23. Una crisis
—¿Dónde has estado?
Alina atravesó el pasillo sin responderle, entró en la habitación, se sentó en la cama y finalmente le mostró la cara. Estaba casi normal, sólo un poco pálida. Pero la mirada era infinitamente triste.
—He paseado un poco por ahí alrededor. —La voz estaba cansada.
—¿No te sientes bien?
—No. No es nada.
Estéfano la observó un largo momento. Después le indicó el bolso que estaba en la silla junto a la cama.
—Ahí dentro hay un revólver.
Alina bajó la cabeza.
—Lo sé. —Se torturaba las largas y armoniosas manos.
—¿Qué has hecho para obtenerlo?
Ninguna respuesta.
—Alina, debes decirme la verdad. ¿Cómo has obtenido ese revólver? ¿Qué quieres hacer con él?
La oyó respirar profundamente.
—Es lo que tú piensas. —No lloraba y no le miraba.
De pie frente a ella, él la interrogó.
—¿Querías ir a Nervi?
Asintió.
Quería ir a Nervi, en busca de Ruggero Misuria. Estéfano tragó saliva rápidamente.
—¿De dónde has cogido el revólver?
Sin levantar la mirada, sin dejar de atormentarse las manos, murmuró:
—Lo había visto hace ya unos días en la cocina de Ardusio, en un cajón. Y hoy lo he cogido.
—¿Y por qué has salido y lo has dejado aquí?
—Porque no quería irme, no quería hacer lo que pensaba. He huido afuera para ir a tu encuentro, si estás tú resisto, pero si estoy sola… —Finalmente levantó la mirada hacia él, dos ojos llenos de dolor—. Estéfano, yo estoy enferma, creía que estaba curada, pero no es verdad, he tenido otra crisis, siempre las tendré… —Meneó la cabeza—. ¡Era tan feliz esta mañana!
Una crisis, sí. De repente el equilibrio de su razón se había roto, el recuerdo del pasado la había sofocado. Quizá había actuado como una autómata, como una autómata había cogido el revólver de Ardusio, como una autómata estaba a punto de ir a buscar a aquel hombre.
—¿Cómo ha sucedido, Alina?
—No sé. Quizá aquel periódico, con su fotografía, he leído el artículo, me parecía haber olvidado y he empezado a estar inquieta… —Hablaba con cansancio, nada más debía tener importancia para ella—. He ido abajo, a la cocina de Ardusio, para no estar sola, después he visto el armario donde él tiene el revólver y lo he cogido… Luego me he dado cuenta de que he vuelto aquí, de que ya me había preparado para salir, de que había puesto el revólver en el bolso. Y entonces he estado a tiempo de huir, de salir.
—¿Desde cuándo no habías tenido una crisis como ésta?
—Desde hace dos años, casi… El profesor me decía que no estaba convencido, que todavía no me creía, por eso huí del hospital, porque creía que estaba curada, pero él tenía razón.
Estéfano miró el bolso que estaba en la silla. Después lo abrió, cogió el revólver y se lo puso en el bolsillo. Se fue al despacho, cogió la botella de coñac del armario, llenó medio vaso y volvió al lado de Alina.
—Bebe.
Ella se sobresaltó.
—¿Qué es?
—Coñac.
Alina lo bebió a pequeños sorbos, lentamente. Cuando dejó el vaso en la mesita de noche le dijo él:
—Mírame.
Con mucho esfuerzo ella levantó la mirada hacia él, pero sólo por un instante.
—Mírame.
Esta vez ella le miró más rato.
—Has sido valiente, Alina —dijo él—, has tenido una crisis, pero la has superado por ti misma. A esta hora podrías estar ya en el tren, con el revólver en el bolso, pero te has vencido, y estás aquí. Estás curada, Alina. Quien se sabe dominar está sano, es perfectamente normal.
Alina movió la cabeza.
—Eres muy bueno, Estéfano, pero tampoco tú crees lo que dices.
Era verdad. El golpe para él había sido brusco. Volvió a ver los ojillos negros, profundos, de ratón astuto, del director del manicomio, volvió a oír su voz un poco gorgoteante: «Hay heridas del alma que no se cicatrizan, que permanecen abiertas toda la vida. Mire aquella muchacha, es mi secretaria, se llama Alina, pertenece a una acomodada familia, y realiza casi la mitad de mi trabajo y lo realiza bien, con cuidado, con inteligencia, pero de repente algo se desvanece en ella, toma el primer objeto que encuentra, un cortapapeles, unas tijeras, y quiere marcharse de aquí, a matar a uno que…». Estéfano se sacó el revólver del bolsillo.
—Debes ir a poner este revólver donde lo has cogido, sin que Ardusio te vea. Si descubre una cosa como ésta, cogerá demasiado miedo y nos echará fuera a los dos.
También podía ocurrir que ella fingiese dejar en su sitio el revólver y que en cambio se lo guardase, pero debía correr aquel riesgo para demostrarle que tenía confianza en ella, que estaba seguro de que estaba curada.
Y efectivamente vio que el ojo se le encendía un poco de alegría.
—Perdóname, Estéfano.
—Ve ahora, Ardusio debe haber ido a la hostería.