31. La película ha terminado
Por la mañana, cuando abrió la ventana, vio a Ardusio que estaba hablando con su hermano en el pequeño huerto. Al oír el ruido de la ventana que se abría los dos labradores levantaron la cabeza, después Ardusio le hizo un gesto.
—¿Qué quiere? —dijo Estéfano.
—¿Puede bajar un momento?
En pijama y en zapatillas, porque el aire ya no era tan frío, Estéfano llegó junto a ellos. Ambos labradores tenían un aire hostil. El huerto empezaba a florecer como un jardín, la tierra incluso aquella tierra triste de la periferia de Milán, sentía que la primavera forzaba el paso, olía a verde, a libertad.
—Nos falta el revólver —dijo enseguida Ardusio, seco—. Teníamos un revólver y ahora ya no está.
El cielo estaba ligeramente cubierto, pero debajo se intuía el fondo azul del buen tiempo que volvía. Estéfano respiró profundamente. Era inútil mentir.
—Estaba a punto de devolvérselo —dijo.
—Mire, señor Guerra —dijo Ardusio después de una mirada de acuerdo con su hermano—, nosotros ya no podemos tener a la señorita. Mientras estaba aquí, quieta, paciente, podíamos incluso aparentar que no sabíamos quién era; pero ahora viene a nuestra casa, nos coge un revólver, tal vez va a matar a alguien y nosotros no queremos tener nada que ver en esta historia.
Después de todo no se habían equivocado.
—No va a matar a nadie, estén tranquilos. —Debía calmarlos, aquel era el único refugio seguro para Alina—. Es una niña y ha querido ver un revólver de cerca.
—¿Ah, sí? —dijo el hermano de Ardusio. En el fondo sentía subordinación hacia aquel «señor», sólo el pijama, ¡un traje para dormir!, era una señal de su posición social, y todas sus protestas eran aquel, ¿ah, sí?
Pero Ardusio tenía más seguridad en sí mismo.
—Usted puede decir lo que quiera, pero la señorita debe irse, yo no quiero líos.
—Pero si ni siquiera sabéis quién es —probó Estéfano, y les echó a los dos una mirada de complicidad—. Vosotros no la conocéis, no sabéis nada.
—Yo debo tener el registro con el nombre de las personas que habitan en mi casa —dijo Ardusio—, y el número del carnet de identidad. Lo siento mucho, pero debe sacarla de aquí.
Más que por sus palabras, Estéfano comprendió que era inútil insistir, por la mirada obstinada de Ardusio.
—De acuerdo —dijo bruscamente.
—El revólver —le dijo todavía el hermano de Ardusio a sus espaldas.
—Sí, el revólver, de acuerdo.
Volvió a casa, cogió el arma que había cerrado en un cajón y se la devolvió a los dos labradores. Alina todavía dormía, desde la puerta de la habitación que ella dejaba siempre entornada la vio, acurrucada bajo las sábanas, abrazada al cojín. Parecía un cachorro con el pelo tan corto. Sí, hubiese sido duro arrancárselo del corazón.
Cuando ella se despertó, ya había telefoneado a Clelia. Era el único lugar seguro donde podía llevarla.
—Desde luego, Estéfano —dijo Clelia en cuanto él le hubo explicado la historia.
—Clelia, piénsalo dos veces antes de decir «de acuerdo». Si sucede algo acabaremos mal los dos.
—Pero no sucede nada. Tráela aquí enseguida porque después debo ir al periódico.
Después le dijo a Alina, sirviéndole el café que él había preparado:
—Debemos irnos de aquí, Alina, los labradores se han dado cuenta de la desaparición del revólver y no quieren tenerte más.
Ella tembló interiormente. La expresión de él era cansada. Buena, pero cansada. Le estaba perdiendo. Había desbaratado toda su vida, la había llenado de ansias, de molestias, no le daba nada a cambio y un hombre no puede resistir demasiado así.
—Vamos a casa de aquella compañera mía —prosiguió Estéfano—, la que vino aquí, un domingo. Allí en su casa estarás segura, y no estarás tan sola como aquí, tiene un niño y una sirvienta, además ella trabaja la mayor parte del tiempo en casa y te hará compañía.
—Estéfano —interrumpió Alina. Estaba postrada en la silla, a través de la ventana de la cocina de brillantes cristales mirando el primer rayo de sol—. Yo debo volver al hospital.
—Hazme el favor, Alina… —También la voz era buena, pero cansada, pensó ella—. Dentro de poco recobrarás tu libertad y no hay ninguna necesidad de que vayas a encerrarte allí.
—No, Estéfano. Llamé a mi padre ayer por la noche. —Se levantó, y también para ella fue como si se hubiese acabado la película, la luz se había vuelto a encender, había que levantarse e irse—. No podré recuperar la libertad, si antes no vuelvo al hospital. Deben tenerme en observación y después quedaré libre.
Si la tienen en observación ya no saldrá más de aquel infierno pensó él. Pero si no volvía al hospital nunca la declararían curada y ella no podía vivir continuamente escondida.
—¿Es seguro? —dijo.
—Me lo ha dicho papá. No se puede hacer nada si no vuelvo.
¡Qué pena, aquellos labios, sin carmín, lívidos, que temblaban!
—¿Y él te ha dicho que vuelvas?
—Sí.
Había sido un niño: lo había visto todo sencillo, todo fácil, como en las películas. Sin embargo la vida era aquella, gris, difícil, áspera y sin piedad. Estaba pensando, indeciso, en lo que debía hacer, en lo que le debía decir, cuando oyó su voz:
—Vamos, Estéfano, no se puede hacer otra cosa.
Prepararon las maletas, llamaron un taxi, él dio al conductor la dirección del hospital. Era una de las primeras mañanas de auténtica primavera. La carretera provincial corría junto a las vías del tranvía eléctrico, en medio del verde pastel de la llanura y de las casas blancas de tejado rojo. El pequeño pueblo junto al que se erguía el manicomio ya estaba cerca, cuando de repente Alina gritó al conductor:
—Párese, párese aquí…
—¿Aquí? —dijo sorprendido el conductor. No había nada en aquel punto, ni una casa, ni una carretera lateral.
—Sí, aquí —dijo Estéfano. El coche se arrimó a la derecha, se paró. Él miró a Alina—. ¿Quieres volver atrás? —Era una pobre criatura lívida de terror, no lloraba, no hacía nada, estaba doblada y rígida en el asiento. Estéfano había visto una vez la fotografía de un condenado a la silla eléctrica pocos momentos antes de la ejecución y ahora le vino a la mente. Tragó saliva y dolor—. Volvamos atrás —dijo al conductor.
Lentamente el coche dio la vuelta y tomó la dirección de Milán.
—Estate tranquila, Alina, lo solucionaremos de algún modo. Yo no te abandonaré nunca.
Sólo después de estas palabras notó, con alivio, que las primeras lágrimas le despuntaban en los ojos y que la rigidez temerosa de antes desaparecía un poco.