38. Hablad al mar, no a la gente
Ruggero Misuria paró el coche junto al mar. El sol aparecía pálido desde un cielo medio oculto, pero no hacía frío. El mar estaba gris, hipócritamente quieto como siempre antes de las tempestades. Él abrió la portezuela y dijo a la muchacha que tenía al lado:
—Baja.
—Cómo, ¿no me acompañas?
La muchacha era quizás una de las peores, de las que se pescan junto al puerto. Tenía una belleza de animal, más que de mujer. La blusa blanca cubría un seno ya grande y sostenido artificialmente demasiado alto y fuera de un sujetador especial.
—Te he dicho que bajes —dijo él y añadió el gesto a las palabras.
—Podías haberte ahorrado el traerme aquí —dijo la muchacha—. Ahora debo aguantar media hora de tranvía.
—¿Todavía estás aquí?
Los ojos de él se habían vuelto todavía más rojos y las venas del cuello se le hincharon de ira.
La muchacha tuvo miedo.
—No te enfades, principito, sólo era una broma. Bajó ágil del coche y apenas había puesto el pie en el suelo Ruggero cerró la portezuela y arrancó furiosamente.
No estaba muy lejos de Nervi. Cogía mal las curvas, rozando las paredes de las casas. Todavía se sentía borracho, con la cabeza pesada, pero de todos modos quería beber.
Detuvo el coche en un descampado del interminable pasillo de casas que une Génova con Nervi y entró en una hostería cercana. Era poco más de mediodía y acababa de levantarse. Se había encontrado en la habitación de un hotel, con la muchacha ya vestida, que sentada junto a la ventana leía una foto-novela. Sin embargo, los demás habían trabajado toda la mañana y ahora allí, en aquella hostería, algunos ya estaban comiendo con prisas para volver enseguida al trabajo. Ante el pequeño mostrador Ruggero miró la estantería con las botellas: aquél no era un lugar elegante que tuviese licores de marca.
—Un aguardiente —dijo a la muchachita que estaba enjuagando una botella de medio litro, en una pequeña pila de agua sucia y violácea. Bebió de golpe el minúsculo vaso que la muchacha le sirvió—. Otro —dijo después.
Le pareció estar mejor, a pesar de que el estómago le quemaba. Salió, volvió a subir al coche y se dio cuenta de que se tambaleaba. «Son las condiciones ideales para salir a la calle», pensó. Había un punto, hacia Portofino, en donde no le hubiesen podido rescatar si hubiese saltado abajo con el coche.
En Nervi se detuvo. Quería beber más. Se fue hasta «La Marinella» donde bebió dos whiskys. Pero era terrible no poderse emborrachar del todo. Tenía todos los malestares del que ha bebido, la cabeza arenosa, el estómago muy alterado, el caminar y los gestos inseguros, pero no estaba borracho. Todavía pensaba con lucidez que su madre debía estar pensando en una desgracia. Para una madre es doloroso si el hijo muere en un accidente, pero todavía es mucho más doloroso si el hijo se mata. «He traído al mundo a un infeliz», hubiese pensado su madre. Es triste para una mujer pensar que ha dado la vida a quien no quiere la vida. «Mamá debe de estar pensando en una desgracia», seguía diciéndose. También aquel beber vagando, por lugares donde era bien conocido, formaba parte del plan. «Están borrachos perdidos y conducen el coche, no es de extrañar que sucedan desgracias», hubiesen dicho.
Tras salir de «La Marinella» se detuvo un momento a mirar el mar. Si le hubiesen preguntado por qué estaba a punto de matarse hubiese contestado que quería morir porque era demasiado hermoso todo lo que veía a su alrededor, como aquel mar, como aquella muchachita que le había servido el aguardiente y que debía tener once o doce años, y ya trabajaba y era feliz con su mísera vida en tanto que todo lo que tenía dentro de sí era demasiado feo, los instintos, los pensamientos, las mismas ansias desenfrenadas, la misma inteligencia que no le servía de nada.
Esta explicación hubiese dejado a la gente muy perpleja. La gente comprende que uno quiera morir cuando lo ha perdido todo en el juego o cuando ha sido traicionado por el amante, pero no por motivos tan genéricos. Como máximo hubiese dicho: cansancio de la vida. Los ricos lo tienen todo y entonces se cansan. Sin embargo él hubiese querido vivir, el mundo era muy hermoso, y estaba repleto de cosas buenas e interesantes. Pero no se sentía digno. Y así se lo dijo al mar, muy gris e infinito, con la cabeza que le zumbaba de tanta bebida: «Mar, no soy digno de vivir». Pero esto sólo lo podía decir al mar, no a la gente.
Pero primero quería volver a ver a su madre. Era la única que nunca le hacía sufrir. Si retrocedía en los años no recordaba un gesto, una palabra de su madre que le hubiese entristecido o herido un poco. Incluso cuando había sucedido «aquello», la única que no había dicho palabras inútiles, la única que enseguida había comprendido, había sido su madre. Había asistido a todo el proceso, lo más cerca posible al enrejado donde él estaba encerrado con los carabineros, y le miraba, a través de los barrotes, sin ternura, pero recordándole siempre, con la mirada, que no estaba solo, que ella, su madre, estaba allí. Había escuchado sin girarse nunca, sin llorar, los gritos que el público que asistía al proceso lanzaba contra su hijo. Hombres y mujeres gritaban contra él los peores insultos. Había escuchado sin palidecer tampoco, firme, la feroz requisitoria del público acusador: «…Estamos frente al más típico ejemplo de juventud corrompida de nuestro tiempo. El acusado es el clásico hijo de papá, mimado por la madre que siempre le ha concedido todo, con los bolsillos llenos de dinero, la sangre envenenada por el alcohol, el tabaco y quizá por alguna droga. Debemos demostrar, con una severa condena, que estos jóvenes salvajes, que fuerzan a nuestras mujeres, que corrompen la sociedad, serán castigados despiadadamente…».
Su madre había escuchado impasible, incluso cuando el público acusador había pedido quince años de reclusión. Los jueces habían sido más clementes, le habían dado siete, que con todos los atenuantes de la ley se habían transformado en cuatro. Cuando se leyó la sentencia, el escaso gentío que había en la sala había protestado ruidosamente y de una manera vulgar porque la pena les había parecido demasiado leve.
«¡Camorra! ¡Camorra! Como es hijo de un rico le han dado sólo cuatro años…», e irrepetibles insultos. Los carabineros habían logrado desalojar la sala a duras penas. Sólo su madre había permanecido allí, mirándole, protegiéndole con su proximidad. Luego, pasados cuatro años, había salido de la cárcel, y posiblemente había sido una tortura mayor. Los amigos no fingían nada con él, pero sólo porque no querían mostrarse mezquinos y porque era un Misuria, y parecía que siempre estaban a punto de preguntarle: «Venga, explícanos qué hiciste con aquella chica», por morbosa curiosidad, y también para sentirse mejores que él. Y las mujeres habían sido descaradas, desvergonzadas, nunca había tenido tanto éxito con las chicas como después de haber salido de la cárcel. Por el contrario, cuando vagaba por Nervi o por Génova donde era muy conocido, había quien le miraba con curiosidad, como un animal raro, como el bruto del coche, así le había llamado un periódico de crónica negra, pero también había quien esquivaba su mirada y su saludo. Sólo su madre había sido la de siempre, y nunca le había dicho nada. Pero si él bebía un poco demasiado era capaz de mandarle a la cama, como cuando era un muchacho. «Ahora basta, ve a la cama…».
Quería volver a ver a su madre. Dejó de mirar fijamente las olas grises y lisas que empezaban a hacerse cada vez más oscuras, y volvió a la casa.
—La señora ha salido —le dijo la vieja sirvienta distraída y descuidada, cuando él le preguntó dónde estaba su madre—. Pero hay una señorita que le espera hace más de un cuarto de hora.