CAPÍTULO 8
París, 5 de marzo de 1828
Tras comprobar que los cordones estuvieran pasados correctamente y a la debida altura, Corinne entregó el chaleco a Georges Grégoire. El sastre se acercó al escaparate y examinó la prenda a la luz del día. Una sonrisa de satisfacción iluminó inmediatamente su rostro.
—Realmente, tienes manos de hada, mi pequeña Corinne. Si no fuese egoísta y no temiera que nos dejases, cedería a los reiterados ruegos de mi amigo Louvain y consentiría que te nos robase. Entre las aristócratas de la aguja, haces maravillas.
Mostró el chaleco a su esposa.
—Mira, querida, ¿no es una hermosa labor?
Judith lo confirmó.
—Siempre te lo he dicho: posee un don. De todas las bordadoras que he conocido, ninguna hace el guipur ni recama el satín con tanta delicadeza.
—¡Vamos, callaos los dos! —Los interrumpió Corinne—. ¡Me hacéis ruborizar!
—Sin embargo, es verdad.
—En todo caso, por lo que respecta a las propuestas del señor Louvain, me temo que ese caballero se esfuerza en vano: jamás os dejaré. Además, si hubiera sentido la menor veleidad, se habría disipado rápidamente. ¿Sabéis qué me ha contado Marcelina, la joven lencera que trabaja para él? Su jornada comienza a las ocho de la mañana y a veces concluye a las once de la noche, incluso a medianoche.
—Y, naturalmente, por un salario irrisorio.
—Dos francos diarios.
Judith suspiró.
—Cuando se sabe que por una modesta buhardilla piden cincuenta francos al mes y que se necesitan por lo menos seis céntimos para alimentarse únicamente de pan y leche, una se pregunta cómo pueden sobrevivir esas desdichadas.
—En fin —observó Georges—, Louvain no se diferencia mucho de los otros patronos. En general, es la condición obrera lo deplorable.
—Sin duda —repuso Judith—, pero somos las mujeres quienes más nos resentimos de ello.
Y acto seguido prosiguió apasionadamente:
—Los trabajos realmente lucrativos están hechos para los hombres. Sólo nos dejan profesiones que apenas nos permiten obtener los medios necesarios para subsistir. En cuanto una industria nos es accesible, los que la dirigen se apresuran a reducir los salarios por la absurda razón de que las mujeres no deben ganar tanto como los hombres.
—Es cierto —admitió Georges—. Reconozco que es una verdadera injusticia.
Judith añadió, dirigiéndose concretamente a Corinne:
—¿Comprendes por qué ciframos tantas esperanzas en el movimiento sansimoniano y por qué es tan importante que siga desarrollándose en el país?
Y concluyó con firmeza:
—Los sansimonianos representan la única oportunidad de transformar nuestra sociedad, que no debe estar gobernada por esos insectos que son los ociosos, los nobles y los rentistas, sino por y para las abejas, es decir, los industriales.
Corinne abrió los ojos asombrada.
—¿Los industriales?
—Es una palabra nueva —intervino entonces Georges—. Ha sido inventada por el fundador del movimiento, el conde de Saint-Simón. Los industriales son los hombres que hacen la nación. Las riquezas producidas por los trabajadores deben ser redistribuidas a los trabajadores. ¿No es una noble empresa?
Aunque algo dubitativa, Corinne asintió.
—Sin duda, pero los pensamientos sansimonianos ¿son realmente tan generosos como dan a entender?
Judith fijó en su amiga una mirada cargada de reproches.
—Si hubieras accedido a asistir a nuestras reuniones por lo menos una vez no plantearías esa pregunta.
—Es que... desde la muerte de mamá no he tenido ánimos para salir.
—Lo comprendo, querida. Pero de nada sirve aislarse con las penas. Estoy convencida de que escuchar a nuestros amigos te haría mucho bien. Sus enseñanzas afectan tanto al alma como al espíritu. No podrá por menos que seducirte su coherencia y las perspectivas de mayor justicia social que ofrecen a nuestro país.
Y buscó la aprobación de su esposo.
—¿Tengo razón, Georges?
Él asintió rodeando afectuoso los hombros de Corinne.
—La próxima reunión está prevista para el mes próximo, el 6 de abril, en la sala Taitbout. El Padre estará presente. ¿Te gustaría acompañarnos?
—¿El Padre?
—Así llaman los sansimonianos al sucesor de Saint-Simón. Su verdadero nombre es Barthélemy Prosper Enfantin. Un personaje fuera de lo corriente, un visionario como jamás se había conocido. Por añadidura, es un erudito, un antiguo alumno de la Politécnica. Hay que verlo y oírlo hablar para comprender toda la bondad y generosidad que encierra el corazón de ese hombre.
—A mi modo de ver —intervino Judith con fervor—, me atrevo a afirmar que representa una nueva religión y que es un Mesías.
Corinne pareció sorprendida.
—¿Un Mesías? ¿No exageras?
—No, Corinne, y todos nosotros somos sus discípulos. Pero ¿para qué tratar de convencerte? Lo verás y juzgarás por ti misma.
—¿Nos acompañarás entonces a la sala Taitbout? —preguntó Georges.
—Si verdaderamente ese hombre es como vosotros lo describís, debe transmitir esperanza. Tal vez me arrepentiría si no me acercara a él.
Alejandría, 8 de marzo de 1828
Montado en un espléndido caballo bayo, Mohammed Alí contemplaba con evidente satisfacción los astilleros en construcción que se extendían a la orilla del mar.
—Será el arsenal más hermoso de todo Oriente. Gracias a él reconstruiré una flota más prestigiosa aún que la que perdí en Navarino.
Giró el busto hacia el jinete y añadió:
—Y a usted, señor Cerisy, corresponderá tal mérito.
—Os lo agradezco, majestad. Si me es dable contribuir por poco que sea a la grandeza de Egipto me sentiré a un tiempo honrado y satisfecho.
—No tardará en verse honrado: se ha dictado un decreto concediéndole el título de bey; sólo falta que estampe en él mi firma.
—¿Su alteza me cree digno de semejante distinción?
—Lo es, señor Cerisy. Desde su llegada de Tolón estoy al corriente de las inauditas dificultades que ha tenido que superar para que este arsenal fuese realidad. El trazado completo de los trabajos, la disposición de las dársenas, la instrucción del personal e incluso la fabricación de las máquinas necesarias para la excavación de la dársena, todo es obra suya. Créame, es algo muy grande.
Su interlocutor no tuvo ocasión de hacer comentario alguno, pues el pacha prosiguió:
—¿Cuántos varaderos piensa instalar por fin?
—Cuatro de mampostería con antevaraderos prolongados en el mar para los buques de mayor calado y tres para las fragatas y los navíos pequeños. Lo que hará un total de siete.
—Supongo que habrá previsto un hangar para la conservación de la madera.
—Desde luego, alteza.
Señaló al extremo sur del astillero.
—Allí tendremos las fundiciones y los arsenales, así como un edificio destinado a las salas de plantillas y modelos.
—Perfecto. ¿Y cuánto tiempo cree usted que tardaremos en armar nuestro primer buque?
—Salvo imprevistos, dentro de unos tres años, majestad.
Mohammed Alí enarcó las cejas.
—Tres años... toda una vida.
—Desgraciadamente nos es imposible ir más de prisa.
—Tranquilícese, señor Cerisy, soy consciente de ello. Solamente espero que de aquí hasta entonces los buitres que merodean sobre Egipto no lo hayan devorado. Quiero creer también que el Todopoderoso...
Se interrumpió. Acababa de llamar su atención un grupito que se aproximaba en dirección a ellos. Se irguió ligeramente en su silla y dijo al ingeniero:
—Reanudaremos esta conversación más tarde. Vaya usted con Dios.
Y marchó precipitadamente, arrastrando en pos suyo a los cinco militares albaneses que formaban su guardia personal.
Joseph fue el primero en distinguirlo. Señaló con el dedo hacia la nube de arena que levantaban los jinetes.
—¡El virrey acude a nuestro encuentro!
Scheherezada observó con discreción a Ricardo: contrariamente a lo que temiera, tenía un aspecto sosegado.
Giovanna cogió la mano de su padre y la retuvo hasta que el pacha se reunió con ellos. Con sorprendente agilidad dada su corpulencia el soberano se apeó de su montura mientras el cuerpo de guardia tomaba posición en torno a él.
Prescindiendo de las reglas de cortesía se dirigió al veneciano.
—¡Bien venido, bey Mandrino! ¡Te echábamos de menos!
—¡La paz sea con vos, majestad!
El virrey apoyó las manos en las caderas y retrocedió ligeramente en actitud contemplativa.
—El aire marino no parece haberte sentado mal, a menos que se trate del clima de Grecia. Te encuentro radiante.
Y dirigiéndose a Scheherezada agregó:
—¿Éste es el hombre enfermo que describías en tu carta?
Ella no respondió.
—Decididamente, las mujeres que nos quieren pierden toda noción de objetividad. Se diría que en algunas situaciones el velo que suele cubrirles parte del rostro acaba tapándoles también los ojos.
Mandrino replicó en tono inexpresivo:
—Por desdicha, alteza, temo que las informaciones que os ha transmitido mi esposa son exactas.
—¡Vamos, bey Mandrino! ¡No querrás hacerme creer que no reconoces a tu soberano!
—¿Debo responder?
—Únicamente con las palabras que yo espero.
—En tal caso me obligáis a guardar silencio.
—¿Qué es esta historia de la amnesia? Incluso tras las peores tempestades, los peces reconocen el océano. No sé de ninguna estrella que al llegar la noche no ocupe de nuevo su lugar.
Tomó la mano de Mandrino y la posó sobre la densa barba que cubría sus mejillas.
—Si eres ciego, te quedará el tacto. Siente la barba de Mohammed Alí: en todo el imperio no hay otra más sedosa.
Llevó la mano del veneciano hasta el tocado cilíndrico que protegía su cráneo.
—Y este fez que cubre mis cabellos. Pasa tu palma a lo largo del fieltro: sólo Mohammed Alí confiere nobleza a este tocado. Pueden olvidarse los rasgos de un amigo, de un pariente, pero no se olvida a un soberano. ¡Vamos, Ricardo Mandrino!, ¿aún no sabes quién soy?
Scheherezada se encargó de responderle en su lugar.
—Perdonadme, alteza, ¿pero no creéis que sería más aconsejable concederle un poco de tiempo?
—¿Tiempo? ¿Quién es dueño del tiempo? Ni tu esposo ni yo hemos firmado un contrato con el Altísimo. ¡Mi hijo se consume en las montañas de Morea y el zar se dispone a caer sobre Estambul!
—¡Majestad!
—¡Lo necesito!
Y, sin perder su tono imperioso, ordenó:
—¡Vamos a palacio!
Deslizó sus pasos por la inmensa alfombra de seda que cubría el suelo del salón. La decoración respiraba oro, un lujo desmesurado, en algunos lugares lindante con el mal gusto. El mármol de Carrara se confundía con los revestimientos de estuco, las arañas de cristal y los candelabros de cobre. En el centro de la estancia aparecía un trípode de madera tallada sobre el que habían colocado una bandeja de plata maciza de ciclópeas dimensiones en la que los servidores habían dispuesto sorbetes, vasos de tamarindo, zumos de caña de azúcar y una montaña de pasteles perfumados con pistachos, almendras trituradas y miel. El virrey tenía un narguile al alcance de su mano en cuya cazoleta acababan de depositar una bola de tabaco compuesta de su mezcla preferida: maassil, hojas de tabaco picadas y fermentadas con melaza.
A una señal del soberano se instalaron sobre la alfombra, a la turca, en semicírculo. En cuanto estuvo sentado, Mohammed Alí cogió el tubo forrado de tafilete púrpura, aspiró una bocanada de tabaco y, fijando su mirada en Mandrino, repitió:
—Te necesito.
El veneciano abrió los brazos con aire fatalista.
—Majestad, ciertamente tenéis razón cuando declaráis que ni vos ni yo hemos firmado un contrato con el Altísimo: sólo que, por ahora, el presente oculta al pasado.
—¡Vamos a remediarlo! He citado al doctor Clot y te está esperando. Un criado te conducirá hasta él en cuanto lo desees.
Aspiró profundamente una bocanada al tiempo que sus ojos grises examinaban los rostros de los presentes hasta detenerse en Giovanna.
—Macha Allah, hija de Mandrino, ¡cada día eres más bella!
La joven respondió con una sonrisa algo forzada.
—Sí, ya sé que soy demasiado viejo para ti —prosiguió el pacha—. ¿Recuerdas lo que tuviste el atrevimiento de responderme el día de tu cumpleaños?
Giovanna negó con la cabeza.
—Evidentemente, si plantease la misma pregunta a tu padre me respondería que ignora hasta el mismo día de tu nacimiento, ¿no es cierto, bey Ricardo?
—Lo sabéis todo, majestad.
—Voy a refrescarte la memoria a fin de que sepas qué hija tienes. Giovanna acababa de aparecer y yo me extasié ante su belleza, lamentándome de que no tuviera unos años más. A lo que su madre ironizó exclamando: «¿Otra reina de Egipto?» Yo le respondí: «¿Por qué no?» En ese momento, la pequeña perla aquí presente exclamó: «¡No! ¡De ningún modo!» Y, ante mi sorpresa, añadió, debo confesar que con extraordinaria arrogancia: «Ya tenéis dos esposas. Y yo no comparto nada.»
El soberano aspiró de nuevo una bocanada de su pipa.
—Así es tu hija, Ricardo. Posee el insoportable carácter de su madre y, preciso es reconocerlo, su belleza.
—De lo que se deduce que no ha heredado nada de su padre.
—Sí, pero ¿para qué hablar de ello?
—¿Por qué?
—¿No has olvidado que es tu hija?
Y prorrumpió en breve carcajada.
—De todos modos, Giovanna tenía razón. Si sólo hubiera poseído dos esposas, la albanesa y la circasiana, habría sido posible considerar una tercera unión... Pero están las demás. Mis mujeres ilegítimas. Aunque jamás he llegado a contarlas, estoy convencido de que mi harén debe de contener casi tantas como granos de arroz se encuentran en China. En cuanto a mi progenie... hace tiempo que abandoné toda esperanza de enumerarla. Pero volvamos a cuestiones más serias.
Entonces se dirigió a Joseph.
—Mi fiel ingeniero hidrógrafo, ¿cómo se presentan esos trabajos de reconocimiento del delta?
—Precisamente pensaba hablaros de ellos, alteza.
—Te escucho.
—El señor de Bellefonds y yo quisiéramos proseguir hacia el istmo de Suez.
—El istmo de Suez... Adivino que eso es cosa del francés. Desde que el señor de Bellefonds entró a mi servicio, no pasa día sin que aluda a esa región: es una auténtica obsesión la suya.
—Considera que se impone realizar un trazado topográfico del istmo y que sería tan útil como el emprendido en el Delta.
—Tengo la impresión de que nuestro amigo persigue el secreto sueño de su compatriota Bonaparte. Está obsesionado con ese proyecto del canal que uniría el mar Rojo al Mediterráneo. ¿No es eso exactamente?
—En efecto, creo que le seduce la idea.
—De todos modos no perdáis de vista que centro mis prioridades en la irrigación. Egipto es un don del Nilo, mas también víctima de sus cambios de humor.
Y prosiguió en tono más intenso:
—Desde hace milenios, de las altiplanicies etíopes descienden las olas indómitas que inundan el valle con ese abono fabuloso que es el fértil limo. Pero ese maná es muy imprevisible. La subida de las aguas varía totalmente de uno a otro año. Si queremos que este país domine su destino es preciso —subrayó la frase golpeando el brazo del sillón—, es preciso que consiga gobernar su río con presas, diques y canales. En esa dirección debemos centrar nuestros esfuerzos.
—Comparto totalmente vuestra opinión, majestad. Por ello no nos dedicaremos al istmo hasta haber completado totalmente los alzados topográficos del Delta.
Mohammed Alí mordisqueó con aire pensativo la contera ámbar pardo de su narguile.
—¿Cuánto me costará esa expedición?
—El señor de Bellefonds ha preparado los presupuestos y los tiene a vuestra disposición. Desde luego, en el caso de que nuestro proyecto merezca vuestro consentimiento.
—No puedo negar nada al señor de Bellefonds y menos aún al hijo de Ricardo y Scheherezada. Tenéis carta blanca. ¿Cuándo pensáis partir?
—La semana próxima, inch Allah!
—¡Que Él os acompañe! Acto seguido se dirigió al veneciano.
—Supongo que el nombre de Linant de Bellefonds no despertará ningún recuerdo en ti.
Ricardo no respondió: parecía no haber oído la pregunta.
—¡Bey Ricardo!
—Sí, majestad.
—Te he preguntado si recuerdas al señor de Bellefonds.
—No.
Mandrino estaba ausente. Su espíritu se hallaba a la deriva. El presente retrocedía, sustituido por un haz de imágenes que ascendían como desde el fondo de un pozo.
Se oye música y se distingue la silueta ondulante de una danzarina. Los porta antorchas montan guardia en la entrada de una tienda de tela a listas multicolores instalada en un jardín. En el centro de una semibruma se halla una pareja: ella aprisiona el rostro de un hombre de aspecto triste y seguidamente lo estrecha entre sus brazos. Él recibe el abrazo con expresión de sufrimiento. Luego, se produce un gesto curioso: con la punta del índice, la mujer recoge las lágrimas que se deslizan por la mejilla del hombre y se las lleva a sus propios labios.
—¿Quién más estaba presente en aquella velada? —se interesó el veneciano súbitamente.
Scheherezada se estremeció.
—¿Te refieres al cumpleaños de Giovanna? Los invitados eran numerosos: debía de haber un centenar de personas por lo menos.
—¿Una danzarina? ¿Músicos?
—Sí.
—Se había instalado una tienda.
No era un interrogante. Prosiguió:
—Así pues, era una noche nada propicia a la aflicción.
—¿Aflicción? ¡De ningún modo! Por el contrario, era ocasión de dicha.
—Sin embargo, entre los invitados había un hombre triste.
¿Quién era?
Todos le observaron con estupor.
—¿Lo recuerdas? —preguntó Scheherezada.
Una nota de recelo se había deslizado en su voz.
—Y a una mujer que recogía sus lágrimas con el dedo.
Se le había formado un nudo en la garganta y no conseguía articular palabra. Joseph respondió en su lugar.
—Ciertamente había un hombre triste: se trataba de Karim ibn Soleimán.
—¿Karim?
—Era nuestro amigo más íntimo. Había trabajado en Sabah desde que era casi un adolescente: se trataba del hijo de nuestro jardinero.
—¿Por qué aquellas lágrimas?
—Porque también él partía para Navarino.
Mohammed Alí decidió intervenir.
—El hijo de Soleimán era uno de los dos almirantes que dirigían la flota. El segundo era mi yerno, el bey Moharram. Yo te había encargado que le entregaras un mensaje.
—Comprendo.
El veneciano se volvió hacia Scheherezada.
—¿Eras tú la mujer que le consolaba?
—Sí.
—¿Compartíais, pues, tanta intimidad?
—Me había criado con él.
Un combate intenso se estaba librando en su interior, y con él nacía un mal insidioso, perverso. Imaginó un escorpión ciego, escondido en los pliegues de su carne, que avanzara a tientas para acertar con su aguijón.
El instinto le sugería que lograría restablecer su tranquilidad, si era posible, merced a alguna información, a alguna palabra. Pero ¿cómo podría obtenerla?
Su espíritu ignoraba por completo la pregunta que debía formular.
—¡Papá...!
La voz de Giovanna le devolvió a la realidad.
—El hijo de Soleimán falleció en Navarino.
Apenas pronunciada la frase, una ráfaga de viento fresco se difundió por el salón aliviando a la estancia del peso que la había abrumado.
—¿Habéis dicho que el doctor Clot estaba dispuesto a recibirme, majestad?
—En efecto.
El pacha dio una palmada y, como por arte de encantamiento, apareció un mayordomo en la puerta.
—Conduce al bey a presencia del doctor Clot.
Ricardo se despidió del soberano y fue tras el sirviente.
En cuanto la puerta se hubo cerrado, la voz de Mohammed Alí resonó por el salón desprovista del tono provocador que hasta entonces la había dominado. Era una voz sorda, casi abatida.
—¡Es espantoso! ¡Pongo al Altísimo por testigo de que lo que he visto es espantoso!