8. Quizá ha sido un sueño
Pero cuando estuvo en el umbral de su habitación, ella preguntó tímidamente si no tenía la llave de la puerta.
—Ésta es una vieja casa que los dueños han acabado por regalar a sus trabajadores —dijo Estéfano—. No hay llaves, los trabajadores la han reducido. Como ve, es una media cuadra, sólo un periodista podía venir a vivir aquí.
—No importa —murmuró ella.
—Quiero que duerma tranquila, Alina —dijo él—. Yo iré a dormir abajo a casa de los dueños, dos respetables brutos que tienen un maravilloso henal aquí detrás.
—¡Oh, no, no quiero, no quiero! —dijo ella vergonzosa.
—Sé que no quiere, pero no dormiría tranquila si yo me quedara aquí, por eso venga a acompañarme a la puerta, y ciérrese bien dentro de casa, incluso con el pestillo.
Así, aquella noche, él bajó prudentemente la escalera que llevaba al henal, detrás de la que él llamaba su casita, y estremeciéndose de frío se echó en medio del heno. Toda una pared estaba abierta delante de él, la niebla se había despejado por completo, vio una casa de vecinos, lejos, en medio de los prados, las ventanas de las escaleras iluminadas que dibujaban en la oscuridad una línea vertical de puntos luminosos. De cuando en cuando oía el ruido de un camión que pasaba por la carretera vecina. Y sobre todo el fuerte latido de su corazón. He fumado demasiado, pensaba, pero sabía que no era el humo. También a los dieciocho años el corazón le latía así cuando se enamoraba. No había necesitado a las mujeres para nada, estaba muy bien sin ellas hasta hacía una hora…
Después se durmió.
Se despertó temblando de frío antes del alba. Mejor, así los trabajadores dueños de su casa no habrían sabido que había dormido en el henal, de otro modo hubiese tenido que dar demasiadas explicaciones. A aquella hora, el único local abierto, era una hostería que había en la carretera y que servía a los camioneros de paso. Se dirigió allí caminando rápido, bebió dos cafés acuosos y polvorientos, siguió quitándose de encima hilos de heno y después acabó por dormirse en la maloliente tibieza de aquella taberna con los brazos sobre la mesa y la cabeza sobre los brazos.
Se despertó a las nueve y media, y lo primero que recordó fue que lo esperaban en tipografía a las ocho para autorizar las páginas. Entonces pidió una ficha y telefoneó. La telefonista de la centralita le pasó a tipografía y él creyó que oiría la voz de Barselli, el jefe de esta sección, y en cambió oyó la de Clelia.
—¡Estéfano! ¿Dónde has estado? —dijo ella con un bromista reproche—. Te estamos buscando desde las ocho y hemos telefoneado a tu casa.
—Lo sé, debía estar ahí, pero me he olvidado. ¿Os he perjudicado mucho?
—No, querido, estate tranquilo. Barselli al no verte a las ocho me ha telefoneado a mí y he venido yo a ver las páginas.
Era la primera vez que olvidaba algo referente al periódico.
—Gracias, Clelia.
—¿Te espero, entonces?
Él miró el reloj colgado en la pared de la hostería.
—No, esta mañana no voy. Nos veremos por la tarde.
Oyó su voz repentinamente melancólica:
—De acuerdo, Estéfano, adiós.
Le habían llamado a casa, pero el teléfono estaba allí, sobre la cama de Alina, y Clelia debía haber pensado que él había pasado la noche fuera después de haber pasado la tarde con ella. Clelia no era afortunada con los hombres. «Adiós», le dijo, y volvió a colgar el auricular.
El sol resplandecía en el aire frío, cortante, cuando llegó a la casita. Ardusio, uno de los dos trabajadores, estaba trabajando en el pequeño huerto que estaba junto a la casa. Estéfano le explicó que había hospedado por algunos días a su chica. Imberbe, rugoso, leñoso, con la nariz roja de un borracho y los ojuelos pequeñitos y húmedos, el viejo campesino golpeó de nuevo la tierra con el azadón.
—La he oído gritar esta noche, y después usted ha ido a dormir al henal.
Los aldeanos todo lo ven y lo oyen.
—Hemos reñido un poco —dijo Estéfano. Desconfiado, Ardusio levantó un hombro.
—Ah, por eso se ha ido la chica.
Se había ido. Él miró hacia la entrada de la casa, sólo entonces se dio cuenta de que la puerta estaba semiabierta. Corrió adentro, pasó por todas las habitaciones, ella no estaba. Esperaba que le hubiese dejado una nota: nada. Pero antes de irse había hecho la cama y también había llevado el teléfono a su estudio. Ya no quedaba ninguna huella suya, a excepción del pijama que encontró colgado en el baño y que tenía las mangas arremangadas porque le eran demasiado largas. Hasta podía pensar que había soñado que ella había estado allí.