32. Parecía que el mundo hubiese muerto

—Entra, entra, Alina —dijo la hermosa señora vestida de blanco.

—Ésta es Clelia —dijo la voz de Estéfano.

El niño, que estaba en la antesala la miraba casi con miedo. La criada cogió las maletas y se las llevó. Cuánta luz hay en esta casa, pensó Alina, había hasta sol en la antesala que llegaba desde la ventana de una habitación contigua.

—Debe tener un poco de fiebre —dijo la voz de Estéfano, cercana.

Oh, no, yo no tengo fiebre, pensó Alina, después le pareció que sucedía algo, pero no sabía bien qué. ¿Quizá se estaba cayendo?

—Tráela aquí al sofá —dijo la voz de la hermosa señora vestida de blanco—, no te impresiones así, sólo se ha desvanecido.

Quizá se había desvanecido, pero lo oía todo, aunque un poco débilmente. Se había debido caer al suelo y Estéfano la había levantado. El cojín del sofá olía muy bien a «Jiky», el perfume que a ella le gustaba.

—Tiene los ojos abiertos pero no debe ver nada —dijo Estéfano.

Desde luego ella no veía nada, pero no sabía que tenía los ojos abiertos. ¿Cómo era posible tener los ojos abiertos y no ver nada? Después le pareció oír la campana que la llamaba para el rosario.

—Debo ir al rosario —dijo—. El prefecto quiere que al tercer toque de campana estemos todos en el rosario.

—Desvaría —dijo la voz de Estéfano. A ella le gustaba oír aquella voz a pesar de no comprender las palabras—. Habrá que llamar a un médico y no se puede.

—¿Por qué no se puede? —dijo la voz de la hermosa señora. También esta voz le gustaba por el sonido tierno que tenía, protector, no importaba que no comprendiese demasiado las palabras, era como si todos a su alrededor hablasen una lengua extranjera.

—El médico la puede reconocer y puede decir que hay que llevarla a alguna clínica o a un hospital —dijo la voz de Estéfano—, y acabarán descubriendo quién es.

La voz de la hermosa señora respondió dulcemente:

—Todo son palabras inútiles, debemos llamar a un médico, Estéfano, no podemos hacer otra cosa.

Pero Alina oía también la campana del rosario, y al fondo del largo y lúcido pasillo del colegio estaba su padre que le decía:

—Corre, corre, es tarde para el rosario.

Y ella corría, pero el pasillo no se acababa nunca, cuanto más corría más largo se hacía, más infinito delante de ella, hasta que oyó una voz que no conocía y que le dijo:

—¡Ea, estese tranquila, no se agite así, déjese visitar!

—Doctor, —oyó la voz de Estéfano—, ¿qué es?

—Es un colapso nervioso, —oyó la voz del médico—. ¿Ha sucedido otras veces o es la primera vez?

Empezaba a comprender, ahora, algo de lo que decían, pero no todo. Sabía que estaba en casa de la compañera de Estéfano, la hermosa señora vestida de blanco le había dicho dulcemente, como si la conociese desde hacía mucho tiempo: «Alina, entra, entra», en cuanto llegó. Sabía que se había caído, como desvanecida, aquel extraño desvanecimiento que la dejaba ciega, a pesar de sentirse con los ojos abiertos. Y ahora el médico estaba allí.

—Con la inyección que le he puesto pronto estará mejor —oyó la voz del médico—. Físicamente está sana, pero hay que procurar que no experimente grandes emociones porque el sistema nervioso cede con bastante facilidad. ¿Siempre ha sido normal o ha tenido un carácter un poco extraño o cerrado…?

—Un poco extraño, sí —oyó la voz de Estéfano. Alina entendió esto claramente. Estéfano había dicho que ella tenía un carácter un poco extraño, seguramente hubiese querido decir más, hubiese querido decir: más que extraño, ha estado en un manicomio, nunca se curará. Ella estaba segura de que Estéfano hubiese querido decir esto, y entonces se puso a llorar.

—Tranquila, tranquila —dijo la voz del médico—. Cúbranla bien, dénle estas pastillas; ahora debería dormir hasta la noche… Tranquila, tranquila, no llores.

Pero llorar le hacía bien, se sentía confortada con aquellas lágrimas, tenía ganas de alargar los brazos como cuando en la playa tomaba el sol y oía el sordo rumor de las olas junto a ella, el dulce chapoteo del mar en la arena…

…Debía haber pasado tiempo, pero no sabía cuánto. Delante de ella vio una gran ventana, cubierta por una fluctuante y vaporosa cortina blanca y, más allá, una casa nueva y alta, clara, en forma casi de torre cuadrada, con alguna ventana ya iluminada. Y al lado de la casa el cielo en crepúsculo, con todos los colores del arco iris, como la paleta de un pintor. Sólo por un segundo no supo dónde estaba, después lo comprendió enseguida, volvió a ver a la hermosa señora vestida de blanco; se llamaba Clelia, estaba en su casa.

No se movió. Se sentía bien, con la mente lúcida. Estéfano la había llevado allí, a casa de Clelia, porque el campesino de la casa ya no la quería allí, tenía miedo de una que robaba los revólveres y de lo que pudiese suceder. Se había desvanecido, debía haber venido un médico a visitarla, había dicho: «colapso nervioso». Pero ahora estaba bien, nunca se había sentido así. La mente, sobre todo, estaba muy nítida, eso es, fuerte. Nunca había sido fuerte. Antes parecía que sus pensamientos iban siempre a la deriva. Ahora los dominaba como cuando por fin había aprendido a dominar el miedo de ir a caballo y sentía entre las rodillas el potrillo que la obedecía y había reconocido a su dueña.

—¡Mamá, mamá, Teresa no me quiere dar la pasta! —oyó que gritaba la voz de un niño. Debía ser aquel niño que había entrevisto en la antesala, y que la había mirado casi con miedo.

—Renato, habla bajo. —Era la voz de Clelia, y estaba muy cerca. Entonces Alina se dio cuenta de que había una puerta abierta que daba a una habitación contigua y que la voz venía de allí.

—Haz que le dé aquella pasta.

Ésta era la voz de Estéfano. Se sobresaltó, se le cerraba la garganta al oírla.

Oyó un rumor de pasos que se acercaban. Cerró los ojos. Quería permanecer allí sola. Sobre el parquet de la habitación oyó ligeramente el ruido de dos pequeños tacones femeninos, Clelia. Permaneció con los ojos cerrados, inmóvil, se sintió mirada. Los pasos se alejaron.

—Todavía duerme —dijo la voz de Clelia.

—Es mejor dejarla dormir hasta que se despierte por sí misma.

Era Estéfano. Las voces eran bajas, y ella no lo oía todo, pero a pesar de que se le escapaba alguna palabra, entendía muy bien lo que decían.

—Tú también deberías intentar dormir. Tienes una cara desencajada.

—Espero que se despierte para ver cómo está, después me iré a casa.

La luz del crepúsculo resistía tenazmente, pero los colores del cielo se hacían menos vivos, más tristes. Alina miraba aquel rectángulo de cielo a través del velo de la cortina y escuchaba.

—Intenta tomar las cosas con más serenidad. —Era Clelia—. Ahora estará algunos días aquí, se calmará, y acabará volviendo al hospital. Cuando esté allí, en poco tiempo la dejarán libre y la podrás volver a ver…

La voz de Estéfano vino de más lejos.

—Sí, claro. Volverá al hospital y después la dejarán libre. Pero será mejor que no la vuelva a ver.

Se oyó el ruido de un encendedor, Estéfano debía haber encendido un cigarrillo.

—¿Por qué? ¿No crees que se pueda curar?

—No.

Alina cerró los ojos. Él no le inundó el corazón, helado.

—Con el tiempo todo pasa.

Era Clelia. Alina volvió a abrir los ojos, el cielo estaba ahora completamente oscuro.

—Sí, por supuesto. —Era Estéfano. Qué voz tan triste tenía—. Pero quedan las huellas. Y esas huellas no se las podrá quitar nadie. También ahora está curada, en cierto sentido. Tenía un revólver en la mano, sabía dónde podía encontrar a aquel hombre, y sin embargo se venció por dos veces, porque también ella se da cuenta de las cosas. Pero algo siempre le quedará. A todos sucede lo mismo. También yo lo he experimentado. Cuando era soldado, un sargento me dio una bofetada que casi me tiró al suelo. Todavía veo el patio del cuartel, el pórtico, las columnas cuadradas, la cara embrutecida de aquel idiota. Me veo todavía apoyado en la pared, con los ojos que me zumbaban y unas ganas terribles de estrangular a aquel hombre. Y no podía hacerlo, estábamos en tiempo de guerra y nos arriesgábamos al fusilamiento. El tiempo ha pasado, pero las ganas de estrangular a aquel hombre han permanecido en mí, aquí, en las manos. Nunca lo haré, desde luego, ni siquiera si me diesen un premio por matarlo, pero siempre tengo las ganas en las manos. Es una señal, una cicatriz que ha permanecido.

Oyó la voz de Clelia, al cabo de un rato.

—Es una mujer, para una mujer es distinto.

—¡Bah…! —Estéfano se debía haber levantado. Alina oyó sus pasos—. Siento mucha pena por ella, una pena que me hace sentir mal tan solo mirarla… Creía que podía curarla, que lograría hacerle olvidar, pero todo ha sido inútil.

Después hubo silencio. Un gran silencio. Incluso por algunos instantes tampoco llegaba ningún ruido de la calle. Parecía que el mundo se había muerto.