CAPÍTULO 12
Parts, 23 de diciembre de 1832, prisión de Sainte Pélagie
«Desde el fondo de mi prisión oigo despertarse al Oriente que aún no canta, al Oriente que clama. Veo mancillado y roto el estandarte del profeta. Corre el vino y la sangre está abotagada por el opio en los arroyos de Estambul. El Nilo ha roto sus diques y se extiende más lejos que nunca, arrastrando los gérmenes que la mano de Napoleón sembró en sus orillas y que Mohammed Alí ha fecundado. El velo de la odalisca ha caído ante Mahmud. El verbo ha cobrado su forma múltiple y mediante la prensa ataca al libro Uno, el Corán. La gran comunión se prepara: el Mediterráneo será hermoso este año. Desde Gibraltar hasta Uskudar, esta costa ardiente se levanta y llama al Occidente dormido bajo la palabra de sus oradores de tribuna. ¡Italia, Italia! ¡Aún te aguardan grandes días! ¡Te extiendes en ese gran lecho nupcial! Tu cielo, bóveda de San Pedro, cubrirá con su rico tocado la dicha de los desposados. No eres el futuro, sino la gran herencia del pasado, la dote del Padre al Hijo y a la Hija.»
Enfantin depositó sobre la mesa coja el texto que acababa de leer y preguntó a Barrault:
—¿Qué te parece, Émile?
—¡Padre, no existen palabras para calificar una redacción tan densa! ¡Es grandioso! ¡Canta como el futuro, y es un canto aún más hermoso por haber nacido aquí, en esta celda piojosa, entre los muros de esta prisión donde la iniquidad de los hombres le ha conducido a usted!
—¡Hijo mío, si alguien trata de elevarse los demás sólo aspiran a quebrarle las alas!
—¡Cuando pienso que los tribunales se han atrevido a condenarle por agravios a la moral pública!
—¿Qué importa que encarcelen el cuerpo? ¡El alma siempre es libre de viajar a su aire!
Señaló el documento con el índice.
—He aquí la prueba. Pero eso no es todo, Émile. Para nadie es un secreto que la soledad propicia la reflexión. Desde que estoy aquí recluido tengo todo el tiempo para meditar. Debo confiarte cosas importantes. En principio, ¿qué hay de la búsqueda de la nueva Esposa?
Émile Barrault exhibió un mohín contrariado.
—Lamento informarle de que existen ciertas disensiones entre los Compañeros de la Mujer.
—¿Disensiones? ¿En qué sentido?
—Algunos se dividen acerca del lugar donde se encontrará la Esposa. Usted ya conoce mi posición: la Esposa es de raza judía y vendrá de Oriente. Además, he recibido una nueva revelación: aparecerá en mayo de este año en Constantinopla.
—En Constantinopla...
—Por desdicha, otros, a semejanza de Rigaud, se niegan a respaldar esta visión. Están convencidos de que me equivoco.
—Y en tal caso ¿qué proponen?
—Rigaud está convencido de que la Esposa vive en la región del Himalaya. Se basa en los Vedas para su explicación.
—¿Los Vedas?
—Se trata de un vasto conjunto de escrituras, seis veces más extenso que la Biblia, en el que se recogen los textos más antiguos de la India. Los hindúes ortodoxos le atribuyen un origen sobrenatural y una autoridad de origen divino. Rigaud se basa en esos textos para defender su tesis. Según él, la Esposa sólo puede encontrarse en la India.
Enfantin se acarició distraídamente la espesa barba.
—Sin pretender abundar en ese sentido, es preciso reconocer que hemos pensado en Oriente un poco al modo del común de los parisinos. Reducir Oriente a Turquía es olvidar a todos los pueblos de Asia, es decir, a la mitad del género humano.
Barrault intentó protestar.
—Aguarda, Émile. Permíteme expresarte hasta el fin mis pensamientos y tranquilizarte. Existe otro elemento que se inclina a favor de vuestra tesis. Se me ocurrió hace poco, una noche, cuando me atormentaba tratando de conciliar el sueño.
Los rasgos de Barrault se distendieron.
—¿Cuál?
—Egipto: el istmo de Suez.
El discípulo enmudeció.
—Suez —repitió Enfantin.
Buscó una hoja manuscrita y se la entregó a Barrault.
El discípulo leyó: «A nosotros corresponde abrir entre el antiguo Egipto y la vieja Judea una de las nuevas rutas hacia la India y la China. Suez será el centro de nuestra vida de trabajo: ¡allí es donde realizaremos el acto que el mundo espera para confesar que somos hombres!»
—Perdóneme, pero confieso no entender por qué Suez.
—A fin de llevar a cabo el gran proyecto ideado hace más de diez años por nuestro maestro, el conde de Saint-Simón.
Hizo una pausa para dar mayor gravedad a sus siguientes palabras:
—La apertura del istmo.
—¿Un canal?
—Un canal que uniría los dos mares: el Mediterráneo y el Rojo. Nos corresponde fundar, entre el antiguo Egipto y las ancestrales Indias, una de las vías modernas que unirán Europa a las Indias y a la China. Entonces tendremos un pie en las orillas del Nilo y otro en Jerusalén, el brazo derecho girado hacia la Meca y el izquierdo hacia Roma sin movernos de París: Suez será el centro de nuestra existencia laboriosa.
Barrault pareció sorprendido.
—¡De modo que reanudaremos el proyecto de Bonaparte! Un personaje que nuestro maestro, y convendrá usted en ello, detestaba por encima de todo.
—Me consta la animosidad del conde con respecto a aquel que calificaba de «saqueador de Europa». No obstante, insisto en recordarle que la expedición francesa tuvo lugar en 1798 y que la Descríption de l'Egipte fue publicada en 1809. Cuando ya en 1783 Saint-Simón consideraba iniciar la apertura del canal. En esa época había sugerido al virrey de México la excavación del istmo de Panamá para comunicar los dos océanos y en 1787 propuso a España unir Madrid con el Atlántico, vía Sevilla, utilizando el Guadalquivir.
—Es cierto —admitió Barrault—. Sería de justicia reconocer en él a un precursor.
—Por otro lado, si reanudamos el proyecto de Bonaparte será para transformarlo a nuestra manera. Según el espíritu del vencedor de los mamelucos, debía ser únicamente una antorcha guerrera, un desafío a los ingleses, una amenaza contra el camino de las Indias. Para todos nosotros será una luz que ilumine a la humanidad. La apertura del istmo de Suez no sólo constituirá un logro técnico capaz de inmortalizar a su iniciador, sino que responderá a una necesidad religiosa. Excavar ese surco azul en el mapa del mundo será realizar una gran señal de paz, de concordia y de amor entre los continentes, establecer un lazo de unión entre los hombres. Invoco con todo mi corazón la colaboración fraternal de todas las naciones, al igual que de todas las clases sociales, para la fusión de todas las razas.
Barrault sentía crecer su ansiedad. ¿Qué sería de la búsqueda de la Esposa, la sublime locura de la Mujer?
—¿Comprendes? —Proseguía Enfantin cada vez con mayor apasionamiento—. Su finalidad es fecundar a la raza oriental, a la raza negra, femenina y sentimental, con las virtudes masculinas y científicas de la raza blanca. Egipto, tierra histórica, me parece totalmente indicado para convertirse en el punto de partida del sueño. ¡Por Egipto recibirán luz y felicidad los pueblos centroafricanos!
—Pero para llevar a buen término semejante empresa se precisarán ingenieros, geólogos y matemáticos.
—Que yo sepa, no carecemos de ellos. El propio Henri Fournel está perfectamente en condiciones para encargarse del aspecto técnico. Es persona muy experta y el único entre los sansimonianos que ha tenido anteriormente una práctica bastante amplia como ingeniero.
—Será preciso tener en cuenta la opinión de los que gobiernan Egipto. ¿Cree usted que estarán de acuerdo?
—Los que gobiernan Egipto, mí querido Barrault, se limitan a un solo personaje: Mohammed Alí. Él y sólo él rige los destinos de ese país y tengo la convicción de que el pacha es en la actualidad el más grande hombre de acción que se halla en el poder, con una facultad de ejecución y una voluntad singulares, por no decir únicos. Por ello no creo que rechace un proyecto tan ambicioso. No me cabe la menor duda de que de ese canal obtendrá nuevas riquezas para Egipto. ¿Acaso no es el virrey el símbolo encarnado de nuestra doctrina?
Barrault adoptó expresión de sorpresa.
—Reflexione —prosiguió Enfantin—: concentración de propiedad de los bienes raíces, mobiliarios e industriales en manos de los más capacitados para hacerlos fructificar, es decir, el Estado, y movilización del pueblo en torno a grandes obras de interés colectivo.
Barrault daba la impresión de estar agotando sus argumentos ante el fervor que despedían las palabras de su interlocutor. No obstante, hizo una última tentativa.
—¿Y la financiación? ¿Ha pensado en ello?
Enfantin barrió el aire con la mano, como si aquella objeción fuese de escasa importancia. —Puede venir de Inglaterra, a condición de que comprenda perfectamente su interés vital, o de un congreso europeo, una especie de alianza de los soberanos de Europa.
Barrault se encorvó ligeramente y acabó por plantear la pregunta que le ardía en los labios.
—Según creo entender, Suez elimina la búsqueda de la Esposa.
—¡En absoluto! Esperar la leche de la mujer no impide que nosotros, los hombres, preparemos el pan. Tú llevarás a cabo la aventura. Partirás, Barrault. Y voy a decirte cuál es la fecha ideal: el 22 de marzo.
—¡El equinoccio de primavera!
—Sí, esa fecha señalará la igualdad del hombre y la mujer.
El discípulo parecía transfigurado.
—¡El 22 de marzo...! ¡Sí, será una fecha bendita!
—¡Ve! —exclamó Enfantin con gesto señorial—. ¡Ve, Barrault! Anuncia la buena nueva a los Compañeros de la Mujer. ¡Diles que ha llegado el momento!
Barrault se levantó. Tenía las mejillas enrojecidas y aire febril.
Mientras se precipitaba hacia la puerta, Enfantin gritó:
—¡Y cuando encuentres a la hija de Oriente, salúdala en mi nombre! ¡Salúdala humildemente!
Corinne Chedid miró incrédula a Judith.
—¿Egipto? ¿Estás segura?
—Sí, querida. He sabido la noticia por Aglaé Saint-Hilaire, quien, a su vez, la ha recibido de Émile Barrault. Los sansimonianos se trasladarán allí dentro de unos meses. Según el Padre, podemos realizar grandes y hermosas cosas en aquel país.
Corinne vaciló antes de preguntar:
—¿Y... Georges y tú tenéis intención de formar parte de esa expedición?
—No sé. Te confieso que dudo. Sería preciso que confiase a la pequeña Aline a alguien, pues me parece delicado llevarme a una niña de apenas un año a un país tan lejano.
Corinne dirigió su mirada hacia la cuna instalada en un rincón del salón. Aline-Prospére-Penelope, fruto de los amores del santo predicador Charles Lambert y de Judith, dormía chupándose el pulgar.
—Sea como fuere —continuó Judith—, no puedo por menos de admirar el valor del padre Enfantin. Pese a haber sido criticado, insultado y encarcelado injustamente, sigue en estado de alerta, bullendo su espíritu de ideas y pensando sólo en el futuro.
Guardó silencio con expresión entristecida.
—Echo de menos la casa de Ménilmontant.
Corinne eludió comentarios. ¿Cómo confesar a su amiga el alivio que había experimentado tras la serie de acontecimientos que culminaron con su retorno a la rue Cadet, al apartamento de los Grégoire?
El desmantelamiento de los sansimonianos había comenzado el 22 de enero del año anterior con la clausura de la sala Taitbout. Tres meses más tarde, la casa Monsigny sufría idéntica suerte. El 12 de diciembre, hacia las siete de la mañana, el comisario de policía de Belleville, al frente de una compañía de la guardia nacional, había hecho rodear la finca de Ménilmontant. El hombre se basaba en el artículo doscientos noventa y uno que prohibía las reuniones de más de veinte personas. Una hora después las fuerzas armadas entraban en la casa y se apoderaban de Prospere Enfantin y de sus lugartenientes más próximos.
La voz de Judith la apartó de sus pensamientos.
—Fíjate, observa lo que el Padre escribe en el Livre des Actes a propósito del viaje a Egipto.
Corinne tomó la breve recopilación. Era una especie de publicación periódica cuya redacción había confiado Enfantin a las mujeres para que informasen de las acciones de la Familia. Sin embargo, en aquella ocasión —otra paradoja más— sólo aparecían citadas las acciones realizadas por los hombres.
No llamamos a ninguna mujer en particular, pero a todas cuantas acudan a nosotros las consideraremos como enviadas por el propio Dios.
—Lo que significa que el Padre está dispuesto a llevarse a Oriente a las mujeres que expresen tal deseo.
—Exactamente.
Un brillo soñador iluminó la mirada de Corinne.
—Encuentro fascinante la idea de ese viaje.
—¿De verdad?
Corinne simuló entusiasmo en su respuesta.
—¿Acaso no es allí donde las mujeres se encuentran más oprimidas? ¿No es en Oriente donde sufren más reclusión? A esos seres deberíamos ayudar con prioridad. ¿No lo crees así?
—¿Y eres tú quién lo dice? ¡Tú, que desde nuestra estancia en Ménilmontant no has dejado un solo momento de criticar la doctrina y las ideas del Padre!
—He reflexionado sobre ello y creo que me mostré, si no injusta, por lo menos excesiva.
—Excesiva fuiste, ciertamente. ¡Cuando pienso en la violencia con que te dirigiste al Padre que, con toda fraternidad, reclamaba tu confesión!
Recordando aquella escena, que en breve se remontaría a dos años atrás, un estremecimiento recorrió el cuerpo de Corinne. ¿Cómo podía Judith calificar de confesión los secretos que se arrancaban seguidos de un juicio inicuo? No había más que ver cómo fue tratada la pobre Suzanne Voilquin en presencia de su marido. Temblando como una hoja, se le había obligado a relatar una violación sufrida en su juventud. Enfantin no dudó en insinuar que, tras la resistencia que Suzanne había desplegado frente a su agresor, probablemente se ocultaba un asentimiento tácito. Y, en cuanto a caer en los brazos de su marido, concluyó con esta frase monstruosa: «En verdad, a quien debe consolarse es al marido.»
Corinne realizó un esfuerzo para disimular su amargura.
—Eso ya pasó, Judith. Desde que he madurado, veo las cosas de otro modo.
—Me alegra oírtelo decir. ¡No tienes idea del pesar que nos causaste!
—Perdón, no era ésa mi intención.
Judith le dio unos cariñosos golpecitos en la mano.
—¡Vamos, olvidemos todo eso! ¿Acaso no es la tolerancia la primera virtud de una sansimoniana?
Fue hacia la cuna donde dormía la pequeña Aline-Penelope. — ¿Verdad que es hermosa? —comentó dirigiendo una tierna mirada al bebé. —Maravillosa.
Estuvo a punto de añadir «lástima que no tenga padre», pero consideró más prudente, y sobre todo más útil, defender la idea que había germinado en ella desde el inicio de la conversación.
—Dime, Judith, ¿crees que podría unirme al grupo que parte para Egipto?
—¿Tú? ¿Partir tú para Oriente?
—Sí, me gustaría contribuir a la emancipación de nuestras hermanas egipcias y servir a la causa.
Judith se aproximó a ella y la examinó con suspicacia.
—¿Servir a la causa?
—¿Por qué no? El Padre ha dicho muy claramente que todas aquellas que quisieran unirse a él serían bien venidas.
—Desdichadamente me temo que eso no sea posible.
—¡Es preciso!
No había advertido la angustia de su voz.
—¡Vaya! Parece que deseas vivamente hacer ese viaje.
Corinne bajó los párpados como una niña cogida en falta.
—Sea como fuere, te lo repito: es imposible. Egipto está directamente vinculado al proyecto del canal, un proyecto que sólo el Padre es capaz de defender. Ahora bien, nuestro jefe está encarcelado. Quizá más tarde... cuando se le haga justicia...
Corinne volvió bruscamente el rostro a fin de que su amiga no advirtiese cuán inmensa era su decepción.
—¡De modo que todo está perdido...!
Judith se adelantó lentamente hacia ella.
—Creo recordar que tienes familia en Egipto. Me hablaste de una tía, hermana de tu madre.
—Sí, se llama Scheherezada.
—¿Por qué no dices la verdad? ¿Por qué no confiesas que no es la abnegación lo que te impulsa a hacer ese viaje, sino únicamente el deseo de reunirte con los tuyos?
Corinne se volvió de espaldas.
—Es cierto —confesó por fin con voz quebrada por la emoción—. Deseo reunirme con ellos.
—¡Pero si no los conoces! Ignoras qué clase de existencia llevan, y ellos, a su vez, lo ignoran todo de ti. Tu llegada muy bien podría parecerles una intrusión. ¿Por qué querer reanudar unas relaciones que jamás han existido?
Corinne pareció sumirse en una oleada de inmensa desesperación.
—Voy a decírtelo, Judith: echo de menos a mamá. Nada ni nadie logran colmar este vacío: ni los discursos del Padre Enfantin ni las prédicas del señor Lambert. Algunas noches me sucede que no puedo respirar. Entonces, para aliviar mi mal, la imagino a mi lado, la reinvento sentada cerca de mí, al borde del lecho, y siento que me acaricia con dulzura la frente y me habla para ayudarme a dormirme, hasta el instante en que me doy cuenta de que ella no está allí y que no es más que una ilusión. Entonces permanezco inmóvil en la oscuridad, como esos enfermos que no se atreven a moverse por temor a despertar su mal. Y aguardo la luz del día invadida por un frío glacial que me recuerda el cadáver de mi madre.
Suspiró con fuerza.
—Por esa razón deseo ir a Egipto: para calentarme, para acurrucarme en el seno de una familia, una auténtica familia, una familia de mi sangre. No esa que vosotros habéis fabricado. ¡Ea, ya sabes toda la verdad!
Un silencio tenso reinó en la estancia. Judith se aproximó lentamente hacia la cuna donde dormitaba Aline-Penelope, contempló largamente a la niña y murmuró:
—Necesitabas una Corinne Chedid y no una madre como yo.