22. Parecía tan serena

Antes, Estéfano hacía venir de cuando en cuando a una mujer mayor que le limpiaba la casa. Pero ahora estaba Alina que se divertía poniendo en orden las escasas habitaciones. No tenía práctica y tampoco había los utensilios adecuados, pero las largas horas que Estéfano estaba en el diario, Alina las pasaba jugando a ama de casa. Estéfano estaba lo menos posible en la redacción, después corría enseguida a casa, cada vez con el temor de no encontrarla, con la angustia de que la hubiesen descubierto y llevado al manicomio. Pero ella estaba siempre allí, detrás de la ventana, esperándole en cuanto oía el motor del taxi y entonces él dejaba de sufrir. Alina había intentado también cocinar, y lo conseguía bastante bien, pero se necesitaban demasiadas cosas pequeñas, sal, tomates, verduras y para Estéfano era más práctico comprar en el colmado conservas o platos ya preparados. Mientras tenían algo que hacer, ella en la casa y él escribiendo o leyendo, parecía como un juego de niños, pero después de cenar el aire se hacía pesado entre ellos. Él estaba lejos de ella, casi la huía, para que no naciese el deseo, ella se esforzaba en cambio por estarle cerca, más bien quería estar siempre con él, pero en un determinado momento alguna cosa se entumecía en ella se quedaba helada y debía alejarse.

La noche era larga, el sofá no estaba adaptado para dormir en él, y Alina se despertaba varias veces y sentía a Estéfano levantarse, ir a la cocina, andar por la casa.

—Te sacrifico demasiado, Estéfano, no puedes llevar esta vida.

—Es cuestión de tiempo. Y además, soy feliz. —Decía la verdad—. Feliz de haberte encontrado, feliz de estar cerca de ti, feliz de esperar.

Un día había logrado besarle la mano, y ella no la había retirado, no había tenido aquella extraña mirada de animalillo herido. No se había atrevido a más, sabía que debía curarla poco a poco. Por eso era feliz esperando, viviendo aquel amor puro, nítido, tan distinto de todo cuanto había vivido antes.

Pero esta felicidad se le rompió una tarde entre las manos, como un vaso de cristal que cae al suelo. Habiendo llegado imprevistamente después de comer no la encontró. Pero encima de una silla encontró su bolso. Por casualidad, o llevado por una oscura intuición, miró en el bolso. Vio algo que no se esperaba: un gran revólver, cargado. Y junto con las otras pequeñas cosas que suele haber en el bolso de una mujer, también un horario de trenes.

No comprendía. ¿Dónde había ido? ¿Por qué tenía aquella arma en el bolso? ¿Quién se la había dado? ¿Qué quería hacer? Y si quería hacer algo con aquella arma, ¿por qué se había ido y la había dejado allí? Alina no salía nunca, sabía que era peligroso; tenía miedo, pero de todos modos aquella noche se había ido. Parecía tan serena, cada vez más serena aquellos días…

Intentó hacer algunas preguntas a Ardusio.

—Yo no la he visto salir —dijo el campesino que había ido a buscar a la taberna donde vivía con su hermano, detrás de la casa.

—¿Ha venido alguien hoy, mientras yo no estaba? —preguntó Estéfano.

—No, no ha venido nadie. —Ardusio le miró irónicamente por espacio de un segundo, después la mirada se hizo falsamente humilde—. Cuando usted no está anda por toda la casa, incluso dentro de nuestras habitaciones, habla con nosotros, se ve que se aburre de estar sola, hoy por ejemplo ha estado aquí mucho rato, delante de la chimenea, con el gato en las rodillas, pero no hablaba… Debe ser una chica un poco extraña.

Todavía hacía frío por la noche. Ardusio tenía la chimenea encendida y junto a la chimenea un gran gato gris que estaba echado perezosamente, totalmente inmóvil. Era evidente que Ardusio había adivinado la verdad. Pero si todavía no la había denunciado, probablemente no lo haría nunca, bastaba darle un poco de dinero.

—¿Por qué extraña? —preguntó Estéfano. Quería estar seguro de lo que Ardusio sabía o no.

—Yo tenía una prima —dijo el campesino—, que después la tuvieron que enviar al manicomio, y tenía un poco el aspecto distraído de la señorita.

Estéfano apretó las mandíbulas. Era inútil hacerse ilusiones, Ardusio había comprendido. Miró en la cartera, cogió el último billete de diez mil y lo puso en la mesa, en silencio.

—Gracias —dijo.

El campesino miró el dinero, pero no lo cogió.

—Yo creo que hay más locos fuera que dentro, y no me preocupo de los asuntos de los demás. Sólo que no me meta en líos, señor Guerra, yo no sé nada, no he visto nada… —se interrumpió, se quedó un momento escuchando—. Debe ser ella, son sus pasos.

Estéfano la alcanzó cuando ella apenas había abierto la puerta de la casa.