14. Miedo del hombre
La luz se enciende en su habitación y ve a Estéfano que viene hacia ella. Había soñado. Estaba acurrucada, encogida en la cama, con el puño todavía cerrado como si apretase la piedra puntiaguda del sueño.
—¿Qué pasa? —Estéfano se había sentado en la cama, le ponía una mano en el hombro, y la movía.
—¡No me toque! ¡Váyase, váyase! —Se retiró horrorizada a la otra parte de la cama cubriéndose con la colcha; había visto una mano de hombre sobre su hombro y se le había cerrado el estómago de repugnancia, a pesar de que era la mano de él, de Estéfano…— No, perdóneme, no se vaya, sólo quédese lejos.
Tenía ganas de llorar.
—¿Un mal sueño? —preguntó él.
Alina indicó que sí con la cabeza. La luz y su presencia la calmaban.
—Ha gritado muy fuerte —Él ya no estaba sentado en la cama, estaba de pie, lejos, como ella quería—. ¿Quiere un vaso de agua?
—No, gracias.
Él sentía pena. Aquella cara tensa, los ojos todavía encendidos de terror.
—¿Qué soñaba?
—Nada —dijo ella.
No quería decirlo, pero él imaginó lo que podía haber soñado.
—¿Está mejor ahora?
—Sí.
Estéfano se acercó a la puerta.
—Duerma con la luz encendida, así no soñará más.
—¿Qué hora es?
—Las cuatro.
También ella miró su reloj de pulsera, su Tiky.
—No se vaya, por favor.
—De acuerdo, me quedo aquí. —Había una silla, entre la ventana y la cómoda, y se sentó.
—Tengo miedo.
—Pero debe estar tranquila. Yo estoy aquí mire —le dijo con dulzura—. Me quedo aquí hasta que usted quiera, no tengo mucho sueño.
De repente ella estalló a llorar, con la cara en la almohada. Instintivamente, Estéfano intentó acercarse, pero se detuvo al lado de la cama, mientras ella, sollozando, se retraía para no ser tocada. Debía ser terrible, aquella pobre criatura debía tener una terrible necesidad de abrazarse al pecho de alguien, de sentirse protegida y confortada, y en cambio no podía hacerlo, y se retraía por repugnancia. Debía ser como para el perro hidrófobo, que se muere de sed, y no puede beber.
—Alina, ¿no puedo hacer nada por usted? —Estaba inclinado sobre aquel pequeño cuerpo abatido por los sollozos, sobre aquel rostro inundado de lágrimas—. No tenga miedo, ni siquiera la rozaré, no haré nada que usted no quiera, pero no puedo verla así. Me hace daño. —Realmente le hacía mucho daño. Se puso de cuclillas, junto al borde de la cama para estar a su misma altura—. Yo soy su amigo, Alina, soy muy amigo suyo, no debe tener miedo de mí. Al menos no tenga miedo, soy un hombre, pero no tema aunque esté cerca de usted, estoy cerca de usted porque quiero confortarla, quiero que no llore más…
Levantó una mano para acariciarle la cabeza, y de momento vio que ella quizá hubiese resistido a la repugnancia, quizá se hubiese vencido, pero enseguida se echó hacia atrás para huir de la caricia, y tuvo una expresión de susto en el rostro.
—Soñaba con aquel hombre, soñaba que estaba a punto de matarlo, pero luego me he dado cuenta de que le estaba matando a usted, con una piedra… por eso he gritado y me he despertado.
—Es una pesadilla, es sólo una pesadilla —dijo él con dulzura paternal, poniendo sobre el borde de la cama la mano que había levantado para acariciarla—. Es lo menos que le podía pasar después de lo ocurrido. Si hubiese encontrado a una hermana o a su madre cuando se ha despertado, la hubiese abrazado y enseguida hubiese estado mejor, pero me ha encontrado a mí, un hombre, y debe estar ahí sola, y encogida. Por eso sufre.
—Lo sé —dijo ella. Ya no sollozaba y se secaba las lágrimas con el borde de la sábana.
—¿Alina, quiere que haga venir a una mujer aquí? ¿Una amiga de confianza? —Pensó en Clelia—. Le haría compañía, dormiría con usted por la noche.
—No, no quiero a nadie. —Bajó la mirada…— Sólo a usted.
—Yo estoy aquí hasta que usted quiera. Pero no debe llorar.
—…No lloraré —prometió ella.
Él pasó la noche en la silla junto a la ventana. Alina se durmió al alba, respirando serena y regularmente. Ya no tenía miedo de él.