28. Una historia amarga

En aquella sala de espera había un aire polvoriento y gris, y el olor, mitad bueno, mitad insoportable que hay en todas las estaciones. En un rincón de la sala dos viejos hablaban bajo, junto a la puerta una mujer gruesa vigilaba un montón de maletas y maletines. Estéfano abrió el bolso y vio en su interior el negro bruñido de la caña del revólver. La misma de la otra vez, la de Ardusio. Alina no la había devuelto a su sitio, en casa del campesino, se la había guardado, y ahora que iban en busca de Ruggero Misuria la había llevado consigo.

Mirando alrededor para que no le viesen, lo sacó del bolso y se lo puso en el bolsillo. El corazón se le había como caído, junto con todas sus esperanzas. Experimentaba una pena indecible cuando miraba a Alina.

—Estate tranquila. Es mejor que tu me hayas dicho la verdad —murmuró.

Ella no tenía ni siquiera fuerzas para llorar.

—No lo quería, Estéfano, pero de todas formas lo he hecho.

Sí, era fácil comprender; tampoco el fumador quiere fumar y acaba por fumar, y el bebedor bebe igualmente licor sabiendo que se mata, y el hombre busca desesperadamente su droga que le llevará a la muerte. Muy fácil de comprender, pero imposible de curar.

—Paciencia —dijo él— ven.

—Deja que me vaya, sólo te hago sufrir. —Se sentía con los ojos secos, quemados.

—¿Dónde quieres ir? Es inútil que te desesperes así. Ya sabes que no me gustan las cosas inútiles.

—Pues entonces no me tengas contigo. Es inútil y no sirve de nada —dijo ella sofocada por la amargura—. No querías otra crisis, y ya ves, se ha producido otra y siempre las habrá, siempre.

—De acuerdo, siempre las habrá, pero ahora vamos.

Ella le sentía frío, lejos, tremendamente defraudado. Era justo. También ella estaba tremendamente defraudada de sí misma. Se levantó con esfuerzo, y anduvo a su lado sin hablar más.

—Ya estoy aquí e iré solo a entregar el negativo —le dijo Estéfano. Tomó una habitación para ella en un hotel cercano a la estación y la acompañó hasta el cuarto—. Intenta dormir un par de horas. Cuando vuelvas tomaremos el tren para Milán.

Sin hablar ella se sentó en una gran cama, dándole la espalda. Esto era más que una barrera: algo se había roto entre los dos.

—Alina, dime que estarás aquí, tranquila, esperándome —dijo él en la puerta.

Pero ella no respondió. De todas formas él salió. En el pasillo del hotel se sintió los ojos llenos de lágrimas. Lloraba, así, de repente, de repente el pecho se le había henchido de pena y de dolor. Se detuvo frente a una ventana para secarse los ojos. Una joven camarera apareció al fondo del pasillo y él volvió todavía más el rostro para no hacerse notar.

En Nervi, en villa Misuria, a través de la puerta, vio en el jardín, echado en una tumbona al sol, a Ruggero Misuria en persona. Estaba solo, en pantalones muy cortos que mostraban las piernas vellosas y le vino a abrir enseguida.

—Ya no le esperaba —le dijo—. Las promesas de los periodistas son como las de los marineros.

—Muchas veces —dijo Estéfano. El jardín estaba florido, exuberante, lleno de colores que iban del blanco deslumbrante al violeta casi negro. Allí era verdaderamente primavera—. Aquí están los negativos.

El joven cogió el sobre, sacó el cuadrado negro de la película, la observó a trasluz.

—Gracias, aunque vaya a saber las copias que ha sacado antes de dármelos. —Pero sonreía cortés.

—No es necesario, el suyo ya no es un caso interesante.

—Lo creo, Corea es más interesante que mis asuntos. Venga, que beberemos algo.

—Gracias, pero tengo prisa.

—Sólo dos minutos. —La voz del joven adquirió un tono de súplica. De un pequeño canasto que estaba a la sombra cogió unas botellas de aperitivo—. Están heladas, aquí empieza a hacer calor, ¿y en Milán?

Estéfano pensó que aquel tipo tenía ganas de hablar. No lograba odiarle tampoco ahora, ni siquiera después de comprender que Alina ya no se curaría nunca del daño que él le había hecho.

—En Milán todavía es invierno —dijo cogiendo el vaso que el joven le tendía.

—Mire, antes que nada quiero darle las gracias por la discreción de su artículo. Normalmente los periodistas explotan estas historias de un modo vergonzoso. Yo estaba resignado a leer las acostumbradas suciedades contra mí… —el joven se interrumpió para beber, dejó el vaso en la mesita junto a la tumbona—, y en cambio he leído un artículo decente, mesurado. Es la primera vez que un periodista no escribe de mi que soy un bruto, un monstruo, un torturador…

Estéfano le interrumpió.

—No dependió tanto de mi discreción cuanto del hecho de que ya ha pasado cuatro años de cárcel y nadie tiene ya el derecho de llamarle bruto o monstruo, porque usted, podría demandarlo.

—Quizá —y Ruggero Misuria sonrió—, pero usted ha intentado hacer comprender al lector que más que culpable yo era un pobre desgraciado: es la primera vez que leo la verdad en un periódico ilustrado.

—A veces los periodistas también dicen la verdad —dijo Estéfano.

Estéfano le tendió la mano. Quería irse, todavía tenía las lágrimas en la garganta.

—Espere un momento. —Su rostro se oscureció, de repente se hizo pensativo, sufrido—. Quería pedirle un favor… ¿No se sabe nada más de la muchacha?

Estéfano apretó entre los dedos una pequeña hoja de un seto cercano. Quería saber algo de Alina.

—Ya no me he interesado más por este caso, y no sé nada.

—Pero quizás usted como periodista podrá informarse. —Él parecía nervioso—. Ya ve, no crea que tengo miedo de aquella muchacha, al contrario, pero con los abogados y los periodistas en medio, con el público que me insultaba, con mi madre que lloraba, quisiera verla algún día. En el proceso, ya sabe, tenía ganas de matarme, pero por rabia, por humillación, en cambio ahora…

Estéfano esperó el resto de sus palabras. Después preguntó con frialdad.

—¿Y ahora?

—Ahora quisiera matarme, pero por otra razón, usted es una persona inteligente y quizá pueda entenderme: por el remordimiento.

No podía dudarse que decía la verdad, Estéfano le comprendió. Aquel joven era de la nueva generación, claro y decidido, que no dice cosas inútiles o por retórica. Si decía que quería matarse era porque lo había pensado.

—Oh, ya sé lo que piensa —prosiguió él, intentando dar un tono ligero a sus palabras—, no remediaré nada matándome, y quizás esto es lo único que me detiene, pero si pudiese hablar con aquella muchacha, si pudiese explicarle… No hay mucho que explicar, lo comprendo, siempre he pensado que pedir perdón es algo inútil, pero no sé, en este caso… —Sonrió, una extraña sonrisa de grueso muchacho triste—. Mire, no tengo nada que hacer en todo el día, salir no me conviene, la gente me mira demasiado y yo acabo irritándome y por eso pienso tantas cosas. Pero quería preguntarle si sabía algo de aquella muchacha, si era posible verla, usted es periodista, está en contacto con la policía, sabe las noticias antes que nosotros, quizá podría informarme de algo, Estéfano se encogió de hombros.

—No he vuelto a saber nada más —murmuró.

—¿Y no podría informarse?

—Podría preguntar en jefatura o en el manicomio… —le respondió fríamente—, pero también puede hacerlo usted mismo.

Qué amarga historia, pensó mientras volvía a Génova.