—Nada. Tú lo has dicho: me vuelvo bucólico.

Sin transición, cogió el rostro de Scheherezada entre sus manos.

—¿Recuerdas el día en que nos conocimos?

Ella no dudó un instante.

—Fue el 8 de octubre de 1801, un viernes.

—Nos presentó aquella dama...

—Dama Nafisa. Había pasado la tarde en la hacienda de las Rosas y tú acudiste a buscarla.

E imitó la presentación con aire falsamente ceremonioso.

—Ricardo Mandrino... Scheherezada, hija de Chedid.

Mandrino replicó en el mismo tono:

—Encantado, querida señora. Dama Nafisa me había elogiado mucho su belleza, pero compruebo que la realidad supera en mucho a sus palabras.

Ricardo se echó a reír:

—¡Dios, qué fórmula más redicha!

—¿Porque no era sincera?

—¡Muy al contrario! Pero reconozcamos que hubiera podido encontrar otra manera de abordarte. Sin embargo, hoy, casi treinta años después, compruebo que jamás estuve tan cerca de la verdad.

Le pasó la mano por los cabellos.

—Eres bella, más bella que nunca.

Scheherezada se estrechó contra él.

—Decididamente, Ricardo, jamás dejarás de sorprenderme. Antes de tu llegada me desesperaba ante el espejo y maldecía interiormente a los dioses por ser tan injustos con las mujeres.

—Ya ves, uno siempre puede equivocarse al increpar a los dioses.

Se separó de ella.

—Debemos apresurarnos. La fiesta está prevista para las seis y tenemos un largo camino que recorrer.

—Estaré preparada dentro de un momento.

—Voy a ver si Giovanna está dispuesta y la berlina preparada. Entre nosotros, hubiera preferido no acudir a esos festejos, ¿pero cómo negarme puesto que asistirá hasta el más humilde fellah?

—El pacha no lo hubiera comprendido e Ibrahim aún menos.

—Desde luego.

Ricardo suspiró:

—Y mañana nos aguarda la inauguración de las obras de la presa.

—Sí, pero ahí estoy absolutamente decidida a asistir. Por Joseph.

—Comprendo. Tranquilízate, no tengo intención de faltar a la cita.

Repentinamente, anunció:

—Scheherezada, voy a retirarme de la vida activa.

Ella lo observó, estupefacta.

—Hace tiempo que estoy madurando esa idea. Estoy cansado de esta dependencia de palacio, cansado de vivir pendiente de un hilo, siempre interrogándome sobre la próxima misión que puedan confiarme. Mi amistad con Mohammed Alí es más profunda que nunca, pero ya ha llegado el momento de que piense un poco en mí, en nosotros.

—¿Has hablado de ello con su majestad?

—Aún no, pero pienso hacerlo en la primera ocasión que se presente.

—Un terremoto no le causaría tanta impresión. ¿Eres consciente de ello?

—Sobre todo soy consciente de que nadie es insustituible. Hombres como Boghossian, Edhem, Artine, Cerisy e incluso el coronel Sève están dotados de cualidades extraordinarias y sabrán apoyar y aconsejar al pacha tan bien como yo.

—También yo estoy convencida de ello. Pero debemos reconocer que las relaciones que Mohammed Alí y tú habéis mantenido hasta ahora han sido de carácter excepcional. No era únicamente la confianza lo que os unía, sino también un sincero afecto.

—Ya te lo he dicho: seguirá contando con mi amistad y estaré siempre a su disposición. Sólo que no deseo tener que partir a desempeñar misión alguna.

Y añadió bruscamente, con un hilo de voz:

—Ignoro cuántos años me quedan de vida...

Ella se apresuró a acallarle poniéndole un dedo en los labios.

—Te prohíbo que hables de esas cosas.

—Sin embargo es preciso, puesto que ello motiva mi decisión.

Mostró el magnífico paisaje que se distinguía a través de la ventana.

—Quiero aprovechar instantes como éste. Y sólo puedo hacerlo aquí, en Sabah, a tu lado. Ahora estoy convencido de que el viaje a Kutahia fue una locura.

Ella permanecía en silencio. ¿Cómo expresarle el profundo alivio que experimentaba? Desde su reencuentro, mil veces había querido suplicarle que se detuviera, que guardase sus maletas, sin atreverse jamás a pronunciar aquellas palabras, obsesionada siempre con la idea de recuperar el tiempo perdido. Sin duda por no haberse opuesto a que reanudara sus funciones junto al virrey fue por lo que había accedido a acompañarle a Turquía. Desde su retorno de Navarino no había pasado un solo día sin sentirse dominada por este pensamiento: «Él le había dado más que ningún otro hombre. ¿Había sabido ella devolverle aunque fuese una ínfima parte?»

Y estaba, también, aquella cruel opinión expresada por Giovanna:

Utilizas la fragilidad de papá para dominarlo mejor. En el fondo, extraes tu fuerza de su debilidad.

Ahora, nadie podría reprocharle que conservara a su esposo junto a ella.

Bajo el sol que marchaba hacia su ocaso resonaban en El Cairo millares de yuyús lanzados por agudas voces femeninas. Desde la cima de Mokattam hasta lo más profundo de Bulak la ciudad se había entregado a la música y a la exaltación. Beduinos procedentes del desierto atravesaban a pleno galope la Quasabah entre gritos enfervorizados. De pie en sus purasangres, con los brazos abiertos o manteniéndose en equilibrio sobre un estribo, los jinetes rivalizaban en proezas, haciendo las delicias de la multitud.

Tejidos multicolores se extendían por las callejuelas y en las ventanas se agitaban pañuelos. Las mujeres incluso habían abandonado el secreto de los harenes para proclamar su admiración.

—¡Ibrahim, Ibrahim! ¡Alá sea contigo!

El vencedor de los turcos, el triunfador de San Juan de Acre, el conquistador de Kutahia y de los montes Taurus avanzaba al frente de su ejército, a la grupa de un magnífico caballo tcherkess. Su padre lo contemplaba desde lo alto de las murallas de la Ciudadela, rodeado por los más altos dignatarios de la corte.

Ninguna emoción se reflejaba en su rostro ni agitaba sus pupilas temblor alguno. Solamente brillaba en ellas un gran orgullo.

—¿No existe entre vosotros los cristianos una frase que vuestro Dios pronunció acerca de su hijo? —Preguntó dirigiéndose a Scheherezada y Ricardo—. La oí un día, pero ya no la recuerdo.

La pareja se miró con perplejidad.

—No, sire. No recuerdo —dijo Mandrino.

—Ya te imaginaba algo pagano, bey Ricardo. Pero me sorprende que tu esposa también lo sea. ¿Tan poca importancia concedéis a las Escrituras? Me consta que existe esa frase.

—Yo la sé, sire —intervino Giovanna.

Mohammed Alí le dirigió una circunspecta mirada.

—Te escucho...

Ella declamó dulcemente:

—«Éste es mi hijo querido, en quien tengo puesta toda mi confianza...»

El soberano puso los ojos en blanco.

—Bien, hija de Mandrino. Esto compensa un poco tu última insolencia.

Ricardo observó con sorpresa a su hija, mas no hizo comentario alguno.

La comitiva acababa de desaparecer tras las murallas de la antigua fortaleza de Babilonia que rodeaba el distrito del Viejo Cairo. Giovanna aprovechó la ocasión para observar a la gente que la rodeaba. Paseó su mirada por ministros, cónsules y ulemas hasta detenerse en una pareja situada a la derecha del virrey. La mujer se cubría totalmente con un velo de muselina blanca: sólo se veían sus negros ojos ribeteados de khol. En cuanto al hombre, debía de tener unos veinte años y, sin embargo, sus rasgos ya eran fláccidos. Un doble mentón desfiguraba su cuello y su tez era grisácea. Pero lo que más intrigaba a Giovanna era lo que emanaba de él: no hubiera podido decir si se trataba de cinismo o de crueldad.

Giovanna consultó discretamente a su padre.

—¿Quiénes son?

—Él es Abbás, nieto de su majestad; ella, Nazla Hanem, su primogénita, apodada «la gran princesa».

—¿Cómo es que no está aquí Said?

—Creí haberte informado: ha sido enviado a Francia para proseguir allí sus estudios. Embarcó ayer por la mañana en el Mahroussa.

—¿De modo que iba en serio?

El recuerdo del joven príncipe le produjo un breve vuelco en el corazón. Lo veía, de nuevo, destrozado, encorvado, arrastrándose penosamente mientras escalaba el muelle. Deseó que fuera dichoso en aquellos momentos.

La comitiva acababa de llegar a la entrada de la Ciudadela. Ibrahim no tardaría en franquear el umbral y, como exigía la tradición, pondría pie en tierra e iría al encuentro de su padre.

Corinne Chedid, anónima entre la multitud, aplaudía calurosamente, aunque nada sabía, o muy poco, sobre aquel generalísimo. Simplemente, le habían explicado que era hijo del virrey y que regresaba cubierto de gloria. En realidad, expresaba su dicha por haber dejado Alejandría y, asimismo, su felicidad por haber sido acogida con tanto cariño entre la familia del doctor Dussap. Clot no se había equivocado al decirles que eran unos seres maravillosos.

Aunque el banquete tocaba a su fin, los servidores seguían mariposeando por el comedor sirviendo refrescos, café o golosinas.

Con gran disgusto de Giovanna, la habían situado frente al joven de rasgos fláccidos. A la izquierda de éste se encontraba el coronel Séve y, más allá, Fernando de Lesseps y el señor Mimaut. Había casi tantos franceses como egipcios. En el entorno próximo al coronel se hallaban los capitanes Mary, Cadeau, Daumergue y Caisson. También estaban Cerisy, el doctor Clot, Livron —que, años atrás, sirviera de intermediario al virrey para la construcción de sus fragatas en Europa—, Besson, ascendido al rango de vicealmirante, el doctor Dussap —encargado recientemente del servicio de Sanidad Militar—, y muchos más. Pero la presencia más inesperada era, ciertamente, la de Charles Lambert. Ni Enfantin, ni Fournel ni ningún otro miembro del grupo habían sido invitados. Sin duda, el sansimoniano gozaba de la protección de Linant, con quien colaboraba elaborando los planos y presupuestos de la futura presa del Delta.

—¿Sabe que su hija se parece mucho a usted, bey Mandrino? —exclamó el coronel Séve.

—¡Naturalmente! ¡Es hija mía!

—Y supongo que poseerá las cualidades morales de su madre.

—Se equivoca usted —bromeó el virrey—; sólo posee sus defectos.

—¿No sois algo severo, sire? —protestó cortésmente Séve.

—Coronel —intervino Scheherezada—, usted que conoce bien a su majestad debería saber que la severidad suele ser en él expresión de afecto.

Se inclinó hacia Mohammed Alí.

—¿Me equivoco, alteza?

A modo de respuesta el pacha cogió un racimo de uvas.

—Señora —prosiguió Séve—, recuerdo su visita a Epidauro hace siete años, cuando emprendió aquella búsqueda imposible, triunfando en lo que todos daban por perdido. Jamás tuve ocasión de decírselo, pero se ganó mi admiración.

—Mi amigo Séve tiene razón —reconoció Ibrahim—. Ni la leyenda de Asclepios ni el temor al fracaso la disuadieron de sus propósitos.

Y tomó espontáneamente a Giovanna como testigo.

—Realmente tiene usted una madre excepcional.

—Desde luego, monseñor. Como insinuaba su majestad, sólo soy una pobre imitación.

Había simulado jovialidad, pero se veía claramente que no bromeaba en absoluto.

—¡Vamos, señorita! —Protestó Séve—. Su majestad bromeaba: no creo una palabra de ello.

—Sin embargo es la estricta realidad, coronel. Tal como usted hacía observar justamente, mi madre triunfa en situaciones que todos dan por perdidas. En cuanto a mí, sucede a la inversa. ¿Comprende mi sufrimiento?

Se inclinó hacia Scheherezada.

—¿No es así, mamá?

—Querida, sólo puedo responderte que aquel que lleva en el fondo de su alma el deseo de sufrir acaba por crear ocasiones de experimentarlo. Y, como bien se sabe, el sufrimiento es el paraíso de los locos.

Sin aguardar respuesta, se dirigió a Séve.

—¿Qué impresión le produce encontrarse en El Cairo tras estos años de ausencia, coronel?

—Una auténtica felicidad, señora. Ni Siria ni Morea han podido colmar la ausencia de Egipto. Aunque me sentía orgulloso de combatir junto al príncipe, aunque cada victoria me colmaba de alegría, he echado mucho de menos a los seres que me son más queridos y sentía grandes deseos de reunirme con ellos.

Hizo una breve pausa.

—A este respecto, debo comunicarles que la semana próxima organizo una recepción en mi residencia. ¿Me harán el honor de acompañarnos?

Mandrino se lo agradeció cortésmente.

—Es muy amable por su parte, coronel, pero no sé si dispondré de tiempo libre para ello.

—El festejo está previsto en honor de su excelencia Ibrahim —insistió Séve—; haga un esfuerzo. Contamos sinceramente con su presencia, así como con la de su esposa, por supuesto.

—¿Y yo? —preguntó Giovanna con brusquedad.

El coronel carraspeó.

—Desde luego será bien recibida, señorita.

—Tranquilícese: no haré sombra a nadie. Sé conducirme perfectamente en sociedad.

La reacción de Ricardo no se hizo esperar.

—Es evidente que te quedan muchas cosas por aprender. La primera consiste en saber mantenerte en tu lugar.

La joven se volvió violentamente hacia su padre. Se disponía a replicarle, pero la expresión de su rostro la disuadió de ello. Se leía en él una cólera contenida pero terriblemente amenazadora.

Por fortuna, el joven de rasgos fláccidos dio un giro a la conversación.

—Dígame, coronel Solimán, imagino que en el curso de esa recepción se hallarán presentes muchos compatriotas suyos.

Habíase dirigido intencionadamente a Séve por su nombre árabe.

—Naturalmente, bey Abbás.

El joven se arrellanó en su asiento con un movimiento carente de gracia y añadió con cierta sequedad:

—Entonces tal vez podría intentar hacer reflexionar a los miembros de su comunidad para que dejaran de abusar de las capitulaciones.

Séve pareció desconcertado.

—¿Creéis que abusan tanto?

El nieto de Mohammed Alí exhibió una mueca intencionadamente ambigua.

—¡Oh, son los rumores que circulan por ahí!

—¿Sabéis lo que se dice a propósito de los rumores? «El rumor llega, el eco lo repite.» Nada más estúpido que un eco.

¿Captó el joven la flecha disparada por el francés o prefirió ignorarla? Se limitó a alzar el mentón y sumirse en el silencio.

La tensión se disipó y el resto de la velada transcurrió en un clima más distendido. Scheherezada trató en varias ocasiones de atraer la atención de su hija pero desde el incidente sufrido la joven no alzó los ojos de su plato.

Una vez servido el último café, Mohammed Alí se levantó.

—¡Venid! —Invitó a los comensales—. Nuestros artificieros iluminarán el cielo de El Cairo en homenaje a mi hijo.

Unos momentos después todos los invitados se encontraban en una de las terrazas de la Ciudadela.

El soberano rodeó los hombros de Ibrahim con gesto afectuoso.

—¿Ves, hijo mío? Esta ciudad te pertenece. Y, mañana, Egipto.

Apenas concluida su frase se iluminó un rincón del cielo: los fuegos artificiales comenzaban. En breve, desaparecieron las estrellas bajo las luces que estallaban en ramilletes multicolores.

En el salón de la dormida Ciudadela, Mohammed Alí aspiró unas bocanadas de su chibuquí y manifestó con voz melancólica:

—Mi hijo ha regresado y conservo mis conquistas. Tengo muchos motivos para alegrarme, pero no lo consigo.

Pese a lo tardío de la hora se había hecho acompañar por el veneciano a sus aposentos privados. Unos minutos después, Ibrahim se reunía con ellos.

Estaban los tres sentados en cuclillas en torno a una mesa baja sobre la que se encontraba una bandeja de plata maciza. Cerca de la ventana, en un rincón, un pebetero humeaba y proyectaba volutas perfumadas de incienso en el ambiente.

—No consigo alegrarme porque sé que la carga que recae sobre mis hombros será cada vez más pesada de soportar.

—Tenéis sesenta y cinco años, y yo tres más que vos, sire —observó Ricardo.

—Sí, pero tú no estás al frente de un imperio.

—Habéis aludido al peso que recae sobre vuestros hombros. ¿Desde cuándo la victoria es una carga?

El pacha señaló a su hijo con el largo tubo de su pipa.

—Díselo, Ibrahim: explícale en qué situación se encuentra ahora Egipto.

—Desde hace más de treinta años todos los recursos, en hombres y en dinero, están destinados al ejército y la marina. Hace treinta años que estamos en guerra. Esta lucha prolongada, contra la Puerta o en su nombre, ha acabado con nuestra prosperidad. Si se prolongan esas condiciones, dentro de un año el tesoro estará agotado. En estos momentos ya se debe al ejército tres meses de soldada. Y eso no es todo. Basta con observar el mapa: el imperio egipcio se extiende desde Alejandría hasta Asia Menor. ¿Qué nación puede defender un territorio tan grande, unas fronteras tan vastas, y mantener indefinidamente en ellas un ejército en pie de guerra?

—En tal caso, monseñor, ni vos ni vuestro padre tenéis otra opción.

—¡Lo sé! —Exclamó Mohammed Alí—. Hay que hacer acopio de valor y proclamar la independencia de Egipto.

—¡Vos lo habéis dicho, majestad!

—Además —añadió Ibrahim—, debemos tener en cuenta un elemento nuevo que no habíamos previsto. Desde hace poco ha nacido en el país un sentimiento nacionalista que comienza a cobrar forma tangible. Precisamente ayer mi padre recibió una delegación de ulemas que acudieron a participarle su impaciencia asegurándole al mismo tiempo su apoyo. Su gestión es muy apreciable, pues como se sabe, esos doctores de la ley suelen oponerse a nuestras medidas.

—Ciertamente. Y si ignoráis a esos nuevos patriotas corréis el riesgo de sufrir sus críticas.

Fijó su mirada en Mohammed Alí.

—Majestad, tenéis el más absoluto derecho de proclamar vuestra independencia. Grecia también era una provincia otomana y hoy es un país libre; el sultán tenía idénticos derechos sobre Argel y, sin embargo, desde el desembarco de los franceses el rey Luis-Felipe ignora la soberanía de la Puerta en ese país. Argel se ha convertido en territorio francés. ¿Qué tendrían que objetar las grandes potencias ante una decisión tan justificada?

—¿Qué? ¡No seas niño, Ricardo! Sabes tan bien como yo que existe un obstáculo importante, insuperable, y que consiste precisamente en la aprobación de las potencias. En todo momento, el mundo ha estado gobernado por un conjunto de países que deciden la moral universal y, según sus intereses, decretan un día que algo es honorable cuando lo consideraban despreciable la víspera.

—Obrad entonces en consecuencia.

Ibrahim acudió en apoyo de Ricardo.

—Jamás nos encontraremos en situación tan favorable como la que vivimos actualmente: nuestros ejércitos descansan a pocas millas de Estambul y nos hemos adueñado de Siria, Sudán y Arabia. ¡Tomad como conquistador el título que corresponde a esa realidad! ¡Haced caso omiso de la política de Occidente y colocad con mano firme la corona sobre vuestra cabeza! ¡Os aseguro que ni el sable ni la diplomacia os la discutirán!

Mohammed Alí aspiró varias veces profundamente. En el salón, sólo se percibió su respiración enronquecida.

—Comenzaré cursando una solicitud por escrito a las potencias. Luego sondearé a sus representantes.

—Perdonadme, sire, pero sería un grave error. Buscar por la vía de la negociación lo que dejéis de hacer por audacia imposibilitará el éxito. Aunque tengáis todos los argumentos del mundo a vuestro favor. Vuestro hijo tiene razón. Permitidme que cite la frase de un filósofo: «Lo que os negáis a aceptar de momento, la eternidad jamás os lo dará.»

El soberano no respondió: se advertía que libraba una terrible batalla en su interior.

—Bey Mandrino, estoy tan seguro de mis derechos que si no proclamase mi independencia en este mundo lo haría en el Más Allá...

CAPÍTULO 26

Con el rostro hundido entre almohadones Giovanna intentaba dominar los sollozos que agitaban su cuerpo. Se odiaba a sí misma. Si, por lo menos, hubiera tenido el valor de morir, si la muerte no despertase en ella el mismo terror que en su padre, gustosamente partiría hacia la nada.

¿Qué demonio llevaba dentro, pues, para que de repente experimentara la necesidad visceral de atacar a aquellos que la rodeaban? Era, como siempre y una vez más, aquella otra parte de sí misma que la dominaba. Un tirano ciego que decidía obrar brutalmente y lanzaba sus ejércitos contra ella hasta que se veía condenada a declararse vencida. En su desolado corazón sólo quedaban cenizas.

Sin embargo había intentado amordazar a aquel monstruo. Desde su estancia en la hacienda de las Rosas incluso había creído salir victoriosa de su empeño. Y he aquí que todo comenzaba de nuevo. Sin duda, ella debía formar parte de esos seres en quienes la naturaleza siembra más mal que bien.

He aquí a mi hijo querido, en quien he puesto toda mi confianza...

No recordaba por casualidad aquella frase; por añadidura, la única de los Evangelios que hubiera podido citar de memoria. La primera vez que la leyó, durante un curso de catecismo, acababa de cumplir once años. Desde entonces sólo había soñado con el día en que su padre le dijera aquellas palabras. Durante todos los años pasados se había acostado con esa esperanza, hasta que la decisión de Ricardo de confiarle las llaves de la hacienda de las Rosas había hecho realidad su sueño.

Pero los sueños son frágiles y no soportan la traición.

Aporreó los almohadones con ciega ira. Entreabrió los labios. De su más recóndito interior sintió surgir un grito, el grito del animal acorralado. Estaba sola en la casa: todos la habían abandonado para acudir a la inauguración de la presa: nadie la oiría. Se irguió en el lecho dispuesta a proferir el grito, pero se quedó con la boca abierta, como un ser a punto de ahogarse a quien faltase el aire.

En el centro de la región denominada «el vientre de la vaca», bajo las directrices de Linant, Joseph y sus colaboradores sansimonianos, se había instalado el núcleo de las obras. Las tiendas formaban ya un pueblecito de lona que proyectaba sus blandas sombras a lo largo de aquel mar de hierbas y de palmas mientras a pocos pasos el río-dios proseguía su curso, alejándose con soberbio desdén del vaivén de los humanos. ¿Acaso aquellos mortales creían poder domeñar lo indomable?

Aquél era un día fausto, pues iba a ponerse la primera piedra de la escuela del ingenio. Una dahabieh magníficamente empavesada acababa de conducir a los notables, entre los cuales se hallaba el coronel Séve acompañado del bey Edhem, representante del virrey, Fernando de Lesseps, Ricardo y Scheherezada.

En la gran mesa colocada en el centro del campamento señoreaban los vinos de Champaña, de Borgoña y de Provenza ofrecidos por el cónsul francés. Aves espetadas giraban en las hogueras. Bajo un dosel, una orquestina formada por músicos árabes se esforzaba por interpretar un fragmento de algo que, supuestamente, se asemejaba a La marsellesa.

—Le felicito sinceramente, señor Enfantin, la fiesta es un verdadero éxito.

El jefe de los sansimonianos, que discutía acaloradamente con Linant, interrumpió su diálogo para agradecer el cumplido.

—Me alegro de que lo aprecie así, bey Edhem, hoy es un gran día.

—Su majestad lamenta no haber podido acompañarlo. Pero los asuntos de Estado... supongo que comprenderá.

—¡Naturalmente! Pero está usted aquí y a través de usted nos llega un poco de su majestad.

Edhem pareció halagado por la metáfora. Linant prosiguió:

—Discúlpeme, sé que no es momento adecuado para conversaciones serias, pero ¿podría decirme si hay alguna novedad sobre las propuestas que le transmitimos?

Y, acto seguido, se apresuró a añadir:

—Le aseguro, bey Edhem, que las transformaciones que sugiere el señor Enfantin serán beneficiosas para todos y glorificarán aún más la imagen de su majestad.

El representante del virrey mostró un aspecto turbado.

—Lo que piden es imposible. He leído atentamente su informe y sin duda está lleno de buenas intenciones. Sin embargo, no podemos alterar de hoy para mañana las tradiciones de este país.

—Mi bey, nosotros respetamos las tradiciones, que son el alma de una nación. ¿Pero merece tal calificativo el sistema de trabajos obligados? No me guarde rencor si lo juzgo inhumano; en cualquier caso, ineficaz. Reclamar que se entregue una compensación a los obreros, pretender que sean debidamente alimentados y que se empleen preferentemente soldados antes que infelices fellahs arrancados a sus campos y a sus familias son otras tantas peticiones que se basan en el respeto más elemental a la condición humana.

Linant apoyó al jefe de los sansimonianos.

—Creo sinceramente que el señor Enfantin tiene razón. ¿No podrían reconsiderar su decisión?

El bey Edhem pareció incómodo.

—Lo intentaré, señor de Bellefonds. Pero no le prometo nada. En contrapartida, he hablado al virrey de la construcción de alojamientos y de edificar un hospital en las obras, y no se opone a ello.

—He aquí un primer paso conseguido. Se lo agradezco con todo mi corazón.

—Sin embargo, no olvide el resto —insistió Linant—. Puedo asegurarle que esas modificaciones duplicarían la eficacia de los trabajos.

El bey Edhem formuló algunas palabras de aprobación.

—Ahora tengo que dejarlos. Debo felicitar al coronel Séve. No sé si estarán informados, pero su majestad acaba de concederle el título de pacha.

Mientras se alejaba, Enfantin exclamó con aire entristecido:

—¡Qué lástima, sin embargo!

—¡Vamos, no se deje desanimar! Acabaremos obteniendo un resultado favorable a nuestra causa. Antes o después, será abolido el régimen de trabajos obligados.

—No es ésa la cuestión.

Señaló las obras.

—Me siento orgulloso de contribuir a esta aventura. Pero, al mismo tiempo, me digo que también hubiera podido disfrutar de tan magnífica organización otro proyecto.

—¿El canal? ¿Aún piensa en él?

—Sí, Linant. Más que nunca. Voy a confiarle un secreto: he cursado una petición al virrey para que me conceda un firman que me permita acudir al istmo con algunos compañeros. Séve ha prometido facilitarnos las tiendas y víveres necesarios para la expedición.

Linant pareció sorprendido.

—¿El coronel? ¿Cómo ha sido eso?

—Imagínese, siente gran consideración por nuestro grupo y, por propia voluntad, ha decidido prestarnos ayuda.

—En resumen, han seducido ustedes a muchísimas personas en Egipto: Séve, Mimaut, Lesseps; y a mí, desde luego. Imagino que ello supera sus expectativas.

Como si diera curso libre a un pensamiento, Enfantin le confió:

—Voy a sorprenderlo: pese a su importancia, no veo en esta presa la obra de ingeniería que ejercerá en el mundo una influencia comparable a las grandes batallas de Alejandro, César o Napoleón.

—Acaso tenga usted razón, pero es preciso considerarla como si fuera un primer paso.

—Un gran paso, lo reconozco, pero que aún no se inscribe en «el gran camino de la gloria industrial». Tiene unas características demasiado egoístas, puramente nacionalistas.

Hizo una pausa.

—¿Está Mohammed Alí destinado a establecer en el mundo la gloriosa lucha contra los elementos naturales? Comienzo a dudarlo. Pero sí estoy seguro de que prepara la llegada de esa gloria más poderosamente que cualquier otro soberano. Por ello, si cuando estaba en Francia tenía la convicción que me ha hecho venir a Egipto, en este momento me hallo gustosamente en las filas del ejército de ese gran iniciador de la glorificación pacífica...

—Una actitud que le honra, señor Enfantin. Y, en cuanto al canal, no he perdido la fe en su futuro. Estoy convencido de que antes o después el proyecto se realizará.

—Inch Allah... En todo caso, suceda lo que suceda, lucharé en ese sentido ante viento y marea contra todos los escépticos.

E inició la marcha hacia los tablados donde se habían agrupado los presentes.

—Venga, amigo mío. Vamos a reunimos con los demás.

—Os presento al señor Enfantin —anunció Joseph a sus padres.

—Querida señora, debo confesarle cuán honrado me siento de conocer a la madre de un joven de tanto talento.

Y, seguidamente, se inclinó ante Mandrino.

—El señor de Lesseps me ha hablado mucho de usted y de la influencia que ejerce en su majestad.

—El vicecónsul ha exagerado mucho: sólo se influye en los seres frágiles, lo que, como comprenderá, está muy lejos de ser el caso de Mohammed Alí.

—Desde luego. No obstante, estoy convencido de que sabe apreciar la prudencia de sus consejos.

—Ojala pudiera tener la misma influencia que mi padre —suspiró Joseph—. Acaso entonces hubiera logrado inducir al pacha a jugar la baza de Suez.

—Tal vez el tiempo abogará a nuestro favor. El señor de Bellefonds me hacía observar acertadamente la gran cantidad de personas que se disponen a apoyar nuestras teorías.

—Sin duda tiene razón. ¿Y si le dijera que mi propia hermana se ha dejado seducir por algunas de sus tesis?

—No me sorprende: cada vez es mayor el número de mujeres que se suman a nuestras filas. Estoy convencido de que este movimiento irá creciendo en años futuros: es ineluctable.

—¿Por qué tiene tal seguridad? —preguntó Ricardo.

—Muy sencillamente: porque las mujeres ya no quieren vivir amordazadas; ha llegado la hora de cederles la palabra. Basta con leer, con escuchar las frases de nuestras hermanas sansimonianas para descubrir cuánto han sufrido con esta represión. Ellas son las primeras en afirmar que nada nuevo ni bueno se hará sin la previa liberación femenina.

Ricardo sofocó un bostezo.

—Sí, comprendo. Comenzando por la liberación de Eros.

—¿Por qué no? ¿El amor no es para todos? ¿No es el camino real que conduce a las puertas del Edén?

El veneciano fijó su mirada en el suelo con aire pensativo.

—Ignoro si esta liberación hará más grandes o más felices a las mujeres. Sólo espero que ese paraíso al que aspiran no tenga un regusto de infierno, señor.

Joseph consideró oportuno dar un nuevo giro a la conversación.

—No veo al señor Fournel: espero que no se halle indispuesto.

—No, ha partido para Siria. Por razones personales se ha negado a participar en la construcción de la presa.

—¡Qué lástima!

Mandrino aprovechó un instante de silencio para manifestar:

—Lamento dar fin a esta conversación tan instructiva, pero... —señaló hacia los tableros provistos de alimentos— como dicen en Francia, «el hambre no tiene oídos».

Hizo una breve señal de complicidad a su hijo y marchó acompañado de Scheherezada, quien, apenas dieron unos pasos, observó:

—A juzgar por tu expresión enfurruñada y por la brusquedad con que te has escabullido, deduzco que no aprecias demasiado la conversación del señor Enfantin.

Por toda respuesta, el veneciano profirió un gruñido.

—No te creía tan chapado a la antigua, señor Mandrino. Ciertamente, también yo me mostraba reticente respecto a él. Sin embargo, ahora me siento obligada a reconsiderar en parte mi opinión. No son tan descabelladas las ideas que propugna.

Ricardo se detuvo bruscamente.

—¡No hablarás en serio! ¡Sus teorías son absurdas!

—No todas: fíjate en mi caso. ¿Crees que si hubiera vivido sometiéndome a las tradiciones habría podido realizar las pocas cosas que he hecho en mi vida en un país como Egipto? ¿Conoces a muchas mujeres sometidas que hubiesen restaurado la hacienda de las Rosas a despecho de todos? ¿Sabes de muchas que hubieran tenido la audacia de asaltar en plena noche la cámara de un virrey para exigirle que derogase un decreto? Y no hablemos del viaje a Morea: una auténtica locura que sólo podía realizar una mujer que se burlase de las reglas establecidas. En el fondo, acaso te desposaste con una precursora del sansimonismo.

Herido en lo más vivo, Ricardo respondió con expresión admonitoria:

—Disculpa que no me adhiera a tus ideas, pero, según dicen, sus mujeres son extremadamente liberales.

Inesperadamente, Scheherezada no reaccionó a sus palabras. Estaba distraída fijando su atención en otra parte. Ricardo descubrió entonces a una joven de cabellos cobrizos que se adelantaba hacia ellos.

—Buenos días, ¿puedo servirles algo?

—Sí, gracias.

—¿Qué prefieren? ¿Un pichón asado? ¿Una loncha de cordero?

—Tomaré una loncha de cordero —repuso Ricardo.

Y, dirigiéndose a Scheherezada, le preguntó:

—¿Y tú, qué prefieres?

Ella no pareció haberle oído. Se vio obligado a insistir.

—Lo mismo: una loncha de cordero.

La joven asintió y se fue hacia la mesa con graciosos pasos.

—¿Qué sucede? —Se interesó Ricardo—. Te comportas extrañamente.

—¿Quién es?

—¿A quién te refieres?

—A esa joven.

Y señaló a la muchacha.

—¿Qué sé yo? Una sirvienta, sin duda.

—Es curioso.

Ricardo no pareció comprenderla.

—Me refiero a su parecido: tiene la misma nariz, el mismo lunar en el pómulo. Es el vivo retrato de mi hermana.

—¿De Samira?

—Sí, con veinte años menos.

—¡Ah, bueno...!

Se encogió de hombros y pasó a otro tema. Ella le oía vagamente disertar sobre las últimas decisiones del virrey hasta el momento en que la joven reapareció ante ellos.

—Aquí están —dijo presentándoles dos platos—; buen apetito.

En el instante en que se disponía a marcharse, Scheherezada la abordó:

—¿Puedo saber su nombre, señorita?

—Me llamo Corinne.

—¿Y forma parte de los sansimonianos?

—Sí.

Como si tal confesión le resultase incómoda, la joven creyó conveniente añadir:

—Bueno, en cierto modo.

—¿Puedo confiarle un secreto? —dijo Mandrino con aire divertido—. ¿Sabe que tiene usted una gemela?

—¿Sí?

Parecía algo desconcertada.

—Mi esposa la encuentra muy parecida a un miembro de su familia.

—¿Y de quién se trata?

—De su hermana: parece que es usted su doble.

Un repentino estremecimiento alteró los rasgos de Corinne.

—Espero no haberla ofendido.

—No, en absoluto.

Se sentía ridícula. ¿Por qué latía su corazón como si fuera a salírsele del pecho? Sólo podía tratarse de una coincidencia.

—¿Lleva mucho tiempo en Egipto? —preguntó Scheherezada.

—Seis meses, aproximadamente.

—Supongo que es usted francesa.

—Querida —protestó cortésmente Mandrino—, ¿no te parece que resultas algo indiscreta?

Haciendo caso omiso de la observación del veneciano, Corinne respondió:

—Soy semiegipcia. Mi madre nació en Gizeh. Partió para Francia en la época de la expedición francesa. Mi padre formaba parte del ejército de Bonaparte, era...

Dejó su frase en suspenso. Su interlocutora había palidecido intensamente.

No, no era posible.

De repente tuvo la sensación de que el calor del sol se le hacía insoportable. En su espíritu se yuxtaponían dos imágenes: la de su madre y la de aquella mujer que tenía delante: el óvalo de su rostro, el dibujo de los labios... El paralelismo se imponía y, con él, aquel aire que ella habría jurado que le era familiar.

—¡Ven, hija de Chedid!

Oyó las palabras al tiempo que veía los brazos temblorosos que se tendían hacia ella.

Ya no quedaba lugar para dudas.

Se dejó estrechar dulcemente contra el pecho de Scheherezada y, al contacto de su piel y de su olor, comprendió que por fin había llegado a puerto seguro.

CAPÍTULO 27

—Giovanna, te presento a Corinne Chedid, tu prima.

Giovanna, boquiabierta, saludó a la desconocida interrogando a sus padres con la mirada. Joseph estaba radiante.

—Vamos a sentarnos —propuso el veneciano—; hablaremos más cómodamente.

Entraron en el salón. Ricardo encendió las lámparas y se acomodó en un diván.

—¡Es inconcebible! —repitió Joseph.

Era la tercera vez que pronunciaba aquella palabra desde que sus padres lo condujeron a presencia de Corinne durante la inauguración de las obras. ¡Cómo imaginar que la desconocida con quien se había cruzado hacía tres semanas en el patio del consulado era su prima, una Chedid!

—Se lo dije al señor de Lesseps. Le dije que tenía usted un aire familiar.

La observación provocó una tímida sonrisa en el rostro de Corinne.

—¿Por qué no me lo explicáis? —Rogó Giovanna—. Me gustaría enterarme.

—Es una larga historia —comenzó Scheherezada—. Sucedió hace más de veinte años, en la época de la expedición francesa.

Como se narra un cuento de hadas, relató la vida de Samira, interrumpiéndose algunos instantes, lo suficiente para requerir la confirmación de la joven, y reanudando inmediatamente su relato. Por fin, llegó al último momento: el encuentro en el escenario de la futura presa.

—Y que a nadie se le ocurra decirme que Dios no existe —concluyó.

—Y bien —preguntó Ricardo a Giovanna—, ¿qué piensas de todo esto?

—Sólo puedo repetir las palabras de mi hermano: es inconcebible, inconcebible; pero ante todo constituye una gran alegría.

Se había expresado con evidente sinceridad.

—Hijos míos —anunció Scheherezada—, a partir de este momento ya no seremos cuatro, sino cinco, en Sabah.

Cogió la mano de Corinne y la estrechó afectuosamente.

—En adelante considera que ésta es tu casa.

—Se lo agradezco, señora, pero...

—¿Señora? —Protestó Scheherezada—. ¿Habéis oído? ¡Eres la hija de mi hermana, Corinne, mi propia sangre! ¡Vamos, te lo ruego, llámame como quieras, pero en modo alguno señora! ¿Qué ibas a decir?

—Estoy muy impresionada por su generosidad, pero están los demás... Esa amiga de quien le hablé, y mis estudios en la facultad. También será preciso que gane algo de dinero.

—¿Dinero? ¡Pero de qué estás hablando! ¡Una Chedid no tiene que trabajar! Ignoro cómo son las cosas en Francia, pero aquí las mujeres tienen deberes distintos al de ganarse la vida.

—La emancipación llega con retraso —filosofó riendo Ricardo.

—Has citado a los demás —recalcó Scheherezada—, ¿te referías a tus amigos sansimonianos?

Corinne asintió.

—¿Significa eso —intervino Ricardo— que te sientes realmente unida a... —estuvo a punto de decir «esas gentes», pero rectificó— a ese grupo?

—Digamos que me siento en deuda. Después de todo, gracias a ellos pude venir a Egipto y, a la muerte de mamá, ellos fueron quienes me acogieron y me alimentaron.

—Pero, a cambio, trabajabas. ¿No nos has dicho que te ocupabas, entre otras cosas, del cuidado de la ropa y de las tareas domésticas?

—Es cierto.

—Entonces no veo realmente por qué deberías sentirte en deuda. A menos que... —hizo una breve pausa— a menos que desees vivir a su manera.

Corinne entrelazó los dedos, nerviosa.

—¿Puedo hacerles una confidencia?

En su voz se insinuaba una nota de recelo.

—No tengo nada en común con los sansimonianos.

El alivio que provocó su revelación fue claramente perceptible.

—Debo confesar que, al principio, simpaticé con ellos. Ciertamente, su generosidad, su bondad y sus deseos de mejorar el mundo me impresionaron. Pero las cosas evolucionaron. Surgió esa vertiente del «nuevo cristianismo» que comenzó a sorprenderme y luego esa historia de la «Mujer-Mesías», y las confesiones forzadas que exigía el Padre...

—¿El padre? —Se sobresaltó Scheherezada—. ¿Qué padre?

—Así es como llamábamos al señor Enfantin, jefe del movimiento.

Ante la circunspecta mueca que provocó su explicación creyó conveniente precisar:

—Sí, lo sé. También yo encontraba improcedente tal denominación. Y luego estaba la manera de conducirse de algunas mujeres...

Profirió un suspiro.

—He aquí por qué les decía que no tenía nada en común con el grupo.

—En tales condiciones, ¿dónde está el problema?

—No lo hay —afirmó Scheherezada—. Puesto que estás sola, no tienes otra elección: en adelante cuentas con una familia. ¿Qué hay más importante en el mundo?

—¿Cree realmente que puedo quedarme con ustedes?

—Corinne —intervino Giovanna con inesperada autoridad—, soy yo quien te lo pide.

Y, ante la sorpresa de la joven, añadió:

—Siempre he querido tener una hermana, ¿por qué no tú?

¿Si lo deseaba? ¿Cómo expresar la carencia que había experimentado? ¿Cómo hablarles de los rostros anónimos por los que no había albergado más que sentimientos anodinos? ¿Cómo explicar que desde la muerte de Samira sólo había estado aguardando aquel momento?

—Me quedo —repuso sintiendo que se le formaba un nudo en la garganta a causa de la emoción—. Los necesito.

Silencioso en un rincón, Joseph la devoraba con los ojos.

Alejandría, el arsenal, febrero de 1834

Desde la cornisa que dominaba el arsenal, Mohammed Alí parecía presa del mayor nerviosismo. Avanzó unos pasos y luego se volvió hacia el coronel Campbell, nuevo cónsul general de Inglaterra.

—Pero ¿por qué esa obstinación? ¿Por qué esa voluntad destructora? Si Francia está dispuesta a reconocer mi independencia, ¿por qué obstaculizar mi voluntad?

—El gobierno de lord Palmerston...

—¡Lord Palmerston! ¡Hablemos de ello! En los cuatro años que fue ministro de Asuntos Exteriores consiguió que nunca hubiera sido tan dura ni tan intransigente la política de su país.

—¿Podéis reprocharle que defienda los intereses de su patria, sire?

—Querido coronel Campbell, ¿el interés de su patria implica el desprecio a las restantes naciones? Fíjese en mí, soy un anciano: pronto se verán ustedes libres de este pacha que los atosiga. Lo único que pido es que antes de morir me aseguren el porvenir de mi familia. Deseo que la potencia que he fundado pase a sus manos. ¿Tan absurda es mi petición? ¿Por qué no mostrar un detalle de buena voluntad?

—Lord Palmerston considera que sigue siendo preferible el statu quo actual. Os recuerdo sus palabras: «La declaración de independencia sería considerada como un acto de hostilidad y si la Sublime Puerta requiriese la ayuda de Inglaterra la hallaría dispuesta a concedérsela.» Por otra parte, majestad, habéis mencionado la actitud de Francia. Permitidme contradeciros y haceros observar que ella, al igual que las restantes potencias, desaprueba vuestro proyecto.

—¡Señor cónsul general! Porque usted enviara a Napoleón a Santa Elena no debe creerse portavoz de Francia. En estos momentos me dirijo al representante de Inglaterra, no al de Luis-Felipe. ¡Respóndame!: ¿por qué han accedido ustedes a la separación de Grecia y de Bélgica y se niegan a reconocer la de Egipto?

Campbell no respondió.

—¿No dice nada? Entonces señáleme en la Historia un vasallo tan poderoso como yo que se haya conformado con el papel de súbdito y no se sacudiera el yugo de la obediencia. ¿No comprende que es inicuo pretender mantenerme así por más tiempo?

El cónsul respondió finalmente:

—Os lo he explicado, majestad. Mi país se opone a la desarticulación del imperio otomano. Por otra parte, no podéis comparar vuestra situación a la de Grecia ni a la Bélgica. El modo en que gobernáis Egipto, vuestras ambiciones, son otros tantos elementos que repercuten en vuestro perjuicio.

Mohammed Alí tuvo que hacer un esfuerzo para contenerse.

—¿Mis ambiciones? ¿Mi modo de gobernar Egipto?

Estalló en un rugido.

—¡Pero coronel Campbell! ¡Ustedes han devorado Escocia, se han apoderado de Irlanda y la han sometido por hambre!

¡Extienden sus colonias por América del Norte, India y África! ¡Deambulan por el mundo con tanta arrogancia como si se tratase de una avenida de Buckingham! ¡Y se atreven a hablarme de mis ambiciones!

Se interrumpió para tomar aliento y una crisis de hipo se apoderó insidiosamente de él. Soltó una rápida parrafada, temiendo no poder llegar al final.

—Transmita a lord Palmerston el siguiente mensaje: mantengo mi voluntad de reclamar mi independencia como se mantendría un pájaro en el hueco de la mano, sin poder retenerlo indefinidamente.

—Entonces no lo dudéis, sire —respondió el diplomático sin vacilar—. Será la guerra. La última os permitió obtener prácticamente todo cuanto aspirabais: no vayáis más lejos. Perderíais de golpe todos vuestros logros, pues esta vez no sería el ejército del sultán el que encontraríais en vuestro camino, sino el de Inglaterra.

El soberano hizo una señal con la mano entre dos espasmos, indicando que la discusión había llegado a su fin.

Debían de ser las seis de la mañana cuando resonó un grito en la hacienda de Sabah. Scheherezada saltó del lecho, se cubrió rápidamente con una túnica y se precipitó por el pasillo que conducía a la cámara de Joseph. Estuvo a punto de desvanecerse. El joven yacía inanimado atravesado en la cama y Giovanna, inclinada sobre él, balbucía frases incoherentes.

—¿Qué le ha sucedido? —gritó.

Sin aguardar respuesta, corrió hacia su hijo. Éste jadeaba, tenía los rasgos crispados e inundados en sudor y se agitaba entre estremecimientos. La tranquilizó ligeramente percibir su aliento.

—¡Joseph... te lo ruego...!

Ricardo irrumpió a su vez en la estancia seguido de Corinne.

El veneciano se hizo cargo al instante de la situación.

—¡Giovanna! —ordenó—. ¡Ve inmediatamente en busca del doctor Clot! Que te lleve Hussein en la calesa. ¡Rápido!

—¡Te acompaño! —se ofreció espontáneamente Corinne.

—¡Pero papá! Clot debe de estar en la facultad dando clases... Tal vez no...

—¡Por mi hijo vendrá! ¡Haz lo que te digo! ¡Ve!

Se aproximó asimismo a Joseph, que seguía inanimado, y le dio varios cachetitos en las mejillas.

El joven se removió débilmente, gimiendo.

—¡Vuelve en sí! Convendría darle flor de azahar.

Scheherezada corrió a la cocina.

—Joseph... —repitió Ricardo.

Esta vez aletearon los párpados y entreabrió los ojos, que brillaban como un espejo en el que se reflejara el sol.

—Esto marcha mejor... No temas, todo irá bien.

Joseph asintió débilmente. Parecía que se tranquilizaba cuando un violento sobresalto lo obligó a semiincorporarse y comenzó a vomitar en chorros espasmódicos. Después cayó pesadamente, agotado. Una serie de palabras incoherentes se filtraba entre sus labios: deliraba.

Scheherezada regresó a la estancia con la botella de flor de azahar y, con ayuda de Ricardo, intentó inútilmente hacer beber al enfermo.

Persistían los temblores y el rostro encendido por la fiebre se había metamorfoseado: se hubiera dicho que se apergaminaba bajo los efectos de un agostamiento interior.

Giovanna y Corinne regresaron con el doctor Clot casi a mediodía.

El médico palpó el cuerpo de Joseph, le tomó el pulso y examinó sus axilas e ingles. Cuando se levantó, su expresión era grave y sombría.

—¿De qué se trata? —se impacientó Ricardo.

—Sería inútil tratar de engañarlos.

Hizo una pausa y declaró:

—Peste bubónica.

Los ocupantes de la estancia tuvieron la sensación de que el suelo se hundía bajo sus pies.

El veneciano asió a Clot por los hombros.

—¡No es posible! ¡Debes de estar equivocado!

—¡Ojala así fuera, pero no me cabe duda alguna! Ganglios en las ingles, en las axilas y en la región cervical, intensa fiebre, vómitos... Son los síntomas clásicos... Vean, observen...

Alzó el camisón del joven hasta la cintura y señaló el lado izquierdo, a escasa distancia de la ingle.

—He aquí una señal que, desdichadamente, descarta cualquier otra hipótesis...

Scheherezada y Ricardo observaron el lugar indicado por Clot.

La piel había formado una especie de ampolla rodeada de un círculo oscuro, espantoso: era el primer bubón, enquistado, que destilaba su podredumbre interna.

¡La peste!

La palabra sonaba a muerte. Imágenes de cadáveres descarnados y supurantes y carretas de difuntos arrastrados por las calles desiertas se infiltraban en la mente de todos los presentes, pues si Joseph había sido víctima de la enfermedad podía deducirse que en aquel mismo momento muchos más se habrían visto igualmente afectados. En El Cairo, en el Delta o en las propias obras de la presa.

—Dime la verdad, Barthélemy, ¿está Joseph condenado?

Se habían reunido en el salón, pendientes del veredicto definitivo de Clot.

—No puedo pronunciarme. Si se tratase de la peste pulmonar, mi respuesta sería concluyente: vuestro hijo no sobreviviría más allá de tres o cuatro días. Pero, en este caso, todo es aún posible: Joseph es joven y posee una excelente constitución.

Scheherezada retorció nerviosa el pañuelo que tenía en la mano. Las explicaciones del médico se infiltraban en su cerebro, pero su corazón las rechazaba. Era imposible, no podían estar hablando de su hijo.

Próxima a ella, acurrucada en un rincón del diván, Corinne no se atrevía a decir palabra. Contenía el aliento, anonadada: sólo Ricardo y Giovanna parecían conservar cierto autodominio.

—¿Existe algún tratamiento, doctor Clot? —se informó esta última.

El médico se pasó maquinalmente la mano por su anguloso rostro.

—Dados nuestros actuales conocimientos, no existe remedio alguno contra esta enfermedad. Ninguno. Lo único que puede hacerse es sajar las ampollas a medida que aparezcan, administrar láudano y envolver al enfermo en una sábana húmeda para que remita la fiebre. Eso es todo.

—Y aguardar la muerte...

Clot no hizo comentario alguno. Fue en busca de su bolsita de piel vuelta y extrajo de ella un frasquito de contenido amarillento.

—Ten, Ricardo. Esta noche le suministraréis seis gotas y, luego, todos los días, a mediodía y por la noche. Pero cuidad de no superar jamás esas dosis: administrado en exceso, el láudano es mortal.

El veneciano cogió el frasquito y, maquinalmente, lo confió a Scheherezada, que lo examinó con extraña fijeza. A Mandrino le sorprendió la transformación que, en pocas horas, había asolado su rostro.

Al día siguiente la bandera amarilla de la peste se izaba sobre la Ciudadela, en los minaretes y en las entradas de los suburbios. Pero no sólo El Cairo habíase visto afectado por la plaga: al amanecer del tercer día se declararon los primeros casos en Alejandría. Fernando de Lesseps fue nombrado jefe de la Comisaría de Sanidad Pública. El mal se propagaba a tal velocidad que el vicecónsul tuvo que transformar el consulado en hospital. Dando pruebas de ejemplar abnegación en todos los aspectos, el vicecónsul compartía su tiempo entre Alejandría y la capital, según se agravase la situación en una u otra ciudad. Lo más duro fue organizar la evacuación de los distritos afectados. La mayoría de sus ocupantes, horrorizados, se negaban a abandonar su domicilio e incluso a someterse a las medidas sanitarias.

Durante la semana siguiente la epidemia alcanzó a su vez a Damietta, Rosetta y la mayoría de pueblos del Delta.

Los lazaretos improvisados instalados por los médicos franceses se vieron rápidamente desbordados y no transcurrió ya una sola noche sin que en el cielo egipcio resonaran los gritos estridentes de las plañideras.

Las ratas iban a la deriva, portadoras de la peste. Salían en tropel por las calles creyendo tal vez escapar así a la muerte, ignorantes de que eran ellas mismas quienes la transmitían.

Una sola alternativa se ofrecía a la población: huir o enfrentarse a la plaga. A medida que los cadáveres se acumulaban y el terror se apoderaba de las ciudades, se impuso la primera opción. Pronto el río estuvo cubierto de barcas ligeras que remontaban la corriente hacia el Alto Egipto. Acaso sus ocupantes pensaran que las antiguas divinidades tebanas los protegerían, ya que los dioses cristiano y musulmán se mostraban impotentes.

El propio Mohammed Alí fue presa del terror. Tras haber ordenado que todas las administraciones y escuelas fuesen sometidas a cuarentena, se aisló con su familia entre las murallas de la Ciudadela, de donde no se movió, protegido por un triple cordón sanitario.

Como singular anécdota, entre el caos reinante por doquier se encontraba de vez en cuando a individuos que jugaban a disparar por las desiertas callejuelas. A los asombrados occidentales les explicaban que las epidemias las transmitían legiones de demonios, los affarits. De vez en cuando alguno de éstos, cansado de revolotear por los aires, caía sobre un individuo y se apoderaba de él. Disparar al aire tenía la finalidad de romper el círculo que los demonios formaban sobre los humanos.

En la mezquita de Sayyed Zenab, protectora de El Cairo, único lugar sagrado donde las mujeres tenían autorizado su acceso, las oraciones se confundían con los sollozos, las lamentaciones impúdicas con la muda desesperación. Ante sus puertas, falsos devotos carentes de escrúpulos vendían agua bendita de poderes supuestamente milagrosos.

Los difuntos eran conducidos por los moribundos hasta las puertas de las ciudades. La vida abandonó insensiblemente la capital.

En casa del doctor Dussap, Suzanne Voilquin despertó una mañana con el cuerpo cubierto de petequias, primeros signos del mal. Le aplicaron sanguijuelas en el estómago, le dieron a beber aguas medicinales y pociones cargadas de láudano. ¿Tuvo tal tratamiento algún efecto benéfico? El caso fue que la sansimoniana sobrevivió. No sucedería lo mismo con Halima, la esposa del médico, ni con su hija, Hanem: ambas fallecerían con pocos días de diferencia. El propio doctor no tardó en reunirse con ellas; pero, en su caso, tal vez acabó con él la tristeza. Las obras de la presa tampoco se libraron de la plaga: unos tras otros, cayeron los obreros. El bey Edhem en primer lugar.

Seguidamente, llegó la hora de los sansimonianos. Alric, el joven escultor creador del pequeño tren en miniatura que utilizara Fournel, sucumbió en brazos de Agarithe Caussidiére, la compañera de Enfantin; Lamy, Fourcade, Dumolard, Maréchal... la lista sería interminable. El Padre fue uno de los pocos que se libró porque durante los primeros días de la epidemia había partido para Karnak, en el Alto Egipto, en compañía de Lambert y de otros dos compañeros.

Al concluir la plaga se efectuó un recuento de las víctimas, comprobando que superaban la cifra de doscientas mil.

Cuando Joseph despertó aquella mañana, se asombró ante la penumbra que reinaba en su habitación.

Escudriñó las tinieblas y descubrió a Corinne dormida en un sillón, al pie de su lecho. Trató de incorporarse y el esfuerzo que tuvo que realizar lo asustó: jamás hubiera creído que podría sentirse tan débil.

¿Sería el crujido de las sábanas lo que sobresaltó a Corinne o acaso ese sexto sentido que adquieren los que velan a la cabecera de los enfermos? La joven estiró las piernas y posó los pies descalzos en el suelo. Primero permaneció silenciosa, limitándose a observar a Joseph con cierto recelo, como si quisiera asegurarse de que lo que veía no era una alarma más, sino el reflejo de la mejoría por la que tanto había rogado. En el curso de aquellas últimas semanas conoció tantas falsas alegrías que ya desconfiaba de sus observaciones. Pero al oír la voz de Joseph tuvo la seguridad de que esta vez había llegado por fin la curación. Se levantó del sillón y acudió a sentarse al borde del lecho.

—¿Cómo te encuentras?

—Débil...

—Es normal: la enfermedad ha sido larga.

—¿Cuánto tiempo llevo así?

—Hoy hace tres semanas.

El joven mostró expresión aterrada. Se pasó la mano por sus enflaquecidas mejillas, comprobando cuán crecida tenía la barba.

—Debo tener un aspecto horroroso.

—De alguien que ha luchado mucho. Ahora todo ha acabado. ¿Quieres comer algo?

Ya se había levantado y se dirigía hacia la puerta.

—Corinne... —comenzó Joseph.

Y señaló el sillón donde aún se distinguía la huella de su cuerpo.

—¿Has pasado la noche ahí?

Ella asintió, añadiendo:

—Voy a avisar a los demás: estarán locos de alegría. Hemos pasado mucho miedo, ¿sabes?

La idea de que ella había velado su sueño le conmovió. Mayor sería su emoción cuando supiera que, desde que cayó enfermo, Corinne se había convertido en un perro fiel y que prácticamente no le había abandonado, llegando a alimentarse junto a su cabecera.

Alzó débilmente la mano para interceptar un rayo de luz que se filtraba por las persianas: un calor familiar acarició su palma. Revivía.

CAPÍTULO 28

Alejandría, agosto de 1835

En el embarcadero se agrupaba como de costumbre una multitud abigarrada. Fernando llegó al lugar donde estaba amarrada la chalupa, ordenó al portador que se detuviera y se volvió hacia Linant de Bellefonds.

—Bien, amigo mío. Parece que ha llegado el momento en que debemos separarnos. Le reitero una vez más cuán feliz me siento de haberlo conocido.

—Comparto esa felicidad; lo echaré de menos.

—¿Es realmente forzoso que regrese usted a París? —preguntó sin confiar en la respuesta.

—Estoy agotado, Linant. Esta lucha contra la epidemia me ha destrozado. De todos modos, Mimaut ha sido trasladado y se trata de que me destinen a La Haya o a Málaga.

—¿Por cuál de ambas ciudades optaría si pudiese elegir?

—Por Málaga, sin la menor vacilación.

—¿Tanto le atrae España?

—Siempre he sentido cierta debilidad por Andalucía. Y, además, está el mar, que me recordará un poco a Alejandría. Por otra parte tengo familia en España, en la provincia de Badajoz concretamente, y deseo volver a verlos.

—¿Parientes próximos?

—La sobrina de mi madre, la condesa de Montijo. Y también está Eugenia, su hija.

Un brillo malicioso chispeó en los ojos de Linant.

—¡Ah, vaya! Olvidaba que sigue estando soltero.

—¡Vamos, amigo mío, se equivoca! ¡Eugenia es sólo una niña, acaba de cumplir nueve años!

Linant se retractó, sin abandonar su expresión.

—Realmente una esposa de esa edad no sería bien vista por el cuerpo diplomático. Pero no me preocupa su provenir sentimental: una voz interior me dice que después de todos estos años pasados en Egipto ha madurado para encontrar a la elegida de su corazón.

—Sería malintencionado por mi parte contradecirlo. Desde la muerte de mi padre jamás he experimentado tanta necesidad de fundar un hogar.

—Es muy natural. En todo caso, suceda lo que suceda, recuerde que tiene un amigo en Egipto.

—Lo, sé, señor de Linant.

Hizo una pausa y, con cierta tristeza, añadió:

—Lamento que no se hiciera realidad nuestro sueño.

Y señaló al Onorato que fondeaba en las aguas.

—En ese vapor me llevaré un poco de Suez.

—Comparto su amargura: acaso otros triunfen donde nosotros fracasamos.

Súbitamente le confió:

—Ignoro si estará al corriente, pero el pacha ha autorizado a Enfantin para que vaya al istmo e inicie allí sus trabajos. Lo acompañan seis personas. Tengo la impresión de que quieren comprobar mis cálculos.

—¿De verdad? Sin embargo yo creía que los sansimonianos habían caído en desgracia ante su majestad, especialmente por causa de la actitud de su jefe durante la epidemia. Al parecer, a Mohammed Alí no le agradó la marcha de Enfantin al Alto Egipto, que lo consideró como una huida. ¿Acaso no ordenó que dejaran de entregarle las setecientas cincuenta piastras que le había asignado por su contribución a las obras de la presa?

—Estoy al corriente de este incidente. Como también lo estoy de que el firman fue suscrito por el propio pacha.

—Sea como fuere, sólo me cabe desear a esos señores que tengan más suerte que yo. Y también a usted, desde luego, pues supongo que seguirá apoyándolos, ¿no es cierto?

Linant frunció el entrecejo.

—Si me queda algún poder. Desde hace algún tiempo, por razones que se me escapan, tengo la impresión de haber sido abandonado por el virrey. Vea lo que ha sucedido con la presa. Todas las obras han sido detenidas de la noche a la mañana, sin previo aviso.

—No sólo los caminos del Señor son impenetrables: también los de los soberanos. Tenga paciencia... el cielo se aclarará: su majestad lo tiene en muy alta estima para mantenerlo alejado mucho tiempo.

Se despidió de Linant.

—Adiós, amigo mío. ¡Cuídese!

Paseó por última vez su mirada por el paisaje.

—¡Quién sabe si algún día volveré a esta ciudad!

—Ya conoce el proverbio: quien ha bebido una vez las aguas del Nilo, está condenado a regresar a sus orillas. De no ser así, la sed le obsesionará durante toda su existencia.

—Sin duda, Linant, sin duda.

Entreabrió los labios en soñadora sonrisa.

—Me pregunto si no experimento ya los inicios de esa obsesión.

Giró en redondo y ocupó su lugar en la chalupa que lo conduciría al vapor.

Mucho después de alejarse la embarcación, Linant aún seguía en el muelle contemplando el horizonte.

Joseph ayudó a Corinne a desmontar del caballo y, cogiéndola por la cintura, la depositó en el suelo. El rostro de la joven, ya sonrosado por la emoción, enrojeció aún más. Su turbación no procedía únicamente de aquella primera sesión de equitación —aunque el recelo y el temor al ridículo no fueran totalmente ajenos a ella—. La proximidad del joven sembraba principalmente aquella inquietud en ella, a la que había venido a sumarse el contacto físico pues, aunque furtivo ciertamente, el hecho de que por vez primera unas manos masculinas tocaran su cuerpo la había alterado profundamente.

Se esforzó por serenarse y comentó con desenvoltura:

—Seré una perfecta amazona, ¿verdad?

—Estoy seguro de ello, pero debes saber que necesitarás algún tiempo para alcanzar la perfección. Adiestrar un caballo es un goce que no puede expresarse con palabras. Por otra parte, no te bastará con saber montar. También deberás aprender a cuidar tu montura, abrevarla, mimarla... en pocas palabras: amarla. Aunque sea esencial que un caballo sienta el dominio de su jinete, también debe percibir su amor.

—Amarlo no será difícil; en cuanto al resto, aprenderé.

Joseph señaló a la esfinge que se erguía a escasa distancia.

—¿Ves? No es tan espantosa ni tan impresionante como creías.

—Incluso podría decirse que es hermosa. ¡Lástima que le rompieran la nariz!

—Fueron los mamelucos: la utilizaron como blanco durante sus ejercicios de artillería, una artillería que, por otra parte, jamás supieron utilizar. Basta con ver de qué forma los barrió Abunaparte.

Ella se desternilló de risa.

—¿Abunaparte? ¿Te refieres a Napoleón?

—Sí, así es como lo llaman los egipcios. Abu significa padre.

—Y ella —dijo Corinne señalando al león con cabeza humana— es «el padre del terror».

—Sí, pero no me preguntes por qué razón le atribuyen ese nombre los egipcios. Solamente conozco su leyenda. Hace más de tres milenios un príncipe llamado Tutmosis se quedó dormido en este mismo lugar. Harmakhis, el dios solar, se le apareció en sueños y le prometió concederle el reino de Egipto si le extraía de las arenas. El príncipe así lo hizo y se convirtió en faraón.

Corinne bebía literalmente sus palabras, más cautivada por el timbre de su voz que por el relato. Desde que conoció a Joseph, hacía ya dieciocho meses, se había sentido constantemente fascinada por la facultad que tenía de dulcificar los temas más graves.

—¿Regresarás a las obras? —se interesó.

—Aún tardaré algún tiempo. Se han suspendido los trabajos por orden de Mohammed Alí.

—Supongo que como consecuencia de la epidemia, ¿verdad?

—Probablemente, pero también sospecho que el pacha debe de haber tenido dificultades en asimilar el rigor que exigía tal empresa. Hasta ahora siempre había calculado la dificultad de unas obras por el número de empleados requisados. No ha comprendido, por ejemplo, cuán importante era la calidad de la madera empleada en la construcción y las razones de que Linant insistiera tanto en ese punto. Imagínate que incluso sugirió que se demoliera una de las pirámides a fin de obtener de ella las piedras necesarias para construir la presa.

—¡Hubiera sido un crimen!

—A Dios gracias desistió de su idea. A decir verdad, las causas que han inducido a la interrupción de las obras son más complejas de lo que parece. En primer lugar está la crisis financiera provocada por las guerras. Hace dos semanas que nadie percibe su salario y que se ha interrumpido la circulación de moneda. Por consiguiente, ha sido preciso realizar economías. A esos problemas financieros han venido a sumarse las causas políticas, a mi parecer determinantes.

—¿Qué tiene que ver la política en un asunto de orden interno?

—Tengo la sensación de que el virrey trata de castigar a los europeos, a los franceses en particular. Ayer mismo mi padre me confiaba que por vez primera su majestad se había negado a conceder autorización a los estudiantes que querían partir a Francia para concluir sus estudios. Les respondió: «He traído Francia a Egipto; que se aproveche de ello.»

—¿Por qué esta mudanza?

—Cólera, amargura sin duda. El gobierno de Luis-Felipe le ha comunicado que no apoyará sus reivindicaciones independentistas. Ahora bien, él creía firmemente en el apoyo de Francia, estaba convencido de poder contar con ello. Se halla terriblemente decepcionado y entristecido.

—¡Qué lástima! La presa era una empresa magnífica. Imagino asimismo la decepción que han debido de sufrir esos pobres sansimonianos. Diezmados por la peste y abandonados por el pacha, probablemente no tardarán en hacer sus maletas.

—Algunos partirán; otros, a pesar de todo, permanecerán en Egipto. No creo que alguien como Charles Lambert regrese a Francia cuando acaba de fundar la Escuela Politécnica de Bulak, una institución que promete ser la flor y nata del sistema de instrucción egipcio. Además, es persona muy apreciada por el pacha y en los círculos de su entorno.

Mantuvo un breve silencio.

—Ésas son las peripecias de la vida. Estoy convencido de que el enojo del virrey hacia Francia no será duradero. Entre él y ese país existe una historia de amor demasiado intensa para que uno u otro se resignen a ponerle punto final. Suelo compararlos a un matrimonio viejo que ha conocido tempestades y que seguirá conociéndolas.

Corinne lo observó divertida.

—Hablas como un sabio que poseyera gran experiencia en el matrimonio y las relaciones amorosas.

—Acaso tan sólo sea por intuición.

Joseph fijó asimismo su mirada en ella.

—¿Y tú? ¿Qué sabes de las cosas del amor?

—¡Oh, lo que he leído en los libros! Grandes y hermosas historias, pero que siempre acaban mal.

—¿Siempre? Tus autores son muy pesimistas. Yo, por el contrario, creo que existen muchas más historias de amores dichosos de las que uno imagina. Sólo que la desesperación despierta más eco que la felicidad.

—Pareces muy seguro de ti mismo.

—¿Cómo iba a ser de otro modo? ¿Acaso no he crecido a la sombra de la felicidad? Fíjate en mis padres. Siempre me han ofrecido la visión de una pareja perfectamente unida y contra la que el tiempo ha sido impotente. Mi padre se halla en el invierno de la vida y, sin embargo, cuando le descubro posando la mirada en mi madre, leo en ella la misma ternura que el primer día.

Se quedó observando un punto invisible del horizonte.

—Lo único que deseo es transmitir a mis hijos, si Dios me los concede, el mismo ejemplo.

Ella lo había escuchado atentamente, bebiendo como siempre sus palabras y, a medida que se expresaba, había estado comparando aquella situación con su propia existencia y con el desdichado destino de Samira. Al contrario de Joseph, el único ejemplo que ella había conocido era el de la aflicción y la soledad experimentadas por su madre. Jamás había dudado de que la felicidad existiera; que un hombre fuese capaz de mencionarla y creer en ella, la entusiasmaba. De todos modos, ¿por qué sorprenderse? Todo cuanto venía de Joseph sólo podía ser puro y hermoso.

La taza se desprendió de los dedos de Ricardo y se estrelló en el suelo con seco impacto. El veneciano se aferró al batiente de la puerta. Todo giraba en torno a él: el salón daba vueltas. En un esfuerzo sobrehumano logró alcanzar el diván y se dejó caer en él. Se llevó la mano a la sien y la apretó con todas sus fuerzas contra su cráneo, como si tratase de contener un chorro de sangre. Sus arterias iban a romperse, su cerebro parecía a punto de estallar con aquellos espasmos lancinantes.

Hacía mucho tiempo que no experimentaba aquel dolor y de ello había deducido que el único responsable de aquellas crisis había sido el cansancio del viaje a Kutahia. Incluso se había congratulado de no haber consultado al doctor Clot. Y he aquí que todo volvía a comenzar. Contuvo un gemido. En contraluz, distinguía entre sus párpados semientornados una figura envuelta en una capa blanca que avanzaba hacia él. No descubrió en ella agresividad alguna, como tampoco nada que despertara el temor. ¿La muerte revestía, pues, la apariencia de un ángel? Un nuevo espasmo sacudió su cuerpo. Se encogió en posición fetal y aguardó: si Dios existía, no podía haber imaginado el terror que sus criaturas experimentarían en aquellos momentos, antes de proferir el postrer suspiro, en los minutos que preceden al naufragio definitivo. Ciertamente hubiera debido de preverlo. El ángel depositaría un bálsamo de nardo o de mirra en su frente que, milagrosamente, eliminaría el temblor de sus miembros. Ya no sentiría dolor y él se extinguiría suavemente, sin sufrimientos.

En aquellos momentos el ángel estaba muy próximo. Exhalaba un perfume. ¡Qué extraño...! Hubiera jurado que era una fragancia de rosas y jazmines.

—Ricardo...

Aleteó los párpados. ¿Acaso los ángeles tenían voz humana?

Alguien repetía su nombre. Un paño húmedo rozó sus mejillas.

Reunió los retazos de lucidez que aún persistían en él y entornó los párpados hasta distinguir más concretamente la forma inclinada en su cabecera. No estaba sola: la acompañaba otra.

—Papá...

Era Giovanna.

La joven intentaba secarse furtivamente las lágrimas que brotaban de sus ojos.

Al verla tan preocupada se esforzó por no desplomarse.

—No pasa nada, hija mía —articuló débilmente—, no es nada. Sólo cierto malestar.

Las brumas del atardecer flotaban sobre Sabah y en el salón se insinuaba el vacío del desierto.

Ricardo se apoyó entre los almohadones del diván y esbozó una débil sonrisa.

—Ya veis... No teníais por qué preocuparos. Todo está ya en orden.

—No es la primera vez que experimentas ese dolor, ¿verdad? —le preguntó Scheherezada con grave expresión.

—¿Cómo hubiera podido sufrir otras crisis sin que tú lo advirtieras? —mintió—. Naturalmente que es la primera vez.

—No te creo.

—Pues es la verdad.

Y añadió muy de prisa:

—De todos modos, no hay por qué alarmarse. Me siento perfectamente bien.

Giovanna se arrodilló al pie del diván y fijó en su padre una mirada autoritaria.

—Consultarás a un médico. ¡Te lo exijo!

Él se echó a reír.

—¿Que tú lo exiges? ¿Desde cuándo una hija tiene derecho a exigir cualquier cosa a su padre? ¿Acaso sufres ya la influencia sansimoniana? ¿Te habrás... —trató de localizar la palabra— emancipado? Si tal es el caso, te aconsejo seriamente que reconsideres tu actitud: aquí es Ricardo Mandrino quien manda y por mucho tiempo aún.

—No acostumbro a aprobar lo que dice Giovanna —se apresuró a intervenir Scheherezada—, pero mañana mismo haremos venir al doctor Clot. Es preciso que te cuides.

Ricardo se irguió en toda su estatura y contempló desdeñoso a las dos mujeres con orgullo altanero.

—¡Nada!, ¿me oís? ¡Nada me obligará a gimotear en el regazo de un médico ni de nadie! ¡Respiro y mi corazón sigue latiendo: es todo lo que cuenta! Si mañana tuviera que verme imposibilitado por este cuerpo —hizo un gesto desdeñoso señalando su figura—, lo eliminaría sin el menor remordimiento antes de que él acabase conmigo. Ahora no quiero volver a oír hablar de enfermedades, ¿está claro?

Haciendo caso omiso de la advertencia paterna, Giovanna replicó:

—Que fuera yo quien así hablase, sería pasable, pues suelo comprobar que mi fuerte es el egoísmo. Pero, viniendo de ti, esas palabras son imperdonables. Constituyen una ofensa al amor que dices sentir por nosotros.

Fijó sus ojos en los del veneciano.

—Puesto que eres tú quien manda... harás lo que creas más conveniente.

Apenas había concluido Giovanna su frase, franquearon la puerta del salón Joseph y Corinne, que regresaban de su paseo. Sus risas a flor de labios se congelaron inmediatamente al descubrir los rostros tensos.

Joseph observó sucesivamente a su padre y a Giovanna y se detuvo en Scheherezada.

—¿Qué sucede?

Sin darles tiempo a responder, el veneciano exclamó:

—Malas noticias procedentes de El Cairo.

—¿La peste?

—No, las sempiternas contrariedades políticas.

Barrió el aire con la mano.

—Como de costumbre, todo acabará por arreglarse.

Y, adoptando un tono desenfadado, se dirigió a Corinne:

—¿Y qué? ¿Cómo ha ido ese primer paseo a caballo?

—Creo que no me he desenvuelto mal.

Se volvió a Joseph requiriendo su asentimiento.

—¿Qué opinas tú?

—Has estado perfecta.

—¿Estáis seguros de que no pasa nada? —se inquietó de nuevo.

Ricardo profirió una exclamación irritada.

—¡Qué obstinado eres, hijo! ¡Ya te lo hemos dicho!

—Bien, no insisto más.

Cogió a Corinne de la mano y, esta vez con cierta solemnidad, anunció:

—Bien, tenemos que anunciaros una noticia: hemos decidido... —Se interrumpió y, tras recuperar su aliento, concluyó—: Corinne y yo hemos decidido casarnos.

Una exclamación de alegría coronó sus últimas palabras. Scheherezada se precipitó hacia Corinne y la estrechó entre sus brazos mientras Giovanna se arrojaba al cuello de su hermano.

—¡Y yo que creía que acabarías casándote con Linant de Bellefonds!

—¡Ya ves, todo llega!

Scheherezada abrazaba tiernamente a Corinne.

—¡Es maravilloso! ¡Nos has dado una gran alegría! No podía esperar regalo más hermoso que éste de que la hija de Samira casara con mi hijo. Mabruk, mil veces mabruk (Felicidades).

Joseph se acercó a Ricardo que, hasta entonces, se había mantenido en silencio.

—¿Y tú, papá? ¿No te alegra la noticia?

—¿No olvidáis que sois primos?

—¿Y eso qué importancia tiene? ¿Acaso no estamos en perfecta armonía con la costumbre?

—Exactamente.

Permaneció pensativo unos instantes.

—Que seáis dichosos, hijos míos... Mi descendencia está asegurada. Ahora ya puedo partir sereno.

Scheherezada se esforzó por contener un estremecimiento. Algo la había impresionado en el tono de su voz.

CAPÍTULO 29

El Cairo, 1 de octubre de 1835

Corinne se situó junto a Joseph al pie del altar. Con su magnífico traje blanco parecía salida de un cuento o de uno de esos sagrados iconos que adornaban los muros de la pequeña iglesia de Darb el Guenena.

Toda la familia Chedid y los amigos más queridos se habían reunido en la nave central. También estaban presentes Suzanne Voilquin y Judith Grégoire. Corinne había querido que esta última fuese su testigo; en cuanto a Joseph, como es natural había escogido a Linant.

De pie en primera fila, Scheherezada contemplaba la escena con el espíritu agitado por confusas emociones. Como sobre un cristal esmerilado emergían los destellos del pasado.

—Estoy orgulloso de ti. Hazla feliz.

—Es mi único deseo. Sólo espero una cosa de este mundo: ofrecer a Scheherezada un poco de la felicidad que usted ha sabido darle.

—¡Y hacednos un precioso heredero! Un varón fuerte y valeroso.

Tales fueron las recomendaciones que Yusef, su padre, dirigió a Michel Chalhub, su primer esposo. Unos meses más tarde venía Joseph al mundo. En aquellos momentos, era él quien se casaba.

¿De qué está hecho el tiempo? ¿Es como un río, similar al Nilo? Un torrente que transporta las horas de nuestras vidas, pobres granos de arena. Nada puede detenerse, y se diría que nuestras manos no tienen otro asidero que la espuma blanquecina y las oxidadas líneas del oleaje.

Observó discretamente a Giovanna.

¿Qué sería de ella? ¿De aquel corazón inestable que jamás lograba encontrar el ritmo perfecto? En breve cumpliría veinticuatro años y en su comportamiento seguía reinando la inmadurez, como una enfermedad de la que no quisiera sanar, acaso por temor a abandonar la infancia.

Joseph acababa de poner el anillo en el dedo de Corinne. La pareja intercambió un púdico ósculo. Ya eran marido y mujer. Se volvieron hacia los asistentes y recorrieron lentamente el pasillo central.

Bajo el velo de encaje blanco, dos gruesas lágrimas se deslizaban por las mejillas de la joven. Daba la impresión de soñar despierta. Cuando llegó a la altura de Scheherezada, la miró un instante y su rostro expresó toda la felicidad del mundo.

Los asistentes abandonaron sus asientos y siguieron a los recién casados. Al cabo de unos momentos todos se encontraban en el atrio, inmersos en los yuyús y las exclamaciones de alegría de los transeúntes.

Una berlina decorada con cintas blancas y azules y con los arneses de los caballos ornados de flores aguardaba a la pareja.

Mandrino se detuvo en el umbral de la iglesia y gritó a los invitados:

—¡Y, ahora, todos a Sabah! ¡Que siga la fiesta!

Cogió del brazo a Scheherezada y a Giovanna y se las llevó consigo con paso vivo.

En el momento en que posaba su bota en el estribo disponiéndose a ocupar su puesto en la calesa, sintió como si el cielo se desplomase sobre él y un negro velo lo envolvió. Se soltó del brazo de su esposa y se sostuvo en su hija. Un abismo se había abierto bajo sus pies, en el que creía hundirse. Su frente chocó con un objeto, acaso el eje de una rueda o, simplemente, el pedregoso suelo. Distinguió confusamente a Scheherezada, que se inclinaba sobre él, y, luego, una sucesión de escenas y anamorfosis de diálogos incoherentes.

—No le creo, Ricardo. ¿Ha hecho usted eso? ¡Seis mil orquídeas! ¡Pero si nadie en el mundo hubiera podido reunir, y menos aún transportar, esa cantidad!

—Sin embargo, yo lo he hecho, sire.

¿Por qué de repente oía la voz de Mohammed Alí?

—Dígame, Ricardo. Entre nosotros... ¿Está usted realmente enamorado?

—Sire... ¿qué es el amor?

—¡Vamos... vamos...! No juguemos con las palabras. Respóndame.

—Entonces os diré simplemente que todas las mujeres que he conocido antes que a ella no han sido más que rodeos en el camino.

En la bahía de Navarino resonaba el fuego de los cañones.

La Guerrera se agitaba como si todo el mar se hubiese puesto a temblar.

—¡Almirante! ¡El incendio crece por momentos! ¡Hay que abandonar el navío!

Más allá, los cañoneros del Dartmouth se disponían a lanzar una nueva lluvia de obuses.

Un hombre, Karim, hijo de Soleimán, vociferaba sus órdenes en el castillo de proa.

Bruscamente, una bala lo alcanzó. Su cuerpo pareció retorcerse en espantosa contorsión. Un brazo voló hacia el cielo y cayó a los pies de Mandrino.

Ahora lo recordaba todo.

Aquel Karim que viera brevemente una noche en el curso de un festejo... Así pues, era él.

En un espantoso alboroto, la verga se soltó. Ricardo apenas tuvo tiempo de verla caer. Avanzó un paso, pero sin duda no fue bastante rápido. Una masa golpeó su nuca y perdió el sentido.

Cuando abrió los ojos, un gran silencio reinaba en torno suyo. Un crucifijo pendía de la pared que tenía enfrente e iluminaba la estancia una luz procedente de algún lugar.

—Te amo...

—Lo creo.

—¡En dieciséis años de matrimonio jamás me has dicho esa palabra. ¡Nunca, ni una sola vez!

—¿Acaso eso cambia las cosas? Si un día yo no estuviera, al menos recordarías que fui el único que jamás te dijo que te amaba: esa sería mi originalidad. Y, en boca de aquel que me sustituyera, la palabra parecería una ofensa.

Haciendo un esfuerzo sobrehumano, cogió la mano de Scheherezada y sus labios se animaron. Una sensación de infinita ternura cruzó por su espíritu. El cielo que cubría sus cabezas tenía un azul admirable: se dijo que jamás había brillado el sol con tal resplandor.

Khadija sirvió el té al doctor Clot y regresó a la cocina con los ojos enrojecidos por el llanto. Sentados en torno al médico, los cuatro personajes mantenían un grave silencio.

Scheherezada, con los rasgos lívidos y la nuca rígida, miraba frente a ella.

Clot se llevó la taza a los labios y sorbió un trago.

—No está muerto. Eso es lo esencial, ¿verdad?

Se había expresado con voz neutra, como si se esforzase por autoconvencerse.

—No está muerto, doctor, pero ¿está vivo?

Clot no se atrevió a enfrentarse a la mirada de Giovanna.

—En cierto modo podría decirse que lo está.

Se recostó en el respaldo del sillón al tiempo que proseguía:

—Si me refiero a esta crisis que me han descrito y de la que fue víctima Ricardo hace un mes aproximadamente, todo hace creer que hoy se ha visto afectado por lo que los griegos llamaban un aneurusma, o aneurisma. La afección consiste en la dilatación brutal de una arteria, cerebral en este caso, que conduce a su ruptura. En cuanto a saber qué clase de lesiones puede provocar ese tipo de ataque, en el estado actual de la medicina nada nos permite aventurarlo. Lo único que podemos afirmar es que está vivo.

—¡Vivo...! ¡Usted lo ha visto, lo ha examinado...! ¿Qué hay de vivo en Ricardo Mandrino? Sus pupilas están dilatadas y vacías, no habla, tiene los miembros petrificados, más pesados que el granito. Sólo subsiste en él ese soplo que se filtra a través de sus labios, nada más que un soplo.

—Lo sé, señora. ¿Pero qué otra cosa puedo decirle si no que ese soplo es el signo de la vida que persiste en él? Por lo demás, existe un factor favorable. He comprobado que puede ingerir algún líquido, lo que nos permitirá alimentarlo, de forma sucinta pero lo suficiente para mantenerlo con vida. A tal fin, aconsejo que le administren lo más frecuentemente posible leche con una yema de huevo y miel. Esa mezcla, muy alimenticia, facilitará a su cuerpo las energías imprescindibles.

—¿Puede vivir una persona alimentándose únicamente de ese modo? —se interesó Joseph.

—Sí, mientras no surjan complicaciones.

—¿Nos oye? ¿Cree usted que percibe nuestra presencia?

—Tal como les decía, nuestros conocimientos son limitados. La ruptura de la arteria ha debido provocar un derramamiento de sangre que ha inundado parte de su cerebro, asfixiando al mismo tiempo los centros motores. De ahí la afasia y el estado cataléptico en que se encuentra. Más allá de estas observaciones, soy incapaz de determinar en qué medida es o no sensible al mundo exterior. Por mi parte...

Sorbió de nuevo su té y prosiguió:

—Si me baso en el examen que he realizado y en la experiencia que poseo de este género de casos, más bien me inclinaría a creer en una ausencia de percepción.

«Un muerto en vida», pensó Scheherezada. En ello se resumía el examen médico. Una máquina desprovista de sentimientos y emociones, un ser ciego y mudo.

—¿Cuánto tiempo puede permanecer mi padre así? —se interesó Joseph.

Clot alzó el mentón con expresión circunspecta.

—Tampoco me es posible manifestar un pronóstico. Días, acaso meses...

—¿No puede esperarse alguna mejoría? —se informó tímidamente Corinne.

—Por desdicha, no lo creo. Las lesiones provocadas son realmente irreversibles.

Scheherezada se había levantado obligando al médico a interrumpirse. Se retiró sin pronunciar palabra.

Abrió la puerta y entró en la estancia inundada de sombras.

Ricardo estaba echado, con los brazos extendidos a ambos lados de su cuerpo.

Se sentó con suma precaución al borde del lecho y cogió la diestra de su esposo, que estrechó entre las suyas, mas él no mostró reacción alguna, ni el más insignificante aleteo de pestañas: nada que diera a entender que fuese siquiera consciente de su presencia.

Scheherezada entreabrió los labios, pero las palabras se extinguieron en su boca. Tenía la impresión de que el menor sonido podría agredir a Ricardo y despertar el mal que dormía en él. Permaneció, pues, en silencio, limitándose a escuchar aquella respiración algo densa que imaginaba como una especie de vínculo invisible que aún los mantenía unidos.

Zeus fulminó a Asclepios.

Era la segunda vez que recordaba la leyenda que Ibrahim le relatara en otros tiempos, en Epidauro. La primera fue cuando descubrió la amnesia de Ricardo. Entonces se dijo que los dioses se vengaban porque, devolviendo a su esposo a la vida, había osado robarles su presa. En lo sucesivo, sabría que jamás es dado a los humanos borrar ni siquiera una sola sílaba de las palabras escritas en el Gran Libro.

Zeus había fulminado a Ricardo Mandrino.

Un frío glacial la estremeció, aunque afuera brillaba el sol y la temperatura de octubre era benigna.

¿Sería posible que hubiese llegado la hora de que, tras veinticuatro años de vida en común, de amor jamás alterado, tuviera que interrumpirse el canto? ¿Sería posible que estuviesen en vísperas del último amanecer? ¿Que el ser que había conservado consigo, cuyo calor, sueños, incluso cóleras, había compartido, partiese definitivamente? Él, que tanto temor sentía a la muerte, se vería obligado a afrontarla. Scheherezada se volvió bruscamente y escudriñó la oscuridad como si tratara de detectar al enemigo. La estancia estaba vacía: solamente se encontraban allí ella y su esposo.

Se mordió los labios hasta hacerlos sangrar para no prorrumpir en sollozos. Si por algún milagro persistiera alguna conciencia en él, le habría entristecido verla llorar... Acarició lentamente su mejilla, asombrándose de encontrarla aún tibia. ¿Dónde estaba su marido? ¿En qué parte del universo moraba en aquel momento? Cruzó por su mente la visión de un viajero aguardando en una pasarela tendida entre dos orillas. En breve, bajo el impulso de una fuerza misteriosa, también él franquearía los últimos pasos que aún le separaban del otro ribazo y desaparecería para siempre.

Pero ¿cuándo?

Días, acaso meses... había dicho Clot.

De modo que Ricardo seguiría subsistiendo hasta el día en que el destino decidiera poner punto final a su supervivencia.

—Si quiere que le diga... No es el temor a rehacer el viaje lo que me preocupa. No, sino más bien la idea de no poder ser más que un enfermo que se arrastra tras de sí... No soportaría vivir inerte. Nunca.

Algunos días, cuando me miro en el espejo, ¿qué veo? Una figura que se engorda, un fuego que se apaga y mi futuro congelado.

—¿Acaso el presente no cuenta?

—Lo único que cuenta es el futuro de un ser. Desde el instante en que uno deja de ser útil, es que está muerto.

Scheherezada se contrajo tratando de sofocar la voz que susurraba en sus oídos.

Una mano abrió el batiente de la puerta y Giovanna se introdujo en la habitación. Avanzó cautelosa hasta el pie del lecho y permaneció en pie contemplando el pecho de Ricardo, que se alzaba con impresionante regularidad.

—¡Papá! —Dijo en voz baja—. ¡Estamos aquí! Mañana te sentirás mejor.

—¿Por qué llora, sett hanem? El señor vivirá: ya lo verá. Alá no permitirá que nos deje jamás.

Scheherezada alzó su rostro demacrado hacia Khadija.

—Sí, si Dios quiere, vivirá.

¿Qué otra cosa podía decirle a la anciana criada? Acababa de transcurrir la primera noche. El amanecer sonrosaba la cresta de las palmeras y los terebintos. Todo parecía en su lugar. Todo, salvo aquel taburete que Ricardo solía ocupar para tomar su desayuno.

Giovanna se sirvió un vaso de leche caliente y lo depositó delante de ella, sin tocarlo. En aquella noche pasada en un lecho improvisado junto a la cabecera de su padre había envejecido diez años. Scheherezada, por su parte, se había acostado junto a su esposo y hasta el alba lo había estrechado contra ella como se acuna a un niño. Cualquiera que hubiese entrado por casualidad en la habitación hubiera pensado que se trataba de dos centinelas que protegían algún tesoro.

—¿Crees que sufre?

Scheherezada tardó unos instantes en responderle.

—No lo sé, hija mía. Quiero creer en lo que nos ha dicho Clot: «una ausencia de percepción»: ¿Fue ése el término que empleó? Imagino que, si no experimenta bienestar, tampoco debe de sufrir.

Giovanna deslizó la mano por sus cabellos y permaneció un momento en silencio.

—¿Saben? —Intervino Khadija—. Oí hablar de un caso como éste. En Beni Suef, las gentes del pueblo podrán contarles la historia de un hombre, el propio cheikh el balad (Jefe de un poblado), que sufrió la misma enfermedad que el señor. Pues bien, lo crean o no, sobrevivió y murió centenario. ¡Se lo juro, señora!

Y, como si deseara dar más énfasis a sus afirmaciones, se persignó, pese a ser musulmana.

—Acaso sea una ingenua —intervino Giovanna—, pero no puedo creer que papá siga así mucho tiempo. Saldrá adelante, estoy segura de ello.

—Me gustaría tener tu misma fe... Por desdicha, no puedo. Clot...

—¡Clot puede equivocarse! ¿No confesó él mismo que sus conocimientos eran limitados?

Scheherezada irguió la cabeza sin convicción.

Ambas mujeres permanecieron largo rato en silencio, absortas en sus pensamientos. Finalmente, Giovanna apuró de un trago su vaso de leche y se levantó.

—Voy a verlo —anunció con voz tensa—. ¿Necesitas algo?

—No, te lo agradezco. Me prepararé un poco de café e iré a reunirme contigo.

—Está muy triste —observó Khadija viéndola salir—. Su padre lo era todo para ella.

«¿Y para mí?», estuvo a punto de responderle. «¿Sabes lo que representaba Ricardo para mí?»

Pero se contuvo.

No soportaría vivir inerte. Jamás.

¿Por qué esas palabras pronunciadas por su esposo volvían sin cesar a su mente? Al comienzo, habían surgido como una advertencia: desde aquella mañana se repetían cual una oración.

Días y noches se sucedieron sin que se produjera ninguna mejoría. Clot acudió en varias ocasiones, pero, en cada una de sus visitas, el abatimiento fue dominando más profundamente los espíritus, y en todos se impuso la convicción de que Ricardo estaba irremisiblemente perdido. Para todos salvo para Giovanna que, con ciega obstinación, seguía creyendo que se produciría un milagro.

Aproximadamente al concluir la tercera semana, cuando Scheherezada despertaba al lado de su esposo, le sorprendió aún más que en días precedentes la descomposición física que se estaba operando en él. En el ser que estaba tendido junto a ella, nada había ya del altivo veneciano que conociera.

Aquella mañana, un acre olor invadía la habitación. No era la primera vez que Scheherezada lo percibía. En varias ocasiones había advertido ya aquel intenso hedor. Alzó la sábana: la orina había formado una mancha amarillenta y el bajo vientre de Ricardo despedía aquel olor insoportable.

Aunque no experimentó sensación alguna de asco, se le llenaron los ojos de lágrimas, y los sollozos que intentó contener no sólo fueron fruto de la desesperación infinita que sentía, sino también de una inmensa rebeldía ante aquel deterioro al que se veía reducido el hombre que amaba.

Como una sonámbula, se dirigió hacia un armario para buscar un camisón y sábanas limpias.

Al retirar la ropa, su mano tropezó con el frasco de láudano. Era el último que el doctor Clot le había entregado durante la enfermedad de Joseph y apenas estaba comenzado.

Esta noche le administrará seis gotas y, luego, todos los días, a mediodía y por la noche. Pero cuidad de no superar jamás esas dosis: administrado en exceso, el láudano es mortal.

Apretó con fuerza el cristal, estrechando el frasco hasta que los nudillos le quedaron azules. Luego lo soltó vivamente, como si le quemase en la mano, y cerró el armario. Al volver sobre sus pasos, su mirada se cruzó con la de Ricardo e, inmediatamente, creyó que el suelo se abría bajo sus pies. No era aquélla una expresión muerta, había surgido en ella una llama que iluminaba el azul de sus pupilas, aunque no hubiera podido decir con exactitud si se trataba de una súplica o de un estímulo.

No le cabía duda alguna: Ricardo la había visto coger el frasco.

Scheherezada se apoyó contra el hombro de Joseph. Hubiera querido llorar, pero ya no le quedaban lágrimas.

—¿Tenemos derecho a permitir que un ser marche así hacia la muerte? ¡Dímelo, Joseph, dime que estoy loca!

—Comprendo lo que sientes y deseo tranquilizarte: considero legítima tu actitud.

—¡He pensado en matarlo! ¿Me oyes? Cuando el frasco estuvo en mi mano, tuve la impresión de sostener en ella la liberación de Ricardo. El poder de poner fin a su humillación.

Y, desprendiéndose de los brazos de su hijo, gimió:

—¡Estoy loca!

—No, te repito que es humano. La impotencia ante la miseria de los que se ama es algo terrible.

—¿Hasta el punto de pensar en quitarle la vida? ¡Debo estar perdiendo la cabeza!

—¡Sin duda alguna, mamá!

Giovanna había aparecido en la puerta y los miraba horrorizada.

Avanzó hacia ellos y prosiguió:

—¿Has tenido realmente intención de matarlo?

—En mi espíritu sería solamente devolverle la vida.

—¿Con qué derecho te constituirías en Dios?

—No se trata de derecho, sino de compasión, Giovanna. ¿No ves a qué ha quedado reducido Ricardo? ¿Te has planteado alguna vez la cuestión de saber lo que puede experimentar en lo más recóndito de su corazón?

—El doctor Clot ha dicho claramente que no siente nada.

—¿Y esa afirmación te basta? ¿No ves su cuerpo enflaquecido en el lecho, que se deteriora día tras día?

Sin aguardar sus protestas, prosiguió:

—¿Conoces los principios de tu padre? ¿La devoción que sentía por el respeto a sí mismo y por el honor? Entre vivir humillado o morir con dignidad, ¿puedes asegurarme que no hubiera escogido la segunda opción? Yo, que he pasado más de veinticinco años a su lado, lo sé. Le he oído expresar su filosofía sobre las cosas de la vida y de la muerte.

—¡Se pueden pasar mil años junto a una persona y, sin embargo, no conocerla!

Una expresión de dureza había aparecido en sus rasgos.

—Pero no se trata de eso. Te bastará con reconocer que te has cansado de cuidarlo y todo resultará más claro.

—¡Cállate! —Estalló Joseph—. ¡Eres injusta! ¿Cómo te atreves?

—¡Se trata de mi padre! ¡De mi padre!

Y señaló a Scheherezada con aire acusador.

—Te lo advierto, mamá. ¡Desecha esa idea de tus pensamientos! ¡Deséchala o te arrepentirás toda tu vida!

Diciembre tocaba a su fin. Una fina lluvia caía sobre la hacienda de Sabah, que los árboles, sorprendidos, acogían aliviados. Hacía por lo menos seis años que no llovía en El Cairo.

Khadija y Scheherezada incorporaron a Ricardo contra la cabecera del lecho.

En lo que se había convertido en ritual, Scheherezada cogió el cuenco de leche con una yema y miel y, valiéndose de una cuchara, comenzó a alimentar a su esposo.

—¿Cómo lo hará cuando yo me haya ido? —Suspiró la sirvienta—. Me preocupa pensar si mi sustituía sabrá estar a la altura de su responsabilidad.

—Lo estará, no te preocupes.

—Espero que no me lo tenga en cuenta, pero no me queda otra elección, ¿comprende? Mi pobre marido es ya un anciano y yo voy a cumplir sesenta años. Es hora de que regresemos a Beni Suef para acabar allí nuestros días, Inch Allah.

Y repitió con insistencia:

—¿Lo comprende, verdad?

—Desde luego, Khadija, desde luego. Pero ello no significa que no te echemos de menos.

—¡Y yo a ustedes! Después de más de quince años pasados a su servicio... Se habían convertido en mi segunda familia.

Profirió un nuevo suspiro.

—¡Ah, si por lo menos me marchara sin preocupación alguna! Saber que el señor sigue enfermo me destroza el corazón. ¿Qué ha dicho el doctor Clot en su última visita?

Al ver que Scheherezada no respondía, insistió:

—Sett hanem... ¿me ha oído? ¿Qué ha dicho el doctor Clot?

La lluvia tamborileaba sobre el paisaje.

—Señora...

Scheherezada dejó el cuenco sobre la mesita de noche.

Volvió lentamente la cabeza hacia la criada y anunció con voz extrañamente serena:

—El señor nos ha dejado...

CAPÍTULO 30

—¡Tú lo has matado!

Giovanna había lanzado aquella acusación sin levantar la voz, pero su autodominio traducía una ferocidad deliberada, mucho más amenazadora que si hubiera gritado: era un furor helado, incisivo.

Scheherezada y Joseph la miraron aterrados.

Joseph fue el primero en responder.

—Imagino que el dolor te hace delirar.

—Jamás he estado tan lúcida.

—Escúchame, Giovanna: esto es demasiado. Yo...

—¡No trates de convencerme! ¡Te tiene dominado como a papá! ¡Te domina y juega contigo al igual que jugaba con él! No ves más que por sus ojos. Te expresas con sus propias palabras. Estás bajo sus garras como lo tenía a él.

Joseph intentó refrenar la cólera que surgía en él.

—¡Te ordeno que vuelvas a pisar tierra firme, Giovanna! ¡Esto es absurdo!

—¿Absurdo?

Observó a su hermano con el rostro congestionado. Metió la mano en un bolsillo de su túnica y extrajo de él el frasquito de láudano.

—¡Mira! ¿Reconoces este objeto?

—¡Naturalmente! Es el medicamento que me prescribió el doctor Clot.

—El tercer frasco. Por si lo hubieras olvidado, cuando te curaste apenas estaba comenzado.

—¿Y bien? ¿Qué significa eso?

—¡Fíjate!

Destapó el frasco ante sus ojos y lo puso boca abajo.

—¡Está vacío!

Repentinamente desorientado, Joseph objetó:

—Yo... Es posible que te equivoques.

—No, hijo mío —confirmó Scheherezada—. Lo tuve en mis manos hace unas semanas y el frasco estaba lleno.

—¿Lo ves? —exclamó Giovanna triunfante—. ¿Comprendes ahora?

—Debe de haber alguna explicación para ello, algún elemento que se nos escapa.

—Lo que se te escapa es que te niegas a admitirlo. ¡Has matado a papá!

—¡No!

Joseph se había expresado en un grito.

—¡No! ¡Es una absoluta insensatez!

Cogió la mano de su madre con brusquedad.

—¡Díselo, mamá! ¡Dile que se equivoca!

Scheherezada se limitó a enlazar sus dedos.

—¡Te lo ruego! —Suplicó Joseph—. ¡Díselo!

—Ricardo ha muerto: es todo cuanto sé —respondió finalmente con un hilo de voz.

—¿Lo ves? —Insistió Giovanna—. ¡Ni siquiera puede defenderse, tan flagrante es el acto que ha cometido!

—Ignoro qué locura rige tu cerebro —se decidió a responder Scheherezada—, pero hace años que me acusas de todos los males, que me profesas un odio incomprensible. La única cuestión que me planteo es cómo puedes vivir con tanta amargura en el corazón.

Giovanna cerró los puños y se le crispó el rostro. ¿Por causa del llanto que intentaba contener, por el espanto que le producían sus propias acusaciones o quizá por aquel veneno que, según su madre, la consumía incesantemente?

—¡Me iré de aquí! ¡Partiré en cuanto papá haya sido enterrado!

—¿Cómo? —exclamó Joseph.

—¡No pienso seguir compartiendo vuestro techo! ¡No viviré al lado de una...!

Joseph no le dejó pronunciar la palabra fatal. Se levantó y, cogiendo a su hermana por los hombros, la sacudió con rabia.

—¡Eres un monstruo! ¡No sientes ningún respeto por nuestro dolor!

—¡Basta! —ordenó Scheherezada.

Se había levantado asimismo del diván y se adelantó hacia Giovanna.

—Hace tiempo, un día de Navidad, participaste a tu padre ese mismo deseo. ¿Recuerdas qué te respondió él? «Si deseas partir... hazlo. Pero sabes que existe un obstáculo mayúsculo que deberás superar. Acaso muriera en Navarino pero, por desdicha, eso no basta: para que franquees el umbral de Sabah será preciso que yo muera por segunda vez.»

Fijó sus ojos en los de su hija.

—Hoy, Ricardo Mandrino está muerto... Ya nada se opone a tu partida.

2 de enero de 1836

El ataúd cayó en la fosa con sordo ruido. Ya no llovía, pero el cielo estaba teñido de gris.

Sostenida por Joseph y Corinne, Scheherazada se agachó, cogió un puñado de tierra y lo echó sobre la tapa de roble adornada con un crucifijo dorado. Luego, mientras la pareja se retiraba discretamente, permaneció inmóvil fijando su mirada en el negro agujero, indiferente al desfile de personajes que acudían a rendir su último homenaje a Ricardo Mandrino.

El gran ausente era Mohammed Alí, que se había visto obligado a permanecer en Alejandría para recibir a representantes de las grandes potencias. El pacha había delegado su representación en Ibrahim.

Con los seres anónimos se mezclaban los familiares: Linant, Judith Grégoire, el coronel Séve y los campesinos de la hacienda de las Rosas que se habían desplazado desde El Fayum a El Cairo.

Cubierta con negro velo, Giovanna se encontraba al otro lado de la fosa, frente a su madre.

La tierra comenzaba a cubrir insensiblemente el féretro, que parecía hundirse lentamente en el blando suelo.

Encerrado en su prisión de madera, acaso Ricardo Mandrino navegase hacia la Serenísima. ¿O quién sabe? Tal vez siguiera allí mismo, invisible, omnipresente junto a Scheherezada.

Mientras la multitud se dispersaba, Judith se acercó a Corinne, de la que Joseph se había separado para recibir las últimas condolencias.

—Es una triste jornada. Estoy sinceramente apenada por ti y por tu familia.

Corinne respondió con una amarga sonrisa.

—También quisiera decirte que en breve partiré para Francia. No sé cuándo volveremos a vernos, pero confío en que si alguna vez viajas a París con tu esposo vendrás a visitarme.

—¿Te marchas de Egipto?

—Sí, aquí ya no podemos proseguir nuestra tarea ni contamos con los medios necesarios. Como sabes, la mayoría de nosotros ha sido víctima de la epidemia. En cuanto a los sobrevivientes, están desanimados, en el límite de sus fuerzas, y la duda se ha apoderado de ellos. Pero esta experiencia no habrá sido en vano.

Y concluyó con cierto orgullo:

—Por otra parte, tenemos un documento firmado por el propio doctor Clot donde certifica que Suzanne y yo hemos seguido cursos de comadronas y que hemos ejercido con éxito actuando por cuenta propia. Yo misma he tenido ocasión de demostrar mi capacidad con Suzanne hace unos días, cuando dio a luz al pequeño Alfred Charles Prosper.

—No es necesario que te pregunte quién es el padre.

—¿Acaso lo dudas...?

—De modo que el sueño ha concluido... ¿Y el señor Enfantin también regresa a París?

—Sí, la clausura de las obras de la presa ha apagado su entusiasmo.

—¿Qué ha sido de la búsqueda de la Mujer-Mesías?

—Sin duda, algunos la proseguirán en otra parte: en América del Norte o del Sur, o en Oceanía. Pero lo cierto es que la idea ha fracasado y muchas de nuestras hermanas proclaman cada vez con mayor energía que la Madre somos todas las mujeres y no una sola procedente de un fantasma masculino. Como ves, ha sido un desastre.

—Sí, resulta decepcionante... ¡Qué lástima! Con frecuencia me he opuesto al rumbo que tomaban vuestras teorías, pero no es menos cierto que la esperanza de un mundo más humano por el que habéis luchado es lo más noble que existe. Acaso algún día, en otro lugar, reviva la idea, liberada de todo el fárrago que algunos han creído oportuno sembrar en ella. En todo caso, es mi más ferviente deseo. Te soy sincera.

Judith la besó en la mejilla.

—Adiós, Corinne. Como dice la gente de tu país: Allah karim...

El cementerio está ahora desierto.

Scheherezada ha expresado su deseo de quedarse sola. Al pie de la tumba de Ricardo, su larga silueta cubierta con el velo destaca como negro y enhiesto ciprés bajo las luces de poniente.

Esta vez ya nada le devolverá a su esposo: ningún viaje a Morea ni el descenso a los abismos de Navarino. Ahora, él no ha tenido tiempo de inscribir con temblorosa mano un signo, el nombre de fra Mateo de Bascio. Tampoco habrá campesinas griegas ni popes que puedan orientarla para seguir las huellas de Mandrino.

Sin embargo, concentra todas sus fuerzas en el montón de tierra bajo el que reposa el féretro. ¿A qué aguarda? ¿A que la locura se apodere de su espíritu? Más probablemente, a que aquello que le ha arrebatado a Mandrino acuda a llevársela a su vez. Sí, no hay otra alternativa. Y, entonces, ella ruega para que los años que la separan de ese momento se transformen en días, los días en horas y las horas en segundos.

¡Si por lo menos hubiera podido procurarse la droga milagrosa! Pero el frasco estaba vacío. Si es preciso, se arrodillará a los pies del doctor Clot o de cualquier otro para que ceda a sus súplicas.

Quizá mañana... o esta misma noche...

Alejandría, palacio de Ras el Tine, 7 de enero de 1836

Acodado en la ventana que domina el mar, Mohammed Alí contemplaba el vaivén de las olas. Bruscamente se llevó las manos al rostro, como si deseara contener la emoción que lo invadía.

Ibrahim se acercó a él y se mantuvo respetuosamente a su lado, absteniéndose de interrumpir las meditaciones de su padre. De todos modos, ¿qué hubiera podido decirle para calmar su dolor? Aunque esperada, la desaparición de Mandrino había sido un duro golpe para él. Más de treinta años de amistad acababan de extinguirse, apagados por el viento de la muerte.

—Ismael, mi hijo, me fue arrebatado; le siguió Tussun. Y hoy me privan del hombre al que quería tanto como si fuera de mi propia sangre. Mi único consuelo es pensar que llegará mi hora.

—Padre... pensad en Ricardo. A él no le hubiera gustado que hablarais así. Viviréis mucho tiempo aún, para vuestra familia y para Egipto.

—¿Egipto?

Se volvió con cansado movimiento y le mostró las manos.

—Esto es Egipto... Una carne arrugada que el tiempo marchita cada día un poco más. Pronto la sangre que corre por sus venas estará agotada y la carne se convertirá en polvo.

Se acodó de nuevo en el alféizar de la ventana y dijo con voz apenas audible:

—Acaso haya ido demasiado lejos. He querido asemejarme a Alejandro y a los grandes conquistadores y, como ellos, heme aquí atrapado en mis conquistas.

—No teníais otra elección, padre.

—¿Sabes cómo me apoda el pueblo? Zalem pacha, el pacha tirano. No me perdonan que nacionalizase los recursos del país y que eliminara sistemáticamente toda oposición.

—Os lo repito: no teníais otra elección. Os iba en ello la modernización de esta tierra. Vuestras conquistas no han sido más que una sucesión de guerras que se os impusieron indirectamente. En cuanto a la trampa de que habláis, sabéis perfectamente que son las potencias quienes os mantienen en ella.

Mohammed Alí le detuvo.

—Déjalo, hijo mío: no tengo ánimos para hablar de política. La muerte de Ricardo Mandrino me pesa como un sudario.

Súbitamente declaró:

—Su familia... Scheherezada... Deseo que te ocupes personalmente de ellos. Que no les falte de nada, ¿me comprendes?

—Precisamente la hija de Ricardo está aquí, papá.

—¿Aquí? ¿Y qué quiere?

—Lo ignoro. La ha recibido el gran chambelán. Desea verte a ti.

—Bien, que la hagan pasar inmediatamente. Ve, Ibrahim.

—¿Eres consciente de lo que me pides?

—Sí, majestad. No me queda otra elección. Os lo ruego.

Mohammed Alí apretó nervioso los dedos sobre el brazo de su sillón. Su expresión era más ausente que la de Giovanna.

—¿Sabes que al abandonar Sabah enlutas a tu madre por segunda vez? ¿Lo sabes?

—¿Acaso no lo habéis comprendido? ¡Ella asesinó a mi padre!

—¡Magnuna! ¡Loca! ¿Cómo puedes imaginar que haya podido cometer tal acción? ¡Ricardo era su carne, la sangre de sus venas!

—Porque no había podido soportar en lo que se había convertido. Teníais que haberlo visto, tendido en aquella habitación. No se parecía en nada a lo que había sido. Apenas parecía un hombre. Era...

—¡Seguía siendo Ricardo Mandrino! ¡Aunque insinúes otra cosa! ¡Era él!

—El láudano... Ya os he explicado que el frasco estaba vacío. Pocos días antes ella mencionó claramente con Joseph la posibilidad de poner fin a la enfermedad de papá.

—¡Necedades! ¡Desvaríos de una mujer que sufre! ¿Tú no has sufrido jamás?

—«Cuando el frasco estuvo en mi mano, tuve la impresión de sostener en ella la liberación de Ricardo», ésas fueron sus propias palabras.

—Te lo repito —exclamó el virrey—, Scheherezada jamás habría podido hacer algo semejante. Lo amaba demasiado.