
—¡Fernando, amigo mío! ¡Que la paz sea contigo!
—Os presento mis respetos, sire.
El virrey señaló el sillón que tenía delante.
—¿Te encuentras bien, Fernando?
Su voz tenía una extraña entonación.
—Sí, majestad. Gracias.
—Observo que, aparte de esa cartera cargada de expedientes, no traes nada más. ¿Estás seguro de no haber olvidado nada?
—¿Qué podría olvidar, sire?
Said cruzó los brazos exhibiendo una mueca contrariada.
—¿Así es como me visitas? ¿Con las manos vacías?
Lesseps se mostró confundido.
—Yo... Perdonadme, mas ignoraba...
—Mi corazón está decepcionado. Sin embargo, aguardas grandes cosas de esta entrevista. ¡Un documento de valor inestimable!
Fernando articuló con voz vacilante:
—Yo... sí, alteza. En fin, si tal es vuestro deseo...
—¿Y querrías que te devolviera ese documento sin ofrecerme nada a cambio?
El resto de la frase quedó ahogado por una carcajada atronadora.
—¡Vamos, effendi Fernando! ¡Vuelve a la tierra! ¡Tienes la mente demasiado imbuida de tu canal!
Se inclinó hacia adelante y silabeó:
—Ma-ca-rro-nes. Reconozco que sería muy poca cosa a cambio de un proyecto que va a inmortalizarte.
De pronto, su expresión se hizo nostálgica.
—Jamás lo he olvidado, ¿sabes? Hasta el último día de mi vida conservaré tu imagen en mi mente, arrodillado al pie del diván donde yo me había adormecido ofreciéndome aquel plato humeante que cosquilleaba voluptuosamente mi olfato.
Los rasgos de Fernando se distendieron como por arte de encantamiento.
—¡Me habíais asustado, sire!
—No, amigo mío. Sólo deseaba recordar el pasado...
Seguidamente, tomó un pergamino y se lo entregó.
—Ten, es la copia del correo que he dirigido al sultán.
Con ojos velados por la emoción, Fernando examinó únicamente el final del texto.
A mi afectísimo amigo de alta cuna y elevada condición don Fernando de Lesseps, la autorización otorgada a la Compañía requiere la ratificación de su sublime majestad, el sultán. En cuanto a la construcción del canal de Suez, sólo podrá emprenderse tras la obtención de la autorización de la Sublime Puerta.
Hecho el tercer día de Ramadán de 1271.
El virrey creyó oportuno aclarar:
—Sabes bien que la aprobación del sultán es simple cuestión de forma. Si la reclamo, es únicamente para manifestar mi respeto. Pero, no obstante, será preciso que acudas a Estambul a exponer tu proyecto.
Fernando, aún impresionado, asintió en silencio.
—Y en cuanto a los ingenieros jefes, ¿has tomado alguna decisión?
—Sí, nombraré a Linant de Bellefonds y, como segundo, a Joseph Mandrino. Y, para mayor seguridad, añadiré a Mougel. Reemprenderán de nuevo todas las investigaciones desde el punto de partida y su informe será sometido a una comisión presidida por vos, sire.
—Ten cuidado. Desde el asunto de la presa, Linant y Mougel no mantienen muy buenas relaciones. Temo que discrepen. ¿Por qué no limitarse a Linant, que conoce la geografía del país mejor que nadie? Él ha levantado los mapas y, asimismo, estudiado la geología del istmo en sus menores detalles.
—Cierto. Pero aunque Linant es insustituible en los trabajos de excavación, Mougel, a mi parecer, sigue siendo el mejor especialista de los problemas hidráulicos.
Said se encogió de hombros.
—Respetaré tus decisiones.
Hizo una pausa.
—¿Has efectuado las rectificaciones en el memorándum relativo a la creación de la Compañía?
—Sí, sire.
Fernando repitió de memoria los puntos esenciales.
—Primero: La concesión y todos los derechos reconocidos a la Compañía tendrán una duración de noventa y nueve años a partir de la fecha de apertura del canal.
»Segundo: La concesión deberá ser renovada por períodos sucesivos de noventa y nueve años. Durante el primer período, el gobierno egipcio percibirá el veinte por ciento de los beneficios anuales netos de la Compañía, y el veinticinco por ciento el segundo.
»Tercero: Tierras y materiales serán facilitados gratuitamente por el gobierno egipcio. La mano de obra consistirá en trabajos obligados.
»Cuarto: El canal estará perpetuamente abierto a todos los buques mercantes, sin distinción, contra un pago de derechos que no deberá superar los diez francos por tonelada y otros tantos por pasajero.
»Quinto: Durante los diez primeros años siguientes a la apertura del canal a la navegación, yo presidiré la Compañía.
»Sexto: El capital de la Compañía se fija en doscientos millones de francos, divididos en cuatrocientas mil acciones de quinientos francos cada una.
»Sétimo: La Compañía será administrada por un consejo de treinta y dos miembros, representantes de las principales naciones interesadas en la empresa. Cada miembro poseerá un mínimo de cien acciones que deberán ser registradas al mismo tiempo que los estatutos.
»Octavo: Si de la apertura del canal de agua dulce resultara que las tierras actualmente desérticas se tornaran fértiles, la Compañía disfrutará de la concesión, con carácter gratuito, durante los diez primeros años, tras los cuales deberá pagar un alquiler por un importe igual al de los arrendamientos practicados en las tierras en idéntico estado de producción.
Said hizo una señal de asentimiento.
—¿Has calculado cuántos años serán necesarios para la realización del canal?
—De cinco a seis, majestad.
—¡Que el Misericordioso nos conceda vida hasta entonces!
Su mirada pareció flotar un instante en el vacío.
—Presiento que tendremos que librar una terrible batalla, amigo mío, y no sólo contra los elementos.
—Os referís a...
—A Inglaterra, Fernando, a Inglaterra... Se enfurecerán, rugirán. Lo intentarán todo para que ese canal no surja jamás de las arenas.
—Lo sé, sire. Pero no temáis: me esforzaré por convencer al gobierno francés para que permanezca firme a nuestro lado.
Said esbozó una sonrisa.
—Gracias a tu prima, la emperatriz Eugenia.
—Ignoro hasta dónde me apoyará, pero tengo la debilidad de creer que me tenderá la mano.
El soberano abrió los brazos.
—La suerte está echada... Que el Misericordioso nos proteja, que proteja a Egipto.
Y con voz apenas audible, añadió:
—Haz que jamás tenga que lamentar este día de 30 de noviembre de 1854.
Su mano se crispó en el firman depositado sobre la mesa de su despacho.
Hacienda de las Rosas, julio de 1856
Giovanna paseaba entre Corinne y Joseph por las avenidas flanqueadas de adelfas y jazmines. En torno a ellos, bosquecillos de limoneros y naranjos proyectaban sus indiferentes sombras en el agua de las fuentes.
No lejos, resonaba la risa cristalina de los niños. Samir y Mona, Fuad y Malika. Por una parte, la descendencia de Joseph; por otra, la de Giovanna.
Joseph cogió una naranja dorada por el sol.
—¡Qué hermosa es! —exclamó haciendo rodar el fruto en su palma.
Rodeó la cintura de Giovanna.
—Lo que has hecho con esta tierra es admirable: mamá se hubiera sentido orgullosa de ti.
—¿Tú crees? Constantemente me digo que aún hubiera podido hacer más.
—¿Más? —Se asombró Corinne—. ¿Eres plenamente consciente de todo cuanto has realizado en el curso de los últimos años? ¡Mira en torno tuyo! Has transformado la hacienda de las Rosas en un rincón del Edén.
—Quizá. Pero hubiera querido que todo Egipto fuese así.
—Vas por buen camino —le hizo observar Joseph—. Ignoro hasta qué punto has podido influir en Said, ¡pero han cambiado tantas cosas! La abolición de la esclavitud, el fin del monopolio del Estado sobre las tierras agrícolas, la libertad concedida a los campesinos para vender y cultivar lo que crean conveniente. La enseñanza secundaria está más difundida que en tiempos de Mohammed Alí, las aduanas interiores y las concesiones han sido abolidas. Se ha concedido autorización a los fellahs en dificultades para aplazar el pago de sus impuestos de un año para otro... ¿No son formidables progresos sociales?
—Sin duda —reconoció Giovanna—, pero, junto a esos logros, subsisten aún grandes desigualdades. Y, por encima de todo, está el canal... Cuando Said me comunicó las condiciones en que había otorgado la concesión a Lesseps, confieso que sentí un escalofrío. ¡Veinticinco mil fellahs sometidos a trabajos obligados!
—Quizá Said no tenía otra elección —aventuró Corinne.
Ella no pareció oírla.
—¡Veinticinco mil hombres que por un salario de tres piastras deberán excavar ciento sesenta y dos quilómetros en pleno desierto y extraer millones de metros cúbicos de tierra bajo un sol de justicia!
—Disfrutarán de alojamiento, alimentos y cuidados. Sea como fuere, Said te ha prometido que llegará un día en que abolirá los trabajos obligados: debemos confiar en él.
—De todos modos, no sólo me atormenta el problema humano. Pienso que Said ha ido demasiado de prisa y demasiado lejos... Hubiera tenido que recordar las palabras de su padre. Tú, Joseph, no las has olvidado, ¿verdad?
Joseph repuso negativamente.
Como un relámpago, su espíritu se remontó en el curso del tiempo hasta encontrarse de nuevo en el gabinete de Mohammed Alí acompañado de Fernando de Lesseps y de Linant.
Hablemos, pues, de ese canal. Me consta que Austria y Francia lo desean. ¿Pero lo desea Inglaterra? Numerosas naciones aspiran secretamente a devorar a Egipto, e Inglaterra es, con mucho, la más ávida de todas. El canal de Suez no haría más que aumentar esa voracidad. Los intereses en juego son gigantescos y los ingleses no se resistirán a ellos. En el peor de los casos, harán de mi tierra un campo de batalla destinado a defender su imperio; en el mejor, impondrán su veto y se opondrán con la mayor ferocidad al proyecto.
Ahora bien, ¿qué sucedería entonces?
En cuanto Inglaterra se enteró de la creación de la Compañía Universal del Canal de Suez se levantó como un solo hombre profiriendo censuras y funestas predicciones y el insoportable lord Palmerston se dirigió inmediatamente a la Cámara de los Comunes con la virulencia y el cinismo que lo caracterizaban.
Es inimaginable que el gobierno de su majestad intervenga ante el sultán para instigarle a autorizar la construcción del canal de Suez por una razón muy sencilla: ¡hace quince años que el gobierno de su majestad ejerce toda su influencia, tanto en Estambul como en Europa, para impedir la ejecución de ese absurdo proyecto!
Se trata de una empresa que, por lo que se refiere a su carácter comercial, merece ser clasificada de «engañabobos para capitalistas papamoscas». Un proyecto inconcebible, como no sea a costa de gastos tan desorbitados que aniquilarían para siempre jamás cualquier perspectiva de beneficio. Sin embargo, no son éstas las únicas razones por las que el gobierno se opone al canal. Los individuos son libres de velar como crean más conveniente por sus intereses. Si se lanzan a empresas impracticables, ellos deberán pagar las consecuencias.
Lo cierto es que ese canal es definitivamente hostil a los intereses de Inglaterra. Se basa, asimismo, en oscuras especulaciones relativas a facilitar un eventual acceso a nuestras posesiones indias, aspecto en el que no me extenderé porque es evidente para cualquiera por escasa atención que conceda a este asunto.
Por añadidura, trata de competir con el ferrocarril existente desde Alejandría a Suez, vía El Cairo, medio de comunicación infinitamente más práctico.
El proyecto del señor Fernando de Lesseps no sólo es absurdo, sino inútil y, ciertamente, la mayor estafa de los tiempos modernos.
Los niños acababan de aparecer por un recodo del bosquecillo y corrían hacia ellos.
—Éste es nuestro porvenir... —murmuró Giovanna. Y les tendió los brazos.
EPÍLOGO
Suez, 17 de noviembre de 1869
El cielo resplandecía por encima del surco azul que dividía el istmo de Suez en toda su longitud.
Millares de tiendas jalonaban las orillas del canal. La mayoría de ellas pertenecían a las tribus beduinas llegadas del desierto para presenciar un espectáculo cuya inspiración se atribuía al propio Alá; los restantes campamentos de tiendas servían para albergar a los visitantes procedentes de todos los rincones del mundo. ¿Cinco mil? ¿Seis mil? Fuese cual fuese su número, habían sido invitados personalmente por el pacha Ismail, el hombre que desde hacía seis años había sustituido a Said en el trono de Egipto.
La víspera, en el curso de un banquete único en la historia de Oriente, quinientos cocineros y legiones de servidores habían ofrecido a los invitados un festín digno de Las Mil y una noches: pescado «reunión de dos mares»; galantina del Périgord sobre filetes a la imperial; gambas de Suez al capón; trufas al champaña; ensalada rusa; espárragos italianos con aceite virgen; perniles de corzo al Saint-Hubert; pavipollos trufados; capones guarnecidos de codornices: aspics de Nérac... Aún podrían citarse otros muchos platos pero, aparte de algunos invitados que procuraron conservar el menú, ¿quién hubiera podido recordar las macedonias al kirskwasser, los pasteles de Saboya decorados o incluso el napolitano guarnecido?
Y entre esa inmensa multitud, donde los panamás de ala ancha se confundían con los turbantes, reinaba una extrema tensión. Antes de media hora aparecería en el horizonte el primer navío procedente del Mediterráneo. Se trataba del Aigle, el barco imperial que ostentaba pabellón francés. A bordo viajaba la emperatriz Eugenia en persona y el héroe de esa jornada triunfal: Fernando de Lesseps. Seguían la estela del Aigle una sucesión de sesenta y ocho buques que se internaban por el canal para recorrerlo de uno a otro extremo hasta las costas del mar Rojo.
Árabes, peregrinos, gentes procedentes de Bujara, austríacos, ingleses, turcos, italianos, nobles y plebeyos. Todas cuantas razas se dan en el planeta, gente de toda especie, se encontraba allí en aquellos momentos reunida y sus corazones latían al unísono como las olas aún vírgenes que surcaban los navíos.
Ya fuese el emperador de Austria o el príncipe de Holanda, el marqués de Montmort o el conde de Malézieux, periodistas como Théófile Gautier o pintores como Eugéne Fromentin, todos compartían idéntica emoción.
El silencio reinó cuando el gran ulema de Egipto comenzó a recitar con recia voz los versículos del Corán. El arzobispo de Jerusalén le sucedió, y a monseñor Bauer, delegado apostólico y confesor de la emperatriz, le correspondió el honor de pronunciar el sermón principal.
Cuando hubo concluido, resonó por los aires el Te Deum.
Giovanna cogió instintivamente las manos de Fuad y Malika y los atrajo dulcemente hacia ella. Había realizado su gesto con idéntica espontaneidad que si fueran niños. Sin embargo, Fuad cumpliría próximamente veintiséis años y Malika era dos años menor. Pero una madre nunca ve crecer a sus hijos...
Joseph acarició su piel curtida y arrugada. Bajo el resplandor del sol, con sus cabellos ralos y blancos como la nieve, recordaba a un buscador de oro agotado, pero su mirada seguía estando llena de vivacidad.
Corinne se había convertido en el vivo retrato de Samira. Junto a ella, su hija Mona parecía la menos interesada por el espectáculo. Sin duda, había heredado la frivolidad de la madre de Corinne, pues, en lugar de interesarse por los acontecimientos que se desarrollaban en el canal, concentraba toda su atención en un joven rubio de aspecto nórdico.
En cuanto a Samir, apenas se reflejaba en él el paso del tiempo. Acababa de cumplir treinta años pero representaba muchos menos. Se desprendía de él una obstinada jovialidad que hacía pensar que, dentro de diez o quince años, seguiría siendo igual.
Repentinamente, se despertó por doquier un rumor confuso, inmenso, continuo, semejante a un enorme pálpito. Se diría que los millares de personas allí reunidas se habían puesto a respirar como un solo y único ser, una entidad colosal.
El Aigle, el navío imperial, acababa de hacer su aparición. Con sus noventa y nueve metros de eslora, sus dieciocho de manga y sus gigantescas ruedas de paletas, recordaba en cierto modo a un leviatán. Tras él, el Mabrussa, yate de la familia real egipcia, tenía la apariencia de una gran chalupa.
Casi al unísono sonaron las trompetas, confundiéndose con el ruido de los cañones, y las aclamaciones delirantes de la multitud se alzaron por encima del puerto.
A bordo del Aigle, en el puente superior, la graciosa figura de la emperatriz Eugenia se recortaba a contraluz. Junto a ella se encontraba Fernando de Lesseps, radiante, sosteniendo por el brazo a una joven de unos veinte años en la que sus íntimos reconocieron a su prometida, Louise-Héléne Autard de Bragard. Linant de Bellefonds, algo retirado, observaba las olas azules que se estrellaban dócilmente contra el cascarón. ¿En qué pensaría en aquel preciso instante? Sin duda, en aquella frase de Enfantin: «No existe ninguna diferencia de nivel entre el Mediterráneo y el mar Rojo. Lo ha leído bien: ninguna diferencia.»
Al final, Enfantin y sus ingenieros habían tenido razón. Los dos mares tenían el mismo nivel. Y, aunque según las mareas sufrieran algún desnivel, era muy irrisorio: no superaba los ochenta centímetros.
Linant se consolaba de su error diciéndose que el trazado que recorrían en aquellos momentos seguía siendo el propuesto por él, aquel que durante años había defendido tan ardientemente.
¿Pero dónde se encontraban los sansimonianos en aquellos momentos? Ni uno solo de ellos se hallaba presente en las orillas de aquel canal con el que tanto habían soñado. Unas semanas después de que Lesseps obtuviera la concesión de manos de Said, se produjo la ruptura, violenta y definitiva.
En cuanto a Enfantin, jamás llegó a saber que su visión se había hecho realidad: había fallecido hacía cinco años.
A bordo de los buques que seguían se encontraban personalidades tan diversas como el emperador y el archiduque de Austria; el príncipe de Hannover; sir Henry Elliot, embajador de Inglaterra en Estambul; el general Ignatiev, embajador de Rusia; el señor Garnier, arquitecto de la Gran Ópera; el compositor Charles Gounod; Émile Augier, autor dramático; e incluso el emir Abd el Kader, antiguo adversario de los franceses en Argel llegado especialmente de Damasco, donde residía desde que Napoleón III le devolvió la libertad.
Los buques, extendiéndose cual estelas de lona y madera, avanzaban indolentes e impasibles por la nueva vía marítima.
Cinco mil años después de los faraones y de los gloriosos sueños de Darío, el canal de Suez resurgía de entre las arenas.
—La muerte traidora se lleva a los hombres a los cuarenta años... —murmuró Giovanna con voz temblorosa—. ¡A Said le hubiera gustado tanto presenciar este acontecimiento!
—¿Qué crees? —Replicó Joseph—. Él nos estará viendo desde lo alto. Nada falta para completar la obra de su vida. Y, por añadidura, estoy convencido de que no es el único que observa este espectáculo. El viejo pacha, mamá, Ricardo...
Frunció su frente surcada de arrugas. Se puso la mano a modo de visera como si tratara de penetrar en el horizonte ocre y azul, y exclamó:
—¡Mira, Giovanna...! ¡Fíjate...! ¡Allí están...!
Alejandría, 28 de agosto de 1882
Mona, mi querida hermana:
Hace ya dos semanas que han cesado los bombardeos sobre Alejandría. Esta mañana, al amanecer, desde mi ventana he podido ver cómo entraban en la ciudad los prímeros regimientos de su muy graciosa majestad británica, la reina Victoria. Desfilaban al paso y en perfecto orden, con esa altiva disciplina que los caracteriza, envidia del mundo entero. Una ligera brisa marina hacía ondear sus estandartes, en los que lucía la doble cruz roja y blanca de san Jorge y san Andrés y, naturalmente, la Union Jack. Resultaba casi hermoso.
Las tropas del almirante Seymour y del general Wolseley han desembarcado en Port-Said y en Ismailia y sus columnas se han extendido por las orillas del canal de Suez.
Desde ahora, la vía acuática se halla totalmente controlada por su muy graciosa majestad. ¿Hasta cuándo? Me siento totalmente incapaz de anticipar el menor pronóstico. Pero mucho me temo que esta situación se prolongue durante muchos años. Esta vez tienen, por fin y firmemente, la presa tan codiciada. ¿Por qué razón irían a abandonarla?
No cabe duda alguna de que el nuevo señor de Egipto será sir Evelyn Baring Cromer, desde hace un año cónsul general. Él ha sido designado por Londres para decidir de manera absoluta nuestra política exterior e interior. Le bastará con aplicar los mismos preceptos que ya puso en práctica cuando gobernaba los destinos de la India: mano de hierro con guante de terciopelo. En cuanto a Tewfik, nuestro querido soberano (del que Ismail, su propio padre, decía que no tenía corazón, cabeza ni valor) desempeñará el papel que siempre ha representado: el de un pelele.
Como te indicaba en mi carta anterior, dentro de un mes iré a París. Corinne (¡nunca acabo de decidirme a llamarla madre!) me acompaña. Entonces te contaré personalmente los trágicos acontecimientos que han culminado en esta funesta jornada. Pero supongo que, viviendo en Francia desde hace ya casi siete años y casada con un diplomático, sin duda habrás estado constantemente al corriente.
El domingo, como todos los domingos, iré a depositar flores en la tumba de tía Giovanna y de papá, y rezaré una oración en tu nombre.
¿Qué más añadir? Nada, como no sea que, con la distancia, comprendo mejor el fatalismo del pueblo egipcio. A las naciones les sucede como a los hombres: a algunos, el destino les concede los medios de alcanzar su pleno desarrollo; a otros, los somete a asfixia. Y no puedo por menos de recordar aquellas palabras que un día pronunciara el viejo pacha y que papá me repitió algunas semanas antes de morir: «A veces les es dado a los hombres, a medida que maduran, presentir la marejada antes de que sople el viento. Por eso, recordad lo que hoy os digo y que permanezca grabado en vuestra memoria: si un día Francia y Egipto excavan el lecho del Nilo, será Inglaterra quien allí repose...»
Un cariñoso abrazo epistolar, hermanita, mientras espero estrecharte entre mis brazos,
SAMIR MANDRINO
ANEXO
Aunque sea permisible tomarse algunas libertades en la redacción de este tipo de novelas (entre ellas, la boda de Giovanna y Said), me he esforzado por atenerme a la Historia lo más escrupulosamente posible. Deseoso de llegar lo más lejos posible en esta tarea, he creído útil aportar algunas respuestas a las cuestiones puramente históricas que el lector haya podido plantearse en el transcurso de la lectura.
Sobre la ruptura entre Fernando de Lesseps y los sansimonianos
Durante las primeras semanas siguientes al otorgamiento de la concesión, sería imaginable que reinase una perfecta armonía entre los sansimonianos y Lesseps; mas eso sólo sucedía aparentemente.
Desde Egipto, hacia fines de 1854 y comienzos de 1855, Lesseps envió a Arlés-Dufour cartas redactadas en el más cordial de los tonos, de las que citaré los siguientes extractos:
He disfrutado de regia hospitalidad. Regocíjese y también sus amigos. He triunfado por encima de mis expectativas. Juntos, plantearemos las bases definitivas de nuestro gran proyecto. Mientras aguardo, y sin decidir nada concreto, considero conveniente que usted realice desde ahora todas las proposiciones y gestiones que considere adecuadas... Muchos recuerdos al señor Enfantin y para usted.
Y, nuevamente, a 25 de diciembre de 1854:
Ruego a Dios que le proteja hasta que dentro de cinco años podamos asistir juntos al matrimonio de los dos mares, cuyo compromiso estoy a punto de celebrar yendo de uno a otro.
Pero, desde los primeros meses de 1855, el tono cambia. Los sansimonianos habían aguardado un rápido retorno de Lesseps a París, después de lo cual se hubiera discutido un modus vivendi según el cual unos y otros se consagrarían al proyecto.
El 10 de febrero, Arles y Enfantin escriben a Lesseps quejándose de que «tras haberlos estimulado, los haga marcar el paso». Enfantin se muestra mucho más incisivo y casi amenazador.
Se inician entonces las primeras causas de desavenencias que podrían resumirse en pocas palabras: rivalidad de amor propio y de intereses, conceptos opuestos sobre el modo de abordar el problema político y, sobre todo, desacuerdo radical sobre el trazado del canal.
Formuladas en principio en términos velados, las críticas dan rápidamente lugar a ataques más virulentos. Acaso habría podido producirse un acuerdo amistoso y disiparse algunos malentendidos si se hubieran producido contactos personales. Por desdicha, Lesseps se demora y, con motivo, intenta desenredar la inextricable madeja cuyo nudo principal se encuentra en Estambul. Bajo presiones inglesas, el sultán se niega a ratificar el firman concedido por Said.
La brecha se agranda. Enfantin repite a quien desea oírle: «Lesseps se ha dejado acobardar en Egipto como le sucedió en Roma. En cuanto ha estado en posesión de su firman, arrebatado de entusiasmo, haciendo cabriolas y saltando vallas, ha creído que todo estaba conseguido... Lo ha comprometido todo bajo el efecto embriagador de su éxito y del afecto que le dispensaba el virrey.»
Igual de duro se muestra con Linant, cuyo trazado ha adoptado Lesseps: «Linant tiene aún mucho que aprender del oficio de ingeniero... Su fantástico Bosforo es un engañabobos. El gran mapa de Egipto que envió a Francia constituye un plagio manifiesto, copia de aquellos que infiltraron la idea en su mente, en 1833, con grandes dificultades.»
Por su parte, Lesseps mantiene su postura y se dedica a seguir una línea de conducta que, a sus ojos, es la única racional, la única que puede permitirle llevar a buen fin una empresa tan compleja y que ya ha sido tan fuertemente atacada por Inglaterra.
Se abstiene de responder a los sansimonianos y se franquea en estos términos con su hermano el conde Théodore de Lesseps en una carta de 16 de febrero de 1855:
Dile, como creas más oportuno, a Arlés-Dufour, que no tengo tiempo ni deseos de responder a su carta de 10 de febrero ni a la de Enfantin. Si les hablase en igual tono, acaso ellos no tendrían la paciencia que yo tengo y no tardaríamos en indisponernos.
Y concluye así:
Deben saber por sí mismos que no soy hombre que me deje influir ni intimidar cuando creo que avanzo por el camino correcto. Que se enteren bien de que jamás aceptaré una inversión de papeles, de que nunca me hallarán dispuesto a ir detrás de ellos. No nos une ninguna clase de vinculación, como tampoco la tengo con otras personas... Acaso eche de menos su colaboración, pero no me consideraré perdido si llega a faltarme...
En la primavera de 1855, los sansimonianos toman iniciativas que provocarán una situación irreparable. Entre ellas, la publicación de un artículo, que aparece en La Revue des deux mondes el primero de mayo de 1855, firmado por Talabot. Para que no pase desapercibido a nadie lo titula: «El canal de los dos mares de Alejandría a Suez.» En el artículo, Talabot defiende con dos palabras aquel que considera como único trazado digno de interés: el suyo. Concreta: «Todo canal que no parta de Alejandría y no corte el Nilo a la altura de El Cairo está destinado a un completo fracaso; el trazado de Linant y de Lesseps es físicamente irrealizable; una utopía, una apariencia engañosa que debe ser absolutamente desechada.»
Los sansimonianos no podían ignorar que el trazado del canal había sido decidido con absoluta soberanía por Said. Esta publicidad a favor de un proyecto que el virrey consideraba «monstruoso», pues hubiera dividido en dos a Egipto, la acusa Lesseps como una ofensa, incluso como una amenaza.
A partir de entonces, se niega a seguir manteniendo relaciones con aquel grupo que considera disidente y que le coloca en situación de debilidad ante la opinión mundial.
Cuando llegue a París en junio de 1855 para emprender su propia campaña, la ruptura será definitiva, sin posible apelación.
Con independencia de los sansimonianos, y contra ellos, Lesseps construye su canal.
Sobre el trabajo realizado por Lesseps y el aspecto del canal
Describir la lucha que tuvo que librar Lesseps requeriría la redacción de un volumen aparte. Concretemos ante todo que no podemos por menos de descubrirnos ante la extraordinaria tenacidad de que dio pruebas.
Esa lucha le enfrentó principalmente con Inglaterra, la cual (como cabía esperar) se valió de todos los medios, desde las amenazas hasta las calumnias, para detener al francés en su camino. Tal oposición fue, asimismo, directamente responsable del retraso, incluso en ocasiones de la inmovilización de las obras.
Lesseps tuvo que tranquilizar a Estambul, desbaratar las intrigas de Inglaterra apoyándose en Austria y Francia, e incluso hubo de luchar en París —con el apoyo de la emperatriz y del banquero Fould— contra el duque de Morny y los Rothschild. Y, al mismo tiempo, aconsejar a los ingenieros y negociar con los empresarios. Probablemente, sin el respaldo de la emperatriz Eugenia y su influencia ante Napoleón III, Fernando de Lesseps jamás hubiera llevado a buen fin su proyecto.
No bastaron cinco o seis años para abrir el istmo, tal como se había previsto, sino que se necesitaron diez. El primer golpe de azada se dio el 25 de abril de 1859 en las orillas del Mediterráneo y del lago Menzaleh, en un lugar que Lesseps bautizó con el nombre de Port-Said en honor del virrey.
Para reunir la suma de doscientos millones de francos (coste en que se valoraban las obras), Lesseps emitió cuatrocientas mil acciones a quinientos francos cada una.
La suscripción se abrió el primero de noviembre de 1858 y se cerró el 30 y constituyó un brillante éxito en Francia, donde se adquirieron doscientas siete mil ciento once acciones. Accionistas de todos los medios (que el insoportable lord Palmerston calificó de «gentecillas») se lanzaron con extraordinario entusiasmo a esa aventura. El sentimiento patriótico tuvo mucho que ver con tal respuesta. Se dice que, en el momento de la suscripción, un viejo soldado se acercó a Lesseps y le dijo: «Estoy muy satisfecho de poder vengarme de esos ingleses comprando parte del canal de Suez.» Y de otro que acababa de suscribir acciones para «una línea de ferrocarril en la isla de Suecia»; cuando le hicieron observar que no se trataba de una línea de ferrocarril, sino de un canal, y tampoco de una isla, sino de Suez, respondió: «eso no cambia en nada las cosas para mí siempre que se trate de actuar contra los ingleses.»
Por desdicha, con la excepción de Austria (mil ochenta y tres acciones) y el Piamonte (mil quinientas treinta y tres), los restantes países no respondieron a la llamada.
En cuanto a Said, más bien por amistad hacia Fernando que por interés, suscribió por sí solo sesenta y cuatro mil acciones, tras haber anticipado de su peculio personal una primera suma de quinientos mil francos.
Ante el número de acciones invendidas, Lesseps no tuvo otra elección que convencer al soberano de Egipto para que las adquiriese.
En un principio, Said compró las noventa y cuatro mil acciones que no se habían podido colocar en el imperio otomano y, luego, las ochenta y cinco mil quinientas seis no suscritas por los países para los que habían sido reservadas, hallándose por fin poseedor de más de ciento ochenta mil acciones. Su aportación inicial al capital de la Compañía de Suez se elevaba a más de noventa millones de francos, una carga que resultaría abrumadora para Egipto y que, años después, serviría de pretexto para la intervención inglesa.
Francia participó en mayor medida en la empresa, puesto que aportó a ella ciento tres millones y medio de francos facilitados por veinticinco mil suscriptores. Aun así, fue preciso aguardar más de veinte años para percibir los primeros dividendos.
La prensa de la época no dejó de difundir sus críticas sobre Lesseps.
En Le Fígaro de 27 de noviembre de 1869, es decir, doce días después de la inauguración, se decía: «Admitiendo que se lleve a buen término, el canal de Suez será de difícil explotación. El peaje es terriblemente costoso e impedirá a los armadores transitar por allí sus buques. Por otra parte, los gastos de mantenimiento son enormes y los accionistas corren gran peligro de no llegar a percibir jamás ningún dividendo.»
Y más adelante: «Ante la noticia de que, durante la travesía del canal, varios buques habíanse tocado, un accionista suspiró: "¡Por lo menos ellos pueden considerarse afortunados!"»
En el mismo periódico aparecía unos días después la siguiente anécdota:
«En la Bolsa:
»— ¡Un nuevo despacho desfavorable recibido de Suez! ¡Decididamente, ese canal será fatal para mí!
»— ¡Pardiez! ¿Acaso no es Oriente el país del fatal-istmo?»
Sea como fuere, el canal de Suez fue inaugurado el 17 de noviembre de 1869.
Sobre el destino de Egipto y del canal
Los noventa millones de francos invertidos por Said en la Compañía del Canal gravaron densamente el tesoro. A la muerte del soberano, acaecida en 1863, le sucedió su sobrino Ismail.
El nuevo virrey tenía entonces treinta y tres años.
En 1866, al aumentar su tributo al sultán, consiguió el poder hereditario por primogenitura de sus descendientes directos y, en 1867, el título persa de Jedive, que significa soberano. Título que abolió la idea de sometimiento comprendida en el término «virrey».
Sus relaciones con Lesseps no fueron muy apacibles. En cuanto subió al trono, Ismail decidió replantearse dos cláusulas aprobadas por su predecesor que consideraba abusivas, es preciso reconocer que en justicia. La primera se refería a la abolición de los trabajos obligados; la segunda estaba vinculada a la regresión de las tierras, que Said había concedido algo precipitadamente.
Lesseps requirió el arbitraje de Napoleón III. Se dio a conocer el veredicto aboliendo ambas cláusulas, pero a cambio de una indemnización de ochenta y cuatro millones de francos pagaderos en anualidades. El proceso de endeudamiento de Egipto iba en aumento.
La Compañía de Suez quedó en libertad de suplir a los obreros que trabajaban con carácter obligado por medios mecánicos.
Los asuntos económicos e Ismail jamás marcharon de acuerdo. El jedive se rodeaba de un fasto inaudito.
A la muerte de Said, la deuda exterior de Egipto ascendía aproximadamente a doscientos cincuenta millones de francos; en 1880, se valoraba en dos mil quinientos millones.
Ante la imposibilidad en que se encontraba de enfrentarse a un vencimiento, Ismail se vio obligado a vender las últimas obligaciones que poseía: ciento ochenta mil acciones del canal de Suez, que ofreció espontáneamente al país que, según él, debía hallarse más interesado: Francia.
El duque Decazes, ministro de Asuntos Exteriores, se inclinaba por aceptar la propuesta, pero —inspirados por Dios sabe qué locura— sus colegas del gabinete Buffet se opusieron a ello.
Ocho días después, las ciento ochenta mil acciones del canal de Suez pasaban a ser propiedad del gobierno británico. Lord Beaconfield se anticipó a la aprobación del Parlamento y obtuvo el anticipo del precio (cien millones de francos, una suma irrisoria) de la firma Rothschild de Londres.
A partir de ese momento los hechos iban a precipitarse.
En abril de 1876, nuevamente acosado, el soberano se vio obligado a aceptar la instauración de un «condominio» franco-británico para el control de las finanzas egipcias. Desde entonces, Egipto perdió su independencia.
Por lo que concierne al papel de Francia en este asunto, nadie duda de que consideraba que, obrando conjuntamente con Inglaterra, salvaguardaría la influencia y los intereses políticos que aún poseía y que, así, pensaba hallarse en condiciones de vigilar de cerca la ingerencia inglesa.
Insensiblemente, ante lo que el hombre de la calle consideraba como una humillación y un menoscabo de la soberanía de su nación, creció la presión popular en constante aumento. Ismail se encontró en breve entre la espada y la pared. Intentó ganar tiempo, se anduvo con rodeos. Y entonces fue cuando lo anularon totalmente.
En la primera quincena de junio, los gabinetes de París y de Londres ordenaron a sus agentes de El Cairo que aconsejaran oficiosamente a Ismail su abdicación. Pero éste, en un arranque de orgullo, se negó a ello.
¿Imaginaba acaso que la Sublime Puerta apoyaría su soberanía contra Europa? ¡Qué ingenuidad...!
En días sucesivos, sin aguardar siquiera a que Francia se lo pidiera oficialmente, el sultán notificó a Ismail su deposición y su sustitución por su hijo Tewfik.
El nuevo soberano no tuvo más remedio que someterse al control financiero para la liquidación de la deuda egipcia.
Paralelamente, se intensificó el movimiento nacionalista.
En 1881 el coronel Orabi, jefe de dicho movimiento, consiguió que se procediera a efectuar elecciones libres, que dieron la victoria a su partido. Convertido en ministro de la Guerra, reclamó la supresión del control financiero franco-inglés.
El 20 de mayo de 1882 seis buques de guerra franceses y seis ingleses entraban en el puerto de Alejandría. Se «aconsejó» a Tewfik que alejase de Egipto al coronel Orabi y a sus amigos.
Orabi se negó a ello y se dispuso a presentar resistencia al desembarco aliado.
La tensión fue en aumento.
El día 9 se notificó a los cónsules extranjeros que iba a producirse un inminente bombardeo.
El 10, se requirió al comandante militar de Alejandría que entregase a sir Beauchamp Seymour, almirante británico, las baterías en las que ya se habían realizado fortificaciones. El requerimiento quedó sin efecto.
El 11 se abría fuego contra las fortificaciones.
La mañana de aquel mismo día la escuadra francesa del almirante Conrad, que no estaba autorizada para incorporarse al bombardeo, abandonó el fondeadero de Alejandría para dirigirse al de Port-Said. Había recibido tal orden por anticipado desde París.
La marcha de la escuadra francesa aquella mañana del 11 de julio fue consecuencia de la decisión tomada el día 5 en el Consejo de Ministros de no asociar a Francia en el bombardeo. Posteriormente, la serie de ataques efectuados sobre Alejandría justificaron que la flota del almirante Conrad no hubiese participado en el ataque.
Por parte inglesa se decidió que Francia, habiéndose zafado de la operación naval, se escabulliría a fortiori de una expedición militar y declinaría en cierto modo cualquier responsabilidad posterior en los asuntos egipcios.
El 2 de agosto, un contingente de marinos ingleses que se trasladaron por el mar Rojo ocuparon sin esfuerzo alguno Suez, donde desembarcaron poco después tropas procedentes de la India.
Un año después, Inglaterra puso fin al «condominio» y se quedó sola para controlar la política egipcia. Por una ley orgánica se arrogó de hecho toda la autoridad.
En 1885, el Sudán cayó a su vez entre sus manos: lord Kitchener sería el primer gobernador del país.
En 1914 Londres declaró a Egipto protectorado británico, dando así carácter oficial a su dominio absoluto en el país desde hacía treinta y dos años.
1952. El 23 de julio, al mediodía, un «Comité de oficiales libres» dirigido por un tal Gamal Abd el Nasser asume el poder, obligando al rey Faruk —último soberano reinante— a abdicar en favor de su hijo Fuad II.
En junio de 1953 la monarquía queda abolida y se proclama la república.
En mayo de 1954, Nasser se convierte virtualmente en dueño absoluto del país. Su primer acto consiste en negociar amistosamente la evacuación gradual del canal por los británicos.
El 18 de junio de 1956 el último soldado inglés abandona Egipto.
En ese momento, se produce el hecho crucial de la ruptura con Occidente, cuando Washington retira su promesa de financiar la alta presa de Assuán.
El 26 de julio de ese mismo año Nasser decide nacionalizar la Compañía Universal del Canal de Suez, cuyos enormes ingresos le permitirán asumir la financiación de las obras.
Considerando como un desafío tal decisión, París y Londres siguen los pasos a Israel y se lanzan a una aventura militar que, en breve, será interrumpida por el veto americano-soviético.
Lejos quedaban los sueños de Enfantin...
OBRAS DE REFERENCIA
L'Empire égyptien sous Mohammed Ali et la question d'Orient, de M. Sabry. Librairie Orientaliste Paul Geutner. Histoire de la Nation égyptienne, de Gabriel Hanotaux. Histoire de l’Egypte, de M. J. J. Marcel, del Instituto de Egipto, Firmin-Didot.
La Revue historique, t. CCXL, julio-setiembre de 1968. La France des notables, de A. Jardin y A. J. Tudesq, Le Seuil. Les Saint-simoniens et l'Orient, Edisud. Souvenirs d'une filie du peuple, ou la saint-simonienne en Egypte, de Suzanne Voilquin, «Actes et mémoires du peuple», Francois Maspero. Les Saint-simoniens en Egypte, de Philippe Régnier y Amin F. Abdelnour. La Question d'Egypte, de M. Sabry. Champollion, de J. Lacouture, Robert Laffont. Voyage en Egypte, de Gustave Flaubert, Grasset. Relación del Moniteur sobre el viaje de la emperatriz Eugenia a Egipto, noviembre de 1869.
Papiers secrets et correspondance du Second Empire, 1871, pp. 294-295. Voyageurs et écrivains français en Egypte, 1840-1869. t. II, El Cairo.
Instituto francés de Arqueología Oriental, 1956. Moi, Ferdinand de Lesseps, de Alex de Lesseps. Olivier Orban, Fondo Enfantin, Biblioteca del Arsenal.