CAPÍTULO 11

Ménilmontant, febrero de 1829

Despuntaba el alba envolviendo la casa natal del Padre Enfantin. La temperatura era excepcionalmente suave para la estación; el cielo, límpido.

Tendido sobre el lecho, Émile Barrault aún se hallaba bajo los efectos de la emoción provocada por la noche que acababa de pasar. Permaneció todavía unos momentos así, luego fue hacia la ventana, separó los postigos y respiró profundamente. Le pareció que un mar esmeralda inundaba sus venas. Hacía treinta años que viera por vez primera la luz en la isla Mauricio y el recuerdo de aquella tierra persistía constantemente en él.

Alzó los párpados. Contempló el cielo y se impregnó de su intenso azul. Su rostro irradiaba una expresión mística. Aquella noche había recibido una revelación prodigiosa que trastornaría el futuro de sus hermanos sansimonianos. El único interrogante al que no hallaba respuesta era por qué había sido escogido él, Émile Barrault, para recibir el mensaje divino. Profesor de letras en el colegio de Soréze y dotado de auténtico talento de predicador, había logrado inscribir el sansimonismo en la corriente del romanticismo literario. ¿Justificaban sus modestos logros que lo divino tendiese hacia él? ¡Qué importaba! ¿Por qué pretender descifrar los caminos del Señor? Le había sido confiada una misión y no debía dudar. Era preciso que llevase inmediatamente la noticia al Padre.

Se vistió apresuradamente y abandonó la estancia.

La casa aún dormía.

Atravesó silencioso el comedor y tomó el pasillo que conducía a la cámara del jefe supremo.

Hundido en un sillón, el Padre Enfantin escuchaba con atención el relato de su discípulo. Cuando éste hubo terminado, unió las manos con fuerza.

—¿De modo que me confirmas las premoniciones que he tenido durante todos estos años, en realidad desde que sucedí a nuestro querido conde de Rouvroy y que se han hecho más insistentes durante las últimas veinticuatro horas? No me atrevía a hablar a nadie de ello.

Tras un breve silencio preguntó con cierto recelo:

—¿Crees verdaderamente que Él puede dirigirse así a nosotros?

—Sí, Padre. Existen verdades que nos vienen del Más Allá y que nos transmiten lo sagrado.

Y prosiguió con fervor:

—La voz lo ha dicho: en usted se ha encarnado la mitad de Jesucristo; la otra mitad aguarda secretamente su hora en el cuerpo de una mujer, aún desconocida, que se convertirá en su esposa. Y ambos constituirán la nueva divinidad.

—¿Y esa mujer sería la Madre?

—La liberadora de todas las mujeres.

En aquellos momentos el sol iluminaba la colina y sus callejuelas empinadas, y la estancia estaba completamente llena de luz.

—La dificultad reside en la búsqueda —objetó Enfantin—. ¿En qué parte del mundo la encontraremos?

Émile Barrault respondió sin la menor vacilación:

—Nada cabe esperar de las mujeres de Occidente: están demasiado ansiosas de conservar la independencia que les ha transmitido la Virgen cristiana. En realidad, reivindican una libertad que ya han adquirido, pero son incapaces de concebir su propia función en la unión con el hombre.

—¡Ah...!

—La encontraremos en Oriente: allí aguarda la nueva María.

Hizo una pausa y le confió:

—Creo que será judía.

Ante la expresión circunspecta de su interlocutor, creyó conveniente concretar:

—De todos modos, sólo puede ser oriental. Gracias a su unión, el Mediterráneo se convertirá en el lecho nupcial de Oriente y Occidente, hasta ahora divididos.

Le temblaba la voz.

—Ese mensaje contiene una profecía. ¡Que se cumpla!

Arrebatado por el fervor de su discípulo, el Padre se irguió en toda su estatura y declamó con énfasis:

—¡Barrault, dame la mano por encima de los mares! ¡Tú me has anunciado a las hijas de Oriente y ellas me verán! ¡Lo juro por el creciente de su luna de plata que hoy viene a besar el rostro de mi sol de oro!

El discípulo, conmovido hasta saltársele las lágrimas, cogió febrilmente la mano de su superior y, en un arrebato, la besó.

—¡No hay tiempo que perder! A semejanza de los predicadores de las cruzadas, es preciso dar la máxima resonancia a nuestra búsqueda. ¡Difundirás la noticia por doquier en Francia, comenzando por el sur, lo que preparará vuestro embarque para Oriente!

—Así se hará.

Enfantin dio unos pasos balanceándose como un gato, luego giró en redondo y asió a Barrault.

—¿Puedo pedirte un favor, Émile?

Había bajado levemente la voz.

—A mi parecer, resultaría prematuro informar a nuestros hermanos ni a nadie de nuestra conversación. Sería inútil revelar mi semidivinidad mientras no aparezca la Esposa.

Barrault asintió con solemnidad:

—Cuente con mi discreción, Padre. Los grandes misterios sólo deben compartirse en el momento oportuno y únicamente con las almas dispuestas a acogerlos.

Corinne Chedid cerró la puerta de la habitación y se desplomó en su lecho esforzándose por contener los sollozos que agitaban su cuerpo. ¡Dios, cómo sufría! ¡Dios, qué sabor más amargo tenía la traición! A través de la puerta-ventana que daba al jardincillo se recortaban los grisáceos tejados de París. Conocía aquel paisaje de memoria. Como sabía todos los detalles de aquella propiedad donde, inducida por Judith y su esposo Géorge, vivía desde pronto haría tres meses. El cuerpo del edificio, el patio, el pabellón, el quiosco y las avenidas de tilos se habían vuelto tan familiares para ella como la casa de la rué des Petits Champs.

La primera vez que la pareja le propuso acompañarlos intentó responder con una negativa. Pero, en seguida, la idea de la soledad y el temor a apenar a aquellos que consideraba sus bienhechores la habían hecho mudar de opinión.

Durante las primeras semanas, aunque experimentaba cierta incomodidad compartiendo aquella existencia comunitaria, no había podido por menos de sentirse conmovida por la devoción de sus miembros y por su generosidad; y también había quedado impresionada al comprobar de qué forma eran allí abolidas las diferencias sociales. Observar que aquellos hombres y mujeres, muchos de los cuales pertenecían a lo más selecto de la sociedad por su cuna o profesión, realizaban ellos mismos las tareas domésticas más humildes, había henchido su corazón de dulce alegría.

Insensiblemente, había llegado a compartir numerosas opiniones con ellos, experimentando la sensación de poder amar a los seres humanos con un amor nuevo. Se había dedicado también a escuchar las oraciones —que se sucedían ininterrumpidamente— con más atención y menos reservas. Uno de ellos en particular, Charles Lambert —a quien habían confiado el desarrollo teológico del nuevo dogma—, le había impresionado más que ninguno. Hablaba de Dios de una manera tan elevada, tan convencida, que no se podía permanecer insensible a sus palabras.

Pero en el curso de los últimos días el malestar experimentado a su llegada había surgido de nuevo a la superficie. En un principio, había sorprendido intercambios de miradas —quizá fuera más apropiado el término de «guiños»—. Luego fueron caricias, roces de manos, besos —demasiado prolongados para no albergar segundas intenciones—. Eran muchos los indicios que revelaban la traición: aunque pareciera imposible, Judith y el santo teólogo Charles Lambert eran amantes. La fiel amiga, la predicadora de la noble moral, sólo era una vulgar adúltera.

En cuanto a Charles Lambert, el admirable predicador, aún resultaba más condenable. Corinne había sabido en todo momento que tenía una compañera, según decían de gran calidad, llamada Pauline Roland. Por el contrario, lo que había ignorado, y acababa de llegar a su conocimiento recientemente, era que aquel hombre consagrado a Dios tenía otra amante, Suzanne Voilquin, una sansimoniana de la primera hornada. Pauline, Suzanne, Judith...

¡Y si por lo menos los protagonistas disimularan su juego! Mas, por el contrario, parecían experimentar una auténtica voluptuosidad alardeando de sus inmorales relaciones.

¿Era ésa entonces la libertad preconizada por el Padre Enfantin? ¿La emancipación de la mujer debía pasar por el abandono de todo pudor, de todo principio, en nombre de «la nueva moral sexual»?

No podía más. Presa de una sensación de ahogo, convencida de que antes o después su propia sangre sería mancillada por aquel aire pernicioso, Corinne había decidido hablar de ello con Judith, y así lo había hecho apenas hacía una hora. Le había abierto su corazón, esperando hallar una fuente de sosiego en las respuestas de su amiga.

—¡Abre los ojos de una vez, querida! La sexualidad no debe estar sometida a criterios sociales ya caducos, que pertenecen a otros tiempos. Los deseos deben expresarse sin trabas. El hombre ya se manifestó en tal sentido; en lo sucesivo, ha llegado la hora de que la mujer alcance su liberación y viva plenamente su sensualidad despierta.

—Pero ¿y el amor? ¿La fidelidad a la palabra dada?

—En ese sentido no existe ninguna contradicción con la libertad individual.

—¿De modo que libertad sería sinónimo de poligamia?

Judith había respondido con estas palabras:

—Es la nueva ley: la distribución de las rentas no es más ofensiva que la del placer.

Entonces ella había huido para no ver más a Judith, para no seguir oyendo aquellas palabras tan violentamente opuestas a la educación que recibiera.

Contuvo un último sollozo y se enjugó las mejillas con el dorso de la mano.

La imagen de Samira se le apareció como reflejada en un espejo hecho añicos. Recordó instintivamente el oficio de cortesana que había ejercido. Aunque siempre había procurado evitar condenarla, durante mucho tiempo lo había considerado poco loable. En aquellos momentos, en comparación con la moral de los seres que la rodeaban, la consideraba sorprendentemente justificada. Su madre, siendo extranjera en una ciudad desconocida y con la responsabilidad de una hija que criar, había tenido que luchar; cada vez que entregaba su cuerpo era para sobrevivir. Mientras que allí se trataba de algo muy distinto: del placer carnal por el placer, en nombre de una supuesta emancipación que se erigía como ley. Como si, para envilecerse, el hombre tuviera necesidad de la aprobación de sus semejantes.

Y, si el presente era sombrío, el porvenir aún se le aparecía más negro. Corinne sufría, se sentía atada, incapaz de tomar la menor decisión. Peor aún, tenía la impresión de estar mancillada. Intentó ordenar todos los pensamientos contradictorios que se atropellaban en su espíritu. ¡Si por lo menos pudiera salir de aquella casa! Pero ¿adónde ir? Sin dinero y sin trabajo, se sentía más huérfana que nunca. Tuvo deseos de gritar, de lanzarse al exterior y descender por las callejuelas empinadas que se extendían como una cinta hacia lo desconocido.

De pronto, se sobresaltó: acababan de llamar a la puerta. No tuvo tiempo de reaccionar, pues ya se abría el batiente dando paso al Padre Enfantin.

Corinne retrocedió instintivamente, despavorida, mientras el jefe supremo le decía en tono afectado:

—Querida hija, creo que tenemos cosas que decirnos. Ven a mi gabinete: estoy dispuesto a escucharte.

Alejandría, palacio de Ras el Tine, marzo de 1830

Giovanna se tendió sobre el césped y respiró a pleno pulmón el olor de jazmines que perfumaba los jardines de Mohammed Alí. Siempre que sus padres iban a palacio acudía a refugiarse allí, a lo largo de las avenidas flanqueadas por tamarindos.

Alzó el rostro al sol de poniente, experimentando la deliciosa caricia de la luz y la tibieza de la hierba bajo su cuerpo. En el horizonte habían surgido unas estelas malva y oro que arrastraban el carro del crepúsculo. Giovanna observaba el cielo con mirada penetrante, esperando encontrar allí una señal que tranquilizara su angustia, un puente que le permitiera franquear el abismo que la separaba de su madre y que no tardaría en alejarla también de su padre. A medida que ellos se unían cada vez más, más se distanciaba Ricardo de ella. Con cada fragmento de memoria que recuperaba, olvidaba un poco de Giovanna. ¿Hasta cuándo duraría aquello? ¿Le sería preciso a su vez perecer en otra bahía de Navarino para que él advirtiera su existencia?

Se levantó. Con ademanes nerviosos alisó los pliegues de su vestido y se encaminó a palacio. Unos metros más abajo, el mar tranquilo dirigía sus ondas hacia las luces fosforescentes del puerto. Un muelle de piedra proyectaba su masa gris en la superficie de las aguas. Allí se veía amarrado un velero que se balanceaba descuidadamente empujado por las olas. Observó, distraída, el buque, sin interrumpir su marcha. Bruscamente, en el momento en que se disponía a internarse por la gran avenida que conducía a palacio, distinguió una formación militar a lo largo del muelle en posición de firmes, como si aguardase presentar armas a alguna personalidad de alto rango. ¿A aquellas horas? Aparte del pacha, no se le ocurría quién podía merecer tal acogida. Y, por añadidura, Mohammed Alí estaba con Mandrino.

Impulsada por la curiosidad, se introdujo en el sendero. Desde el lugar donde se hallaba podía observar mejor las siluetas que se desplazaban por el puente del velero. Hasta ella llegaba el eco de unas voces confundidas con el golpeteo del mar. Decidió aproximarse más.

Alcanzó la playa. Una franja de espuma le acarició los tobillos. Se quitó las sandalias y prosiguió la marcha descalza. Llegó rápidamente al pie del muelle. Unos peldaños de piedra permitían acceder a él. Subió la escalera sin preocuparse de los militares, que seguían imperturbables en posición hierática, como si no hubieran advertido su presencia. Deslumbrada por el sol que caía frente a ella en el horizonte, se puso la mano a modo de visera para observar el velero. Los que estaban a bordo mantenían la mirada fija hacia la proa, más concretamente sobre el bauprés. En un principio, se preguntó qué podían estar contemplando. Entre cielo y tierra, una forma humana se confundía con el mástil. Ceñía su cintura una cuerda cuyo extremo estaba a su vez unido a una argolla fija en lo alto del bauprés, sin duda para evitar una posible caída.

El crepúsculo, que comenzaba a dar toques oscuros al decorado, hacía confusa la visión, pero Giovanna hubiera jurado que aquel que se encontraba arriba sufría mientras lentamente, paso a paso, descendía hasta el puente. Se le oía jadear e hipar, acaso refunfuñando en su interior. Al cabo de un tiempo, que debió parecerle una eternidad, alcanzó el suelo y, con un movimiento totalmente desprovisto de gracia, se dejó caer rodando. A través de las sombras crecientes de la tarde, Giovanna tuvo la impresión de que se trataba de un enano, tan diminuta era su silueta.

Resonaron algunos aplausos. Alguien se precipitó y le ayudó a ponerse en pie. Le echaron una toalla por los hombros y enjugaron el sudor que inundaba su rostro.

Resultaba sorprendente la deferencia que todos mostraban hacia el personaje. Finalmente, éste, con los hombros lastimosamente encorvados, se internó por la pasarela. Los militares alineados se irguieron aún más y una voz masculló una orden.

Sin darse cuenta, Giovanna se había aproximado mucho al soldado que remataba la fila. Rodeado por dos hombres de aire marcial, aquel personaje descendía por el muelle.

De pronto, Giovanna comprendió que no se trataba de un enano, sino de un niño, un niño de ocho o nueve años, acaso algo más. Lo más sorprendente era su corpulencia, pues se le veía muy entrado en carnes, y sus manos eran casi como las de un hombre.

Se encontraba ya a pocos pasos. En realidad, se arrastraba más que andaba. A medida que se aproximaba, Giovanna iba distinguiendo claramente sus rasgos. Tenía el rostro lleno, casi redondo, coronado por una cabellera rizada castaño oscura. En suma, su cara era corriente. Pero sus ojos, cuyo color recordaba el agua desgarrada del Nilo, pardo oscuro, lo reflejaban todo. Y Giovanna se dijo que jamás olvidaría lo que descubría en su mirada: una absoluta indiferencia hacia todo estímulo, una inmensa nostalgia y soledad respecto al mundo que le rodeaba.

—Monseñor... —comenzó uno de los hombres que avanzaban a su lado—, disculpadme, pero hay que activar el paso; si no, el ejercicio es incompleto.

El niño sonrió forzadamente y trató de acelerar su marcha.

—Más recto, monseñor, es preciso que os mantengáis muy erguido, con los hombros levantados.

—Sí, Omar, sí... Hago lo que puedo.

—¡Sois el príncipe: un príncipe todo lo puede! ¡Levantad los hombros!

El niño se esforzaba por seguir sus consejos, ¡pero, Dios, cómo sufría!

—¡Hundid el vientre!

Aspiró una bocanada de aire y contuvo la respiración sin notables consecuencias.

De repente, distinguió a Giovanna.

¿Intuyó que ella le compadecía? La muchacha vio cómo se separaba ligeramente de su trayectoria y perdía el continente que le habían impuesto para acercarse a ella.

—¡Excelencia! —Se sorprendió su verdugo—. ¿Adónde vais?

El muchacho no pareció oírlo.

Había llegado ante Giovanna.

—Buenas noches —dijo dulcemente.

—Buenas noches.

—¿Quién es usted?

—Me llamo Giovanna Mandrino. ¿Y usted?

El pequeño pareció sorprendido.

—Soy Said, el pacha Said, príncipe heredero.

Ella le sonrió.

—¿El hijo de Mohammed Alí?

Él asintió con conmovedora solemnidad.

—Excelencia —murmuró el verdugo—, se hace tarde, vuestro preceptor el bey Koenig os aguarda.

No parecía resignarse a marchar, como si le retuviera una misteriosa atracción.

Sin detenerse a reflexionar, cediendo a un impulso interior que hubiese sido incapaz de definir, Giovanna se inclinó sobre el pequeño y le besó en la frente.

Una expresión de cierta sorpresa animó el rostro del muchacho. Giovanna sintió que los separaban. Cuando alcanzaba el extremo del muelle, el príncipe la miró una vez más, dando la impresión de que deseaba grabar en su alma y para siempre la huella de un rostro amigo.

Hacía más de tres horas que se habían reunido en la gran sala del diwan, tres horas en el curso de las cuales la atmósfera se había ido enrareciendo hasta resultar sofocante.

Acomodados en sillones de terciopelo adamascado se encontraban Henry Salt, cónsul de Inglaterra; Bernardino Drovetti, cónsul de Francia; y, entre ambos diplomáticos, Boghossian, ministro de Asuntos Exteriores.

En cuanto a Ricardo Mandrino, permanecía en el fondo de la estancia, reducido a un atento silencio.

En un tono que reflejaba mal contenida irritación, Mohammed Alí exclamó:

—No, señor Salt, se lo repito: Egipto no acudirá en ayuda de Estambul.

—Esta negativa a apoyar y defender la causa del sultán Mahmud contra una posible invasión de los ejércitos del zar en Turquía provocará el disgusto y la desaprobación del gobierno de su majestad.

—Mi querido colega —intervino Drovetti—, confieso que no comprendo su insistencia. Sabe perfectamente que en el caso de que Rusia pusiera en práctica sus amenazas, y si Estambul debiera caer, Francia estaría dispuesta a proponer un proyecto de división del imperio otomano.

—Una división sometida a presión parecería un reparto. Además, es inimaginable que Turquía deje de conservar su existencia de Estado independiente.

Mohammed Alí adelantó el busto.

—Díganos, señor Salt. ¿De dónde procede ese deseo repentino de proteger la independencia de las naciones? ¿Por qué esa extraordinaria insistencia en que Egipto se embarque en un enfrentamiento que una vez más no le afecta? La guerra de Morea ha costado a mi país veinte millones de francos, treinta mil hombres y nuestra flota.

Hizo una pausa y prosiguió:

—¿Conoce usted la divisa que circula entre los medios turcos? «Turquía combatirá hasta que caiga su último soldado... egipcio.» ¿Será ése el anhelo secreto de Inglaterra? ¿Por qué no responde usted, señor Salt?

—Porque debería traicionarse, alteza.

Todas las miradas convergieron en Ricardo Mandrino, que había abandonado el fondo de la estancia y avanzaba hacia el cónsul de Inglaterra.

—La política inglesa siempre será invariable en el fondo y cambiante y sutil en la forma. Recordadlo: jamás favorecerá los proyectos del virrey. Estimuló hasta hace poco la anarquía de los mamelucos a fin de impedir un poder estable en Egipto. Valiéndose de las capitulaciones como de un medio de presión se ha opuesto al desarrollo de las nacientes instituciones. Y he aquí que hoy desea incitar a Egipto para que libre una nueva batalla. ¿Por qué? Sólo a fin de comprometeros a invertir parte de vuestras energías fuera de vuestra tierra. En caso de derrota, podría acabar con vos: ante una victoria, se las ingeniaría como siempre ha hecho para impediros recoger los beneficios.

Su voz se hizo más incisiva al tiempo que proseguía:

—¿Debo recordároslo? El país del señor Salt os ha impedido conquistar Abisinia al tiempo que os permitía alcanzar victorias estériles en Sudán y Arabia y agotar vuestras fuerzas y vuestro tesoro en Grecia para, finalmente, asestaros el golpe definitivo en Navarino. Y eso no es todo. Conocen la amistad que os une a Francia. No os hagáis ilusiones: Inglaterra jamás os permitirá aliaros a esa potencia. Jamás. Inglaterra será lo que siempre ha sido...

Fijó en Salt su mirada con tenue y triste sonrisa.

—Una isla donde, aparte del césped, el cinismo es lo más difundido.

El diplomático, demudado, se esforzaba por contener su furor.

—¿Ha perdido usted la lengua? —preguntó Mohammed Alí. Aunque asombrado, le costaba disimular su júbilo.

Salt se había levantado; le temblaban las comisuras de los labios.

—Con vuestro permiso, alteza, quisiera retirarme.

Mohammed Alí señaló la puerta con ademán cortés pero seco.

Cuando el cónsul hubo salido, se dirigió a Mandrino en estos términos:

—Es sorprendente, bey Ricardo: circulaban algunos rumores respecto a que, al parecer, habías perdido la memoria.

Mandrino no respondió inmediatamente. Tenía una expresión algo hosca. Diríase que, de repente, se sentía perdido.

—No lo sé, sire. ¿Soy yo quien ha hablado o se ha expresado otro por mi voz? No sé qué deciros, sire.

—¿Qué importa, puesto que ambos son el mismo Mandrino?

Drovetti observó con animación.

—Si algún día tiene usted intención de viajar a Inglaterra, creo sinceramente que deberá olvidarse de ello.

—Tendré que esperar, pues, que Francia se muestre más hospitalaria.

—Bey Ricardo —intervino Boghossian—, sin pretender desmerecer en nada la calidad de su análisis, le hago observar que si Egipto se indispusiera con Inglaterra quedaría definitivamente aislado.

Y, dirigiéndose a Drovetti, añadió:

—Puesto que, por desgracia, el gobierno de Carlos X no siempre está dispuesto a apoyarnos abiertamente.

El veneciano pareció reflexionar; luego, se dejó caer en el sillón que ocupara Henry Salt.

—Se os presenta un camino, majestad, en el que veo a Francia marchando a vuestro lado —dijo. Y, alisándose maquinalmente los cabellos, añadió—: Francia ha iniciado recientemente una política africana tendente a establecer su dominio en los estados berberiscos. Nos consta perfectamente que Argelia forma parte de sus prioridades. Hussein ibn el Hussein, el dey que gobierna ese país por designación de Turquía, prosigue su guerra de corso en el Mediterráneo haciendo caso omiso de las decisiones del congreso de Aquisgrán. Esas relaciones ya tensas se agravaron cuando hace dos años, habiendo capturado los corsarios de Argelia dos navíos, Deval, el cónsul francés, protestó ante Hussein. Ese pies-descalzos no halló mejor respuesta que golpear al diplomático con un espantamoscas y negarse seguidamente a presentarle sus excusas. A partir de entonces, sabemos que Francia se está preparando para intervenir en Argelia, tanto más cuanto que la Puerta otomana ha dado a entender que se desinteresaba totalmente del litigio.

Y, tomando a Drovetti por testigo, inquirió:

—¿Me equivoco?

—No lo creo.

—Para llevar a la práctica sus planes, Francia tropezará, evidentemente, con la oposición de Inglaterra y Turquía. Además, la conquista de Argelia no será empresa fácil. Un Egipto fuerte resulta, pues, perfectamente adecuado para convertirse en punto de apoyo de la política francesa en África. Para mayor claridad: propongo que el pacha Ibrahim, hijo de su majestad, asuma el mando de una expedición en la que participen los franceses.

Se volvió hacia el bey Boghossian e inquirió:

—¿De cuántos hombres podemos disponer?

—Unos veinte mil de tropas regulares y veinte mil beduinos.

—Confiando en ese ejército y en la competencia militar de Ibrahim, respaldado por el coronel Séve, en pocos días nos haremos dueños de Argelia.

Mohammed Alí se acarició la barba con aire pensativo.

—¿De modo que me sugieres que emprenda una guerra a favor de Francia?

—Lo habéis hecho muchas veces para el sultán sin obtener el menor beneficio de ello.

—¿Qué significa eso? —se interesó Drovetti.

Un resplandor iluminó las azules pupilas de Mandrino.

—Siria para Egipto y que se reconozca su independencia.

Mohammed Alí comenzó a deambular por la estancia con pasos mesurados. Al cabo de largo rato, anunció:

—Ese plan merece mi total adhesión, pues abre perspectivas inesperadas para nuestro país. A nuestro amigo Drovetti corresponderá someterlo a su gobierno.

—Así se hará, majestad. Os prometo emprender y defender con todas mis energías esa gestión, que será la última de un cónsul que se retira.

Mohammed Alí dio media vuelta y ocupó de nuevo su sillón.

—¡Bey Mandrino!

—¿Alteza?

—¿Sabes qué lamento?

—¿Qué, alteza?

—Que no nos haya sido dado a todos sufrir un ataque de amnesia.

La humedad adhería la noche contra los minaretes. Algunos escasos tenderetes vomitaban su luz tardía sobre la calzada polvorienta donde los pasos inseguros de Ricardo acababan de dejar sus huellas. Sonidos metálicos irritantes se confundían con los olores de jazmín rancio y hachís matizado de miel. No lejos de allí, en alguna terraza, alguien estaba tocando un aud. Algún músico insomne, pensó Ricardo, o el gemido de un alma torturada.

Desde hacía más de una hora paseaba entre tortuosas callejuelas y amarillentos resplandores. Le estallaba la mente, como si un ser misterioso le hubiera propinado un hachazo terrible en el cerebro. Pasó de largo ante un café. Un beduino sin edad, la cabeza ceñida con un aigual de cordoncillos de oro, los párpados semientornados, chupaba con expresión mística la boquilla de su narguile. Su piel estaba curtida por mil vientos de khamsine y por la sal marina. La nariz arqueada parecía cortada a cuchillo. Sin embargo, de su dureza emanaba un aura indecible que se asemejaba a la dulzura de vivir. Era como la imagen de Alejandría.

Alejandría, testigo y creadora... como si la ciudad hubiera tenido el poder de remodelar la memoria de Mandrino y de hacer resurgir, en la sala del consejo, una oleada de conocimientos que hasta entonces quedaran confiscados por otro puerto, Navarino. La ciudad milenaria acaso juzgaba que había llegado la hora de insertar su firma soberana.

Se detuvo en los límites del arsenal. El palacio de Ras el Tine dormitaba bajo las estrellas. La península de Faros, que le servía de joyel, vibraba en la humedad del anochecer.

El veneciano sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Ahora ya estaba seguro: un nuevo plano de su vida acababa de renacer.

Almacene todas las informaciones, incluso las más fútiles, como otras tantas armas que servirán para tomar la ciudadela en la que se ha atrincherado su doble. Pues no lo dude: allí es donde se encuentra, encerrado en un rincón de su cerebro. Es lo que los griegos denominan el enantios, el opuesto.

Recordaba más claramente que nunca las palabras pronunciadas por el doctor Clot. Jamás, como aquella noche, se había sentido tan próximo a ese doble. Su alteración interior, desencadenada por esa promiscuidad repentina, despertaba en él una excitación juvenil, un deseo de gritar. Pero simultáneamente, cosa rara, había surgido un sentimiento tenso, lancinante, que se incrustaba en sus entrañas; y el rostro descarnado y espantoso del miedo.