CAPÍTULO 5
París, 2 de febrero de 1828
Corinne Chedid soltó el negro velo con el que hasta entonces había ocultado su aflicción y lo depositó suavemente sobre la cómoda.
Desde las diez de aquella mañana su madre descansaba en el gran cementerio gris de Pantin. Debía tener frío bajo tierra, pero ya no sufriría. Las últimas horas de Samira habían sido un calvario. ¿Dónde estaría Dios en aquellos momentos?
Ahora, en la rué des Petits Champs, el vacío inundaba toda la casa. ¿Qué sería de ella? ¿Hacia dónde la conduciría su destino? Sólo tenía veinte años, pero su vida parecía haberse estancado.
—No debes quedarte aquí sola.
La voz de Judith Grégoire la devolvió a la realidad.
—Sin embargo, no me queda otra elección. ¿Adónde podría ir?
—Me consta por anticipado que mis palabras te parecerán absurdas, pero si te hubieras reconciliado con tu padre ya no te sentirías tan huérfana. Como almirante y par de Francia, Honoré Ganteaume debía disponer sin duda de considerable fortuna.
—¿Cómo hacerlo? Él no se casó con mi madre ni quiso reconocerme. De todos modos, hace más de nueve años que murió y tampoco sé nada de su familia. Sea como fuere, si hubiera tenido que escoger entre el nombre de Ganteaume y el de Chedid, hubiese optado por este último, que siempre me ha parecido más noble. Un hombre capaz de abandonar a una mujer y a su hija sólo merece el desprecio, por muy par de Francia que sea.
—Tengo entendido que tu madre y él se conocieron en El Cairo, ¿es eso cierto?
—Sí, Honoré formaba parte de la expedición francesa que desembarcó en Egipto. Cuando Bonaparte decidió regresar clandestinamente a Francia, él se encargó de organizar el viaje de retorno. Aunque ya estaba casado y era padre de dos hijos invitó a mi madre a acompañarle a París.
—¿Samira estaba al corriente de ello?
—Sí.
—Y sin embargo aceptó seguirle.
—No puedo censurárselo. Llevaba luto de un primer esposo asesinado en los motines que agitaron Egipto por aquella época. Además, tenía la responsabilidad de un bebé que criar y no podía contar con ninguna ayuda familiar.
—Creí que tu familia estaba muy unida.
—Fue por causa de su matrimonio. Pese a las advertencias y amenazas paternas se obstinó en casarse con el hombre del que se había enamorado perdidamente, turco y musulmán. Mi abuelo, católico y patriota convencido, jamás le perdonó esa doble traición.
Y, con un deje de tristeza, añadió:
—Sin embargo, reconozco que mamá se sentía atraída hacia todo cuanto brillaba: el turco era jenízaro y los jenízaros tenían cierto poder en Egipto. En cuanto a Honoré Ganteaume, era contralmirante.
—Tu pobre madre me recuerda a una mariposa que se quema a la luz.
Corinne guardó silencio: sin saberlo, su amiga había resumido la parte oculta de la existencia de Samira, una parte secreta e inconfesable porque se había visto mancillada por muchos hombres, todos anónimos, de paso, ya que, tras haber sido abandonada por el almirante, le había sido preciso sobrevivir. Una cortesana... así era como calificaban a ese género de mujeres.
De repente, todo le pareció muy lejano. La mariposa estaba bajo tierra y ella sin luz.
—Vendrás a vivir con nosotros —le dijo su amiga. Ella la miró incrédula.
—Sí, Corinne. Insisto en ello. Aunque sólo sea algún tiempo. Más tarde, cuando tu pesar se haya mitigado, y si aún lo deseas, puedes volver aquí. Entretanto, vivirás en casa. — ¡Pero eso es imposible...! ¡Tu marido...! —Grégoire y yo hemos hablado de ello y está de acuerdo. Incluso ha añadido que será más sencillo para ti puesto que trabajas en su tienda, que está debajo de nuestro apartamento. Así no tendrás que atravesar todo París.
Corinne no sabía qué responderle: estaba conmovida y emocionada. Aquella propuesta le había llegado al corazón, pero al mismo tiempo le apenaba dejar aquella casa. ¿Le parecía tal vez una deserción?
—Haz tus maletas... Llamaré a un simón.
—¿Crees que es una solución acertada?
—Confía en mí, es la única posible.
Y señalando el apartamento, añadió:
—Aquí sólo la verás a ella. Cuando trates de conciliar el sueño, creerás oír su llamada o sus gemidos. Vamos, Corinne... deja que pase el tiempo.
El Pireo, 6 de febrero de 1828
Mis queridos hijos:
En el momento que leáis esta carta estaré, si Dios quiere, a las puertas de Venecia. Ricardo está vivo. Sería demasiado prolijo explicaros cómo he tenido confirmación de ello, y el tiempo apremia. Pero sabedlo: está vivo. Por razones que aún ignoro, tuvo que regresar a la Serenísima. Imagino que la noticia os sorprenderá tanto como a mí. En efecto, ¿cómo explicarse que haya decidido regresar a la ciudad de su infancia en lugar de allí donde le aguardaban los suyos? Yo, al igual que vosotros, no hallo una respuesta satisfactoria. Ricardo nos lo explicará. Pensar en volver a ver la ciudad de la laguna me trastorna: allí conocí la felicidad. Deseo creer que él no me ha olvidado.
En mis momentos de duda me refugio en vosotros. También pienso en la hacienda de las Rosas, en los primeros días de abril, cuando será preciso sembrar las semillas de algodón. Nos imagino entonces a los cuatro reunidos en ese lugar mágico y recobro la confianza.
Decid a Hassán que no olvide podar los rosales y arrancar las malas hierbas de la alameda. No quisiera que Ricardo tuviese la impresión de que, en su ausencia, esa finca que tanto quiere ha sido abandonada lo más mínimo.
Os echo muchísimo de menos. Os abrazo fuertemente contra mi corazón.
SCHEHEREZADA
Giovanna volvió a doblar la carta y se la tendió a su hermano.
—¿Quieres leerla otra vez?
—No.
—¿Qué opinas?
Joseph lanzó de un papirotazo el pedazo de tiza que le servía para dibujar sus planos, que rodó lentamente sobre el mapa del Delta desplegado sobre la mesa.
—Si dice que está vivo, será verdad. Si no, no nos daría tantas esperanzas.
—¿Se encontrará realmente en Venecia?
—En todo caso, eso hace suponer la carta.
—¡Pero reflexiona de una vez! Si verdaderamente ha logrado escapar de la muerte, ¿cómo imaginar que pudiera dejarnos sin noticias? ¡Sería monstruoso! ¡Papá es incapaz de semejante crueldad!
—¿Qué quieres que te diga, Giovanna? A fuer de sincero reconozco que, en efecto, existe cierta incoherencia. No obstante, cabe suponer que se produjera algún acontecimiento imprevisible que le impidió regresar a El Cairo. Qué sé yo... Algún contratiempo.
—¿Un acontecimiento... o más bien se trata de otra cosa?
—¿Otra cosa?
—Tal vez que tomara una decisión.
—¿Insinúas que quizá no se haya visto forzado a ir a Venecia?
—Es la única explicación.
—¿Y qué habría podido impulsarle a actuar de tal modo? La joven meditó antes de responderle. —Si papá hubiese decidido marcharse de Sabah, Navarino le ofrecía una ocasión ideal.
—¿No te comportas con cierta perversidad, hermana mía? Tú misma acabas de afirmar que Ricardo sería incapaz de semejante crueldad. Además, ¿por qué motivo decidiría romper con el pasado?
—Lo sabes perfectamente. Joseph profirió una exclamación irritada. — ¿Aún sigues insistiendo en esa supuesta desavenencia que los enfrentó? ¡Eso es ridículo! ¿Crees que a causa de una disputa vulgar se pueden arruinar quince años de matrimonio?
—¡No se trataba de una supuesta desavenencia y menos aún de una disputa vulgar! ¡Lo sucedido fue mucho más grave! El joven tiró bruscamente su lápiz sobre la mesa. —Escucha, Giovanna, no tengo ni la paciencia ni el deseo de contradecirte. El amor que sientes por papá te ciega de tal modo que bastaría que un gorrión se le posara en el hombro para que al punto temieses el ataque de un águila. Y te prohíbo que me repliques una vez más que hablo así porque no se trata de mi propio padre. Algún día comprenderás que las relaciones entre los seres humanos no son tan sencillas ni tan perfectas como sería deseable. Porque una vez al año el Nilo se desborde de su lecho no es preciso desecarlo. ¿Quieres dejarme ahora? Tengo trabajo.
Giovanna salió dando un portazo que derribó un jarrito de porcelana.
Venecia, 10 de febrero de 1828
Una bandada de nubes negras, hinchadas y amenazadoras, rodaban sobre la Serenísima. No tardaría en estallar la tempestad. Scheherezada, que se encontraba en el puente del Leone, se estremeció. ¿Era ésta la misma ciudad que conociera hacía quince años, también en febrero? En aquella ocasión la había acogido un sol deslumbrante. Venecia resplandecía y sus fachadas como de acuarela vibraban bajo las cuchilladas de luz; a la sazón, el decorado era muy distinto. La alta torre de ladrillos del campanile de la piazza de San Marcos se sumía entre la niebla y apenas se distinguían las cúpulas de la basílica.
Porteadores anónimos se agolpaban en torno a un mástil en lo alto del cual flotaba el símbolo de Venecia: el estandarte adornado con el áureo y alado león sobre fondo azul noche sembrado de estrellas. Se produjo un sordo impacto: el vapor acababa de acostarse al muelle.
Nada le recordaba lo que conociera en otros tiempos. ¿O acaso era la ausencia de luz? La góndola que la conducía hacia la residencia de Ricardo Mandrino le parecía extraordinariamente apagada. Sin embargo, no carecía de nada: ni de los oropeles, terciopelos y brocados que solían tapizar el fondo y las paredes del esquife. Incluso la proa, con su cuello de cisne claveteado con dientes de acero, había perdido su rudeza.
Scheherezada se reclinó hacia atrás acurrucándose en un rincón de la felze, el pequeño camarote de madera que se levantaba en el centro de la góndola. Se sentía mal en Venecia.
Acudió a abrirle la puerta Mario Carducci, el viejo mayordomo. El hombre retrocedió instintivamente. Tardó unos momentos en convencerse de que se trataba realmente de la esposa de su amo. Superada su sorpresa, se inclinó ante ella tartamudeando:
—Bentornata a casa, signora Mandrino.
Y, traduciendo aproximadamente en francés, añadió al punto:
—Bien venida, señora.
Scheherezada franqueó el umbral con pasos vacilantes.
—Buenos días, Mario.
Le asombró el temblor de su voz apenas pronunciadas aquellas palabras.
El mayordomo inició un movimiento hacia el pontón contra el que se había detenido la góndola.
—Recogeré su equipaje...
—Aguarde.
El hombre se quedó inmóvil, esperando una nueva orden.
—¿Acaso...?
La pregunta que le ardía en los labios quedó en suspenso.
Ella avanzó hasta el centro del patio. Sus pasos resonaban sordamente sobre el pavimento de mármol. El pozo de bronce y su brocal seguían en el mismo sitio. Los muros adornados con frisos se erguían inalterables. Al fondo, se adivinaba la áurea escalera que conducía a la planta superior. Todo seguía en su lugar.
—Ce qualcosa che non va, signora?
—No, Mario. Todo va bien —respondió ella, ausente.
El gondolero canturreaba quedamente. El tañido de una campana sonó entre la bruma.
Scheherezada se dirigió de nuevo al anciano mayordomo.
—¿Ha llegado el señor, Mario?
Había formulado la pregunta bruscamente, conteniendo el aliento.
Tendida en el lecho con baldaquino oía caer la lluvia a raudales. Imaginaba en la noche que el Gran Canal crecía bajo la tempestad. Antes de acostarse, Mario había tomado la precaución de atrancar la entrada de la casa con planchas. En las residencias vecinas habían hecho lo mismo, y al día siguiente, como siempre tras las grandes lluvias, l'acqua alta, las altas aguas se enseñorearían durante un tiempo de Venecia.
Cuando Ricardo recordaba aquellas tempestades aludía a ellas como una batalla a la que se sumaba el hostigamiento cotidiano de las mareas que dos veces diarias ascendían asaltando la laguna. ¿Quién vencería? ¿El mar o la Serenísima? Si Venecia debía hundirse, seguramente parte de la redención del mundo desaparecería con ella.
De modo que Ricardo no estaba allí. Según el anciano mayordomo, no había regresado desde su último viaje. Mario sugirió interrogar a los miembros de la familia: quizá alguien estuviese enterado de lo que le había sucedido al veneciano.
Fra Matteo da Bascio...
¿Y si, como aventurase Sofía, fuera realmente víctima de una coincidencia extraordinaria?
De nuevo rechazó tal hipótesis. Al día siguiente visitaría a la condesa Massima Ranieri, prima de Ricardo. Entretanto necesitaba dormir; sólo el sueño le aportaría un poco de paz.
—Allora, Ricardo sarebbe morto a Navarino...
Sentada muy erguida, cruzadas las piernas bajo su largo vestido de satén negro y rodeando su cuello una fina gorguera de color rosa pálido, la condesa Massima apenas había pestañeado al pronunciar aquellas palabras. Por el rigor del tono empleado, el comentario parecía un epitafio. En el centro del salón, entre aquel mobiliario donde se propagaban reflejos untuosos, sin duda la dama creía distinguir la lápida de Ricardo Mandrino. En francés en esta ocasión, y siempre en el mismo tono, repitió:
—De modo que mi primo ha muerto.
—Disculpe, signora Massima, yo no he dicho eso. Por el contrario, estoy convencida de que sigue con vida. Esperaba encontrarle aquí.
—Verá, querida, me temo que deberá renunciar a tales esperanzas. Como le he explicado, hace más de dos años que ni mi esposo ni yo misma hemos tenido la menor noticia de Ricardo. Incluso ignoraba que pudiera estar mezclado en lo más mínimo en ese asunto de Navarino.
—Lo estuvo, ciertamente.
—¿Se dedicaba entonces a la política?
Y, con un suspiro, añadió:
—¡Qué lástima...! Creí que este matrimonio le haría sentar la cabeza.
Scheherezada no se sintió con ánimos de replicar. Siempre había existido un muro entre Ricardo y su familia. El espíritu independiente del veneciano, el placer que le impulsaba a alterar las tradiciones y su afición innata a la provocación le habían situado desde hacía mucho tiempo al margen de los dogmas familiares. Al casarse con Scheherezada, una plebeya y por añadidura árabe, había roto los últimos vínculos que le unían a ellos.
Pero todo eso carecía de importancia: la única realidad resultante de aquella entrevista era que su búsqueda desembocaba en un callejón sin salida.
En un último esfuerzo, preguntó:
—Discúlpeme que insista, pero ¿no cree que alguien de su entorno podría ayudarnos? ¿Algún allegado?
La condesa frunció el entrecejo.
—Mi dispiace... No lo creo.
—¿Un amigo? ¿Algún conocido?
La condesa alzó el mentón.
—Querida, si nosotros los Mandrino desconocemos qué ha sucedido a uno de los nuestros, nadie puede saberlo. En Occidente las familias estamos muy unidas, ¿sabe?
Se había expresado con altivez.
—Sin embargo, alguna información, un indicio...
La veneciana arrugó la frente dando la impresión de que estaba reflexionando.
—Forse Luciano...
Aquel nombre no le era desconocido.
—¿Se refiere a Luciano Robusti?
—Sí, era amigo de Ricardo. ¿No lo recuerda? Usted lo conoció.
No sólo lo había conocido, sino que había sido testigo de su boda.
Sin abandonar su empaque, la condesa prosiguió: —Pero dudo mucho que esté al corriente de lo que sucede. Ahora bien, podría usted interrogarle. — ¿Sabe su dirección?
—Vive muy cerca de Santa María della Salute, entre la iglesia y la Punta della Dogana: está a dos pasos de aquí.
Y sin aguardar respuesta tiró bruscamente de un cordón de seda, haciendo sonar una campanilla.
—Daré orden de que la acompañen. ¡En fin, cuántos tormentos nos ha causado siempre Ricardo! Al final, aún será capaz de seguir con vida.
En el momento en que la egipcia se levantaba, añadió: —Espero disculpe que no la invite a cenar esta noche, pero nos esperan en casa de los Mascoli. Gustosamente le hubiera propuesto que nos acompañase, pero imagino que en su estado... Y, además, los Mascoli son tan puntillosos... Imponerles un cubierto más... Lo comprende, ¿verdad? Scheherezada se irguió. —Completamente, signora Massima. Tranquilícese. He recorrido Morea y he navegado desde El Pireo hasta Venecia. Tras superar tales experiencias, no podría resistir semejantes nimiedades.
Y partió tras el lacayo con librea que la aguardaba en la puerta del salón.
En cuanto la pareja apareció en el campo Santi Giovanni e Paolo, todas las miradas sin excepción convergieron en ellos.
Intimidada, se apretó con más fuerza al brazo de Mandrino.
En el momento en que llegaban al pie de la estatua del condottiero se produjo una salva de aplausos acompañada de vivas y gritos. Toda la plaza pareció vibrar en un estallido de alegría.
—¿Quiénes son esas gentes? —susurró Scheherezada muy sorprendida.
—Amigos que nos testimonian su simpatía.
Una música de mandolinas vino a sumarse a las aclamaciones. Dos músicos con traje de arlequín habían comenzado a tocar avanzando hacia la pareja precedidos por un tercero que esbozaba pasos de danza.
—Ya ves —dijo Mandrino—. También nosotros tenemos nuestra música.
Al ver su aspecto perdido, le dio un afectuoso golpecito en el brazo.
—¿Por qué ese desconcierto, hija de Chedid? Te repito que son amigos.
Las primeras personas se apretujaban ya en torno a ellos, saludándolos con un signo o tendiéndoles calurosamente la mano. Del río dei Medicanti, el canal que cruzaba el campo, ascendían los vítores de los gondoleros que pasaban.
Sin que ella se hubiese dado cuenta, la había conducido hasta el pie de los peldaños de un edificio de ladrillo rosa. En lo alto se abría una puerta bizantina. Como por arte de encantamiento, allí no había nadie más que ellos dos: Scheherezada y Madrino.
Él murmuró:
—La iglesia de Santi Giovanni e Paolo.
Hizo una pausa y prosiguió:
—Te dije que vendríamos aquí para una fiesta. En realidad te mentí: se trata de una boda. — ¿Una boda? —Sí, Scheherezada. De nuevo silencio. —La nuestra.
Y repitió con voz asombrosamente tranquila: —La de Scheherezada la egipcia y Ricardo el veneciano.
Scheherezada articuló penosamente: —No hablarás en serio...
—Soy un chulo. He dado sin recibir, he recibido sin dar. He quemado días inútiles. Pero ahora, todo acaba desde este momento, al pie de esta iglesia. Acepta mi nombre y haré de ti el ser más feliz de la tierra. Al decir que sí, borrarás de golpe a todas las mujeres, porque ninguna otra podrá verse tan colmada, tan venerada como tú.
En el cielo, el canto de las mandolinas había cesado, los arlequines se habían quedado inmovilizados. Ya no se oía ni un murmullo, salvo el chapoteo del canal en las orillas.
A través de un velo de lágrimas entreveía a Mandrino, en una visión imprecisa, turbia. El hombre no mentía. No era ningún juego. Tal vez ella fuese víctima de su locura, pero la clase de locura que haría ceder a la razón más cuerda.
Por fin encontró fuerzas para susurrar: —Yo... yo no sé si te amo.
—Me amarás. Me amarás porque ya me has amado. Antes. Desde siempre. Incluso antes de que nos viéramos. Son cosas que se te escapan, pero yo las he sabido en todo momento.
Scheherezada sentía que alrededor de ella Venecia se hundía insensiblemente con sus catedrales, sus plazas y sus palacios.
Su padre, Nadia, Michel, Karim... Tantos fantasmas, recuerdos que desfilaban en un torrente tumultuoso, tan rápido, tan poderoso que se le escapaban a pesar de todos sus esfuerzos, a pesar de su alma tendente a querer conservarlos.
—¿Quieres casarte conmigo, Scheherezada?
Algo se agarrotó en su vientre.
—Sí —murmuró—. Sí, Ricardo. Quiero.
La lluvia había cesado y un pálido sol intentaba inútilmente filtrarse a través de la nubes.
El campo Santi Giovanni e Paolo estaba desierto.
Scheherezada se detuvo un instante ante la iglesia de ladrillo rosa. Y seguidamente se dirigió hacia el arco central. Los batientes de la puerta bizantina estaban entreabiertos. Franqueó el umbral y avanzó lentamente hacia el centro de la nave.
Sobre su cabeza, dos cúpulas escasamente iluminadas incrustadas de mosaicos con fondo de oro formaban un cielo sombrío y plomizo. También allí se apreciaba la diferencia existente entre aquella triste iluminación y las gloriosas luces que bañaron los pilares el día de su matrimonio.
Contuvo sus deseos de huir y se arrodilló al pie del altar mayor haciendo la señal de la cruz.
Las palabras de Luciano Robusti aún sonaban en sus oídos:
—No he vuelto a ver a Ricardo desde el día de su boda. Nos escribimos, ciertamente, pero eso es todo. Lo lamento sinceramente. Si puedo ayudarla en algo...
Aquél era el final de su viaje...
Regresaría a Egipto en el primer vapor que zarpase.