29. Generalmente no se es feliz
Encontró a Alina en el cuarto del hotel. La puerta no estaba cerrada con llave. Llamó y ella dijo. «Adelante». Estaba echada en la cama, vestida. No debía haber llorado, tenía los ojos secos, normales. Tampoco debía haber dormido.
—¿Cómo te sientes?
Ella no respondió. Se levantó, se atusó un poco el pelo con las manos. Aquella especie de infinita tristeza que la envolvía la hacía todavía más bella, más deseable.
—Alina, ven aquí, escúchame.
Dócil, ella se le acercó, pero le costaba mirarle a los ojos.
—Alina, ¿qué pretendes?, ¿por qué no hablas? Pero ella movió la cabeza sin responder.
—Está bien —dijo él, amorosamente—, hemos hecho un intento y hemos fracasado, pero hubiese sido peor si no lo hubiésemos hecho. No basta con que logres obtener la libertad del hospital, si tú no eres libre, libre de tus acciones, dueña de tus pensamientos. Y debemos conseguirlo. Ahora yo no sé cómo, también yo estoy cansado y desanimado como tú y tampoco quiero pensar en ello, pero sé que lo conseguiremos… —Miró el reloj—. Ahora vamos y estemos tranquilos un rato, pero no estés todo el rato tan callada, ¿has entendido?
Por primera vez ella apoyó su cabeza en su pecho, le puso sus largas y delicadas manos en los hombros y permaneció así, sin llorar. Pero también sin hablar.
En Milán Estéfano telefoneó enseguida al periódico y tal como imaginaba supo que le habían buscado en tipografía. Por aquella inútil salida a Nervi había postergado también su trabajo. Corrió enseguida al periódico y encontró en el escritorio el montón de pruebas que debía revisar y un par de notas de la secretaría de redacción: había telefoneado uno de los fotógrafos y también había ido allí su confidente de la jefatura.
Intentó remediar como pudo aquel retraso, y sólo a las seis de la tarde se acordó de que había olvidado ir a la administración. Se había quedado con pocas centenares de liras en el bolsillo. Podía firmar cheques, tenía en el banco el dinero de Alina, pero hasta ahora lo había utilizado sólo para ella, para sus gastos personales. Y quería seguir así. Telefoneó enseguida al administrador pero ya no había nadie. También esto le tensaba los nervios. Siempre había luchado con las cien liras, pero solo. Ahora se encontraba en la alternativa de aprovechar el dinero de Alina o de soportar gastos fuera de sus posibilidades. Firmó nerviosamente en la última galerada y la llevó a tipografía. La vida también está hecha de miserias. Encontró al jefe de tipógrafos más bien serio porque todos sus retrasos debía compensarlos él. Los señores periodistas se van de paseo y el pobre tipógrafo se queda en tipografía a imprimir páginas y a comer plomo.
—Tenga paciencia —le dijo Estéfano—, es la primera vez que le hago hoy enfadar.
Vio que el rostro delgaducho y estirado del jefe de tipógrafos se relajaba, con aquellas sencillas palabras, en una sonrisa agradecida, y se conmovió.
—¡Oh, no importa, no importa, nosotros llegamos siempre a todo! —dijo el jefe de tipógrafos.
En el mundo todavía hay gente que tiene paciencia y buena voluntad. La amargura y el nerviosismo de Estéfano se calmaron un poco con la sonrisa de aquel buen hombre. También él debía decir así: «no importa, no importa, nosotros llegamos siempre a todo». También hubiese debido decirlo cuando había visto el revólver en el bolso de Alina. También ahora que le bailaban en el bolsillo aquellos tres o cuatro billetes de cien.
Estaba acabando de dar algunas explicaciones al jefe de tipógrafos cuando sintió a sus espaldas la presencia de Clelia. No necesitó verla u oír su voz, supo que era ella por el ligero perfume que conocía bien, que se notaba enseguida en el aire amargo de la tipografía.
Se volvió y le sonrió.
—¡Hola!
Clelia entregó al jefe de tipógrafos un manuscrito, después subió con Estéfano a redacción.
—¿Tienes un minuto de tiempo para mí?
—Desde luego —dijo él. Le parecía seria. La condujo a su despacho y cerró la puerta—. ¿Qué ocurre?
—Estéfano, ¿qué estás tramando con aquella muchacha que huyó del manicomio? —Con su acostumbrado estilo franco y sin rodeos, se lo dijo enseguida—. Os vi juntos en la galería de la Stipel.
Claro, hubiese sido raro que nadie les hubiese visto y les hubiese reconocido.
—¿Por qué me lo preguntas?
Clelia le miró maternalmente.
—No quiero inmiscuirme en tu vida privada, pero puedes perder tu puesto, aquí en el periódico, y también acabar en la cárcel.
¿Hasta dónde sabía? Aunque si lo hubiese sabido todo no habría peligro, hasta el momento no le había dicho nada solamente para no obligarla a ser un cómplice.
—Finge no haber visto nada —le dijo—, si no también tú puedes perder el puesto.
—Estéfano, dime la verdad.
Estéfano cogió el impermeable de la percha y se lo puso en el brazo.
—Me he enamorado de ella.
—No me pareces feliz.
—No, no soy feliz —dijo.
Clelia le miró un instante.