—¿Y si lo hubiera hecho por amor? ¿No os habéis planteado esa cuestión?
De repente, el pacha pareció desconcertado, como si aquel argumento hubiera destruido su seguridad.
Presintiendo que había conseguido un tanto a su favor, Giovanna insistió:
—Ricardo era para ella el comienzo y el fin, su única razón de vivir. Estaba orgullosa de él, orgullosa de saberlo fuerte e invencible. No soportó verlo extinguirse, no ser más que un cadáver descarnado que agonizaba en su lecho.
El soberano frunció las cejas: ya no sabía dónde estaba la verdad. En un tono que transmitía reprobación replicó:
—Sea cual sea el estado de aquel a quien se ama, sus allegados no tienen derecho a convertirse en jueces de causa propia. Es el Altísimo quien da la vida y sólo Él tiene el poder de quitarla.
Giovanna asintió en silencio.
—Muy bien —exclamó Mohammed Alí con repentina impaciencia—. ¿De modo que no deseas regresar a Sabah?
Ella respondió negativamente.
—Si aprecias tan poco a tu madre, supongo que si yo te cerrara la puerta serías capaz de perderte Dios sabe dónde, ¿no es eso?
—Sí, majestad.
—Pues bien, así sea. Puedes quedarte en Ras el Tine.
Y agregó rápidamente:
—Sin embargo, impongo una condición para ello. No creas que vas a vivir en cómoda ociosidad. Aún no he pensado de qué forma podrás sernos útil, pero ya se me ocurrirá, y espero de ti que cumplas la tarea que se te confíe con rigor infalible. ¿Estás de acuerdo?
—Haré todo cuanto queráis.
—Perfecto.
Se levantó del sillón y paseó por la estancia con las manos unidas en la espalda.
—¿Pero qué sucede en el mundo? ¿Se han vuelto locos los hombres? Que estalle un imperio es el tributo a pagar a la Historia; que la muerte se lleve a los que se ama es ley eterna de Alá; pero que una hija llegue a despreciar a su madre es la peor de las blasfemias.
Y, con voz sorda, concluyó:
—¡Que Dios te guarde, hija de Mandrino!
CAPÍTULO 31
Alejandría, primero de octubre de 1838
La bruma azotaba las mejillas del señor Cochelet, cónsul general de Francia. Escoltado por dos miembros de la guardia, recorrió tiritando los últimos metros que lo separaban de la cabaña levantada en el extremo sur del arsenal.
En realidad, más que el viento de otoño lo estremecía el contenido de la carta que guardaba en su cartera de tafilete negro.
Alguien abrió la puerta, dándole paso. Entró e inmediatamente se halló frente al virrey. Éste estaba de pie, apoyando descuidadamente la mano en una silla de mimbre. De su cintura pendía un sable.
—Siéntese, señor Cochelet.
Mientras el cónsul ocupaba un sillón, Mohammed Alí prosiguió:
—¿Sabe en qué pensaba antes de que usted llegase?
Se dirigió hacia la ventana que daba sobre parte del arsenal y desde la que se distinguían los navíos en construcción.
—Contemplando esos buques de guerra me decía que su país puede sentirse orgulloso de su ingenio: sin la contribución de su compatriota, el señor de Cerisy, jamás hubiera existido ese arsenal. Sigue siendo, y siempre lo será, un poco de gloria francesa que pervive en tierras egipcias.
—Su observación me conmueve, majestad. Me consta que es sincera.
—¿Sigue bien el señor Mole?
—Sí, sire.
—Entre nosotros, lamento la dimisión del señor Thiers, su predecesor, no porque su nuevo primer ministro carezca de cualidades, pero lo encuentro un poco, disculpe la expresión, timorato. Su reticencia a intervenir a favor de las revoluciones ajenas a Francia, no deja presagiar nada bueno para mi país. ¿Acaso me equivoco?
—En efecto, creo que tenéis razón. Por otra parte, esto os lo confirmará.
Rebuscó en su maletín y extrajo de él una carta que tendió a Mohammed Alí.
Éste la tomó y la depositó frente a él, sin tomarse la molestia de abrir el sobre.
—¿No la leéis, majestad?
—¿Para qué? Conozco por anticipado su contenido. ¿Desea que se la resuma? En el caso de que yo lleve adelante mi proyecto de independencia, el gobierno francés está firmemente decidido no sólo a hacer caso omiso de la nueva posición que yo ocupe, sino que incluso ha manifestado que consideraría tal acción como no producida y que estaría dispuesto a obstaculizarla con todos los medios de que Francia disponga, comenzando con el envío de una escuadra a Alejandría y las costas de Siria. Y la misiva concluye instándome a responder de modo inmediato y categórico para dar fin a cualquier incertidumbre.
Hizo una pausa e inquirió con triste sonrisa:
—¿Es eso lo que ha escrito el señor Mole?
—Casi textualmente, sire.
—La edad tiene muchos inconvenientes, pero también ciertas ventajas. Una de ellas es anticiparse al pensamiento ajeno. Sea como fuere, tengo una noticia importante que comunicarle: ayer recibí la visita del effendi Sarim, un emisario de la Puerta, delegado por el sultán para negociar un acuerdo.
—¿Cuál?
—La Sublime Puerta estaría dispuesta a conceder el derecho hereditario a mis descendientes. En compensación, yo debería devolver Siria, Sudán, Yemen... En resumen, me exige el desmantelamiento del imperio egipcio. Y, naturalmente, me sería preciso abandonar definitivamente mis proyectos de independencia.
—¿Qué habéis respondido?
—Y usted, señor Cochelet, ¿qué respondería si le pidieran que Francia renunciase a Argel y a la mayoría de sus colonias a cambio de que el mundo reconociera que era una nación libre e independiente?
El cónsul permaneció silencioso.
—Por consiguiente, he hecho saber al sultán que jamás accederé a abandonar la menor de mis posesiones.
—Sin embargo, alteza, os hago observar que el derecho hereditario no es una baza despreciable. Por lo menos representaría la ventaja de respetar la integridad, como mínimo nominal, del imperio otomano. Lo que reclaman las grandes potencias.
—¿Querrían que para preservar el sueño de Europa sacrificase los territorios conquistados con la sangre de mis hijos?
—No obstante, vuestra voluntad no pesa demasiado ante la oposición de esas dos grandes naciones que son mi país e Inglaterra.
El pacha apretó convulsivamente la empuñadura de su sable y comentó con voz abatida:
—Inglaterra... y el querido lord Palmerston. Sus compatriotas son seres muy sensibles, señor Cochelet. Usted, con muy buena fe, trata de prevenir una crisis inminente, mientras que los británicos, por su parte, sólo tienen una idea fija: quieren la guerra entre mi país y Turquía, lo que les facilitaría la tan esperada coartada para destruirme y ocupar Egipto. Si desea conocer mi opinión, temo mucho que a Francia le aguardan grandes decepciones.
Se recuperó y prosiguió en tono firme:
—¿Por qué arte de magia ha llegado su país a compartir las ideas de un personaje como lord Palmerston? ¿En nombre de qué maleficio se ha convertido Egipto en la dote de sus esponsales contra natura?
El cónsul inclinó levemente la cabeza como si confesara su impotencia.
—Si me atreviese, os diría que sois la primera víctima de lo que podría denominarse un nuevo orden mundial, o, si lo preferís, de esa alianza cordial que une desde hace poco a mi país con Inglaterra. ¿Qué queréis? Francia tenía que salir del aislamiento diplomático a que la condujo su última revolución.
—¿A cualquier precio?
—No sé...
Cochelet hizo una pausa y prosiguió nerviosamente y en voz baja:
—En todo caso, si me permitís confiaros mis sentimientos personales, majestad, sabed que soy totalmente favorable a vuestra independencia. Estoy convencido de que no solamente es de vuestro interés sino que Europa entera se beneficiaría al verse liberada de estas cuestiones orientales. Un desenlace imprevisto sólo contribuiría a perturbar sus relaciones políticas.
—Por desdicha, no es usted el primer ministro de Francia.
—¿Os preguntaréis por qué mi país ha llegado a tomar esta posición respecto a vos, majestad?
—Ya me ha respondido usted: por una alianza cordial.
—Sí, pero no es eso todo.
—Lo escucho.
Cochelet esquivó la mirada glacial del soberano.
—Las grandes potencias están convencidas de que en cualquier momento desencadenaréis hostilidades contra Turquía y tomaréis por la fuerza lo que se os niega. En todas las cancillerías occidentales circulan esos rumores hasta hacerse ensordecedores. Comprenderéis fácilmente que en tales condiciones se hayan soliviantado los ánimos contra vos y que se juzgue vuestra política en los términos más desfavorables. ¡Oriente es orgulloso, sire, pero Occidente no lo es menos! Se niega a ceder a lo que considera como un chantaje.
El pacha abrió desmesuradamente los ojos, estupefacto.
—¿Qué está usted diciendo? ¿Que yo estaría dispuesto a declarar la guerra?
—No hago más que expresaros la sensación que prevalece, sire.
—¿Y por esa razón me niegan cualquier oportunidad de negociación? ¿A causa de esa idea se pone Francia de parte de Inglaterra?
Cochelet enarcó las cejas, turbado.
—Por lo menos, es uno de los motivos.
Un largo silencio reinó en la estancia, apenas subrayado por la resaca de las olas.
—Bien, señor Cochelet, voy a dar al mundo una prueba de buena fe. Acallaré esos rumores de que me habla.
Acarició el pomo de su sable y prosiguió en un tono que hubiera podido creerse amargo, pero que denunciaba cuán profunda era su tristeza.
—Voy a partir de Egipto.
El cónsul creyó haber oído mal.
—Partiré de Egipto. Estaré algún tiempo ausente. De ese modo no me acusarán de fomentar guerras... Me someteré a la generosidad de las potencias y tendrán tiempo para reflexionar antes de decretar mi suerte. Ellas serán quienes decidan lo que debe suceder: o me conceden el derecho a la dignidad y me permiten proseguir mi tarea civilizadora en paz y seguridad o, en otro caso...
—¿Pero adónde iréis, majestad?
—Tranquilícese, señor Cochelet, y tranquilice también a las cancillerías, a Mole, Palmerston, Metternich y el zar: no pienso invadir Europa.
—¿Me acompañarás, Giovanna?
—¿Acompañaros? ¿Pero adónde y cuándo?
—Partiremos a Sudán dentro de unos días.
La joven se aproximó al sultán algo desconcertada.
—Disculpad mi indiscreción, alteza, pero ¿cuál es la razón de este viaje repentino?
—La necesidad de ver más de cerca cómo se vive en ese territorio desde que forma parte de Egipto. El deseo de comprobar personalmente si los nuevos gobernadores han puesto fin a la política fiscal opresiva que sus predecesores aplicaban y asegurarme de que han concluido carencias y corrupciones. Ver también si se trata con justicia a la población. Tú lo ignoras, pero hace unos diez años nombré ciento dieciocho jefes y subjefes a fin de que enseñasen a la población el cultivo de la tierra e iniciaran a los sudaneses en la industria, especialmente alfarera, y en la construcción naval. Y, por otra parte...
El brillo de una sonrisa iluminó sus pupilas.
—He oído mencionar frecuentemente el interés que los sabios occidentales sienten por conocer los orígenes del Nilo, hasta ahora ignorados. ¿Por qué no intentar descubrirlos?
Ante el sobresalto de Giovanna se apresuró a tranquilizarla.
—No temas, a los setenta años que en breve cumpliré tengo el tiempo contado. No iremos más allá del Nilo Blanco. Y bien, ¿qué opinas de este proyecto?
—¡Lo encuentro apasionante, sire! ¡Y estoy muy ilusionada por conocer Sudán!
—Perfecto —repuso.
Contuvo un estremecimiento y señaló el mangal situado en un rincón de la estancia.
—¿Querrías encenderlo, por favor? Me siento helado.
Ella asintió y, mientras disponía el carbón en el brasero, Mohammed Alí inquirió con aparente despreocupación:
—¿Tienes noticias de tu hermano?
—No, sire. Hace más de dos años que hablé con él por última vez.
—Cuando acudió a suplicarte que regresaras a Sabah, ¿no es eso?
—Sí.
—Dos años y, en breve, ocho meses... El tiempo pasa terriblemente de prisa.
—Sin duda. No me doy cuenta de ello.
—Naturalmente, tal es el privilegio de la juventud: no tener noción del tiempo. Cuando hayas superado la cuarentena, comenzarás a temblar. Entonces te volverás a contemplar el camino recorrido y te sentirás presa de vértigo.
Ella esparció unas virutas entre los carbones y encendió el fuego.
—Compruebo que te has convertido en una auténtica experta encendiendo mangales —bromeó el pacha.
—La costumbre, sire. ¿Necesitáis algo más?
Él hizo un gesto negativo.
—Pero no te vayas tan de prisa.
Giovanna se instaló dócilmente en cuclillas a los pies del soberano.
—He tenido noticias de tu protegido.
—¿Mi protegido?
—Said, mi hijo. ¿Lo habías olvidado?
—¡Desde luego que no! ¿Sigue en Saint-Cyr?
—Y, como siempre, tan obeso. Ahora que nadie lo vigila debe de haberse atiborrado.
—¿Cuándo regresa a Egipto?
—En cuanto haya concluido sus estudios y su formación militar. Luego me gustaría que conociese un poco de mundo.
—¿Es feliz?
—Supongo que sí... De todos modos, ¿es eso muy importante? Lo único que cuenta es que tenga personalidad y sentido del deber. Algún día le llegará la hora de reinar en Egipto, después de Ibrahim, y deberá mostrarse a la altura de su tarea.
—Necesitará sentirse amado —afirmó ella—. No creo que nadie pueda realizar grandes cosas si no se siente rodeado de afecto.
Se acarició lentamente la sedosa barba.
—Sé de alguien que jamás disfrutará de cariño. O muy escasamente.
—No os referiréis a vos, ¿verdad, sire?
—¡Oh, no! En este aspecto me siento colmado: mis hijos me veneran, o por lo menos así lo creo. En cuanto a mis esposas...
Se agitó en breves carcajadas.
—Entre la circasiana, la albanesa y todas esas criaturas que duermen en mi harén, imagino que toda su ternura me bastará largamente para los pocos años que me quedan de vida.
Y, en tono más grave, añadió:
—No, no se trata de mí, sino de una mujer que, a su modo, las supera a todas.
Giovanna bajó los ojos.
—¿No echas de menos a tu madre?
Ante su mutismo, prorrumpió en irritada exclamación. — ¡Ah, vamos, hija de Mandrino! Te resulta muy cómodo hablar de afecto a propósito de Said, pero ¿y Scheherezada? ¿Crees que ella no necesita también que la amen?
—Para ello sería preciso que devolviera ese amor, pero le es imposible. Lo entregó todo a Ricardo y jamás lo ha dado a los demás. En todo caso, no a mí.
—¡Palabras vacías! ¿Crees que si no te amase habría sufrido tanto con vuestra separación?
—¿Qué sabéis vos? ¿Os ha pedido acaso noticias mías? ¿Ha escrito alguna vez?
El pacha vaciló ligeramente.
—Tal vez se sienta herida. Quizá haya sufrido tanto con vuestra ruptura que prefiera reducirse al silencio.
—Escuchad, alteza: ella me privó de mi padre cuando vivía. Lo acaparó sin dejarme nada más de él que algunos retazos de ternura. Y luego se obstinó en perpetrar una blasfemia contra Dios y contra la vida. Tal vez vos seáis muy magnánimo y perdonéis un acto tan odioso, pero no me pidáis que haga lo mismo.
Guardó silencio, aspiró profundamente y añadió con voz cansada:
—Os ruego que cambiemos de tema. Ambos sabemos que cada vez que se suscita esta cuestión acabamos pronunciando palabras que duelen. ¿Puedo retirarme ya, sire? Vuestro tesorero me aguarda.
—¿El bey Garbis? Se diría que está bastante satisfecho de cómo gestionas la intendencia de palacio. Felicidades. Cuando te confié esa responsabilidad no imaginaba que la desempañarías tan bien.
—Como veis, no soy una muchacha tan extravagante como parezco. Sin embargo, debo reconocer que sin los preciosos consejos del señor Garbis acaso hubiera ido muy desorientada. Posee a un tiempo esa naturaleza prudente e intuitiva característica de los grandes financieros.
El soberano profirió un gruñido al tiempo que ella se despedía con una genuflexión.
—Hasta la vista, majestad.
Una vez a solas, Mohammed Alí permaneció unos momentos inmóvil. Luego se dirigió hacia la colgadura que cubría uno de los tabiques de la sala y la separó, descubriendo una puerta oculta.
—¡Entra! —exclamó.
Inmediatamente apareció una mujer que examinó la estancia como si tratara de asegurarse de que no se encontraba allí nadie más que el soberano y ella, y se adelantó hacia él.
Él la abrazó con afectuoso impulso.
—Ezayek... ¿Cómo estás, pequeña?
—Bien, sire. Gracias.
—Déjame que te contemple —dijo echándose un poco hacia atrás.
Frunció levemente las cejas.
—Sigues siendo muy bella.
—Mentís mal, sire. Pero la intención es buena.
—¿Por qué iba a mentir? Que yo sepa no tratamos cuestiones políticas. Sinceramente, te encuentro radiante.
Al tiempo que pronunciaba aquellas palabras se esforzaba por no dejar traslucir su horror. ¿Era realmente Scheherezada aquella mujer que se encontraba ante él? ¿La mujer de legendaria seducción que conociera en la cumbre de su belleza? ¡No podía ser aquel personaje flaco, de aspecto débil y rostro surcado de arrugas! ¡No! Debía haber sido víctima de algún sortilegio.
Se recuperó y adoptó un tono desenvuelto.
—¡Lástima que yo no tenga veinte años menos!
—¿Cómo está ella? —lo interrumpió Scheherezada.
—Como cualquiera que se hallara en el umbral de una casa y no se atreviese a entrar.
—¿Qué significa eso?
—Se busca, va a tientas. Pero creo que no tardará en encontrar la serenidad.
Scheherezada se arrebujó en el negro chal que cubría sus hombros.
—¿Y su salud? ¿Necesita algo?
—Extraña pregunta. ¿Acaso no se halla bajo la protección de Mohammed Alí? No carece de nada, te lo aseguro.
Acudió a tomar asiento tras su mesa.
—¿Puedo ofrecerte algo para beber? ¿Un té?
—No, majestad. Gracias.
—Antes te gustaba mucho el té.
—¿Y su trabajo? ¿Estáis satisfecho de ella?
—Por sorprendente que pueda parecerte se muestra perfectamente a la altura de la tarea que le he confiado. Disciplinada, organizada y, sobre todo, lo que más me ha sorprendido, increíblemente humana con sus subalternos. Con cierta regularidad me llegan rumores a propósito de algún gesto o acción generosa que ha realizado, lo que es bastante curioso conociendo la dureza de su carácter.
—Os engañáis. No se trata de dureza, sino únicamente de personalidad. Hay seres que son como cañas; otros, se parecen a las encinas. Es rígida, pero no dura; Joseph, por su parte, es como las cañas.
—¿Y tú? ¿Qué eres tú, Scheherezada?
Una risa muda entreabrió sus labios.
—Sin duda me aproximo más a la encina.
—Así lo imaginaba.
Se inclinó hacia ella.
—Y, ahora, cuéntame un poco de tu vida. ¿Cómo pasas los días?
—Me ocupo de la hacienda. Paseo por el desierto, medito y aguardo.
Mohammed Alí frunció el entrecejo.
—¿Aguardas?
—Al niño que va a nacer.
—¿De qué niño hablas? —inquirió aún más perplejo.
—El hijo de Corinne: está embarazada de siete meses.
El virrey estalló en sonora carcajada.
—¡Vas a ser abuela!
—Se diría que eso os divierte mucho.
—¿Qué quieres? Jamás pude imaginar que algún día te encontrarías en esta situación. Eres de esas mujeres para quienes el tiempo parece haberse petrificado y a quienes no afectan las cosas más naturales de la vida.
—Según creo entender, para vos sólo podía ser esposa o amante, eso es todo.
—Efectivamente, ésa es la imagen que tenía de ti: la de una gran enamorada.
Scheherezada le observó con aire pensativo.
—Al final, Giovanna estará en lo cierto. Porque, en el fondo, ella jamás me ha considerado como una madre. Al igual que vos, ella sin duda no ha visto en mí más que la enamorada que mencionáis.
—Es posible. ¿Y qué significaría eso?
Ella dio una palmada sobre la mesa del soberano.
—¿No comprendéis? Todo el drama al que nos enfrentamos se origina en ese malentendido. Yo la quiero, quiero a mi hija, y ella sólo ha considerado el amor que le he ofrecido como una especie de armisticio, o, mejor, como una alianza de las que se establecen entre dos adversarios. Y, sin embargo, soy su madre.
Se había expresado febrilmente y las manos le temblaban.
—De nada sirve que te pongas en este estado ni que rememores el pasado. Has sido lo que querías ser; Giovanna lo comprenderá algún día.
—Será demasiado tarde.
—¡Scheherezada!
—Será demasiado tarde. Os lo aseguro.
Mohammed Alí alzó los brazos y los dejó caer con fatalismo.
—Allah a'lem... Sólo Dios conoce el futuro.
Como si deseara disminuir la tensión, prosiguió:
—¿Te ha informado Joseph? Acaso volvamos a reanudar las obras de la presa. A petición mía, Linant y él me han facilitado un nuevo estudio del proyecto. Según ellos, serían necesarios sólo tres años en lugar de cinco para amortizar los gastos gracias a la emisión de un millón y medio de feddans.
—En tal caso, ¿por qué dudáis?
—Porque las obras costarán casi dos millones de piastras y las finanzas del Estado están agotadas y permanecerán así mientras las grandes potencias no den fin a ese statu quo al que me han sometido.
—Comprendo.
Le había respondido más por cortesía que por solicitud.
—¿Qué te sucede, Scheherezada? ¿Estás ausente del mundo?
—El mundo... ¿dónde está mi lugar en el mundo? Los días se parecen a las noches y todos los paisajes tienen el mismo color. Los domingos voy a visitar la tumba de Ricardo, y ¿sabéis...?
Entornó los párpados como si le avergonzase confesarlo.
—Son los únicos momentos en que tengo la impresión de existir.
Mohammed Alí se irguió en su asiento y posó su mano en un puñal que tenía sobre la mesa.
—Hay una pregunta que jamás te he formulado...
Estrechó con fuerza el objeto metálico y prosiguió:
—¿Pusiste realmente fin a los sufrimientos de Ricardo?
Ella levantó la cabeza y fijó en el virrey su mirada. Estaba terriblemente pálida. Se hubiera dicho que la sangre había huido de su rostro y tenía una expresión de suplicio insoportable.
—¿Qué habéis dicho, majestad?
CAPÍTULO 32
Alejandría, palacio de Ras el Tine, 26 de junio de 1839
Las negras rocas erizaban sus crestas por encima de las olas y amenazaban con abrir el vientre de la dahabieh, que navegaba al frente de la expedición en la que habían embarcado Giovanna y el virrey.
La joven, horrorizada, veía aproximarse aquellos monstruos de piedra mientras en torno a ella los pasajeros charlaban como si nada sucediera. Se dijo que, sin duda, era víctima de alguna alucinación, que en cualquier momento reaccionaría o que las rocas desaparecerían de repente. Sin embargo no era así, el estrave seguía cortando las claras aguas. Se oía el ronroneo de las ruedas con sus paletas que agitaban las aguas, y la dahabieh remontaba imperturbable el Nilo Blanco.
Giovanna se precipitó hacia el cheikh, capitán, advirtiéndole a gritos. Por toda respuesta, el hombre la obsequió con una amable sonrisa al tiempo que se encaminaba hacia la toldilla.
A estribor, los gigantescos baobabs que proyectaban sus sombras en las orillas del río comenzaron a temblar, desprendiendo sus raíces del suelo y haciendo vibrar con sus esfuerzos el desierto sudanés.
¿Sería acaso el fin del mundo? Giovanna trató de localizar al virrey. Éste conversaba con idéntica despreocupación, apoyándose en la barandilla. A su alrededor, el auditorio, compuesto por hombres y mujeres, tampoco daba la impresión de preocuparse demasiado. Y también allí la escena era fantasmagórica. Aquellos personajes estaban desnudos, cubiertas únicamente sus partes genitales con un fragmento de piel de animal poco mayor de un palmo.
Bajo sus cabelleras encrespadas mostraban los pechos tatuados con extraños dibujos y franjas abigarradas y todos ellos sostenían una maza endurecida al fuego, una lanza o un escudo.
Un choque terrible hizo temblar el puente del barco. Giovanna estuvo a punto de gritar, pero se le heló la voz en la garganta. Corrió todo lo posible, salvando como un rayo los escasos metros que la separaban del virrey.
—¡Majestad, tenemos que abandonar el barco! ¡Vamos a zozobrar!
El hombre se volvió lentamente hacia la joven exhibiendo una expresión irónica. A Giovanna se le heló la sangre en las venas, no por la visión de aquellos rasgos retorcidos, sino porque el personaje que la miraba no era Mohammed Alí, sino el propio Ricardo Mandrino...
Giovanna se irguió en su lecho con el rostro empapado en sudor. El corazón parecía salírsele del pecho y le faltaba el aliento. En torno a ella los primeros rayos del alba se filtraban a través de los mucharabiehs, llevando consigo el rojizo resplandor del alba. Examinó el mobiliario como si quisiera asegurarse de que todo estaba en su lugar: se hallaba realmente en su habitación del palacio de Ras el Tine, en Alejandría.
Sin embargo hubiera jurado que todo cuanto acababa de vivir no era fruto de un delirio onírico, que todavía se hallaba en Sudán, «el país de los negros», al sur del desierto beréber. Aún obsesionada por aquella pesadilla, cogió la jarra que tenía en su mesita de noche y bebió largamente agua fresca. El contacto de sus dedos con la materia arcillosa la tranquilizó un tanto.
Desde los jardines llegaban aromas de naranjos y limoneros. El cielo era azul: ni una nube flotaba en el aire transparente. Todo parecía muy sereno y apacible, aunque en aquellos momentos se estaba desarrollando un drama en los confines de las fronteras egipcias.
Pero la naturaleza ignora las tragedias humanas.
Hacía ya tres meses que regresaran del largo periplo en el que acompañara al virrey. Un periplo insensato y realmente trágico.
Escoltados por unos sesenta marinos escogidos y bajo el mando de tres oficiales expertos en dibujo, matemáticas y ciencias naturales, partieron de Rosetta y remontaron el Nilo Blanco hasta la primera catarata. El sansimoniano Charles Lambert era el único europeo que formaba parte de la expedición. Rechazando la presencia de cualquier otro occidental, Mohammed Alí quería sin duda expresar su decepción y su tristeza respecto a aquellos de quienes se sentía abandonado.
Había proseguido su viaje hasta el Gebel Rewoian, donde el hermano del sultán de Darfur había acudido con gran pompa a rendirles homenaje. Una semana más tarde, el 6 de noviembre, llegaban a Jartum, ciudad fundada por Mohammed Alí hacía diecisiete años. En aquellos tiempos no era más que una agrupación de una decena de cabañas donde subsistían las familias de Sennaar y algunos bereberes. Posteriormente, en las orillas del río habían surgido centenares de casitas de adobe, un cuartel, un hospital atendido por médicos franceses y multitud de tenderetes rodeados de jardines pletóricos de aromas fragantes.
Hacia el 17 llegaron a Fazangoro. Tras desembarcar de la dahabieh y atravesar las montañas, desembocaron en la llanura donde el Khor el Adi, el río Justo, se proyecta en el Nilo Azul. Allí, encantado por las granjas modelo ideadas por agrónomos egipcios, el soberano donó a sus habitantes un centenar de feddans y los eximió del pago de todo impuesto durante cinco años. Al caer la noche, pidió que se reuniesen todos los jefes de la tribu y pronunció un discurso que el viento del harmattan difundió hasta los confines del país. Giovanna conservaba en su memoria algunas palabras que por su espontaneidad excedían la clásica alocución dirigida por un soberano a sus súbditos.
—Los pueblos de otros países fueron primero salvajes y se civilizaron. Vosotros tenéis cabeza y manos como ellos. Haced como ellos hicieron y os elevaréis también a la dignidad de hombres, adquiriréis grandes riquezas y disfrutaréis de goces cuya existencia ahora, por causa de vuestra profunda ignorancia, ni siquiera podéis imaginar.
»De nada carecéis para conseguirlo: tenéis tierras, abundante ganado y madera, vuestra población es numerosa y fecundas vuestras mujeres. Hasta ahora no habíais tenido guía; ahora yo, que lo soy, os conduciré a la civilización y a la felicidad.
»El mundo está dividido en cinco grandes partes; la que ocupáis se denomina África. Pues bien, en todas salvo en esta donde os encontráis se conoce el valor del trabajo, se aprecian cosas buenas y útiles y se entregan con pasión al comercio que da fortuna, placer y gloria, palabras que aún no comprendéis.
»Fijaos en Egipto: es un país poco extenso. Sin embargo, gracias al trabajo y la industria de sus habitantes, es rico y aún lo será más. Comparadlo con esta región de Sennaar, aun siendo ciento veinte veces mayor que Egipto, no produce casi nada porque sus habitantes permanecen ociosos, como si estuvieran muertos. Enteraos bien de que el trabajo lo da todo y que sin él seguiréis siendo unos seres muertos.
Sus oyentes, maravillados y confusos a la vez, rogaron entonces espontáneamente al soberano que los condujera a Egipto para ser instruidos en las artes de la agricultura y el comercio.
—Vuestra intención es loable —respondió Mohammed Alí—, pero es preferible que enviéis a vuestros hijos que, cuando regresen, serán durante más tiempo útiles al país. Yo los instalaré en mis grandes escuelas donde aprenderán cosas útiles y provechosas. No debéis preocuparos por ellos, pues serán como mis hijos adoptivos, y cuando estén debidamente instruidos os los devolveré para que contribuyan a vuestra felicidad y a la de estos países y que me glorifiquen.
Al día siguiente proclamó la libertad de comercio de añil y ordenó al gobernador que facilitara los instrumentos y cuanto fuese necesario para el desarrollo de ese cultivo.
Antes de reanudar su viaje para Fazoglu, dejó allí a Charles Lambert y le encargó que realizara dos informes: uno de ellos relativo a un proyecto de ferrocarril y otro sobre la construcción de un canal entre el río Blanco y el Kordofá. Dicho canal estaría destinado a facilitar agua para riego y el transporte del hierro extraído de las montañas vecinas.
Camino de regreso, Giovanna descubrió las angustias que atormentaban al pacha.
Se hallaban a dos jornadas de viaje de Rosetta. Bajo la luna llena se distinguían las ondulaciones del desierto, con los cañaverales en primer plano, un mar de palmeras y masas de enmarañado follaje.
Mohammed Alí estaba sentado a solas en el puente de la dahabieh contemplando el paisaje.
Giovanna se había aproximado a él, mas al verle tan abstraído en sus meditaciones estuvo a punto de volver sobre sus pasos y regresar a su camarote. El virrey le rogó que se quedara.
¿Cuánto tiempo permaneció silencioso? Giovanna no sabría decirlo, pero sí recordaba las primeras palabras que pronunció, sin duda porque anteriormente jamás lo había oído hablar en italiano.
—Grido di dolore...
Aunque aquella lengua le fuese totalmente desconocida, Giovanna no tuvo dificultades en reconocer el sentido de la expresión «grito de dolor».
—¿Crees que alguna vez comprenderán que mi partida de Egipto no fue más que eso... un grito de dolor? —exclamó el soberano.
Y, sin aguardar respuesta, añadió:
—Lo dudo. No creo en la justicia de las grandes potencias. Si me quedara alguna esperanza, habría sido barrida por lo que acabo de saber.
—¿De qué se trata, majestad?
—Los ingleses jamás saldrán de Adén.
—Perdonadme, pero... ¿Adén?
—Antes de nuestra partida, el gobierno británico solicitó autorización para desembarcar en aquel puerto a fin de crear en él un almacén de carbón. Confié en ellos e incluso recomendé al imán que respondiera favorablemente a su petición. Más tarde, lord Auckland, gobernador general de las Indias, me escribió en términos almibarados agradeciendo mi intervención.
Se le crisparon los dedos.
—Ahora bien, acaban de informarme de que tropas militares han desembarcado en Adén y han ocupado los altos del entorno obligando a cederles el puerto. Desde entonces la ciudad y los territorios circundantes son propiedad de su majestad británica Guillermo IV.
Apretó los puños.
—Naturalmente, el mundo no ha encontrado nada censurable en ello. Ni Francia ni Rusia ni Austria han elevado la menor protesta. ¿Comprendes ahora por qué ya no creo en la justicia de las grandes potencias? Dos raseros, dos medidas...
Frunció el entrecejo en la penumbra.
—Allah karim... Pero esta noche mi alma está triste y funestos presentimientos invaden mi espíritu.
Era el 13 de marzo.
Tres meses más tarde las fuerzas otomanas franqueaban el Eufrates y, sin previa declaración de guerra, atravesaban las fronteras egipcias de Siria.
Giovanna volvía a ver, como si fuera ayer, la expresión derrotada del soberano cuando recibió la noticia. Más que consternación o rebeldía, reflejaba cuán destrozado se sentía el hombre.
En primer lugar convocó a su presencia al señor Cochelet, cónsul general de Francia. Éste le explicó que durante su ausencia habían comprendido la razón que le asistía en sus reivindicaciones y, sobre todo, la ascendencia que la influencia de Inglaterra seguía ejerciendo en Estambul en beneficio propio, por lo que habían decidido modificar el statu quo a favor del virrey para prevenir pacíficamente una crisis inminente en Oriente. Entonces fue cuando el gobierno de Luis-Felipe descubrió que el delegado británico, lord Ponsoby, incitaba subrepticiamente a los turcos a la guerra con el designio secreto de destruir de una vez para siempre al soberano egipcio. De ese modo, el sultán, convencido del apoyo y de la intervención de Inglaterra a su favor, había decidido provocar las hostilidades y tomarse la revancha.
—Y ahora, señor Cochelet, ¿qué sugiere usted?
—¿Por qué no tratáis de replegaros un poco, majestad? Ya conocéis los entresijos del tratado de Unkiar-Skelessi que une a los rusos con la Sublime Puerta. Si respondéis a la agresión turca, entonces el zar, so pretexto de acudir en socorro del sultán, desembarcará en el Bosforo. Todos sabemos cuáles serán las consecuencias: una conflagración en Europa con el riesgo de que Turquía, por no decir todo el imperio otomano, se convierta en protectorado ruso.
—Su gobierno está obsesionado con una eventual intervención del zar que jamás se producirá. Se lo aseguro.
—Dadnos tiempo: os lo ruego. Es preciso negociar.
—¿Negociar?
—Conocéis las exigencias del sultán: devolved Siria, haced un gesto.
El soberano le interrumpió secamente:
—Voy a contarle una historia, señor Cochelet. Un niño que se enfrentaba a una serpiente tuvo ocasión de aplastarle la cola. Su madre, temiendo la cólera del reptil, trató de reconciliarlos. «De acuerdo, dijo la serpiente, que me devuelva mi cola y seremos amigos.» ¿No comprende cuán insensata es su propuesta?
El abatimiento del anciano pacha no se prolongó demasiado. Habíase enfrentado a muchos avatares y superado múltiples obstáculos para bajar la guardia. El león que dormía en él despertó, y su rugido hizo temblar los muros del palacio de Ras el Tine.
Inmediatamente convocó a su hijo Ibrahim a su presencia.
—Partirás al encuentro de las tropas de nuestros adversarios que han penetrado en nuestros territorios y, tras arrojarlas del país, marcharás sobre su gran ejército, contra el que librarás batalla. Si, con la ayuda del Todopoderoso, la fortuna se declara a nuestro favor, marcharás directamente a Maltia, Karpont, Orfa y Dia el Kebir sin pasar por el desfiladero de Kulek-Boghaz.
Los cuatro territorios citados por el soberano excedían de los límites que le habían sido asignados por el acuerdo de Kutahia. Pero, curiosamente, aquellas órdenes eran sumamente moderadas, pues, atacado y amenazado en su existencia por el sultán, Mohammed Alí estaba en su derecho de llegar hasta el último extremo: declarar su independencia y marchar sobre Estambul.
Ibrahim partió hacia las fronteras de Siria acompañado del fiel coronel Séve.
La víspera del 23 llegó a un centenar de leguas de Alepo, no lejos de la ciudad de Nezib, y aprestó su ejército para librar batalla al siguiente día.
Al amanecer del 24 reunió a los oficiales de su Estado Mayor y los exhortó a combatir con valor. Todos juraron morir empuñando las armas. Ninguno de ellos ignoraba que tendrían que enfrentarse a razón de uno contra cuatro enemigos.
Dos horas más tarde el ejército egipcio se puso en movimiento y ocupó las posiciones que le habían sido asignadas. Frente a los cuarenta mil hombres de Ibrahim, aparecieron los ciento cincuenta mil turcos acaudillados por el pacha Hafiz.
El sol teñía de rojo el horizonte cuando retumbaron los cañones.
Hacia mediodía las fuerzas turcas estaban derrotadas. Quince mil prisioneros con sus fusiles, ciento sesenta cañones y todo el campo otomano, comprendidos sus distintivos de mando, cayeron en poder del vencedor.
A partir de entonces ninguna resistencia se opuso a Ibrahim.
Por segunda vez se abría ante él la ruta de Estambul.
Sumida aún en sus pensamientos, Giovanna acabó de vestirse y cruzó con pasos rápidos los pasillos de palacio. El bey Garbis no se sentiría satisfecho: llegaba con retraso.
Scheherezada cogió al bebé y lo meció contra su pecho.
—¡Que Dios le guarde! Pocas veces he visto a una criatura tan hermosa.
—¡Y tan chillona! —Se lamentó Joseph—. Pero se lo perdono porque es un varón.
—¡Curiosa mentalidad! —Exclamó Corinne—. ¿Debo deducir de ello que si te hubiera dado una hija la habrías ahogado?
—¡Quizá no hubiera llegado a ese extremo, pero ve a saber!
Scheherezada devolvió el bebé a su madre.
—¡Samir...! Estoy contenta de que hayas escogido ese nombre. Le va muy bien.
—Samir... Samira... En resumidas cuentas, ¿qué más natural?
—De todos modos lo encuentro algo delgaducho para siete meses —comentó Joseph—. ¿Estáis seguras de que lo alimentáis bien?
Corinne le dirigió una irritada mirada y tomó a Scheherezada por testigo.
—¿Ve cómo es?
—Déjalo estar, Corinne, querida. No puede recordar cómo era él a los siete meses. Este pequeño es espléndido.
—¿Cómo podría ser de otro modo si se parece a mí? Con el tiempo haremos de él un ingeniero.
—¿Por qué? ¡No querrás decidir también la profesión de tu hijo! ¿Y si no tuviera afición por las matemáticas o las ciencias?
—Con un padre como yo, es imposible: los leones no engendran mulos.
Corinne profirió un suspiro y se dirigió hacia la puerta.
—Voy a acostarlo. Por hoy ya ha oído bastantes tonterías.
—In-ge-nie-ro —insistió Joseph, guasón.
—¡Basta ya, hijo mío! —Protestó Scheherezada—. Estás torturándola.
—Bromeo, mamá —repuso.
Y, dejándose caer en un uno de los divanes, añadió:
—Samir hará de su vida lo que quiera. Me has enseñado demasiado bien el significado de la palabra libertad para que me permita traicionar ese principio sagrado. Scheherezada se acomodó a su lado.
—Eso espero. Nada más penoso que imponer a los demás la propia visión del mundo. Prueba de ello es lo que nos sucede en estos momentos: es horrible.
—Sé a qué te refieres. Pero, no obstante, ahí está la victoria de Nezib para demostrar que existe justicia: la trampa se ha cerrado sobre el agresor. Jamás Mohammed Alí había sido más dueño de la situación.
—¡Que Dios te escuche, hijo mío! Pero me pregunto si Egipto, tan exangüe, contará con medios para resistir mucho tiempo.
Como si la discusión le trajese a la memoria malos recuerdos, cambió de tema sin transición. — ¿Tienes noticias de Linant?
—Sí. Debo reunirme con él inmediatamente. Ya voy con cierto retraso. Las cosas no se solucionan para él. Incluso podría decirse que empeora. En el equipo de ingenieros se ha instalado un recién llegado que parece cobrar cada vez más importancia. Con el beneplácito de Mohammed Alí, ha ordenado que le entreguen todos los planos de la presa y ya se dejan oír sus primeras críticas. Ha expresado claramente su oposición al plan que habíamos concebido y considera otras soluciones técnicas y otros emplazamientos que los preconizados por Linant y los sansimonianos.
—¿De quién se trata?
—Un tal Mougel, francés.
—¡Vaya! Creí que los franceses habían caído en desgracia.
—¡Oh, sólo era un enojo transitorio del pacha! Jamás tuvo la intención de prescindir por mucho tiempo de Francia.
—¡Pobre Mohammed Alí...! Debe de sentirse muy solo frente al mundo entero.
Se había expresado con auténtica tristeza, mucho más profunda porque no afectaba solamente al soberano, sino que, en cierto modo, juzgaba su propio destino.
Joseph debió percibirlo también así porque le preguntó:
—¿Y tú, mamá? ¿Sientes la misma soledad?
Ella no respondió.
—No olvides que estoy aquí. También te consta que Corinne te adora casi tanto como si fueras su propia madre. Y, además, está el pequeño. Soy consciente de que el amor que la vida te ha quitado jamás podrá ser sustituido por otro, pero te ruego que no rechaces el que te ofrecemos.
—No se trata de que lo rechace, Joseph. Todos los días doy gracias a Dios por tenerte, por teneros a mi lado. He perdido a un hombre: mi marido. Ha nacido un niño y mi hijo sigue a mi lado. Perdí a una hija y la Providencia me ha enviado otra. Sería ingrata si cerrase mi corazón a tantos milagros.
Joseph permaneció silencioso observando a su madre, como si deseara descifrar si era realmente sincera. Aunque escasamente tranquilizado, se decidió a partir.
—Linant debe de impacientarse. ¿Hasta la noche?
—Hasta la noche, hijo mío.
Linant se llenó una copa de vino y ofreció la botella a Joseph.
—Ten, amigo mío: ésta es la panacea. Como por arte de encantamiento, todas las aflicciones del universo y todas las decepciones se desvanecen ante este líquido sublime.
Y declamó en tono enfático:
—«Profundas dichas del vino, ¿quién no os ha conocido? Cualquiera que haya tenido remordimientos que acallar, recuerdos que evocar, pesadumbres que ahogar o cuyas ilusiones se hayan desmoronado. Todos por igual os han invocado, dios misterioso oculto en las fibras de la viña.»
Joseph observó estupefacto a su amigo.
—¿Qué es todo este galimatías? ¿Has perdido la cabeza?
—No, querido mío. Jamás he estado tan lúcido.
—¡Vamos, no pensarás volverte alcohólico porque hayan surgido algunas críticas acerca de tu proyecto de la presa! Mougel no es un imbécil y comprenderá que está equivocado.
—Querido amigo, lamento decepcionarte. No lo está, en absoluto.
Volvió a coger la botella y se la tendió de nuevo a Joseph.
—En tu lugar me serviría una copa. Vas a necesitarla.
Sin aguardar el asentimiento de su amigo, llenó su vaso hasta el borde e inquirió:
—¿Has leído el proyecto de Mougel? ¿No es cierto?
—Desde luego. ¡Proponer construir la presa en el cauce del río cuando sería preciso hacerlo en seco! ¡Una insensatez! Por otra parte, su plan no ha sido sometido al Consejo de Puentes y Caminos francés.
—Lo ha sido: ya nos han transmitido su veredicto.
—¿Y?
Señaló el vaso con su índice.
—¿No bebes?
—¡Respóndeme, Linant!
—El dictamen es desfavorable.
—¡Vaya! ¡Deberías sentirte satisfecho!
Linant apretó los puños.
—¿Cómo voy a estarlo? El proyecto de Mougel será realizado de todos modos. Lo he sabido esta mañana.
—¿Contra la opinión del Consejo? ¡Pero esto es una locura!
—Amigo mío, en nuestros tiempos la locura gobierna el mundo.
—Pero esa presa... jamás podrá ser construida. Mougel se encamina hacia el fracaso.
—El futuro lo dirá, Linant.
Joseph se llevó impulsivamente el vaso de vino a los labios y bebió largamente.
—Decididamente, esto es incomprensible. No entiendo qué sucede.
—¿Qué quieres? Hay momentos en que las puertas se cierran una tras otra y, hágase lo que se haga, permanecen cerradas. Mírame a mí: la peste asestó un golpe fatal a mis proyectos; la ceguera de Occidente los ha enterrado.
Aspiró profundamente.
—Sin embargo, todo se explica. Estamos sufriendo la repercusión de la política de las potencias europeas. Uno tras otro, los franceses abandonan Egipto: Cerisy, el general Siguera que dirigía la Escuela Militar de Damietta, y otros muchos.
Hizo una pausa y añadió:
—Acaso esto te haga sonreír: como señal de esa mudanza de las alianzas, en El Cairo se anuncia la llegada de doce ingenieros... alemanes, que, según dicen, han sido destinados a ocupar los cargos abandonados por mis compatriotas.
Joseph trató de contemporizar.
—Sí, pero Charles Lambert sigue ostentando la dirección de la Escuela de Minas, Bruneau acaba de ser nombrado en la Escuela de Artillería de Tura y Perron ha asumido la dirección de la Escuela de Medicina. Tal como informaba a mi madre, no es más que una pataleta del pacha.
—Querido amigo, todo dependerá de futuros acontecimientos: si Francia se decide a tomar de manera clara y decisiva el partido de Egipto, sin duda las cosas volverán a ser como antes. Caso contrario, mucho me temo que ese idilio que dura desde hace más de cuarenta años concluya con un divorcio sonado de onerosa factura.
Súbitamente inquirió:
—En ese sentido, tú que compartes los secretos de los dioses, ¿has oído rumores?
—Desde la muerte de mi padre, las informaciones que recibo son escasas. Lo único que sé es que por el momento la situación parece seguir estando bloqueada, tanto más cuanto que ocho días después de la victoria de Nezib falleció el sultán Mahmud transfiriendo el poder a su hijo, el príncipe Abd el Maguid.
—Acaso ese nuevo caudillo se muestre menos belicoso o más conciliador.
Joseph no pudo reprimir una risita jocosa.
—¡Es un muchacho! ¡Aún no ha cumplido los diecisiete años!
—Lo que significa que se limitará a dejarse manipular. En fin, que no se solucionarán las cosas.
Se sirvió otro vaso.
—Tranquilízate, Linant, y trata de ser optimista. ¡Qué diablos! No todo se ha perdido. Sé que la situación es grave y, sobre todo, terriblemente compleja, pero precisamente de tal complejidad puede surgir una solución. ¿Has pensado por lo menos en lo que sucedería si Ibrahim tomara Estambul? Después de todo, se halla apenas a un centenar de leguas de la capital otomana y no encontrará otro ejército en su camino.
—Si deseas conocer mi opinión, sería el único medio de solucionar este asunto. ¿Pero llegará hasta el fin?
—Ya lo veremos. No pierdas la confianza. Si ello puede tranquilizarte, te confiaré un secreto. Desde que Mohammed Alí aprendió a leer, se ha lanzado con afán devorador a las obras literarias. Para empezar ha engullido, naturalmente, todo cuanto se refiere a Napoleón, su ídolo. Luego se ha inclinado hacia obras tan diversas como El espíritu de las leyes, de Montesquieu. Y hace unos meses, aquí quería llegar, me citó en su gabinete y me rogó que le tradujese El príncipe, de Maquiavelo. Me volqué en ese trabajo y el primer día le entregué las diez primeras páginas de la obra, al día siguiente otras diez, y diez más el tercero. Pero al llegar al cuarto me ordenó que interrumpiese mi trabajo.
Linant enarcó las cejas.
—Supongo que comenzaría a resultarle enojosa su lectura.
—En absoluto. ¿Sabes qué me dijo? «He leído atentamente todo cuanto me has entregado sobre Maquiavelo. En las diez primeras páginas no encontré nada muy nuevo. Aguardé a ver las diez siguientes, que no fueron mejores y, en cuanto a las últimas, me han parecido simples tópicos. Comprendo claramente que nada tengo que aprender de ese hombre. En cuestión de artimañas, sé mucho más que él. Puedes, por tanto, dejar de traducírmelo.»
—¡Muy divertido! ¿Pero adónde vas a parar?
—Simplemente me digo que un soberano que se considera más astuto que Maquiavelo no puede caer en una trampa, que sabrá salirse de ella.
Las confidencias de su amigo no parecían haber animado a Linant. Más motivado por el deseo de aliviar aquella densa atmósfera que por auténtico interés, Joseph inquirió:
—¿Y el señor Enfantin? ¿Qué ha sido de él?
—Se encuentra en París. Nos escribimos de vez en cuando, pero todas sus cartas se asemejan.
—¿Qué quieres decir?
—Sigue obsesionado con el canal.
—Por lo visto, yo me equivocaba —se asombró Joseph—. Estaba convencido de que, tras su partida, ya no pensaría en ello.
—Completamente, amigo mío. No sólo sigue pensando en ello, sino que está removiendo cielo y tierra para despertar el interés del gobierno francés. Incluso piensa constituir una asociación con vistas a la apertura del istmo.
—No puedo por menos de felicitarle por su tenacidad. Me descubro ante él.
—También me ha pedido una memoria sobre el tema. Al parecer está destinada al embajador de Austria en París, el cual deberá someterla personalmente a Metternich.
—¡Es formidable!
—Y astuto —añadió Linant rápidamente—. Austria siempre ha abogado por la causa del canal. Si la memoria no me engaña, Metternich incluso manifestó que consideraba la apertura del istmo como un acontecimiento de primordial importancia, una de las realizaciones que dejan huella en los siglos, y estaba convencido de que abriría a Austria las puertas del futuro.
—Ciertamente. Pero se apresuró a añadir que ese canal aumentaría la avidez de nuestra querida Inglaterra y que, por consiguiente, acarrearía peligros. Si sigue manteniendo ese punto de vista, no creo que sirva de nada enviarle la memoria.
—Supongo que por lo menos se la habrás hecho llegar a Enfantin —repuso Joseph, preocupado.
—Evidentemente.
Sus rasgos se contrajeron.
—Acaso el mundo pueda encenderse, hijo de Mandrino, tal vez Ibrahim tome Estambul, pero creo en ese canal. No sé si llegará a ver la luz y, en tal caso, si ondeará en sus orillas bandera turca, francesa, inglesa o egipcia. Pero creo en él.
CAPÍTULO 33
En los días que siguieron a la victoria de Nezib, las cancillerías europeas desplegaron una actividad intensa.
Constantemente obsesionada por temor a una invasión rusa y por el deseo de llegar a una solución pacífica, Francia se esforzó por convencer al pacha de que detuviese la marcha de su hijo hacia Estambul. Tras amenazas, presiones, o acaso incluso por lasitud, quizá también porque aún deseaba creer en un arbitraje favorable de las grandes potencias, Mohammed Alí cedió y envió a un emisario francés, el capitán Cellier, al cuartel general de Ibrahim, con la orden de inmovilizar su ejército y bajo ningún pretexto penetrar en Asia Menor.
El furor del príncipe sólo pudo compararse con su desesperación.
—¿Ha leído los libros de historia? ¿Cuándo se ha visto que un general victorioso detuviera su marcha?
Con la muerte en el alma se sometió a la voluntad paterna, aunque negándose a replegarse en Alepo. Por segunda vez había estado al alcance de su mano la capital otomana y de nuevo le privaban de su conquista.
El 3 de julio la Sublime Puerta transmitía a Mohammed Alí una propuesta del gran visir en la que, tras restituir Siria, Arabia y el Yemen, le ofrecía la condición hereditaria en Egipto y la reconciliación. ¿Había presentido el sultán que, pese al apoyo de las grandes potencias, su poder sin duda se hallaba al borde del abismo?
Seis días más tarde, un acontecimiento de considerable importancia confirmaría tal impresión.
Aquella mañana Giovanna se encontraba en el gabinete del bey Garbis discutiendo las próximas mejoras a efectuar entre los servidores de palacio cuando una increíble palidez invadió de repente los rasgos del tesorero, que comenzó a tartamudear señalando hacia el mar.
Giovanna pensó que iba a desplomarse víctima de un ataque de apoplejía, pero cuando dirigió su mirada en la dirección señalada comprendió las razones de tal conmoción.
Una inmensa flota exhibiendo pabellón turco ocultaba el horizonte. Casi simultáneamente vieron cómo marchaba a su encuentro una escuadra egipcia.
Diecinueve cañonazos retumbaron en el cielo de Alejandría proyectados por una corbeta de guerra anclada en la rada.
Giovanna se sintió asimismo desfallecer.
—¡Nos invaden, bey Garbis...! ¡Los turcos se disponen a desembarcar! —balbució.
—No, hija de Mandrino —repuso el anciano con voz sofocada por la emoción—. No es una invasión, sino una sedición.
—¿Qué quiere decir? ¿A qué sedición se refiere?
—La flota turca acude a someterse a Egipto con armas e impedimenta.
—¡Imposible!
—Observe, Giovanna...
El vapor Nilo, que ostentaba los colores reales, acababa de salir de la rada.
—Su majestad va al encuentro del almirante, dispuesto a rendirle los honores.
—¿Quiere decir que ese hombre acude a entregar a Egipto la marina de la Sublime Puerta?
—Exactamente.
—¡Es inaudito! ¡Sorprendente!
Realmente, aquélla era una acción sorprendente.
La entrega de toda una flota de guerra por su comandante en jefe situaba a Mohammed Alí ante una situación sin precedentes en la Historia.
La noticia se difundió por toda Europa como reguero de pólvora. En Estambul dominó la histeria. Lord Palmerston, en Londres, lanzaba rayos y centellas; el zar Nicolás se contenía sin saber qué decisión tomar respecto a la actitud a seguir. En cuanto a París, reían secretamente. Y con razón.
Una semana después, el almirante francés Lalande, que cruzaba el archipiélago a bordo del lena, se encontró con la flota turca, que seguía rumbo hacia Alejandría precedida por fragatas inglesas. No cabiéndole duda alguna de que había zarpado de los Dardanelos para entablar combate con la escuadra egipcia y deseando impedir que siguiera adelante un enfrentamiento contrario a los deseos de Francia, Lalande visitó el buque del almirante otomano. Pero, con gran sorpresa por su parte, el almirante turco, pacha Fawzi, le informó —obligándole a jurar que guardaría el secreto—, que se proponía conducir su flota a Egipto para entregarla a Mohammed Alí, hecho que ignoraban los marinos ingleses. Encantado ante el chasco que aguardaba a los británicos, el almirante Lalande se alejó frotándose las manos, dejando que los navíos turcos prosiguieran tranquilamente su travesía.
Después de unas semanas Turquía había perdido su soberano, su ejército y su flota y Estambul estaba a merced de Ibrahim.
Giovanna exhibía una radiante sonrisa. Las explicaciones que acababa de recibir del bey Garbis habían despertado un formidable entusiasmo en ella.
—¡Es maravilloso! —exclamó—. En estos momentos es inevitable que se establezca un acuerdo entre su majestad y la Sublime Puerta. Mohammed Alí conseguirá el derecho a la sucesión hereditaria y mantendremos nuestras fronteras íntegramente. ¡Sólo le faltará proclamar su independencia!
—No todo es tan sencillo, hija de Mandrino. Aunque no soy político, tengo la impresión de que nos impedirán tratar directamente con el sultán.
—¿Por qué razón?
—Probablemente por temor a que alcancemos una paz demasiado favorable para Egipto. Pero aguardemos a que pase el tiempo y roguemos al Altísimo que esté a nuestro lado e inspire a su alteza.
Sin embargo, el tiempo no debía jugar a favor del viejo pacha y el Altísimo juzgó sin duda que no debía intervenir en los pleitos de sus criaturas.
Al cabo de unos meses, Thiers sustituía a Soult, y no sólo el rey, sino también Thiers, Guizot —embajador de Francia en Londres— y la mayoría de dirigentes franceses admitieron por fin la idea de un Egipto independiente.
Guizot abogó enérgicamente por la causa de Mohammed Alí ante lord Palmerston, con todo cuanto la diplomacia requiere de artificios y estratagemas.
—¿Por qué correr tantos riesgos por la paz de Oriente y por la seguridad de la Puerta y de Europa, milord? ¿Por negar la sucesión hereditaria a un anciano de setenta y un años? ¿Qué es, en realidad, la herencia en Oriente, milord, en esas sociedades violentas y precarias, con familias numerosas y desunidas? La historia de Mohammed Alí no es un hecho nuevo en el imperio otomano. Más de un pacha antes que él se ha encumbrado, ha realizado conquistas y se ha vuelto poderoso y casi independiente. ¿Y qué ha hecho la Puerta? Se ha limitado a aguardar. Los pachas han muerto, sus hijos se han dividido y Estambul ha recobrado sus territorios y su poder. Y para Turquía sigue siendo lo más conveniente y la conducta más prudente a adoptar.
—Le asiste cierta razón en sus afirmaciones: la herencia no tendría quizá gran valor. Sin embargo el pacha Ibrahim es un jefe hábil, amado por sus tropas y, según dicen, mejor administrador que su padre. Y también sabe rodearse de oficiales capacitados... franceses. Nosotros no somos los únicos en decidir, ¿verdad? ¿Acaso Francia no se sentiría satisfecha si se fundara en Egipto y en Siria una potencia nueva e independiente, casi creación suya, y se convirtiera necesariamente en su aliada? Ustedes poseen la regencia de Argel. Entre Francia y su aliado egipcio ¿qué quedaría para Inglaterra? Casi nada. Esos pobres Estados de Túnez y Trípoli. Toda la costa africana y parte de la costa asiática en el Mediterráneo, desde Marruecos hasta el golfo de Alejandreta, se hallarían entonces bajo su poder e influencia. Y eso no es conveniente, señor Guizot.
A decir verdad la mudanza de Francia llegaba demasiado tarde. Lord Palmerston había tenido tiempo de procurarse sólidos puntos de apoyo en los gabinetes franceses. Francia insistió en respaldar las pretensiones de su protegido y los ingleses continuaron oponiéndoles un obstinado rechazo hasta el día en que la cuestión alcanzó su punto culminante.
La atmósfera que reinaba en la sala del trono era densa y fría como noche de invierno. Sin embargo, reinaba agosto en Alejandría y el sol jamás había sido más generoso.
Esforzándose por contener el temblor que agitaba sus manos, Mohammed Alí releyó por tercera vez el ultimátum que acababa de entregarle el coronel Hodges, cónsul de Inglaterra designado en sustitución de Campbell, a quien se juzgaba demasiado favorable al soberano.
El documento se resumía en los siguientes términos:
Las cuatro potencias se comprometen a mantener la integridad del imperio otomano y la soberanía del sultán y deciden que el pacha de Egipto recibirá tres requerimientos sucesivos con diez días de intervalo.
Si se somete al primero, obtendrá Egipto a título hereditario y el bajalato de Acre durante toda su vida.
Si lo hace al recibir el segundo, sólo le restará Egipto.
En caso de someterse al tercero, la decisión quedará a la discreción del sultán.
Mohammed Alí examinó una vez más las firmas: entre ellas figuraba Rusia, Austria, Prusia e Inglaterra, pero no Francia. No podía estar presente: el documento había sido redactado hacía unos días en Londres, en el curso de una conferencia de la que Francia había quedado excluida.
—¿Cómo es que en este documento se trata a los vencedores como vencidos, coronel Hodges? —murmuró el pacha.
El diplomático no hizo comentario alguno.
—Admitamos que me desairéis —prosiguió el soberano—, no soy más que un peón en el tablero del mundo. Pero ¿y Francia, coronel? No podéis tratar a Francia como a Egipto.
El inglés seguía sin responderle.
Mohammed Alí agitó el documento en el aire y prosiguió alzando su tono de voz:
—¡Ni siquiera habéis juzgado digno comunicarle este tratado! ¡Habéis actuado como bandidos! ¡Sí, coronel Hodges, como bandidos! ¡Habéis manipulado las cortes fomentando conspiraciones y estableciendo presiones en la sombra! ¿Y con qué fin? ¡Para llegar a esto!
Y concluyó con decisión:
—Transmitid a lord Palmerston que ya he tomado mi decisión. Pienso defenderme a ultranza. Con ayuda de la Providencia he conseguido cuanto poseo y sólo ella me lo arrebatará.
—Reaccionáis bajo los efectos de la cólera, sire. Por otra parte, si confiáis en que el gobierno del señor Thiers combata a vuestro lado os hacéis vanas ilusiones.
—¿Así lo creéis? Francia ha reunido sus tropas, acondicionado arsenales y depósitos e incluso ha emprendido obras de fortificaciones alrededor de París. Una extraordinaria fiebre se ha apoderado del país.
—Los franceses dirán lo que gusten —respondió Hodges en tono lacónico—, pero no podrán declarar la guerra a las cuatro potencias para acudir en vuestro apoyo. Os encontraréis solo y lo perderéis todo.
—Eso ya lo veremos, coronel Hodges. Ya lo veremos.
El cónsul se retiró con expresión ambigua. Cuando descendía los peldaños de la gran escalera de mármol blanco acudieron a su memoria las frases de lord Palmerston:
Los franceses no harán la guerra: conozco demasiado el carácter timorato de Luis-Felipe. Jamás se comprometerá seriamente en un conflicto contra las potencias. En cuanto a Mohammed Alí, no aceptará ninguna de las propuestas sometidas por el tratado de Londres y caerá ciegamente en la trampa.
Todo sucedía como había previsto el ministro. «Ese lord Palmerston es un gran político», pensó Hodges atusándose el bigote.
El 8 de septiembre el gobierno británico llevó a término su amenaza y abrió el fuego sobre las posiciones egipcias en Siria y el Líbano. El 10, llegaban los transportes a Beirut al mando del comodoro Napier. Mil quinientos marinos ingleses y de siete mil a ocho mil turcos ocuparon el litoral y establecieron su campamento principal en la bahía de Junieh.
Ibrahim confió al coronel Séve la defensa de la costa. Por su parte, debía acudir en ayuda de los puntos amenazados. Pero las tropas egipcias estaban dispersas por toda Siria y diezmadas por las enfermedades y las fiebres que asolan las costas sirias en verano.
El 10 de octubre el comodoro Napier tomó la decisión de librar batalla contra Ibrahim antes de que tuviera tiempo de concentrar sus fuerzas. La noche del 10, Egipto sufría su primera derrota.
Francia no reaccionó. Había llegado hasta el extremo límite de la tensión con el resto de Europa y hasta el umbral de una guerra general para la defensa de su protegido y la salvaguarda del imperio que había constituido.
La caída del ministro Thiers sobrevino el 23 de octubre, significando para Mohammed Alí el abandono definitivo por parte del gobierno de Luis-Felipe.
En la jornada del 3 de noviembre de 1821, buques de guerra ingleses, austríacos y turcos abrían fuego sobre San Juan de Acre. Hacia las cuatro de la tarde el polvorín del fuerte estalló con espantoso estrépito, abriendo una enorme brecha por la parte del puerto y sepultando a mil quinientos soldados bajo sus escombros. A ello se redujo la resistencia egipcia. La potencia militar del generalísimo se desmoronó como por arte de encantamiento y las ciudades cayeron una tras otra como cuentas de un rosario desgranado.
Y sonó la hora de la retirada.
Fue terrible.
El viejo pacha, destrozado, aniquilado y despojado, se encerró en la soledad de su palacio aguardando a que las grandes potencias decidieran su destino.
Así transcurrieron cuatro meses.
Una mañana de febrero se daba a conocer la decisión, que en todos sus puntos reflejó el triunfo de los criterios ingleses:
Primero. La herencia se reconocía por derecho de primogenitura en la descendencia masculina de Mohammed Alí por línea directa. Pero la investidura se efectuaría en Estambul y, para recibirla, el heredero se vería obligado a acudir a la capital otomana a fin de rendir homenaje a su soberano. El virrey quedaba asimilado a los simples pachas del imperio y Egipto seguiría siendo una provincia otomana.
Segundo. El virrey tendría la facultad de designar oficiales en su ejército, pero hasta el grado de coronel exclusivamente. Estambul se arrogaría el derecho de nombrar las graduaciones superiores.
Tercero. El tributo a entregar a la Sublime Puerta se fijaba en cuarenta mil piastras, no calculándose ya proporcionalmente a los ingresos de Egipto.
Cuarto. El número de efectivos del ejército se limitaría a dieciocho mil, y en adelante le estaría prohibido a Egipto emprender nuevas construcciones navales.
El efímero imperio del anciano pacha quedaba disuelto: únicamente seguía en su poder Egipto, comprendido el Sudán.
Sin la firmeza que mostró Francia en el último momento, incluso le hubiera sido negado el derecho hereditario.
Palacio de Ras el Tine, diciembre de 1840
Un zafarrancho de combate sacó al soberano de sus meditaciones. Frunció el entrecejo y apostrofó colérico al centinela que montaba guardia en la entrada de su gabinete.
—¡Lufti!
El guardia asomó la cabeza por la puerta entreabierta.
—¡A vuestras órdenes, alteza!
—¿Qué es este estrépito?
El hombre adoptó una expresión avergonzada.
—Yo... no sé, alteza. Yo...
—¡Que detengan inmediatamente ese ruido!
—Sí, alteza.
Apenas había avanzado tres pasos cuando el hombre se inmovilizó, boquiabierto.
—Es... es... —balbució.
—¿Quién? ¡Habla de una vez!
—Es...
Desde el extremo opuesto del pasillo sonó una voz:
—¡Soy yo!
Mohammed Alí fijó su mirada en el umbral de la puerta. Desde el lugar donde se encontraba aún no podía ver de quién se trataba, pero hubiese reconocido aquella voz entre mil. Apoyó las manos en la mesa y su corazón aceleró sus latidos.
Aguardó aún unos instantes.
Un joven de imponente altura apareció en la puerta. Era un mozo robusto y corpulento, con cuello de toro. Una fina barba cubría sus mejillas hasta los pómulos y coronaba su cabeza una espesa cabellera castaño oscuro de reflejos metálicos. Si no hubiera estado tan obeso, se le hubiese podido calificar de apuesto.
—¡Said, hijo mío!
Con torpes zancadas el joven se plantó ante el soberano e, impulsivamente, se arrodilló y besó conmovido la mano de su padre. Éste lo obligó a levantarse y lo estrechó entre sus brazos.
—Amdella al salama, bien venido, hijo mío.
Said se levantó. Pese a su corpulencia, temblaba como un pájaro.
—¿Qué sucede? —Se preocupó Mohammed Alí—. ¿Tienes fiebre?
—No, padre. Estoy bien.
—¿Pues qué te pasa?
Said, incómodo, sonrió forzadamente. Inmediatamente, el soberano se recostó en su sillón prorrumpiendo en sonoras carcajadas.
—¡Ah, comprendo! —exclamó.
Y acarició el pronunciado vientre de su hijo.
—Macha Allah... Al parecer no te mataban de hambre en Saint-Cyr.
Said no pronunció palabra.
—¡Vamos, desecha tus temores! Pesado o grácil, ¿qué importa? En este mundo en el que las ratas devoran a los gatos ésos son problemas secundarios.
Los rasgos del príncipe se distendieron.
—¡Si supierais qué aterrado estaba en el barco que me traía de Francia!
—¡Siéntate y hablemos de cosas más serias! ¿Estás satisfecho de tu estancia en aquel país?
—Plenamente. Es un país maravilloso y París una ciudad única en el mundo. Pero, a pesar de ello, ansiaba regresar.
Su rostro reflejó cierta aflicción.
—He seguido los acontecimientos con la angustia que imaginaréis. Había que ver, como yo lo vi, la indignación y la cólera de los franceses ante la afrenta que nos han infligido. La conferencia de Londres fue una ignominia. Aún no acabo de creer que hayamos llegado a este extremo.
—Maktub ya ebni. El Todopoderoso así lo ha querido. Pero no hay que seguir mirando al pasado. Volvamos hacia el mañana y consolémonos diciéndonos que, en lo sucesivo, Egipto ya no volverá a ser huérfano ni estará a merced del primer decadente procedente de Turquía. Hemos conseguido el derecho hereditario y ése es un gran tesoro. Mañana Ibrahim me sucederá sin que nadie pueda discutirle sus derechos. Y, luego, llegará tu turno. Hemos logrado establecer una dinastía que, dígase lo que se diga, distinguirá en adelante a nuestro país de cualquier otra provincia otomana y le asegurará la continuidad de un gobierno identificado con su destino.
Y concluyó con forzada sonrisa:
—Ahora que el porvenir de mis hijos está garantizado, puedo partir con espíritu sereno.
—¡Lo más tarde posible, padre!
—¿Acaso el día y la hora no están en manos de Alá?
Said se instaló en cuclillas a los pies del virrey.
—Me he enterado de que las condiciones que nos han impuesto son draconianas y que no os dejan mucho campo libre. ¿Creéis que pese a todo os será posible proseguir vuestra tarea?
Mohammed Alí se acarició suavemente la plateada barba.
—La era de las conquistas ha concluido. Sólo deseo pensar en restablecer la prosperidad de mi país, destrozada tras estos años de guerra. Únicamente quiero aspirar a la paz, al olvido y a la reconciliación.
Said se limitó a asentir.
Una tristeza indecible invadía su corazón. Pese al calor y la energía de sus palabras, características en su padre, ya no era el mismo hombre quien así se expresaba. Resultaba evidente que los últimos meses de lucha le habían agotado y todo desmentía la expresión serena de que alardeaba. Se adivinaba una postración interior que dificultaba sus pensamientos y hasta su aliento.
—Me he enterado también de lo sucedido al bey Mandrino. Era un hombre excelente.
—El mejor de todos.
Y añadió en voz baja:
—Lo echo de menos.
—¿Y los suyos? ¿Qué ha sido de ellos? ¿Habéis tenido noticias suyas?
—Sí, Scheherezada vive con su dolor; Joseph sigue a mi servicio. En cuanto a Giovanna...
Se interrumpió bruscamente.
—¿Pero aún los recuerdas? Cuando marchaste de Egipto apenas tenías doce años.
—No he olvidado nada. ¿Acaso Ricardo no era vuestro consejero de mayor confianza?
El pacha irguió la cabeza.
—Organizaremos un banquete para celebrar tu retorno. Deseo complacerte.
—Si tal es vuestro deseo, me sentiré satisfecho.
—Debes ir a saludar a tu madre y a tu hermano. Supongo que aún no lo habrás hecho.
—No, tan deseoso estaba de veros.
—Entonces no te demores. Ve a su encuentro, hijo mío.
El príncipe se irguió con la dificultad que le imponía su envergadura.
—Si así lo deseáis, volveré a veros inmediatamente.
Antes de partir inquirió con aparente despreocupación:
—La hija del bey Mandrino... No habéis acabado de contarme qué ha sido de ella.
—Desde que murió Ricardo ya no vive en Sabah, sino en palacio. La he confiado a la tutela del bey Garis y se encarga de los problemas de intendencia.
Said pareció muy impresionado.
—¿Qué...? ¿Por qué razón?
—Es una larga historia. Ya hablaremos de ello en otro momento.
—Como gustéis, padre.
Y se dirigió hacia la puerta.
—También podrías ir a saludarla —exclamó Mohammed Alí—. Estuvimos a punto de pelearnos por tu causa.
El joven se volvió, asombrado.
—¿Por mi causa?
—Ésa es, asimismo, una larga historia. Pero ya te la contará ella.
Mientras salía de la estancia, Said sintió en su espalda la mirada del virrey observándole con curiosa insistencia.
CAPÍTULO 34
Gizeh, hacienda de Sabah, diciembre de 1840
Joseph mostró a Scheherezada la carta con aire de satisfacción.
—Aunque dirigida a Linant, me la ha confiado. ¿Quieres que te la lea?
—¿Por qué no? Siempre es agradable recibir noticias del extranjero.
—¿No molestaremos al pequeño? ¿Está dormido? —inquirió Joseph dirigiéndose a Corinne.
—Sí, no te preocupes: duerme a pierna suelta.
Joseph cogió la carta y se instaló bajo la lámpara del mirador.
Málaga, diciembre de 1840
Mi querido Linant,
Espero que estas palabras le traigan a la memoria el recuerdo de nuestra amistad. Sin duda habrá experimentado cierta decepción ante mi prolongado silencio. Podría alegar mil excusas, pero me limitaré a decirle que desde que partí de Egipto mi vida ha sido un auténtico torbellino en el que apenas han tenido lugar los instantes de ocio. Intentaré descríbirle ahora lo más brevemente posible lo que ha sido mi existencia en el curso de estos últimos años.
En cuanto regresé a París, el destino (supongo que no habrá olvidado nuestra última conversación en el embarcadero, cuando nos despedíamos), el destino, como le decía, puso en mi camino a una personita deliciosa, dotada de todas las cualidades que pueda soñar un hombre.
Se trataba de la hija de una gran amiga de mi madre. Esa jovencita causó una gran impresión en mí. Se llama Agathe Delamalle y sus padres proceden de una importante familia parísina, la mayoría de cuyos miembros han hecho carrera en la alta magistratura.
Desde el 12 de diciembre de 1837 se ha convertido en la señora de Lesseps.
Me parece verlo sonreír y no puedo dejar de recordar sus palabras: «Una voz interior me dice que después de todos estos años pasados en Egipto ha madurado para encontrar a la elegida de su corazón.» ¡Qué premonición la suya!
No ha habido viaje de luna de miel. En cuanto regresamos a casa, me enviaron a La Haya para ayudar al ministro Bois le Compte a resolver los múltiples problemas que le producía la independencia belga.
En Rotterdam nació nuestro primer hijo, una gran dicha que duró escasamente: el pequeño falleció al cabo de un mes. Comprenderá por consiguiente el alivio con que acogí mi designación para el consulado de Málaga. La pérdida de mi hijo me hacía sentirme muy triste en Holanda.
En estos momentos le escribo desde España.
Desde un punto de vista estrictamente profesional y para quien aspire a una gran carrera, Málaga es un destino sin gran prestigio, aunque me permite desempeñar un papel útil en este país que atraviesa por graves y atormentados momentos. Sin duda estará al corriente de que aún reinan aquí graves enfrentamientos sucesorios, amén de las sangrientas guerras carlistas.
Cada día creemos estar al borde de la guerra civil, el país se halla en pleno desorden. Progresistas y moderados se enfrentan cotidianamente. Como es de esperar, nosotros, los franceses, apoyamos a los moderados y, a su vez, como también es muy natural, los ingleses —no dudará de ello— militan en el campo contrario.
Ignoro cómo concluirá este drama, pero le confieso que estoy muy preocupado, tanto más cuanto que ha nacido hace muy poco mi segundo hijo y temo por su seguridad y por la de mi esposa.
Mi querida Agathe muestra no obstante una devoción ejemplar y da pruebas de admirable valor en estos momentos de peligro que atravesamos.
Ahora ya está. Lo sabe casi todo acerca de mi vida en estos últimos años lejos de Egipto. Me he enterado de que ese país también ha atravesado momentos difíciles. Puede imaginar cuán sorprendido me quedé ante el tratado de Londres. Un asunto muy lamentable. Pero qué le vamos a hacer. Son los dramas de la política.
Deseo que mis noticias le hallen en perfecto estado de salud y que sus ocupaciones no se hayan resentido demasiado por causa de la guerra.
Sinceramente suyo,
FERNANDO DE LESSEPS
Concluida su lectura, Corinne devolvió la carta a Joseph. —Bien —comentó—, no sólo en Egipto es desesperada la situación.
—Eso no es todo —dijo Joseph—. Hay una posdata. Y prosiguió:
P. S. Suez sigue presente en mis pensamientos.
—Supongo —observó Scheherezada— que estas últimas palabras son las que más despiertan tu interés.
—¿Cómo podría ser de otro modo? Ello demuestra que ese proyecto sigue presente en los espíritus. Y ello pese a guerras, trastornos y distancias.
Dirigiéndose a Corinne, añadió:
—¿Te he dicho que hace unos meses Linant recibió un correo del señor Enfantin? El Padre también sigue obsesionado con el canal.
—Sí, pero me da la impresión de que entre esos dos hombres existe una diferencia: uno de ellos traduce su interés en hechos. Me refiero a Enfantin, desde luego.
—¿Crees verdaderamente que esa empresa sería provechosa para nuestro país, Joseph? —inquirió Scheherezada.
—Estoy convencido desde lo más profundo de mi corazón.
Ella se alisó los grisáceos cabellos.
—Desconfía. Mira a nuestro alrededor. Esta tierra ya es víctima de pasiones. Recuerda asimismo las recomendaciones de Mohammed Alí. Mucho me temo que si alguna vez tu sueño y el de Linant se hicieran realidad, se avivarían aún más los apetitos del mundo respecto a Egipto.
Y se dirigió a Corinne tratando de recabar su asentimiento.
—¿No tengo razón?
—Quizá no lo creería así si no hubiera visto cuán capaces son los hombres de lo peor en cuanto se hallan en juego sus intereses.
—¿Te he dicho alguna vez que Ricardo también se mostraba muy crítico con respecto al canal? —comentó Scheherezada con acento nostálgico.
Joseph respondió negativamente.
—Sabía cuánto representaba este asunto para ti y por ello jamás se atrevió a expresar abiertamente su oposición. No obstante, cuando se suscitaba el tema, su posición era clara. Entonces comparaba el destino de nuestro país al de Venecia y me explicaba que, a semejanza de Egipto, la ciudad creada sobre la laguna había conocido la ocupación otomana y de Bonaparte y que fue su riqueza y su poder lo que le granjeó tantas envidias.
Se había expresado casi como un niño que recordara con orgullo las palabras de un héroe.
—De todos modos —observó Joseph— este proyecto no verá precisamente mañana la luz. Nadie puede aventurar cuándo será accesible. Aún es demasiado pronto o... demasiado tarde.
La intervención de Latifa puso fin a la conversación.
—La comida está servida —anunció con su voz aflautada.
—En seguida vamos —repuso Scheherezada.
Cuando la sirvienta regresaba a la cocina, Joseph murmuró:
—Jamás me acostumbraré a su voz. Cada vez que abre la boca tengo la impresión de que va a surgir un pájaro de ella.
Profirió un suspiro nostálgico.
—¡Ah!, ¿dónde estará la buena de Khadija? ¡Lástima que tuviera que abandonarnos!
—Bien sabes que no le quedaba otra elección —repuso su madre—. Tuvo que regresar a Beni-Suef, junto a su esposo. En cuanto a la voz de Latifa, ya te acostumbrarás a ella. Esta muchacha posee muchas cualidades.
—Sin duda, sin duda —repuso Joseph sin convicción.
Corinne y él se levantaron y fueron en pos de Scheherezada.
Por la entreabierta ventana el crepúsculo extendía sus sombras grises en el gabinete del bey Garbis. Giovanna ajustó la mecha de la lámpara instalada sobre la mesa y se sumergió de nuevo en su lectura.
Al cabo de unos momentos, releía con expresión contrariada la página que acababa de pasar. No había retenido nada o apenas nada de ella. Desde aquella mañana le costaba mucho concentrarse. Los pensamientos se le atropellaban en el cerebro como espigas azotadas por el vendaval.
En breve haría tres años que dejó Sabah y, desde entonces, no había tenido la menor noticia de Scheherezada, ni cartas ni mensajes. Todo cuanto sabía de su madre le llegaba a través de Joseph que, por causa de sus obligaciones, acudía de vez en cuando a visitarla a palacio. Pero en tales ocasiones su conversación se limitaba a un intercambio distante, reflejo de sus espíritus heridos. Alguna vez había sentido deseos de regresar a la hacienda y poner fin a aquella situación. Mas el resentimiento que experimentaba, y probablemente también cierto orgullo, anulaban en ella cualquier intención de retorno.
¡No, no era ella quien debía suplicar perdón, sino su madre! Ella no tenía nada que hacerse perdonar. Fuese cual hubiera podido ser su comportamiento en el pasado, por censurable que hubiese sido, no podía compararse con el espantoso acto realizado por Scheherezada en un abuso de poder.
Cerró el libro con nerviosismo.
¿Quién más idóneo que Giovanna para tomar el estandarte y convertirse en la guardiana de la tierra sagrada de sus abuelos? Nadie podría desempeñar ese papel más honrosa y animosamente que ella.
Hubiera deseado mostrarse a la altura de las expectativas que Ricardo depositara en ella. Sabía sobradamente todo cuanto debía llevar a cabo para transformar aquella hacienda en un lugar ejemplar: dar fin a la injusticia secular que pesaba sobre los fellahs, dedicarse a organizar el trabajo con nuevos principios, más generosos y también más ambiciosos, los mismos que desde hacía tres años intentaba inspirar en su entorno en palacio sin gran éxito. Lo cierto era que no había permanecido insensible a los discursos de los sansimonianos. Ellos habían destilado una simiente en su espíritu que sólo esperaba germinar. Si fracasaron en Egipto, acaso fue porque no habían nacido en aquella tierra. Habían sido como una especie de espiga híbrida. Una egipcia sí podría conseguirlo. ¿Pero cómo hacerlo en aquellos momentos?
Crispó la mano en el borde de la mesa. Una oleada de angustia la invadía. Aquella noche no haría nada bueno. Al día siguiente sus ideas serían más claras.
En el momento en que se disponía a apagar la luz, alguien llamó a la puerta. Frunció el entrecejo.
—¡Adelante! —exclamó sorprendida.
La puerta se abrió y, por ella, un joven asomó con cierta torpeza.
—Buenas noches, hija de Mandrino. Sé que es tarde, pero me he cruzado con el bey Garbia y me ha asegurado que aún la encontraría trabajando.
Observó atentamente a su visitante. Pensó que le recordaba a alguien, pero no acertó a recordar su nombre.
El joven se adelantó hacia ella y se la quedó mirando. Viendo que no parecía reaccionar, observó con cierta picardía:
—¿Tanto he cambiado?
Y añadió apresuradamente:
—Es normal. Han pasado muchos años.
A Giovanna comenzaba a parecerle muy desenvuelta aquella forma de abordarla, pero no hizo observación alguna, conteniéndose por la sensación de que el personaje no le era desconocido.
De pronto, él se dio una palmada en el prominente abdomen.
—Felizmente para mí, en Saint-Cyr no había barcos.
—¡Said! —exclamó ella, incrédula, levantándose. En seguida se recuperó y rectificó—: Perdón, monseñor.
—No tiene importancia. Me conoció de pequeño. Puede llamarme por mi nombre.
Señaló un diván.
—¿Me permite?
Sonrojada por la confusión, Giovanna tartamudeó:
—Desde luego, monseñor, estáis en vuestra casa.
Como viese que ella permanecía en pie, Said la invitó de nuevo a sentarse.
—Hace mucho tiempo, ¿verdad?
Hacía ya diez años. Aún le parecía verlo agobiado, arrastrándose a lo largo del muelle con pasos lentos. Entonces se había dicho que jamás olvidaría sus ojos, la nostalgia y soledad que reflejaban. Aunque, a la sazón, su físico se hubiera metamorfoseado, la expresión seguía siendo la misma.
Él la observaba en silencio y Giovanna, sin comprender la razón, se sintió de pronto tan intimidada como una muchacha.
—¿De modo que ha decidido vivir en palacio?
—Su majestad vuestro padre ha tenido la generosidad de acogerme.
—¿Ha abandonado, pues, su residencia de Gizeh?
Sus labios esbozaron una respuesta afirmativa.
—¿Sería indiscreto preguntarle la razón?
Giovanna eludió la respuesta.
—¿Qué experimentáis tras tan larga ausencia?
—Una gran felicidad y una gran tristeza. He encontrado a mi padre muy agotado y envejecido.
—Está muy trastornado por los acontecimientos sufridos durante estos últimos tiempos. Cualquier otro en su lugar se hubiera desmoronado.
Él asintió.
—¿Y su trabajo con el bey Garbis? ¿Se siente satisfecha?
—Aprendo. Y, de vez en cuando, me autoriza a someterle algunas ideas que tiene la amabilidad de aprobar.
—Es curioso. Cuando pensaba en usted no la imaginaba ejerciendo una función. Es preciso añadir que, a diferencia de las mujeres occidentales, las egipcias que trabajan son tan escasas como los copos de nieve.
Ella contuvo un sobresalto: «Cuando pensaba en usted...» Así, pues, todavía no había olvidado aquel breve encuentro en el muelle.
¡Qué extraño! Habían transcurrido muchos años. Se esforzó por concentrarse.
—¿Y no consideráis conveniente que una mujer trabaje fuera de su hogar? —inquirió.
—Si no acabase de pasar diez años en Francia, le hubiera respondido afirmativamente. Hoy, aunque no en extremo, veo las cosas de otro modo.
¿Sería por el tema abordado? El caso era que comenzaba a recuperar su lucidez y su verbo habituales.
—¿Qué consideráis «en extremo», monseñor?
—Considero que la mujer debe ser el complemento del hombre y no tratar de convertirse en su igual. Basta con observar la naturaleza. ¿Acaso no constituye la rúbrica de la divinidad y el símbolo de un orden perfecto? Cada cosa está allí en su lugar. Si Dios hubiese deseado la igualdad de sus criaturas, ¿por qué esforzarse en crearlos varón y hembra?
Se interrumpió y volvió a interrogarla: — ¿Ha visto alguna vez a una gacela?
—No.
—Es una de las cosas más hermosas que existen. Es elegante, esbelta, y sus ojos son tan vivos, tan tiernos y conmovedores que cuando los orientales queremos expresar nuestra admiración ante unos ojos femeninos no encontramos símil más idóneo que compararlos con los de una gacela. Ahora consideremos al macho de la especie: lento y grotesco, sólo disfruta entre el lodo y las ciénagas. Es grosero y torpe. ¿Por qué querría la hembra de la especie convertirse en macho?
—¿Y si la gacela estuviera cansada de dejarse pisotear por él? —Repuso Giovanna—. ¿Habéis pensado en ello?
—Ella sería la única culpable. Las hembras de las gacelas únicamente deberían tratarse con machos corteses.
Satisfecho de su respuesta, rió a mandíbula batiente agitando su macizo corpachón. Hubiérase dicho que era un niño encantado del giro que acababa de dar a la conversación. Su risa debía de ser contagiosa porque Giovanna se dejó arrastrar a su vez, bajando la guardia.
Luego se instaló el silencio y, durante algún tiempo, sólo se oyó el rumor del mar.
—Aún no le he confiado el objeto de mi visita, hija de Mandrino —prosiguió Said—. Mi padre ha decidido organizar un banquete para celebrar mi retorno. Si me hiciera el honor de asistir me sentiría muy satisfecho.
Giovanna, desprevenida, pareció vacilar.
—Monseñor, me siento muy reconocida por...
Said se irguió prontamente.
—Gracias. No puede imaginar qué alegría me ha dado.
Y sin aguardar contestación se dirigió hacia la puerta.
—Le avisaré de la fecha: creo que será este fin de semana.
Cuando ya apoyaba la regordeta mano en el pomo dijo:
—Me siento dichoso, hija de Mandrino.
Y, como en un soplo, añadió:
—Dichoso de haberla encontrado.
Cerró suavemente la puerta a sus espaldas.
CAPÍTULO 35
Istmo de Suez, 29 de diciembre de 1840
Se había levantado un ligero viento de poniente que ondulaba suavemente la superficie del desierto. Joseph frunció las cejas, examinó un momento el paisaje y, sin aguardar más, colocó el teodolito en su maleta protectora.
—¡Linant! —gritó valiéndose de las manos a modo de bocina.
Más lejos, arrodillado en la arena, Linant vio cómo su amigo señalaba un fragmento de cielo que cobraba por momentos una tonalidad gris sucia.
—¿El khamsin? ¡Pero no es apropiado en esta época del año!
—No, aunque nunca se sabe cómo pueden resultar las cosas. Será más prudente regresar al campamento.
Con aire enfurruñado, Linant plegó sus mapas, recogió sus instrumentos y los introdujo en el zurrón.
—¿Cuál es entonces tu impresión? —se interesó Joseph.
—No puedo pronunciarme.
Profirió un juramento.
—¡Qué clima más infame!
—Tranquilízate. No tienes por qué ponerte así.
Linant no pudo contenerse.
—¿Qué dices? Quince años de investigaciones, de trabajos y valoraciones. Noches pasadas en blanco, horas perdidas elaborando planos ¿para llegar a qué? A la nada.
—Comprendo tu decepción. Pero aún no hay nada definitivo. Acaso Enfantin y sus ingenieros sean los que están equivocados.
Linant se apretó las mandíbulas con las manos: estaba anonadado.
Preciso era reconocer que el correo recibido hacía cuarenta y ocho horas podía desmoronar los espíritus más firmes. Redactado por el propio jefe de los sansimonianos, decía sucintamente:
Contrariamente a las afirmaciones del ingeniero de Bonaparte, contrariamente también a las nivelaciones de la Comisión Egipcia que usted preside, tengo el pesar de anunciarle que no existe ninguna diferencia de nivel entre los mares Mediterráneo y Rojo. Ha leído bien: ninguna diferencia Los últimos estudios efectuados durante mi estancia en el istmo han sido debidamente analizados por un grupo de ingenieros dirigidos por Paulin Talabot, uno de nuestros hermanos, y el resultado de sus estudios es inapelable.
Seguían dos páginas de explicaciones técnicas y la siguiente conclusión:
Como comprenderá, ante semejante descubrimiento deben someterse a revisión todos los datos fundamentales que se basaban en esa seudo diferencia de diez metros. Pues sin diferencia de nivel no hay corriente, y sin corriente no hay canal profundo ni tampoco rada ni puerto en el Mediterráneo. El señor Talabot preconiza, pues, el retorno al proyecto de trazado indirecto. Sea como fuere, todos los planos deberán ser revisados desde el comienzo. No dejaré de tenerle informado.
¿De modo que durante todos aquellos años Linant no habría hecho más que perpetuar un error geodésico nacido hacía casi un siglo?
Joseph puso la mano en el hombro de su amigo.
—¡Vamonos de aquí! ¡Hablaremos de ello más tarde!
Linant se levantó de mala gana. En aquel momento distinguió un punto oscuro y móvil que crecía en el fondo gris del horizonte.
—¡Fíjate en aquel jinete!
—Sin duda será algún miembro de la tribu de los Baidchai. ¿Qué hará por aquí?
A medida que el hombre se aproximaba podía distinguirse mejor su silueta. Linant se había equivocado: aparte de la franja de tela con que cubría la parte inferior de su rostro la vestimenta del jinete era propia de un occidental.
Hasta que se detuvo bruscamente a pocos pasos de ellos, Linant no distinguió su uniforme ni los dos galones que adornaban sus hombros. De pronto, bajo la mirada estupefacta de Joseph, se dirigió al personaje:
—¡Thomas!
—¡Bellefonds! —Pronunció con fuerte acento británico—, me alegro de verlo. Linant los presentó: —Mi amigo Joseph Mandrino; el teniente Waghorn.
Y dirigiéndose al militar, prosiguió:
—Siempre tan perseverante, por lo que veo.
—More than ever, más que nunca, pero a fuer de sincero le confieso que si esos gentlemen de Londres no se deciden a venir en mi ayuda, creo que me veré obligado a declararme vencido.
—¿Cuál es el mejor tiempo que ha conseguido, Thomas?
—Forty days, cuarenta días. ¿No está mal, verdad?
Linant profirió un silbido admirativo y se volvió hacia Joseph.
—Me parece que no te he hablado nunca del teniente, ¿no es cierto?
Y se disponía a extenderse en sus explicaciones, pero el inglés le interrumpió cortésmente:
—Sorry, old chap, pero es preciso que me vaya. Comprenderá que cada minuto que transcurre es precioso para mí.
—Desde luego. ¡Que Dios lo ayude!
Al tiempo que partía, el teniente gritó:
—¡Si ve al señor de Lesseps no deje de saludarlo en mi nombre!
Y desapareció entre un torbellino de arena.
—¿Quieres explicarme de quién se trata? —Se interesó Joseph—. ¿Quién es ese individuo?
—Un visionario, un loco. ¡Uno de tantos!
—¿Pero de quién se trata?
—Thomas era un oficial del ejército de las Indias. Un día, encontrándose en Calcuta, cuando examinaba un mapamundi se le ocurrió calcular la distancia que separa la península índica del Reino Unido imaginando otro camino que la sempiterna ruta de las Indias, una vía que, en lugar de tomar el cabo de Buena Esperanza, pasara por...
Dejó intencionadamente la frase en suspenso.
—¿No lo adivinas?
—¡No, no puedo creerlo!
—Sin embargo, así es. Por el istmo de Suez. Estaba convencido de que se podía establecer una nueva ruta, una ruta terrestre, hasta Bombay o Calcuta. Se esforzó por convencer a las autoridades británicas de la exactitud de su criterio, pero fue en vano. Entonces, impulsado por esa ciega pasión que caracteriza a los aventureros de ingenio, se trasladó a la sede de la Compañía de las Indias en Londres, se procuró un duplicado del correo que se expedía habitualmente por conducto marítimo vía El Cabo y, tras advertir a los hombres de negocios que mantienen relaciones comerciales con el continente indio, emprendió el periplo en solitario hasta la India.
—¿Qué recorrido siguió?
—Embarcó en Farmouth a bordo de un vapor que aseguraba el enlace con Malta y, desde allí, siguió hasta Alejandría. Una vez en aquel puerto egipcio marchó hasta Suez, franqueó el mar Rojo y, unos cuarenta días después, se encontraba en Bombay.
—¡Más de cuatro mil quilómetros!
—Cuatro mil quinientos exactamente.
—Así pues, realizó en cuarenta días un recorrido que por vía marítima precisa de siete a ocho meses.
—Exactamente. Por desdicha, pese a haber llevado a cabo tal hazaña, ningún organismo oficial se ha interesado hasta ahora por él. No ha tenido otro remedio que cobrar cinco chelines a los remitentes del correo que le confiaron. Una miseria.
—¡Nunca me habías hablado de ese hombre! ¿Cómo lo conociste?
—En septiembre, hace unos cinco años, me encontraba en compañía de Fernando por los alrededores del lago Timsah. Entonces Thomas estaba realizando su segunda tentativa. Ni que decir tiene cuán impresionado quedó nuestro amigo Lesseps. Posteriormente el azar le situó una vez más en mi camino mientras realizaba prospecciones en la región del istmo. ¿Recuerdas? Era la época en que el virrey manifestaba claramente sus reticencias respecto al proyecto del canal. Mi moral no era entonces mucho más radiante que hoy. Y no había vuelto a pensar en él.
Joseph giró sobre su silla y oteó las dunas con la esperanza de distinguir al jinete, pero ya había desaparecido.
—Regresemos —propuso Linant—. La tempestad se aproxima. Sería tonto morir en pleno fracaso.
Giraron grupas y se dirigieron hacia el este.
La mayoría de invitados se había retirado y sólo quedaban una decena de ellos —varones exclusivamente— charlando en el salón de honor. En cuanto a las damas, habíanse visto confinadas en la estancia vecina y, de vez en cuando, se percibían sus voces agudas y los estallidos de alegres carcajadas.
Arrinconada entre la princesa Nazli, hermana mayor del virrey, y la baronesa Babenberg, esposa del cónsul de Austria, Giovanna se aburría soberanamente. Pero no le quedaba otra elección: despedirse cuando la princesa aún estaba presente hubiera sido desairar al propio virrey.
La cena había resultado interminable. Por razones que no acertaba a explicarse, ningún representante del sexo femenino había sido admitido a la mesa. Las habían servido aparte, en el comedor habitualmente reservado a las concubinas del harén, lo que, consecuentemente, puso a Giovanna fuera de sí. Había accedido a asistir por complacer a Said y ni siquiera lo había visto.
—De modo, querida, que su pobre padre falleció hace tres años. Dicen que era un hombre admirable.
—Lo era, señora —repuso Giovanna a la dama que acababa de abordarla, una mujer de unos cuarenta años exageradamente maquillada y monstruosamente gorda.
—Mi hijo lo conoció muy bien, ¿sabe?
—¿Y quién es su hijo, señora?
La mujer se sobresaltó violentamente.
—¡Soy Farida hanem! —exclamó irguiendo el mentón.
—Ah...
—¡La hija de su majestad!
Giovanna inclinó la cabeza con un aire falsamente respetuoso.
—Disculpadme, Farida hanem, lo ignoraba.
—Y mi hijo es el pacha Abbás.
Abbás... De momento, el nombre no le trajo ningún recuerdo. Mas en seguida acudió a su mente la imagen del joven de rasgos fláccidos que distinguiera el día del retorno triunfal de Ibrahim y ante el que, por añadidura, se había encontrado sentada en el banquete.
—Comprendo —respondió en tono neutro.
Y se dispuso a mentir.
—Según creo recordar es muy apuesto.
La princesa entreabrió los labios exhibiendo una mueca que pretendía ser una sonrisa.
—Ciertamente, es un hombre muy hermoso.
Sus rasgos se iluminaron y se levantó al punto apoyándose sin la menor consideración en el muslo de Giovanna.
—¡Abbás! —Ronroneó con voz de falsete—. Precisamente hablábamos de ti con la señorita.
El joven acababa de aparecer en la puerta del salón precedido por Said.
Prescindiendo de la presencia de este último, Farida se colgó del cuello de su hijo.
—¡Ven! —Le invitó tirándole del brazo—. Voy a presentarte a una joven encantadora.
Abbás se dejó conducir sin ofrecer resistencia. Una vez ante Giovanna, la saludó secamente sin que su rostro expresara el menor signo de interés.
—Creo recordar que ya nos conocimos —observó en tono cansino.
—Sí, pacha Abbás. Hace tiempo.
De repente la observó con más atención.
—Usted es egipcia, ¿verdad?
—Desde luego.
—¿Por qué viste entonces como una occidental?
Se había expresado en tono claramente desdeñoso, incluso despectivo.
Giovanna dirigió una mirada hacia Said, que se mantenía algo retirado, y creyó distinguir en sus ojos un mensaje contemporizador. Pero, prescindiendo de ello, replicó:
—Porque tal es mi gusto, excelencia. ¿Os molesta?
—Más bien sí. A mi modo de ver, una árabe debe vestir como tal. Si no, ya no está vestida, sino disfrazada.
—¿Me autorizáis a que os formule una pregunta? —respondió ella en tono altanero—. ¿Cómo juzgaríais vos a un hombre cuyas manos estuvieran cargadas de anillos? ¿Acaso los anillos no son adornos femeninos? ¿O debería deducirse que... también él está disfrazado?
Las mejillas de Abbás se tiñeron de púrpura. Furibundo, ocultó sus manos en la espalda.
Sonaron algunas risitas, rápidamente censuradas por un ademán reprobador de Farida.
Said se decidió por fin a intervenir.
—Discúlpenme que los interrumpa, pero el bey Garbis la aguarda, hija de Mandrino.
Había acompañado su frase con una seña discreta.
Giovanna se internó por el pasillo dando largas zancadas.
—Acaso me hayáis salvado de las garras de esas horribles gentes, monseñor —estalló—, pero jamás os perdonaré que me hicierais pasar semejante velada.
Said se confundió en excusas.
—Le aseguro, Giovanna, que no he tenido nada que ver en ello. Jamás hubiera podido imaginar que el banquete se desarrollaría de esta forma. ¡Debe creerme!
Intentó cogerla del brazo para frenar su carrera, pero ella se soltó.
—¡Dejadme, os lo ruego!
—¡Concédame por lo menos la oportunidad de defenderme!
Pese a sus súplicas, ella siguió avanzando sin reducir su marcha. Se inmovilizó cuando llegaron a la puerta de su habitación.
—Os escucho —dijo cruzando los brazos.
El joven príncipe se detuvo a recobrar el aliento. Tenía el rostro congestionado y sudaba copiosamente.
—Estaba previsto que participara usted en el banquete con las esposas de los diplomáticos. Yo mismo había exigido que estuviera colocada a mi diestra, en el lugar de honor.
Aspiró una bocanada de aire y prosiguió lentamente:
—En nombre del Altísimo, soy incapaz de explicar lo que ha sucedido.
—¿Qué queréis decir? Estabais presente cuando me expulsaron del comedor, ¿no es cierto? Y no habéis dicho ni hecho nada para evitarlo.
—No podía oponerme en modo alguno a las órdenes de mi padre.
—¿Vuestro padre?
—Escúcheme: sin ninguna razón aparente, sin la menor justificación, unos minutos antes de la llegada de nuestros invitados, su rostro se metamorfoseó de repente. Se quedó demacrado, con un color terroso, que en aquel momento me recordó las figuras de cera que se encuentran en algunos museos de Europa.
Giovanna lo observó consternada.
—¿Y luego?
—Cogió una jarra, la apretó con tal fuerza que creímos que iba a romperla entre los dedos y la estrelló contra la pared. Y eso no fue todo. Viendo que nos manteníamos en silencio, sin atrevernos a interrogarle sobre tan singular comportamiento, se levantó blandiendo el puño y se puso a gritar: «¡El Islam! ¡El nombre de Alá! ¡Los infieles no mancillarán más el sagrado suelo de mi palacio! ¡En lo sucesivo, ya no serán admitidas las mujeres a mi mesa: exiliemos a las impías!» Convocó a los servidores y les ordenó que retirasen todos los cubiertos previstos para las damas. Eso es todo: ya se lo he contado. ¿Me cree ahora?
Giovanna, estupefacta, encontró fuerzas para murmurar:
—Desde luego que os creo, Said. ¡Perdón... monseñor!
—Como guste. Olvidemos el protocolo.
Ella asintió.
—¿Pero cómo os explicáis la actitud de su majestad? Él, tan cortés y tan abierto... Es inimaginable que una persona tan digna haya podido pronunciar semejantes frases.
—No lo sé, Giovanna. Ni Ibrahim, el coronel Séve, sus ministros... ninguno de nosotros puede comprenderlo. Además, ha hecho devolver todos los platos y no ha probado bocado en toda la noche. Entre los presentes, sólo uno aplaudió la escena: el pacha Abbás estaba encantado.
—No me sorprende en absoluto. Con todo el respeto que debo a vuestra tía, la princesa Farida, me temo que ha engendrado a un tarado.
—Comparto tal sentimiento.
Instintivamente cogió la mano de la muchacha.
—¡La necesito, Giovanna!
—¿Que me necesitáis, monseñor? ¿Pero qué puedo hacer yo?
—Sencillamente prometerme que permanecerá a mi lado, autorizarme a visitarla, a hablarle. Yo...
Sus últimas palabras se confundieron con un sollozo.
—¡Tengo miedo...! ¡Miedo por mi padre!
—No temáis, Said. —A efectos de la emoción se le había escapado el nombre—. No temáis. Después de todo, acaso únicamente se trate de un acceso de cólera. Pensad en todo cuanto ha sufrido estos últimos años. Vos mismo me hacíais observar cuán agotado lo habíais encontrado a vuestro regreso de Francia.
—Es cierto —admitió Said—, pero si le hubieseis visto... No era el pacha Mohammed Alí, sino un desconocido, un demente.
En aquel momento el cuerpo del joven se agitaba presa de temblores, haciendo recordar al niño que, diez años antes, marchaba por el muelle vencido y agotado.
—Debéis serenaros, Said. Un príncipe no tiene derecho a abandonarse al temor.
—La sangre real no protege de las aflicciones.
—No, pero ayuda a soportarlas mejor.
Abrió la puerta.
—¿Queréis pasar? Os prepararé un té con menta y os sentiréis mejor. ¡Pasad, Said!
La siguió dócilmente a su aposento y se dejó caer en un sillón mientras ella desaparecía. Cuando regresó, al cabo de unos instantes, llevaba una bandeja de cobre sobre la que estaba dispuesta una tetera segueteada y dos vasitos.
—Hay que dejarlo en infusión —dijo dulcemente—. Luego os lo serviré.
Depositó su carga sobre una mesita de marquetería y se instaló en cuclillas a los pies del príncipe.
—Dígame, Giovanna, ¿cree usted que sería preciso consultar con algún médico acerca de lo sucedido?
—Únicamente si se repitiese una crisis similar. Por el momento no considero que sea realmente necesario. Después de todo, ¿quién de nosotros no ha sido víctima jamás de un acceso de...?
—¿Locura?
—En cierto modo. No, creo que no hay por qué preocuparse en exceso. Su majestad es sin duda víctima del agotamiento, sus nervios han estallado: eso es todo.
Él asintió en silencio.
—Debo darle la impresión de que me tomo por lo trágico un incidente anodino, pero puedo afirmarle que no es tal el caso.
—No lo dudo. Ver desmoronarse a un ser de nuestra carne, advertir que se transforma de tal modo, produce una sensación aterradora.
Él la contempló más tranquilizado.
—Qué extraño. En dos ocasiones se ha cruzado en mi camino y, en ambas, ha bastado su presencia para tranquilizarme. Ahora puedo decírselo: jamás logrará comprender el efecto que provocó al posar su mirada en mí cuando únicamente me rodeaban seres hostiles, ni el efecto de su voz diciéndome simplemente «buenas noches».
Ella pareció azorarse.
—Yo... yo no sabía...
—¿Conoció al señor de Lesseps? —interrogó él de repente.
—Tuve ocasión de conocerlo. ¿A qué viene esa pregunta?
—El señor de Lesseps es un ser muy querido para mí. Un día en que nos paseábamos, o debería decir en que yo sufría por las orillas del lago Mariut, llegó a nuestros oídos la voz de un almuecín recitando el Ebed, un canto donde se enuncian noventa y nueve atributos de Alá, siendo el centésimo únicamente conocido por el Misericordioso. En aquella ocasión confíe a Lesseps que esa oración era mi preferida porque me alejaba de los hombres. A lo que él me respondió: «¡Lástima! Rechazando a los hombres os priváis de su amistad.» «Ignoro de qué me habla», respondí. «Un príncipe no tiene amigos. Y, por otra parte, ¿qué es la amistad?»
—¿Y qué os contestó?
—«Acabáis de mencionar los apodos atribuidos a Alá. Lo mismo sucede con la amistad. Aunque estéis rodeado de noventa y nueve personas, una de ellas será única a vuestros ojos.»
—¿Por qué razón?
Un destello de complicidad cruzó por las pupilas de Said.
—Le formulé la misma pregunta. ¿Y sabe cuál fue su respuesta? «Sencillamente, príncipe Said, porque vos seréis único a los suyos.»
Profirió un breve suspiro.
—El tiempo ha transcurrido y hasta hoy no me he dado cuenta de cuánta razón tenía.
Giovanna se disponía a servir el té, pero él la detuvo.
—¿No me pregunta por qué?
Ella alzó los párpados aún más turbada.
—¿Por qué, monseñor?
—Porque desde que la he encontrado, hija de Mandrino, usted es única a mis ojos.
CAPÍTULO 36
Palacio de Ras el Tine, junio de 1841
El consejo se hallaba reunido en su totalidad en la inmensa sala del segundo piso de palacio. Ningún miembro del gobierno había dejado de acudir a la llamada. Said e Ibrahim, los dos hijos del soberano, ocupaban respectivamente sus puestos a derecha e izquierda de su padre. Charles Lambert (encargado ya plenamente de la Instrucción Pública y asimismo consejero de Finanzas) estaba sentado junto al bey Boghossian, ministro de Asuntos Exteriores. Más allá se encontraban el bey Garbis y Giovanna.
Aunque las responsabilidades de la joven hubiesen aumentado en el curso de los últimos meses, nada realmente justificaba su presencia en el seno de semejante asamblea. Ciertamente que el tesorero había abogado con gran apasionamiento por su causa y que Charles Lambert, como defensor de los principios sansimonianos, la había apoyado asimismo ardientemente, pero no cabía duda de que ninguno de ellos habría sido complacido si el propio Said en persona no hubiera intercedido ante su padre.
Mas la hija de Mandrino no era la única persona admitida por vez primera en aquel consejo. También se hallaba presente el pacha Abbás, pesadilla de Giovanna, de Said y de la mayoría de miembros del gobierno, quien se pavoneaba fatuamente en un extremo de la mesa. Para nadie era un secreto que Mohammed Alí no experimentaba simpatía alguna por su nieto; ahora bien, ante la sorpresa de todos el propio pacha había requerido su presencia.
—¡Hija de Mandrino! —Exclamó el soberano—. Bien venida entre los leones. ¡Que Alá nos perdone por haber transgredido la tradición!
—¡Alá es misericordioso, sire! ¡Nos perdonará!
La voz monótona de Abbás surgió del fondo de la sala.
—Así sea, señorita. Que Él le reserve un destino más dichoso que el que conoció la hermosa Shagarat el Dor.
El tono era demasiado melifluo; sin duda ocultaba cierta perfidia.
—Disculpad mi ignorancia, pero ¿quién era ese personaje?
—La única sultana que reinó en Egipto. Su ambición, ¡ay!, fue desmesurada y tuvo un fin terrible: murió azotada y pisoteada.
—Interesante, excelencia. ¿Qué queréis? Por desdicha suele suceder que las mujeres quieren ser varones y únicamente poseen de ellos los defectos.
Se interrumpió y posó en su interlocutor una intencionada mirada.
—Pero aún son peores los falsos varones que imaginan poseer cualidades femeninas.
Abbás enrojeció violentamente.
—No veo qué relación existe con Shagarat el Dor.
Mohammed Alí interrumpió secamente a su nieto.
—¡No estamos aquí para exhumar historias antiguas que se remontan a la noche de los tiempos, Abbás!