CAPÍTULO 4

Depositó la taza de café sobre la arena y dijo en deficiente francés:

—Hace tiempo sabía leer el porvenir en los posos. Pero ahora ya no puedo. Es mejor así.

Las dos mujeres estaban sentadas, la una junto a la otra, en la playa, lo bastante próximas para que, a merced de las olas, la espuma acariciase sus pies desnudos.

—¿Dónde aprendiste a hablar francés?

Sofía Glimenópulos, tal era el nombre de la mujer, cogió un puñado de arena mojada.

—Mi padre murió cuando yo tenía seis años y mi madre tuvo que ponerse a trabajar para criarnos a mi hermano Andreas y a mí. Se colocó con un matrimonio de arqueólogos franceses que vivían cerca de Micenas. La señora era buena: ella me enseñó. Permanecimos nueve años con ellos. Un día el marido falleció y la mujer regresó a Francia. Aún los recuerdo con afecto.

Su rostro se ensombreció.

—Dime, Scheherezada, ¿por qué todos los hombres están locos?

—No lo sé. Quizá porque les gusta el poder —respondió Scheherezada. Y se interesó—: ¿De modo que también tú perdiste a un ser querido?

—A mi hermano Andreas. Aún no había cumplido los treinta años.

—¿Cómo sucedió? ¿Cuándo fue?

—Hace casi cuatro años. Fue durante el asedio de Missolonghi. Los turcos cercaron la ciudad. No había nada que comer, pasábamos hambre, ¡hasta las ratas morían de inanición! Entonces Andreas se puso al frente de los defensores y salieron para intentar romper las líneas turcas. Ante la imposibilidad de conseguirlo se encerraron en la ciudadela e hicieron estallar los depósitos de pólvora. Ignoro cuántos soldados enemigos perecieron en la explosión; seguramente muchos. Cuando cayó la ciudad, los turcos exterminaron a todos los civiles. Y el cuerpo de Andreas jamás apareció.

Alzó bruscamente la barbilla y concluyó, orgullosa:

—Mi hermano combatió junto a un lord.

—¿Un lord?

—Sí, un inglés llamado Byron.

Scheherezada fijó una compasiva mirada en la mujer. No sabía quién fue Lord Byron, pero era conmovedor que, para Sofía, el simple hecho de que su hermano luchara junto a el confiriese cierta grandeza a su muerte.

—¿Es por lo de Andreas por lo que me admitiste en tu casa?

—Probablemente—. Sofía sacudió maquinalmente la arena húmeda que se le había adherido a la palma de la mano. Y continuó—: Creo que más triste que la muerte es no encontrar los restos de aquel que se ha perdido. Es algo terrible. Nos vemos obligados a confiar en lo que nos dicen: no queda otro remedio. Es como llevar luto doblemente. Por ello te comprendo. Y tú, Scheherezada, ¿estás segura de que tu esposo sigue con vida?

—Hasta que llegué a Navarino, lo estaba; ahora, no lo se. — ¡No debes dudar! Si él durmiera ahí —señaló el mar— lo sentirías. Te hablaría de tal modo, con tal fuerza, que no podrías dejar de oírle.

—Le creí herido. Imaginé que se habría refugiado en casa de algún pescador, de gente como vosotros. Sin embargo, dices no haber visto a nadie que pudiera parecérsele.

—Muy grande... ojos azules... No, lo siento. Ahora bien, se me ocurre una idea. Pienso que deberíamos ir a ver al pope.

—¿El pope?

—El sacerdote. Pero antes, dime, ¿eres musulmana?

—No, cristiana, greco-católica.

Sofía la miró desconcertada.

—¿Greco-católica? ¿Griega?

—No, Sofía, no tengo ningún vínculo con tu país. Así se denomina el rito al que pertenezco. En Oriente muchos formamos parte de esa comunidad.

—¡Ah!

No pareció haber captado aquel matiz. Según su mentalidad, el mundo cristiano sólo podía ser greco-ortodoxo.

—¿Qué diferencia existe?

—Prácticamente ninguna, salvo que nosotros debemos adhesión a la Iglesia de Roma y vosotros a la de Constantinopla.

—¡De nuevo los pleitos masculinos!

Y, como para tranquilizarse, añadió:

—De todos modos, si eres cristiana...

Señaló hacia el monte Korifasión que dominaba la bahía.

—Mira, allá arriba se halla el monasterio de Aghios Fanurios que dirige el padre Athanassios. Iremos a verle. Los monjes acogieron y cuidaron allí a muchos heridos tras la batalla. Acaso haya oído hablar de tu marido. ¿Quién sabe? Tal vez sea un signo de la divinidad.

—¿Un signo?

—Supongo que los greco-católicos no conocéis a Aghios Fanurios. Es uno de nuestros santos y posee un poder particular que te explicaré más adelante.

En la gran sala abovedada flotaba olor a incienso y cera derretida. Decenas de cirios clavados en un candelabro difundían una luz amarillenta. Iconos de trágica expresión descansaban en los muros.

El único mobiliario consistía en una gran mesa de roble macizo y dos bancos austeros. Allí aguardaron las dos mujeres al padre Athanassios.

Éste llegó al cabo de unos instantes. Era un hombrecillo rechoncho, de copiosas barbas, que vestía una túnica demasiado grande y cubría su cráneo con un negro tocado.

Cuando Scheherezada hubo concluido sus explicaciones el pope adoptó una expresión afligida.

—Un hombre corpulento, moreno... Ciertamente había algunos de tales características entre los heridos. También los había con los ojos azules. ¿Cómo saber cuál de ellos era el esposo de esta dama?

—Sin embargo, la egipcia afirma que no es una persona que pueda pasar inadvertida. No tenía el aire de un simple soldado: era un noble.

El sacerdote levantó las manos y las dejó caer con aire abatido.

—Que la señora me perdone, pero la persona querida siempre es excepcional. Y, por añadidura, Sofía, cuando se está herido, esas diferencias no existen. En tales ocasiones, todos se parecen.

—Dile que mi marido no era egipcio, sino europeo, veneciano. Debía tener la tez mucho más clara que los demás.

Sofía tradujo sus palabras.

—Había muchos sufrimientos aquí. ¿Cómo tener ocasión de reparar en esos detalles? Además, entre los supervivientes también se encontraban ingleses, rusos y franceses.

—Comprendo —admitió Scheherezada—. Pero, sin duda, el padre Athanassios no sería el único que cuidó a esos heridos. Acaso algún otro sacerdote pudo ver a Ricardo.

—No era el único, es cierto. Pero yo fui quien anotó los nombres de todos los sobrevivientes: por ello no lo recuerdo. Scheherezada se sobresaltó. — ¿Existe, pues, una lista? El sacerdote asintió.

—¿Y entre esos nombres no figura el de Mandrino? —No.

—¿Está seguro?

—Desde luego —repuso el pope.

A su pesar, aunque intentara entrar en razón, comenzaba a sentirse resentida contra aquel hombre por la indiferencia y el fastidio que despedía su voz.

—¿Me sería posible ver esa lista? — ¿La egipcia duda de mi palabra?

—No... pero deseo que me comprenda. ¡Se trata de mi marido! Sólo quisiera comprobarlo. ¡Se lo ruego! El pope frunció el entrecejo.

—Ved cómo castiga Dios a los malvados. Tantas desdichas, tanta sangre vertida... Nada hubiese sucedido si esos hombres no hubieran venido a sembrar la muerte en tierra extranjera; y esta mujer no lloraría su pérdida.

—Mi esposo jamás quiso causar daño. Él no era soldado, sino diplomático y, por añadidura, portador de un mensaje de paz en nombre del virrey de Egipto. Debió de surgir algún imprevisto, o quizá no tuvo tiempo de entregar su mensaje.

—Mensajero o no, los egipcios están aliados con el diablo. ¡El diablo de Estambul! ¡Dejad Grecia a los griegos! ¡Regresad a vuestras casas y dad fin a los exterminios! Scheherezada apretó las mandíbulas. — ¡Se lo ruego...! ¡Déjeme ver esa lista! Sofía acudió en su ayuda. — ¡Padre, atended su petición, os lo suplico! —De acuerdo —accedió el sacerdote, malhumorado—. Pero después le ruego que se vaya.

Cuando regresó al cabo de unos minutos seguía mostrando torvo semblante.

—¿Sabe ella leer griego?

Ante la negativa de Scheherezada, confió la lista a Sofía, que emprendió la lectura de los nombres procurando pronunciarlos con la mayor claridad posible.

John Cunning.

François Louvain.

Ahmed Abbás.

Mohammed Issa.

Las consonancias se montaban unas sobre otras, distintas entre sí y, sin embargo, reunidas en el seno del mismo paréntesis: Navarino.

Osman Abd el Meguid.

Jean Regnier.

Fra Matteo da Bascio.

Hussein Moussa.

Cuando la griega acabó de pronunciar el vigésimo tercero y último nombre de la lista concluyó en tono apagado:

—Lo lamento, no figura ningún Mandrino.

Tendida de espaldas y cubriéndose con una manta de lana, Scheherezada fijaba su mirada ausente en las estrellas que titilaban sobre la bahía. No había podido resistir por más tiempo hallarse encerrada: cuando trataba de conciliar el sueño se sentía al borde de la asfixia.

Un viento ligero corría sobre la superficie del agua llevando hasta ella el eco de las conversaciones de los soldados y el crepitar del fuego que habían encendido.

De modo que Ricardo Mandrino había muerto. Su cuerpo habría sido definitivamente prisionero de las olas; su alma se habría reunido con los astros. Desde que regresó del monasterio las escenas familiares afluían constantemente a su memoria. Llegaban como un enjambre de mariposas enloquecidas, en desorden, pero obedeciendo a una lógica propia.

¿Ve usted esta copa? Usted siente sed y decide alargar la mano para tomarla. ¿Dónde está escrito, en qué libro, por erudito que sea, que llevará usted a cabo ese movimiento? En ninguna parte. Ni en las estrellas ni en los abismos. De modo similar, nuestros deseos son aplazados, destinados a realizarse o a extinguirse. Desde entonces, convencido de esa idea, no imagino que nadie pueda conformarse con pasar su existencia insatisfecho o satisfecho a medias. De ahí mi fuerza y mi terror.

¿Cuándo había pronunciado Mandrino aquellas palabras? ¿En qué ocasión? Acaso cuando había aludido a su primer matrimonio y posterior divorcio.

Recordaba que ella le había respondido:

—De ello deduzco que usted no funda nada pensando en el futuro. Lo conjuga todo en tiempo presente, sean cuales sean las consecuencias.

—No lo sé. Todavía no tengo la respuesta. Únicamente estoy seguro de que, en mi búsqueda perpetua, sólo persigo el puerto, la armonía de la mente y el corazón, la mezcla imposible del agua y el fuego.

El veneciano había alcanzado indirectamente su objetivo: el fuego de las estrellas confundiéndose con el agua de Navarino.

Pensó en sus hijos. En Giovanna, que no volvería a verlo. El resto de su existencia sufriría aquella ausencia que al margen de todas las demás, constituiría una falta irremediable.

Se le había formado un nudo en la boca del estómago que le provocaba náuseas y un dolor muy intenso. Se levantó, se cubrió los hombros con una manta y paseó a lo largo de la playa.

De modo que tampoco Aghios Fanourios, el santo venerado por las gentes del lugar, había tenido poder alguno. Tras dejar al sacerdote, Sofía Glimenópulos le había explicado, algo incómoda:

—En realidad le invocamos cuando tratamos de encontrar un objeto perdido.

Y, algo avergonzada, añadió:

—Debía haber dudado de ello: los seres humanos no son como los objetos.

Siguió avanzando, estremeciéndose entre escalofríos.

A su alrededor sólo se percibía el rumor de las olas. Estaba sola en el mundo: viviría sola. Ni Joseph ni Giovanna podrían colmar el enorme vacío causado por la muerte de Mandrino, pues por grande que sea la ternura no compensa la falta de amor.

Alcanzó el extremo de la bahía sumida en estas reflexiones.

Bajo el pálido resplandor de las estrellas distinguía el escarpado sendero que ascendía por las laderas del monte Korifasión hacia la fortaleza franca. A mitad de camino reconoció la entrada de la gruta que distinguiera a su llegada; según Sofía, el lugar misterioso donde vivió un dios llamado Hermes. La mujer le había explicado que Hermes era el guía de los viajeros y el conductor de las almas de los difuntos. En aquel momento habían pensado que a veces las coincidencias resultan inquietantes. ¿Pero serían realmente coincidencias?

—¿Qué buscas, mujer?

La voz había surgido de la nada. Scheherezada sofocó un grito de miedo. Ante ella se erguía un anciano hirsuto, de rasgos afilados y expresión terrible. El hombre se había expresado en griego. Scheherezada barbotó unas frases en egipcio. Apenas hubo pronunciado las primeras palabras, el viejo la señaló con el dedo con aire vengativo.

—¡Por lo visto no les bastaba! ¡Era preciso que los perros egipcios nos trajeran también a sus rameras!

Scheherezada no comprendía el sentido de las palabras pero, por el tono de voz del anciano, temió que se dispusiera a matarla.

De repente el hombre exhibió una figurilla de piedra, un ángel en actitud bendicente que en la mano izquierda sostenía un globo coronado por una cruz, y se abalanzó hacia ella agitando la estatuilla como si fuese un arma.

—¡Maldita seas! ¡Que la sangre de los míos caiga sobre tu cabeza y la de tus hijos!

En esta ocasión no vaciló un instante. Giró sobre sus talones y corrió hacia el campamento.

El teniente Gamal estaba preocupado.

—¿Se siente bien, sett hanem?

Ella asintió, tratando de recobrar el aliento.

—¿Está segura?

—Sí, teniente.

Se dejó caer cerca del fuego; las manos le temblaban.

—¿Le sirvo un poco de té? Le sentará bien.

Ella aceptó.

No recordaba haber sentido tanto miedo salvo el día en que los amotinados devastaron la hacienda de Sabah y causaron la muerte de Michel, su primer marido.

—Bébaselo antes de que se enfríe.

Tomó la taza que le ofrecía el teniente y la estrechó entre sus dedos. ¿Por qué la habría agredido aquel viejo? Era absurdo. Y, sin embargo, desde entonces no lograba apartar de su memoria la imagen del ángel bendicente, que permanecía fija en su cerebro.

Se llevó el líquido a los labios y tomó unos sorbos.

—Sett hanem...

Un soldado le tendía una manta.

—Gracias, Murad. Échemela por los hombros.

—Si lo desea puede dormir cerca del fuego —sugirió el teniente—. Diré a los hombres que se aparten.

—No. Ya se me pasará. Regresaré a la casa de los griegos y...

Dejó su frase en suspenso.

No... Debía de estar equivocada.

Todo se puso a girar a su alrededor: las estrellas, la bahía, las brasas, mientras se grababa en la arena uno de los veintitrés nombres de la lista de supervivientes.

¡FRA MATTEO DA BASCIO!

Sintió deseos de precipitarse a casa de Sofía para que le confirmase que aquel nombre no era imaginario, que lo había oído perfectamente. Pero ¿para qué, si sabía de antemano que la respuesta sería afirmativa? Fra Matteo da Bascio...

La dicha que la embargaba era casi tan violenta como el dolor experimentado hacía unas horas. Sintió deseos de gritar, de echarse de rodillas y llorar de gratitud.

Hacía de ello unos quince años. Acababa de llegar a Venecia acompañada de Mandrino.

Cuando se disponía a entrar en casa de Mandrino un curioso detalle atrajo su atención. A media altura de la fachada aparecía una escultura de piedra representando a un ángel en actitud bendicente que en su mano izquierda sostenía un globo coronado por una cruz.

—¿Es usted? —había ironizado Scheherezada. Mandrino respondió a su pregunta con un fruncimiento de cejas.

—Es una vieja historia. No sé si debería contársela. Corre el peligro de no pegar ojo en toda la noche. Pero ella insistió.

—Muy bien. Pero ya la he prevenido. Hace mucho tiempo, probablemente más de dos siglos, vivía aquí uno de mis antepasados, Giuseppe Mandrino, de profesión abogado. Tenía fama de ser terriblemente avaro y usurero. A su servicio tenía un mono amaestrado, objeto del asombro y la admiración de todos. Un día en que Giuseppe había invitado a cenar a fra Matteo da Bascio, venerable capuchino famoso por su santidad, el mono, con gran estupor de los invitados, se escondió en cuanto llegó el monje. Cuando lo descubrieron, se negó a moverse, enseñando los dientes, loco de rabia. El capuchino presintió la razón de aquel súbito furor. Se hizo conducir hasta el escondrijo del mono y, en nombre de Dios, le ordenó que dijese quién era. El animal reveló entonces que era el demonio y que estaba allí para llevarse el alma del desventurado Giuseppe.

—¿Habla usted en serio?

—Le cuento la historia tal como me la relataron mis padres. ¿Debo proseguir?

Ella se apresuró a asentir.

—Respondiendo a las preguntas del capuchino, el demonio explicó que todavía no había podido realizar su tarea porque Giuseppe tenía la costumbre de rezar cada noche un avemaría. Un solo olvido y habría podido cumplir su diabólica misión. Entonces el capuchino, después de haber hecho una gran señal de la cruz, ordenó al diablo que desapareciera. Éste, en medio de un estrépito espantoso y vapores de azufre, se lanzó contra el muro y desapareció por el agujero que hizo.

Mandrino señaló la escultura.

—Por ahí, exactamente. Se colocó al ángel para ocultar el agujero abierto en la pared por el demonio, porque ningún albañil pudo taparlo con ladrillos y cal.

Fra Matteo da Bascio...

Aquella noche el nombre del venerable capuchino resonaba en Navarino. ¿Quién podría conocer aquella leyenda veneciana? ¿Quién, aparte de Ricardo Mandrino?

Había sido preciso que el viejo loco blandiese la estatuilla del ángel para reavivar en ella un recuerdo de hacía quince años.

—Reconozco que es desconcertante —comentó Sofía—, pero acaso no sea más que una coincidencia. — ¿Una coincidencia? ¡Imposible!

—¿Porqué?

—Porque sería preciso imaginar que no sólo habría un italiano entre los marinos, sino que ese italiano era capuchino y portador del mismo nombre que el héroe de la leyenda veneciana. No, Sofía, es inimaginable.

—Muy bien, ¿entonces cómo te explicas que tu esposo no confiara al sacerdote Athanassios su verdadera identidad? ¿Cómo te explicas que si está sano y salvo no haya regresado a Egipto?

Scheherezada permaneció silenciosa.

—¿Lo ves? Es ilógico.

—Reconozco que existe un misterio. Pero ello no obsta para que prevalezca la realidad: Ricardo está vivo.

—En tal caso, ¿dónde se encuentra?

No respondió inmediatamente. Su mirada pareció perderse en el vacío. Se pasó lentamente los dedos por la negra cabellera.

—Sólo se me ocurre un lugar en el mundo donde podría encontrarse: Venecia.

—¿Venecia?

—Sí.

—¿Por qué razón iría allí en vez de regresar a Egipto?

—Si existe una respuesta la encontraré en aquella ciudad.

La griega frunció la frente, circunspecta. La egipcia estaba loca o le cegaba la fe. Se dijo que en ambos casos necesitaría toda la protección divina.