42. Cinco minutos, ni uno más

El «cuarto de observación» era prácticamente una celda. Había una pequeña cama, un lavabo y una mesita. Pero en la ventana había barrotes y la puerta estaba provista de una portezuela-espía. Fue desde esta «espía» antes de que la hermana le abriera la puerta, que Estéfano vio a Alina, sentada en la cama, y encontró su mirada.

—Debo volver a cerrar la puerta —dijo la hermana después de haberle hecho entrar—, y no puede estar más de cinco minutos.

Cuando la puerta se volvió a cerrar, Estéfano vio brillar desde la «espía» los ojos de la hermana que los vigilaba.

Era el crepúsculo, el cielo velado de nubes ya casi no daba luz y allí, en la pequeña habitación estaba oscuro: la luz se encendería solamente a la hora indicada por el reglamento.

Alina se había levantado, en cuanto él había entrado con la hermana. Llevaba la bata gris de tejido basto, las bastas medias negras y las zapatillas de fieltro y tela gris. El uniforme prescrito por el reglamento. También hubiese debido llevar la cofia redonda, pero se la había quitado y el pelo corto, tan delicado y fino, era su único atractivo. Pero también los ojos, los ojos que eran todavía más hermosos que antes, que parecían tener una luz distinta a la de antes.

Hubiese querido abrazarla. Algo le decía que hubiese podido hacerlo, que ya no era como antes, pero dudó, a sus espaldas sentía los ojos de la hermana que le espiaba.

—¿Por qué has huido, Alina? —dijo permaneciendo un poco rígido por la conmoción.

Ella respondió con dulzura:

—No he huido. Debía volver aquí para después ser liberada.

—¿Es cierto que te ha acompañado aquí Ruggero Misuria?

Él la vio azorarse, la mirada se le hizo más luminosa.

—¿Cómo lo has sabido?

—No tiene importancia —dijo con voz ronca—, dime, ¿es cierto?

—Es cierto.

Estéfano se acercó a los barrotes de la ventana. Debajo había un patio cerrado, árido, sin una planta, vacío.

—¿Estuviste en su casa?

Su voz vino de la oscuridad.

—Sí.

—¿Por qué?

—Quería verle —siguió diciendo la voz, con dulzura, desde la oscuridad—. Hablamos un poco, después me acompañó en coche hasta aquí.

En coche. Podía ser el mismo coche de cuatro años antes, quizá, pero aunque no fuese el mismo, daba igual: ella había subido al coche con «él» y había hecho un largo viaje junto a «él».

—¿No he hecho bien en verle? —preguntó la voz desde la oscuridad, con tierna ansiedad—. En el bolso tenía un revólver… —siguió la voz, ahora melancólica—, se lo quité a papá porque no me gustaba que él tuviese un revólver… Y luego en casa de él había una pequeña vitrina completamente llena de armas antiguas y raras, y por un momento, cuando le vi, no estuve muy segura de mí; Estéfano, estaba exactamente igual que aquel día, también había bebido como aquel día, pero después pensé en ti… y sucedió algo extraño, como cuando nos despertamos de un mal sueño y a nuestro alrededor todo está sereno, y entonces supe que el sueño se había acabado y me sentí muy feliz y segura…

La luz se encendió de repente, en una débil lámpara, muy alta, protegida por una red metálica. Él apretaba en el puño un barrote de la reja de la ventana.

—He sido injusto y estúpido contigo, Alina —dijo—. Cuando te llevé a casa de Clelia, el primer día, y tú estabas mal, ya no tuve más esperanza en ti.

—Lo sé, se lo dijiste a Clelia y yo estaba despierta y lo oí.

Lo que le hacía daño, lo que le llenaba de remordimiento era su voz, tan serena y dulce.

—No tuve confianza en ti, Alina. No podrás perdonarme.

—¡Tampoco yo tenía confianza en mí, Estéfano!

Alina se le había acercado y había levantado los brazos para rodearle los hombros: no podía verle humillado. Pero en aquel momento la puerta se abrió y apareció la hermana. Ella dejó caer los brazos.

La hermana no dijo nada, pero se veía que no había esperado mucho.

—Saldré pronto —dijo Alina. Pero pronto podía ser también uno o dos meses, allí, en aquella desolada celda de observación y ella lo sabía—. En cuanto salga, te telefonearé.

Entonces Estéfano se inclinó para besarle una mejilla y sintió que su rostro propendía hacia él, con ternura, que ya no huía.

La vio todavía un segundo, detrás de la puerta-espía, después de salir. Vio sus grandes ojos llenos de dulzura, y sintió que la garganta le quemaba de ganas de llorar. Aquella noche escribió la primera carta de amor de su vida: nunca las había escrito, ni tampoco había dicho nunca el más mínimo cumplido a una mujer. Aquella noche llenó muchas hojas volando con los dedos sobre el teclado de la máquina, pero después no las mandó: antes las leería el viejo profesor del manicomio, y aquéllas eran las palabras más delicadas que jamás le habían salido del corazón.