CAPÍTULO 10

Egipto, hacienda de las Rosas, 25 de septiembre de 1828

Bajo un sol radiante, los ochocientos algodoneros de la hacienda de las Rosas ofrecían el espectáculo de un campo de alabastro que hubiera estallado.

—¿Lo ves? He mantenido la promesa que te hice hace seis meses —observó Mandrino con satisfacción—. La cosecha será excelente.

Seis meses habían transcurrido ya sin que se hubiesen producido grandes acontecimientos ni resultados espectaculares. Ninguna conmoción había venido a trastornar el espíritu de Ricardo. El personaje que estaba a su lado se había transformado, aproximándose cada día más al hombre de antes de Navarino. Sin embargo, estaba lejos de haber culminado la evolución. Ello hacía pensar en un mosaico que un día se hubiera hecho añicos y que el artista intentase reconstruir en absoluta oscuridad. Aunque, milagrosamente, bajo el efecto de un resplandor providencial algunas piezas hallaban su lugar original, otras permanecerían aguardando siempre entre las tinieblas.

Scheherezada se volvió lentamente hacia él.

—Presiento nuevamente la presencia de la felicidad.

Él sonrió.

—¿A qué se parece?

—No lo sé... Es como un niño que se moviera aquí —apoyó la palma de la mano sobre su vientre—. No encuentro palabra más bella ni vencedor más grande para expresar el fin de mi esterilidad, pues desde Navarino así es como he vivido: seca, vacía, como en un desierto.

Él la contempló largamente. Había realzado con khol el borde de sus párpados y sus pestañas y, como solía desde su llegada a la finca, vestía una sencilla abbaya negra. Pero aquella mañana, a diferencia de otros días, llevaba los cabellos trenzados y entremezclados con monedas de oro que le caían sobre los hombros.

—¿Alardea de su fortuna, señora Mandrino?

—No alardeo de mi fortuna, sino de la generosidad de mi esposo: por el número de monedas de oro con que se cubre los cabellos se reconoce a la favorita del harén.

Él enarcó las cejas.

—Así habré hecho de ti mi favorita.

—Sí, y necesito creer que siempre será así.

—¿Es preciso que te tranquilice?

—Todos los días, en todo momento.

—¿Tanto dudas de tu poder de seducción?

Ella se expresó en un tono tan bajo que se creería que hablaba para sí.

—¿Acaso no estoy en el otoño de la vida?

Ricardo se inclinó sobre ella y le cogió la barbilla.

—¿Cómo puedes hablar de otoño? Estás esplendorosa, bella como una noche de luna llena.

—Tengo cincuenta y un años, Ricardo.

—Lo sé: desde hace dos meses.

—En el momento en que apagaba tantas velas, Giovanna cumplía veinte.

Su voz despedía una nota de nostalgia.

—¿Estás celosa, señora Mandrino?

Ella se echó a reír.

—¿Celosa? ¡Que Dios me impida experimentar jamás semejante sentimiento hacia mi hija! No, pero cuando la miro, es como si me contemplase en un espejo: me recuerda cuán rápido pasa el tiempo.

—La edad, el tiempo... —repuso él, pensativo—. Si hay algo que he perdido definitivamente desde que regresé al mundo de los vivos es esa noción del día que pasa. ¿Es más claro o más sombrío? Me parece que ayer no es más que el recuerdo de hoy y que hoy será el recuerdo de mañana.

—Ésa es una imagen muy hermosa, pero corresponde a una filosofía masculina. No conozco a mujer alguna que la aprobase. Sea rica o pobre, hermosa o no, por las mañanas, ante su espejo, juzga con plena consciencia las marcas que el tiempo ha impreso día tras día en su rostro. Y todo su ser se rebela contra la que considera la mayor injusticia del mundo.

—Voy a sorprenderte... Amo esa injusticia. La amo porque, en lugar de ajarte, te hace cada día más hermosa.

En un reflejo espontáneo, Scheherezada experimentó el deseo de estrecharse contra él. Y así lo hizo, aunque con timidez de adolescente. En efecto, algo emanaba de Ricardo que le impedía dar libre curso a sus impulsos naturales.

Fue él quien la atrajo más firmemente contra su pecho.

—¿Crees que lo conseguiré? —le preguntó con un deje de ansiedad.

—¿A qué te refieres?

—A mi estado; a mi búsqueda. ¿Volveré a ser alguna vez ese personaje, ese Mandrino al que amaste tan intensamente? Un hombre lo bastante loco como para cubrir con miles de orquídeas las avenidas de esta finca. Eso fue lo que me dijiste. ¿Fui capaz de semejante desmesura?

—¿Qué querrías que respondiese? No me cabe duda alguna. ¿Que estoy convencida de que volverás a ser ese personaje? Mentiría. Ya eres Mandrino, el hombre de las orquídeas. Yo lo sé, eres tú quien aún lo ignora. Y, además, ¿qué importan las orquídeas y la desmesura? Me conformaré con una felicidad más sencilla.

Él enarcó las cejas.

—No hables así. Una felicidad modesta es más exasperante que la desdicha: yo no la deseo. Lo que espero del futuro es ser de nuevo capaz de unificarme con ese doble del que gran parte, acaso la más fuerte, dormita todavía en mí.

—Ten paciencia, Ricardo. Y da gracias a Dios por el camino que ya has recorrido.

El veneciano dejó vagar su mirada por los campos de algodón. Su mirada expresaba la voluntad intensa de impregnarse de aquel decorado, como si tratara de yuxtaponer las dos imágenes: una, lejana e irreal; la otra, próxima y palpable.

—Ven —dijo Scheherezada—, nuestro invitado no tardará en llegar.

—Bernardino Drovetti, cónsul de Francia. ¿Lo ves?, acaso sea lo que encuentro más curioso desde mi retorno. Todo cuanto se relaciona con recuerdos concretos... la historia de Venecia, algunos aspectos de la situación egipcia y gentes como Drovetti se me aparecen más claramente que algunos seres tales como el virrey, con el que, sin embargo, estuve mucho más unido. ¿No es paradójico?

—Te planteas demasiadas preguntas, Ricardo. Debes abandonarte a ti mismo: todo te resultará mucho más sencillo.

Scheherezada le cogió la mano.

—Vamos, tengo que cambiarme.

Él asintió dócilmente, aunque sin perder su expresión soñadora.

—¡Padre!

Giovanna lo llamaba desde la ventana de su habitación.

—¡Ya estoy preparada! ¡Hussein ha ensillado los caballos!

Él no pareció comprender.

—¡Me prometiste que daríamos un paseo a caballo!

—Y así lo haremos.

—¡Pero dijiste que sería esta mañana!

—Esperamos al señor Drovetti.

—¿Qué haremos entonces?

—No estará mucho tiempo: saldremos cuando él se marche.

Un velo pareció cubrir el rostro de la joven.

—¿Estás seguro?

—Sí, Giovanna. Vendré en tu busca.

Ella se pasó nerviosa la mano por los cabellos. Ricardo le hizo una breve seña amistosa y desapareció de su campo de visión.

El cónsul de Francia, Bernardino Drovetti, cogió la copa de champaña y la alzó hacia Mandrino.

—Por su regreso entre nosotros.

El veneciano imitó a su huésped.

—A su salud, signore Drovetti. Pero...

Hizo una pausa y añadió:

—¿Debería decir yo también «por su regreso»?

El cónsul adoptó un aspecto afligido.

—¡Vamos...! En este caso se trata de algo triste. El retorno a Francia me destroza el corazón.

Scheherezada cogió el vaso de tamarindo que le servía la criada.

—¿De modo que abandona el consulado?

—No abandono nada, mi querida amiga. No hago más que someterme: eso es todo. Dicen que soy demasiado viejo. Han decidido que me he hecho demasiado viejo para seguir desempeñando este cargo. Evidentemente, no se han atrevido a expresarlo de modo tan descarado. No obstante, he comprendido perfectamente que, tras las obsequiosidades del ministro Polignac, lo que hay es que se me considera apto para criar malvas.

Cogió un puñado de pistachos al tiempo que gruñía:

—¡Viejo...! ¡Como si se fuese viejo a los cincuenta y tres años!

Una sonrisa iluminó el rostro de Mandrino.

—Yo no se lo diré, amigo mío. Tengo diez más y jamás me había sentido tan despierto.

—¡Cómo le comprendo...!

De pronto, endureció su expresión.

—¡Y pensar que he cabalgado junto a Bonaparte en Mantua y Egipto, que he sido ayudante de campo de Murat —se alzó ligeramente la manga de la chaqueta y mostró una cicatriz a la altura del puño—, que me hirieron en Marengo y, por fin, me nombraron cónsul de Francia en Alejandría!

—Una vida muy rica, en efecto —reconoció Mandrino—. En su lugar, silenciaría mi amargura y daría gracias al destino por haberse mostrado tan generoso conmigo.

Drovetti se limitó a mover la cabeza taciturno.

—¿Ya ha sido designado su sucesor? —se interesó Scheherezada.

—No de manera oficial. Pero todo hace creer que será Albert Mimaut. Confieso que mi orgullo no se ha resentido por ello. Es un personaje que no carece de cualidades.

—¿Y para cuándo prevé su partida? —se informó Mandrino.

—Dentro de unos meses. Tres, cinco... todo dependerá de la buena voluntad de París. Si dependiera de mí solamente, sería lo más tarde posible.

Tomó un nuevo sorbo de champaña y prosiguió con repentina vehemencia:

—Comprendan... ¡Amo tanto a este país al que he dedicado casi veinte años de mi existencia! Se ha convertido en mi segunda patria.

Scheherezada le reprochó amablemente:

—Digamos que ha apreciado principalmente el encanto de sus antigüedades.

—¡Querida amiga! ¡Era con fines puramente desinteresados!

—¡Bernardino! Sea como fuere ha formado usted dos fabulosas colecciones de antigüedades egipcias: la primera, que fue rechazada por su soberano Carlos X, la compró el rey de Cerdeña para el museo de Turín; en cuanto a la segunda, que adquirió finalmente Carlos X, ocupa lugar escogido en el gran Louvre de París.

Drovetti abrió la boca para alegar inocencia, pero Scheherezada le tranquilizó con un ademán.

—Sin embargo ningún egipcio se lo tendrá en cuenta. Sus consejos, la fidelidad que siempre ha demostrado al virrey y a los intereses políticos de Egipto compensan largamente su...

—¿...pasión por la egiptología? —sugirió Drovetti con fingido candor.

Scheherezada estalló en alegre carcajada.

—Absolutamente, Bernardino.

—Sea como fuere, le agradecezco que recuerde mi amistad sincera, así como mi devoción. Por lo menos tengo ese punto a mi favor.

Y, volviéndose hacia Mandrino, añadió: —A ese respecto, mi querido Ricardo, ¿no cree que ya es hora de que se reincorpore al mundo diplomático? Precisamente ayer su alteza me participaba su pesar por no tenerlo a su lado.

El veneciano alzó las manos con aire compungido. —Por desdicha, no veo exactamente de qué modo podría serle útil. Aunque conservo el recuerdo de algunos aspectos históricos, son unas nociones demasiado débiles para poder arriesgarme a medirme en justas diplomáticas.

—Por lo menos podría intentar entrar de nuevo en contacto con las realidades políticas, reanudar progresivamente sus relaciones con los consejeros de palacio. E insistió en tono más apremiante:

—El cielo se ensombrece sobre Egipto. El pacha necesita hombres de confianza, hombres como usted, Mandrino. Scheherezada se decidió a intervenir.

—Dígame si me equivoco, pero ¿no será una misión encubierta su amistosa visita? El cónsul fingió asombro. — ¿Qué quiere decir?

—¿No le habrá encargado Mohammed Alí que convenza a Ricardo?

Drovetti expresó su asentimiento con su silencio. —No tiene importancia —interrumpió Mandrino, que aparecía totalmente ávido de informaciones—. Acláreme esa expresión suya acerca de que «el cielo se ensombrece sobre Egipto».

—El 19 de julio pasado, Francia, Inglaterra y Rusia decidieron de común acuerdo enviar un ejército a Grecia a fin de obligar al hijo del pacha a evacuar Morea. Gracias a Dios el conflicto concluyó con la llegada de un cuerpo expedicionario francés.

—¿Se produjo algún enfrentamiento? —se inquietó Scheherezada.

—No. Tras mil y una negociaciones, se firmó un tratado en el que se estipula la evacuación de las tropas egipcias de Morea con la excepción de algunas plazas fuertes, la liberación de los esclavos griegos capturados por Ibrahim y el envío de naves para asegurar el retorno del ejército bajo la protección de las escuadras aliadas.

—¿Para cuándo se prevé el retorno de Ibrahim?

—Probablemente para comienzos del mes de octubre.

Scheherezada afirmó amargamente:

—De modo que, una vez más, la Sublime Puerta habrá comprometido a Egipto en una guerra estéril.

—Tanto más estéril cuanto que el sultán de Estambul se niega a conceder a Mohammed Alí la menor compensación a cambio de los servicios prestados.

—Por lo que oigo —dijo Mandrino—, todo esto tiene un aire muy complejo: me produce la impresión de un formidable laberinto.

—Me guardaré mucho de contradecirlo. Sin embargo, le hago notar que hubo un tiempo en que ese laberinto no tenía secretos para usted.

El veneciano alzó la cabeza como si le costara creerlo.

—En fin, ¿qué desea realmente el pacha? —prosiguió.

—Que se le libere definitivamente de ese estado de servidumbre en el que le coloca su situación de vasallo de Estambul y, para lograrlo, no existen muchas alternativas: es preciso que los aliados pongan punto final a sus dilaciones y reconozcan la independencia de Egipto.

—¿Y no se deciden a hacerlo?

Drovetti lo confirmó.

—Pero ¿y Francia? —Intervino Scheherezada—. Me consta el lugar que ocupa en el corazón de Mohammed Alí. ¿No podría intervenir?

—Ha mencionado usted mi devoción a la causa egipcia. Es cierto. Pero yo añadiría que también he defendido la de mi país, convencido de que la una es inseparable de la otra. Mohammed Alí necesita del ingenio francés para extender su poder; Francia, de Mohammed Alí para contrarrestar la influencia anglo-rusa.

—Tiene usted el mérito de expresarse con claridad. Pero, entonces, ¿por qué razón su país no aplica claramente esa política?

El cónsul mostró expresión de embarazo.

—Porque no es tan sencillo. Los mismos que preconizan el desarrollo de Egipto insisten en que ese desarrollo se mantenga dentro de límites muy estrictos. Mandrino enarcó las cejas.

—Según creo comprender, se pretende desarrollar dos principios contradictorios: por una parte el engrandecimiento de Egipto y, por otra, su debilitamiento. Francia duda y tergiversa y, entretanto, los ingleses ocupan el terreno. Confiese que esa política carece de sentido.

—Mi querido Ricardo, si se pretendiera calificar al mundo político, absurdo se convertiría en un pleonasmo. En realidad, se halla en debate toda la famosa cuestión de Oriente; es decir, la división del imperio otomano. Cada una de las potencias desea una parte del pastel y aspira, naturalmente, a otorgarse la mayor. Para complicarlo aún más, he aquí que Rusia ha decidido actuar por su cuenta y proseguir la guerra comenzada en Navarino contra la Puerta a fin de tomar Europa rápidamente. — ¿Cómo reacciona el sultán ante esa amenaza? —Como siempre. Mahmud II es víctima de sus ilusiones. Espera la eventual ruptura de la alianza de las tres potencias y se prepara para librar batalla contra el zar.

—No lo haría mejor si desease el fin del imperio otomano. —Tal es asimismo la impresión de Mohammed Alí. No pasa día sin que intente contener a la Puerta al borde del abismo, pues sabe que Egipto, desangrándose por los cuatro costados, aún deberá pagar los gastos de esa nueva locura turca. Además, para convencerse de ello, basta con repasar el contenido de los mensajes que afluyen procedentes de Estambul. Hace pocos días el sultán exigía al virrey que le entregara dos millones de talaris españoles como contribución a la guerra ruso-turca y reclamaba el envío inmediato de un cuerpo de tropas. Drovetti emitió un suspiro de aflicción y concluyó: — ¿Comprende por qué le decía que su alteza necesita tanto rodearse de verdaderos amigos y consejeros de talento? Scheherezada se apresuró a responderle. —Lo comprendemos. Sin embargo —estrechó la mano de su esposo—, no creo que Ricardo esté en condiciones de restablecer sus relaciones con el mundo. Ya ha dedicado muchos años de su vida al servicio de Egipto, entregando lo mejor de sí mismo.

Se interrumpió brevemente y concluyó en estos términos: —Se lo ruego, no trate de quitarme lo que Dios me ha devuelto.

Se inclinó hacia Mandrino buscando su aprobación, mas éste se hallaba sumido en sus pensamientos y no la había escuchado.

La noche había caído sobre la hacienda de Sabah.

Sentada en el alféizar de su ventana, Giovanna imaginaba a lo lejos la nostalgia transmitida por el desierto.

Abajo, en los establos, Shams, el soberbio corcel que le regalara Mandrino cuando cumplió diecinueve años, debía haberse adormecido en triste melancolía.

Ricardo no había acudido como prometiera.

Y se había retirado a dormir sin desearle buenas noches.

En aquellos momentos estaría durmiendo junto a Scheherezada.

26 de septiembre de 1828, istmo de Suez

Joseph avivó el fuego con breves soplidos. Al cabo de unos momentos la brasa tomó el aspecto de un corazón rojo, vivo y palpitante. Satisfecho, volvió a sentarse junto a Linant de Bellefonds.

En torno a ellos reinaba el inmenso desierto. Sobre sus cabezas, la noche y sus constelaciones polvorientas permanecían suspendidas del infinito. Tres tiendas, en las que descansaban los obreros y se conservaba el utillaje, recortaban sus sombras triangulares.

Linant contuvo un estremecimiento. Se cubrió los hombros con la manta de algodón y tendió las manos hacia el fuego.

—Es curioso que el mar y el desierto puedan tener puntos en común. Yo, que fui mucho tiempo marino, encuentro en ellos sorprendentes similitudes.

—Aunque no he navegado nunca, no me cuesta nada creerlo.

El hijo de Scheherezada acercó también sus manos a las llamas.

—Cuando pienso que, con escasos meses de diferencia, tenemos la misma edad y que tú ya has vivido mil aventuras, no puedo por menos de envidiarte, Linant.

—Creo que simplemente he tenido la oportunidad de ser educado por un padre oficial de marina y de obtener muy pronto mi título de guardiamarina.

—¡Terranova, Canadá, América! ¡Grandes espacios, sol y hielo! Has debido de hacer provisión de sueños y recuerdos para años futuros.

—Sueños, quizá; experiencias, sin duda.

Joseph se levantó, dio unos pasos y, escudriñando las tinieblas, prosiguió:

—En realidad, si debo serte franco, te confesaré que mis celos son fingidos. Esté donde esté, siempre ocupará el desierto la mayor parte de mi corazón. El día en que realmente descubrí su inmensidad, todo cambió en mí, puesto que para aquel que sabe oír y ver el desierto posee un poder mágico.

Linant se aproximó a su amigo al tiempo que éste añadía:

—Hace del niño un hombre, evitándole ser adulto. En cuanto al adulto, ya no puede ser desmesurado: le confisca su locura.

—Lo que explica que un día, hace tiempo —intervino Linant, pensativo—, en Egipto sólo reinaran niños, niños prodigio que hicieron correr un canal tras esas dunas... dos mil años antes de nuestra era.

Hizo una pausa en que la brisa procedente del este difundió su cántico.

—Aquí se esforzaron los obreros de Sesostris. Valiéndose de utensilios primarios rompieron las olas de arena cálida y lograron excavar la larga herida en cuyo hueco se confundió un día el agua de ambos mares.

Y prosiguió casi en un susurro:

—Tal vez en noches semejantes a ésta bogaran por aquí las naves del faraón.

—Del brazo pelusíaco hacia el lago Timsah, descendiendo hasta el sur para, finalmente, alcanzar el mar Rojo. Ya ves, conozco de memoria el camino que sigue esta vía de agua.

Se arrodilló y cogió un puñado de arena.

—Mucho tiempo después, esos granos milenarios han justificado la obra de Sesostris. Fue preciso aguardar a que diez siglos más tarde llegase de Palestina un nuevo faraón, Necao, para que las olas reanudaran su curso.

—A costa de ciento veinte mil vidas humanas, si Herodoto no se equivoca.

Como para no ser menos, Joseph añadió:

—Darío I libró también a su vez la batalla de los dos mares. Al cabo de otros cincuenta años, al final de su reinado, el canal sólo estaba excavado a medias. Fue Trajano quien, dos siglos después de Jesucristo, logró concluirlo. Más tarde aún, correspondió al califa Harun el Rachid el honor de efectuar la última restauración. Desde entonces, duerme, aguardando el retorno del faraón.

—O de otros niños.

Joseph se levantó.

—Dime, Linant, ¿crees verdaderamente que ese proyecto de unión directa entre ambos mares es viable? Sabes mejor que nadie que implica numerosos obstáculos. Para citar sólo un ejemplo, la diferencia de nivel. Si Darío interrumpió sus trabajos fue porque sus consejeros le previnieron de que, cortando el istmo a través, se corría el peligro de provocar una formidable marejada que inundaría Egipto. Más próxima a nosotros está la memoria de Le Pére, según la cual el mar Rojo sería nueve metros más alto que el Mediterráneo.

—Al igual que tú, he leído atentamente el trabajo preparatorio redactado por el ingeniero de Bonaparte. Acaso Le Pére está equivocado al declarar que existe esa diferencia. De todos modos, aunque tal fuera el caso, nada nos impediría concebir un trazado directo: bastaría con compensar los desniveles mediante un sistema de esclusas. Estoy convencido de que es realizable. Espero que los relieves topográficos que vamos a efectuar confirmen mi teoría.

—¿Quieres que te haga una confidencia? Tengo el presentimiento de que no te equivocas.

Linant pareció sorprendido.

—No se puede recorrer el mundo como tú lo haces sin que la naturaleza, o Dios, lo que es lo mismo, te conceda el don de poseer un sexto sentido.

—¡La fe de los orientales...!

—¿Acaso no lo soy?

—¿Será esta fe la que te ha impulsado a acompañarme al istmo sin manifestar la menor vacilación?

—Sí.

—¿Y seguirás apoyándome suceda lo que suceda, sea cuales fueren las dificultades con que tropecemos? ¿Aunque debamos enfrentarnos a los restantes ingenieros, a esos señores procedentes de las grandes escuelas?

—Sí.

Linant se llevó sucesivamente la mano al pecho, a los labios y a la frente.

—Joseph, querido amigo, mi corazón, mi palabra y mi pensamiento están contigo.