CAPÍTULO 18

Gizeh, hacienda de Sabah, mayo de 1833

Scheherezada paseó soñadora la uña a lo largo de las cinceladuras de la bandeja de cobre, entre los espacios incrustados con láminas de plata.

—La elección —repitió ella— se resume en pocas palabras: morir de inquietud o seguirte en tu desatino.

—¡Vamos —repuso Mandrino—, no dramatices! En primer lugar no es seguro que parta y, por añadidura, sólo es un viaje. Nada más.

Ella le miró con desmayada sonrisa.

—¿Un viaje nada más? Kutahia no es Alejandría. No partiríamos hacia la hacienda de las Rosas ni a Venecia. Lo que propones es emprender un periplo por un país en guerra, en una región árida y dura.

—Exageras. Turquía no es el Averno. Y ya la he atravesado.

—Fue hace tiempo y en otras circunstancias.

Ricardo contuvo un gesto de irritación.

—Sí, lo sé. Mis cabellos han encanecido, el tiempo ha surcado mi rostro de arrugas y mi mirada es menos azul. Pero no te preocupes, soy tan sólido como las pirámides.

—El virrey puede encargar a otra persona esa misión. Lo sabes perfectamente, Ricardo.

—¿Y si se tratara de una elección deliberada por mi parte? ¿Te has planteado esta cuestión? ¿Qué ha sido de mi existencia desde mi retorno de Navarino? Algunos días, cuando me miro en el espejo, ¿qué veo? Una figura que engorda, un fuego que se apaga y mi futuro congelado.

—¿Acaso el presente no cuenta?

—Lo único que cuenta es el futuro de un ser. Desde el instante en que uno deja de ser útil, es que está muerto.

Apenas pronunciadas estas palabras recordó Scheherezada la conversación que habían celebrado en Venecia. Ella acababa de encontrarlo e intentaba tranquilizarlo acerca del futuro. La conversación derivó entonces hacia su temor a la muerte. Al mencionarla, él había dicho:

Este temor se vuelve totalmente anodino ante la vergüenza de no servir ya para nada. No soportaría vivir inerte. Nunca.

Y he aquí que en aquellos momentos repetía las mismas palabras con idéntico fervor.

—¿No me escuchas?

La pregunta la devolvió al presente.

—Sí, desde luego.

—Quiero seguir viviendo, Scheherezada, no inmóvil sino en movimiento. Tengo sed. ¿Puedes comprenderlo?

—Lo que comprendo es que tu sed es insaciable. De repente vuelvo a ver el pozo que se halla en los límites de la finca. Ni mi padre ni su padre antes que él lo vieron agotarse. Ayer aún recogí agua en él: tenía la claridad de la luna y la frescura de la noche. Si Dios quiere, lo mismo sucederá con nuestros hijos y también con sus hijos. En este mundo en el que reina el desierto siempre he estado convencida de que ese pozo no era un logro, sino un milagro, un don del cielo del que éramos depositarios. Es como la imagen de nuestra vida, Ricardo.

Guardó silencio y murmuró como se alude a un misterio:

—Temer a la sed cuando nuestro pozo está lleno, ¿no es una sed que jamás podrá apagarse?

Él no hizo comentario alguno: se sumió en profunda meditación que Scheherezada no se atrevió a interrumpir.

—¿Qué pretenden esos señores? —gruñó Mohammed Alí.

Y señaló a una veintena de personas que no dejaban de mirarle desde el promontorio que dominaba el mar y el arsenal.

Cerisy repuso con cierta incomodidad:

—Son esos franceses de los que os he hablado, alteza. Los sansimonianos.

—Sansimonianos... Curioso nombre. ¿Qué desean? Por lo menos es la tercera vez que los veo por aquí. ¿Tanto les gustan los barcos? ¿O han venido a admirar tu obra?

—Ni una cosa ni otra, majestad. ¿Vuestro ayudante de campo no os ha informado? Uno de ellos, un tal Émile Barrault, desea conseguir audiencia.

—¿Qué tiene que decirme?

—Pues... creo que desea hablaros de algún proyecto relacionado con Egipto, de ciertas ideas.

—¿Proyectos? ¿Ideas? ¿No podrías ser más claro, bey Cerisy?

—A decir verdad, a mí mismo me parecen bastante confusas.

El virrey se impacientó.

—¡Vamos, te lo ruego! ¡Haz un esfuerzo!

—Bien, se trata de una asociación universal, de la organización pacífica de los trabajadores, de la llegada de una madre-esposa en quien se encarnaría la mitad de Jesucristo y... —carraspeó y concluyó—: de la igualdad del hombre y la mujer.

—Dígame, señor Cerisy, ¿cuánto tiempo hace que esas gentes han llegado a Alejandría? —preguntó Mohammed Alí, perplejo.

—Una semana, acaso más. ¿Por qué, majestad?

En el momento en que Cerisy planteaba su pregunta, el grupo de los sansimonianos se paseaba muy cerca de ellos, a tan sólo unos metros de la guardia personal del soberano. Alzaron sus gorros y se inclinaron respetuosamente.

Mohammed Alí les devolvió su saludo conteniendo una sonrisa.

—¿Decíais, majestad? —insistió Cerisy.

—¿Qué? —gruñó el soberano.

—Queríais saber cuándo llegaron estos señores a Egipto.

—He oído su respuesta: una semana. De todos modos, eso es muy poco.

Cerisy no captó la alusión.

—Ignoraba que el sol de este país pudiera alterar tan rápidamente los cerebros —exclamó el virrey con brusquedad.

Y tiró de las riendas de su montura con seco ademán.

—Vamos, Cerisy. Tengo una entrevista con su compatriota el señor de Bellefonds.

El virrey partió a todo galope y cuando llegó a la altura de los sansimonianos los obsequió con un nuevo saludo, más gracioso que el primero.

—Estoy agotado —gimió Said dejándose caer en la arena—. Agotado.

El rojo globo solar parecía suspendido de un hilo de plata sobre el lago Mariut, dispuesto a oscilar de uno a otro lado de la tierra. Un rosa dorado bañaba las olas inmóviles y las siluetas de los últimos pescadores.

Fernando se unió al muchacho y enjugó con un pañuelo el sudor que perlaba por su rostro, casi tan escarlata como el astro solar.

—Sin embargo, apenas hemos hecho media hora de camino, excelencia. Reconoced que no es demasiado.

—¿Que no es demasiado?

Said se irguió levemente.

—¿Sabe usted cómo he empleado mi tiempo desde que ha despuntado el alba, señor de Lesseps? Voy a explicárselo: a las seis de la mañana sólo he tenido derecho a un bol de té y a una rebanada de pan seco: ni mantequilla ni confitura ni huevos; ni siquiera ful. Luego mi profesor de gimnasia se ha presentado para conducirme al puerto ¡y, una vez allí, en dirección al mástil!

—¿Qué queréis decir?

—¡Saltar! ¡He tenido que saltar desde lo alto de un mástil tres veces seguidas! ¿Ha saltado alguna vez desde el mástil de un barco?

—Pues... no, excelencia.

—Está muy alto, altísimo. Un falso movimiento y uno quedaría reducido a albóndigas de fatta. Luego he tenido que saltar a la comba y, al concluir la mañana, practicar una hora de remo.

—Reconozco que...

—Aguarde, que aún no he concluido. Tras un desayuno esmirriado han acudido en mi busca para la lección de esgrima. Y por fin, una hora más tarde, le llegó el turno a usted, señor de Lesseps. ¡Y entonces me dice que media hora de marcha no es gran cosa!

Hizo una pausa y alzó el índice.

—¡Lo olvidaba! Cuando residíamos en la Ciudadela, sobre el Mokattam, una vez a la semana me obligaban a dar la vuelta a las murallas. Afortunadamente, desde que vivimos en Ras el Tine, me han dispensado de este último ejercicio.

—¡Ah...! Debieron considerar que era excesivo.

—En absoluto.

Inclinó la cabeza con aire de fastidio.

—Ras el Tine no está rodeada de murallas.

Fernando de Lesseps, abrumado, tendió la mano a Said y le ayudó a levantarse.

—Vamos, excelencia, regresaremos a palacio. Además, ya ha llegado el crepúsculo.

—Aguarde, señor de Lesseps, no tan de prisa.

El príncipe se llevó una mano a la oreja.

—Escuche.

A impulsos de la brisa se abría paso por encima del lago Mariut la voz del almuecín recitando el Ebed.

—Me gusta esta oración. ¿La conoce usted?

—No, príncipe Said.

El niño la canturreó suavemente, esforzándose por seguir al almuecín.

—El Deseado, el Existente, el Único, Aquel a quien nadie se asemeja, El que no tiene igual ni descendencia...

Se interrumpió.

—¿Sabe qué es?

Fernando se vio obligado a responder con otra negativa.

—Los atributos de Alá... Hay un centenar, pero solamente noventa y nueve son citados por los hombres: el último únicamente lo conoce el Altísimo.

Ahora la voz del almuecín cobraba inflexiones hacia registros más graves, impregnando el paisaje de cierta majestad.

—Me gusta esta oración —repitió Said, transportado.

—¿Puedo preguntaros la razón, excelencia?

—Porque me aleja de los hombres.

—¿Acaso no los amáis?

—¿Se puede amar a quien nos hace sufrir...? No, no amo a los hombres.

—Es una lástima. Rechazando a los hombres os priváis de su amistad.

—No sé de qué habláis. Un príncipe no tiene amigos. Además, ¿qué es la amistad, señor de Lesseps?

El vicecónsul pareció reflexionar un instante.

—Acabáis de mencionar con emoción los nombres atribuidos a Alá.

—Sí.

—Lo mismo sucede con la amistad. Rodeado de noventa y nueve personas, una de ellas será única a vuestros ojos.

—¿Por qué?

—Muy simplemente, príncipe Said: porque vos seréis único a los suyos.

El muchacho observó a su interlocutor con asombrada complacencia.

—Reflexionaré sobre ello, señor de Lesseps... —repuso doctamente—. Reflexionaré sobre ello.

—¿De modo que la apertura del istmo no desencadenaría las inundaciones catastróficas profetizadas por los antiguos, señor de Bellefonds?

Mohammed Alí aspiró una bocanada de tabaco y fijó su mirada en el techo en actitud pensativa.

Permaneció así unos momentos bajo las miradas ansiosas de Linant y de Joseph.

—¿Saben que no es la primera vez que se aborda el tema del canal? —prosiguió.

—Desde luego —repuso Joseph—, pero con la diferencia de que hoy disponemos de nuevos datos que permiten considerar la apertura por una vía directa, más corta y abierta a horizontes más vastos. Por añadidura, estamos en posesión de un mapa geográfico concreto de las zonas que nos autoriza a enfocar un verdadero proyecto técnico.

Mohammed Alí asintió, aunque sin abandonar su expresión algo ausente.

Joseph decidió aventurarse más.

—Si me lo permitís, alteza, aludiré a un punto esencial en pro del canal. Contribuirá al desarrollo de los recursos comerciales e intelectuales de vuestro país, situándolo más a la altura de Europa. Gracias a los derechos de tránsito, constituirá una fuente directa de ingresos, capaz de duplicar su riqueza económica. Es de interés para Egipto, pero contribuirá asimismo a vuestra gloria personal. Pensad que bajo vuestro reinado se producirá la unión entre ambos mares: el mundo aplaudirá vuestra audacia.

—¿Mi gloria personal?

El pacha se encogió levemente de hombros.

—¿Crees que aún no está bastante establecida?

—Perdonadme... no era eso lo que quería decir.

—Y si, a pesar de todo, aún no lo estuviera —le interrumpió el virrey—, tengo sesenta y cuatro años. ¿Puedes imaginar que a esa edad un hombre sano de cuerpo y de espíritu aspire a correr tras esa cosa fugaz que es la gloria? ¡Y tú me hablas de audacia!

El virrey movió la cabeza a uno y otro lado, repetidamente.

—Eres joven, hijo de Mandrino, todavía no has aprendido a vivir. Voy a confiarte un secreto. Y también a usted, señor de Bellefonds. Escuchen: cuanto más débil se es, más audaz es preciso mostrarse. Vean cuán grande fue mi debilidad durante años...

Hizo una pausa y su mirada se veló levemente.

—Comprendí que me había hecho fuerte el día en que sentí la necesidad de ser prudente.

Como si monologara, con voz apenas audible, añadió rápidamente:

—¡Si mi hijo Ibrahim pudiera comprender...!

Se recuperó y prosiguió en tono firme:

—Intuyo perfectamente las ventajas del canal y los innumerables beneficios que procuraría a Egipto. Y no me opongo a ello.

Esta última afirmación provocó una expresión de alivio en sus interlocutores. Pero Mohammed agitó en seguida la mano recabando moderación.

—No me opongo a ello —repitió—. Sin embargo, será preciso atenerse a ciertas condiciones.

—¿Cuáles, sire?

—Más tarde; cada cosa a su tiempo.

Aspiró una nueva bocanada de tabaco, exhaló una nube de humo azul y prosiguió:

—Que yo sepa, aún no habéis concluido vuestros trabajos de estudio.

—No, pero de vos depende que prosigan.

—Bien, tenéis mi autorización: seguid adelante. Estableced planos, mapas, presupuestos. Yo os ayudaré y responderé favorablemente a todas vuestras peticiones, ya se trate de dinero, material o mano de obra: nada os será negado. Una vez solucionados todos los problemas técnicos, volved a verme. En ese momento profundizaremos en la cuestión.

—Os lo agradecemos, alteza. Vuestra generosidad nos llega al corazón y nos reconforta.

—¿No os he dicho que estoy convencido de que ese canal sería beneficioso para Egipto?

—Para Egipto y para el mundo —intervino Joseph—. A ese fin, tengo el placer de informaros que contamos con el apoyo incondicional del vicecónsul de Francia.

—¿El señor de Lesseps?

—Sí, sire. Raras veces es dado encontrar tal apasionamiento. Nos ha asegurado que, por mediación del señor Mimaut, intentaría inducir a Francia para que interviniese en el proyecto.

Mohammed Alí abrió suavemente los brazos en una especie de ademán fatalista.

—¡Que Alá lo apoye en sus gestiones!

El soberano hizo una seña indicando que la entrevista había llegado a su fin.

Linant y Joseph iniciaron inmediatamente las fórmulas de cortesía habituales y se dirigieron hacia la puerta.

Apenas habían dado unos pasos cuando resonó a sus espaldas la voz del pacha.

—«El canal de Suez, que uniría las aguas del océano índico con las del Mediterráneo, haría de Egipto la única posesión que permitiría a Francia contrarrestar la enorme potencia marítima de Inglaterra.» ¿Sabéis de quién son estas palabras?

Los dos hombres se miraron, perplejos.

—De un compatriota del señor de Lesseps. Y también suyo, señor de Bellefonds. ¿No lo comprenden?

Ambos respondieron con una negativa.

—De Bonaparte, hijos míos, de Bonaparte.

En cuanto salieron del gabinete del virrey, Joseph preguntó a Linant:

—¿Qué ha querido decir? ¿No te resulta confusa esa última observación?

—Por el contrario. Me ha resultado sumamente clara.

—Explícate.

—El virrey es sincero cuando dice que no se opondrá al canal de Suez. Pero citando a Bonaparte ha querido hacernos comprender que, ante todo, se trata de un asunto político.

—Sin embargo, el proyecto es universal —protestó Joseph—. No afecta a una nación en particular, sino al mundo entero. Inglaterra, Francia... Todas esas potencias que en estos momentos se destrozan entre sí encontrarían en él la ocasión de unirse para una causa que trascendería sus intereses personales.

—¿Crees que no es también ésa mi opinión, amigo mío?

Habían llegado al extremo de un largo pasillo que desembocaba en la gran escalera de mármol por la que se accedía a los pisos inferiores.

—Sea como fuere —concluyó Linant—, seríamos muy ingratos si le criticásemos. «Dinero, material, mano de obra: nada os será negado.» ¿No fueron ésas sus palabras?

Asió a su amigo del brazo con entusiasmo y concluyó:

—Puesto que nos da rienda suelta, ¡larguémonos, querido amigo! ¡Suez nos espera!

—Tienes razón: ¡larguémonos!