CAPÍTULO 9

Mohammed Alí barrió el aire con su mano, presa de irritación.

—Doctor Clot, ahórreme circunloquios, se lo ruego. Tan sólo necesito una respuesta sencilla: sí o no. ¿Tendrá o no Mandrino oportunidad de recobrar la memoria?

—La respuesta es sí, majestad. No obstante me apresuro a concretaros que esa oportunidad, como todo cuanto es fruto del azar, puede igualmente surgir en una hora, en diez años o...

—Nunca.

—Eso me temo, majestad.

El pacha cogió una tabaquera de oro y la hizo girar nervioso entre los dedos.

—En el fondo, lo que me fascina de ustedes, los hombres de ciencia, es que no tienen igual para expresar la seguridad de sus dudas.

—Sire...

—¡No se disculpe! No estoy de humor. Más bien trate de decirme por qué medio podríamos provocar esa oportunidad que ha mencionado hace un instante.

El doctor Clot bajó los párpados, entristecido.

—Lo ignoro: tal vez mediante un choque.

—¿Un choque?

—Un acontecimiento cerró su memoria; otro, podría liberarla.

—En dos palabras, una cita con Dios.

—En cierto modo, alteza.

El pacha apretó los dedos sobre la tabaquera.

—Por desdicha, hace mucho tiempo que Dios ya no concede citas a los hombres.

La noche envuelve el palacio de Ras el Tine. De la humedad del ambiente, impregnada de perfumes desconocidos, emana una atmósfera lánguida. Nada se mueve. Alejandría duerme tranquilamente sobre su lengua de tierra, extendida entre el mar y el lago Mariut. Un crujido, un despertar de fuegos fatuos se eleva entre sus muros milenarios. Nadie se inquieta por ello: podría ser el fantasma de Alejandro, el de César, de cualquier Tolomeo o, más sencillamente, las consecuencias de sus sueños.

Ricardo está solo en la terraza que domina el mar. Las palabras del doctor Clot se remueven en su interior como si fueran cuchillas.

—Bien, amigo mío, la amnesia forma parte de esas dolencias ante las cuales la medicina carece de recursos. Su patología sigue siendo oscura. Causas y efectos varían según cada individuo, y no existen dos seres iguales.

El camino está interceptado. En adelante deberá soportar la vida con el cerebro en estado de sitio, rodeado de seres que lo saben todo de su historia y de los que él nada conoce, salvo algunas palabras sueltas.

—¿Qué hacer, si no? Clot había respondido sin vacilaciones.

—Convertirse en un receptáculo.

—¿Qué significa eso?

—Robar, extraer, exigir, preguntar incansablemente a los que le rodean. Almacenar todas las informaciones, incluso las más fútiles, como otras tantas armas que servirán para tomar la ciudadela en la que se ha parapetado su doble. Pues, no lo dude, está encerrado en un rincón de su cerebro. Es lo que los griegos denominan el enantios, el opuesto.

Más abajo, la espuma oxidada lame las rocas dispersas. Ricardo tiene la impresión de que son parcelas de su destino diluido que las olas aspiran y exhalan. Sin embargo, el médico tiene razón: ese doble debe existir. Será una imagen invertida de él, el anverso prisionero al otro lado del espejo. Para devolverlo a su justo lugar existe una alternativa: tenderle una trampa en la que llegue a caer o... romper el azogue. Es decir, morir.

—Te propongo un pacto. Intentaremos reconstruir el mosaico. Pero, si fracasáramos en ello, te marcharás. Partirás cuando quieras. Pues tampoco yo podría vivir inerte, amputada de ti.

Esa mujer... ha atravesado el mar, lo ha buscado en Morea y en Venecia y, sin duda, habría proseguido su búsqueda más lejos aún, impulsada por la absoluta convicción de que, antes o después, lo encontraría. ¿Y si a fin de cuentas tuviera ella la solución? ¿Si fuera en ella donde se hallase la única fuerza capaz de derribar la ciudadela mencionada por el doctor Clot?

Ricardo apoya las manos en la balaustrada. El contacto de la piedra le serena. Aspira profundamente, sumergiéndose en el perfume yodado del mar, y recuerda el dolor insidioso que ha experimentado cuando estaban reunidos con el virrey y que se desencadenó recordando aquella velada de cumpleaños y, sobre todo, a causa de un personaje, Karim ibn Soleimán.

¿Quién era realmente aquel hombre? ¿Cuáles los verdaderos lazos que lo unían a Scheherezada? Porque no habían conseguido engañarlo. No era únicamente ternura o amistad en la acepción exacta de la palabra: se trataba de un sentimiento más profundo. Si no, ¿por qué razón la evocación de aquella escena habría despertado malestar en los que le escuchaban? ¿Por qué esa torpeza en las respuestas y en las palabras? Y, sobre todo, la frase de Giovanna:

—El hijo de Soleimán falleció en Navarino.

Como si ella hubiera intentado tranquilizarlo. ¿Por qué?

Se volvió. Frente a él destacaba la fachada blanca de palacio, con sus decenas de ventanas donde se reflejaban las estrellas como otras tantas aberturas hacia el día o las tinieblas. Detrás de una de ellas, sólo de una, se encontraba la respuesta a las preguntas que se planteaba.

¿Cuál de ellas correspondería a la habitación de Scheherezada?

Sintió el cuerpo de Mandrino encima de ella. En un principio tuvo la sensación de que un gran pájaro caía sobre su cuerpo. En su duermevela, creyó que él había cedido al deseo de hacer el amor, simplemente por deseo. Pero cuando él habló comprendió que se trataba de algo muy distinto. Las palabras fluían de sus labios como guijarros que rodaran bajo el impulso de las olas. Era cuestión de la vida y de la muerte, de la fragilidad del ser, del mal de amor y de la sangría que comporta. Y, asimismo, cuestión también de su voluntad de vencer el círculo en el que un dios bárbaro lo había encerrado. Instintivamente, estableció un paralelismo con ese mismo Dios que había imaginado, contrario a la felicidad de sus criaturas, y recordó el mito de Asclepios.

Él insistió en su necesidad de recobrar el fervor que inspira el coraje y permite vivir al hombre con los brazos abiertos. Antes de los hechos de Navarino, él debía haber sido así, un hombre inspirado por ese fervor. Estaba seguro de ello.

En la oscuridad de la habitación, ella no podía distinguir sus rasgos, pero imaginaba la extrema tensión que debían reflejar.

Por fin, Ricardo abordó el tema de su relación. Tras aquella conversación en los salones de palacio, sabía que había debido amarla a ella, a Scheherezada, pues había identificado el origen de aquel dolor insidioso y que procedía de un sentimiento tan antiguo como el mundo, a veces excesivo, con frecuencia irrazonable, basado siempre en la angustia original de perder al ser querido. Había comprendido que Karim ibn Soleimán debió representar un peligro en un momento concreto de su existencia, puesto que el solo eco de su nombre había arrancado del olvido el antiguo temor. Ahora ya únicamente aspiraba a comprender por qué. Y tan sólo ella podía ayudarle a conseguirlo.

Cuando hubo concluido, Scheherezada se expresó a su vez sin recelos ni temores. Página tras página, le releyó el libro del pasado.

Le describió lo sucedido aquella noche en el Nilo, cuando él la invitó a cenar en la casa flotante que a la sazón le servía de vivienda. Fue antes de su matrimonio, incluso antes de que comenzase su historia. Hacía ya quince años de ello.

En el transcurso de aquella velada, él había manifestado:

—Usted ha amado en el pasado. No me haga creer que el pozo está agotado.

—¿Y si le respondiese que sí?

—No la creería. Usted sólo es capaz de amar. Realmente vive a través de ese sentimiento. El amor es el agua del corazón. Sin él, se deseca, como se desecaría Sabah si el Nilo desapareciera un día.

—Con la única diferencia de que la crecida llega todos los años. Y el amor, no.

—¿Quién era ese hombre?

—¿De qué le serviría saberlo?

—Para desenredar algunos hilos.

Tal como hiciera aquella noche, le confió lo relativo a Karim. La frustración de su historia y su conclusión, el desamor posterior, el vacío del corazón y la amargura sustituidos al cabo de unos meses por la inmensa pasión que la había encadenado a Ricardo, sin cesar jamás de acrecentarse, de consumirla, hasta aquellos momentos.

Cuando llegó el alba, ambos habían desnudado sus almas.

Él se levantó, paseó brevemente por la estancia y se volvió hacia ella.

—En Venecia me hablaste de un lugar llamado la hacienda de las Rosas.

—Es un paraje sagrado. Pertenece a la familia desde hace varias generaciones. Esa propiedad me permitió superar la muerte de mis padres, la de Michel, mi primer marido, y su propia devastación cuando Bonaparte ocupaba Egipto.

—¿Sigues plantando algodón allí?

—Sí, el más buscado, ese de fibra larga. Pasé largo tiempo intentando producirlo. Lo conseguí gracias a un agrónomo francés.

—Ello fue, indirectamente, lo que nos puso en contacto, ¿no es así?

—Por sugerencia de una amiga común te presentaste en mi casa como comprador. Yo poseía la única plantación de todo Egipto que no había ido a parar a manos de Mohammed Alí. En seguida me sugeriste que nos asociáramos y, en prueba de seriedad, hiciste llegar a Sabah una extraordinaria máquina americana que permitía embalar el algodón y sustituía el trabajo de tres fellahs.

—Pronto estaremos en abril. ¿No es en esa época cuando se siembran las semillas del algodón?

Ella asintió.

—Me gustaría ocuparme de esas semillas. Quisiera volver a ver la hacienda de las Rosas.

Ella lo examinó con emoción mal contenida.

—Así será si lo deseas, Ricardo. También es mi anhelo más querido.

—¿Y en qué momento comienza la cosecha?

—Unos meses después, mientras rogamos a Dios que la crecida del Nilo sea favorable.

Él la envolvió en su mirada azul.

—No temas, Scheherezada: he regresado. Creo que de todas las cosechas que has conocido, ésta será la más espléndida.

París, 6 de abril de 1828

La sala Taitbout donde la familia sansimoniana se reunía cada domingo estaba, como de costumbre, abarrotada de público. La jerarquía se componía de tres grados. Ocupaban el estrado los miembros del primer grado y los restantes las banquetas del contorno.

En cuanto a la platea, se habían acomodado en ella los habituales, pero también se encontraban allí curiosos de toda clase procedentes de todos los rincones de París. Obreros, artistas y gentes de mundo, entre los cuales se distinguían las mujeres y los parientes de los nuevos apóstoles. Bordadoras, obreras, lenceras y modistas animaban la sala como un enjambre bullicioso.

Aunque acompañada por el matrimonio Grégoire, Corinne Chedid parecía un poco perdida.

—¡Mira! —Exclamó Judith con entusiasmo—. Ese hombre de la izquierda, que viste temo oscuro, es Saint-Amand Bazard, uno de los jefes supremos. Y aquél, Olinde Rodríguez, fue discípulo directo de Saint-Simón y es uno de los más ardientes promotores de la hermosa divisa que te he mostrado en primera página del Producteur, el periódico sansimoniano.

—«Todo para la mejora de la clase más numerosa y más pobre.»

—¡Bravo! —Exclamó Georges—. ¡Lo recuerdas perfectamente!

—¿Y dónde está el señor Enfantin?

—El Padre Enfantin —rectificó Judith—. Ten paciencia. No tardará.

Y le señaló a otros dos personajes.

—Son los hermanos Pereire, prestigiosos banqueros, fundadores del Crédit Mobilier. Y a la derecha, ese caballero con tanta prestancia es el economista Michel Chevalier, profesor del Colegio de Francia. Junto a él se halla Hippolyte Carnot, hijo del célebre general que combatió en las filas de Bonaparte. Y allí, sentado junto a esa hermosa mujer de cutis de melocotón, está el ingeniero Paulin Talabot, a quien debemos nuestro ferrocarril.

—¡Qué gente más distinguida! ¡Banqueros, economistas, ingenieros! No imaginaba que personas tan ilustres aprobasen las ideas de vuestros amigos.

—Y esta noche no están todos aquí. Hay muchos más, igualmente prestigiosos. La semana próxima te presentaré a las damas que dirigen el salón de la rué Monsigny y aún quedarás más impresionada.

Se disponía a proseguir, pero se interrumpió al advertir un ligero murmullo que recorría la sala. Casi simultáneamente la multitud estalló en aplausos.

—¡El Padre! ¡El Padre!

Un hombre de unos treinta años, de poderoso tórax, frente despejada y barba imponente, acababa de hacer su aparición en el estrado. Su mirada era viva y luminosa y franca su expresión.

—¡Hermanas, hermanos queridos! ¡Una vez más vuestra presencia inunda mi corazón de alegría! ¡Gracias por encontraros aquí esta noche! ¡Gracias por vuestra fidelidad!

Hizo una pausa y prosiguió:

—Algunos dicen de nosotros que sólo somos unos soñadores. Acaso lo seamos. Pero existen varias clases de soñadores: están los inmovilistas, que ven transcurrir su existencia sentados al pie de las ciudades reconsiderando sus visiones, que sueñan y andan a la greña predicando lo inaccesible, convencidos en lo más recóndito de su ser de que jamás lo alcanzarán. Ésos, mis queridos hermanos y hermanas, confieso que deben clasificarse entre los poetas y los utópicos. Luego estamos los demás, nosotros, los sansimonianos.

Tras otra breve pausa, exclamó:

—Somos soñadores, ciertamente, pero hacemos mover el mundo.

Una salva de aplausos acogió tal afirmación. Enfantin aguardó a que retornase la calma y continuó:

—Vivimos en un universo que nada tiene que envidiar a la barbarie. Un universo gobernado «por cada cual para sí mismo, cada uno en su casa», en el que no existe lugar para los débiles y los desfavorecidos, que prohíbe el acceso al derecho más elemental, el derecho a la dignidad.

Sonaron voces de aprobación mientras Judith murmuraba a Corinne con acento conmovido: — ¿Verdad que es extraordinario? Corinne asintió sin apartar sus ojos del orador. —Nuestra vida debe resumirse en un solo pensamiento: asegurar a todos los hombres el libre desarrollo de sus facultades. Las instituciones sociales deben tener como finalidad la mejora de tipo moral, físico e intelectual de la clase más numerosa y más pobre. ¡A nosotros corresponde destruir las formas políticas tradicionales y las fantasmagorías parlamentarias de la política de los partidos!

Nuevos aplausos estallaron, que el Padre acalló reanudando su perorata.

—En verdad que el vicio de la política de los partidos es que todos formulan ideologías oscuras. Se llenan la boca con palabras tales como mejora, orden, libertad, igualdad, fraternidad y autoridad, pero suenan a hueco.

»Y yo afirmo que una sociedad no puede vivir sin ideal. El ideal es el trampolín del hombre: su ausencia conduce a la asfixia de una nación. ¡Ved la Francia actual: crece, pero entre tinieblas! ¿Qué hacen los príncipes que nos gobiernan salvo tratar de sofocar la luz? Almacenan los beneficios para que sólo sirvan a sus intereses y a los de una minoría ahíta. Es preciso volver a reconsiderarlo todo; hay que replantearse el sistema. Algunos nos calificarán de «modernos» en el sentido peyorativo de esa palabra. Si ser moderno es saber lo que no es aceptable, entonces reivindico con toda mi alma ese modernismo.

Una vez más los asistentes aclamaron al orador.

—He dicho que una sociedad no puede vivir sin ideal, pero tampoco puede vivir sin religión. Esa religión existe, sus bases ya han sido enunciadas por nuestro padre fundador: es el Nuevo Cristianismo. Un cristianismo que ya no se basa en la ciega aceptación de dogmas pasados, sino en la búsqueda constante de la Verdad, y, para alcanzarla, debe someterse, entre otras pruebas, a la confesión de nuestra existencia anterior con el Padre.

Al llegar a este punto de la exposición, Corinne murmuró, perpleja, a Judith:

—¿Qué quiere decir con «la confesión de nuestra existencia anterior»?

—El Padre Enfantin quiere conocer la moralidad de aquellos que lo rodean. Asiste con sus apóstoles a quienes se entregan a él y le revelan todo su pasado sin ocultarle nada.

—¿No crees que a algunos podrá resultarles embarazoso?

La pregunta quedó sin respuesta. Su amiga había centrado de nuevo su atención en el orador.

—Y, ahora, llego al punto esencial de esta reunión. El individuo social es el hombre, pero el hombre no disociado de la mujer.

Y prosiguió, con más energía:

—Por ello yo digo a las mujeres: haced como nosotros. ¡Estáis en Dios, descendéis de Dios! ¡Así, pues, tenéis derecho a ser libres! ¡Manifestaos, daos a conocer! Nosotros respetaremos vuestras palabras y vuestros actos. ¡Si tuvierais que acudir en nuestra ayuda, nos encontraríais heridos en el campo del honor, mas no tensos y agotados en el lecho del descanso!

Como era de esperar, esa parte del discurso fue excelentemente acogida entre el público femenino.

—Nada nuevo, nada bueno se logrará en la sociedad sin la liberación de la mujer. Y esa liberación me atrevo a afirmar que está obligatoriamente unida a una nueva moral sexual, a la emancipación. La sexualidad femenina no debe estar expuesta al oprobio social. Es preciso que exprese sus deseos con absoluta libertad.

Tomó un instante de respiro y concluyó:

—Hermanas, vuestro ha sido el estandarte de la aflicción: justo es que también lo sea el del honor.

Esta vez un verdadero delirio se apoderó de la sala y, aunque algunos rostros, en especial masculinos, expresaban su discrepancia, la mayoría de los asistentes aplaudió estrepitosamente.

—No me cabe ninguna duda —dijo Judith con voz temblorosa por la emoción—: este hombre es verdaderamente el Padre de la humanidad.

Corinne se limitó a parpadear, pensando para sus adentros que las ideas por él propugnadas eran ciertamente bellas y grandes. Sin embargo, algo que no lograba discernir le resultaba molesto en aquel discurso. ¿Acaso fuera el paréntesis que se refería a las confesiones individuales o el proyecto de una nueva moral sexual? ¿O incluso ese término extraño de Nuevo Cristianismo? Educada por su madre en el respeto a la religión católica, tales fórmulas no podían por menos de parecerle curiosas. De todos modos, aún sabía muy poco para permitirse condenarlas: sería más prudente aguardar y tratar de comprender mejor la nueva doctrina. Después de todo, tal vez un día los sansimonianos aportarían un poco de luz en la vida más bien apagada que hasta entonces había llevado.

Cruzó discretamente los dedos como si orase y, tal como le enseñara Samira, se refugió en la parte oriental de su personalidad, y decidiendo confiar en el destino.