Donde vuelve a ser la segunda semana de marzo y donde las mujeres recuerdan la noche en que se conocieron
Las noches eran la misma mezcolanza de cielos transparentes y llanuras inacabables. De mujeres escondidas en jardines y pesos de colibrís y confusas escaleras que mezclaban corazones y espadas. Podía ser la mayor de las tres calculando aún sus fuerzas y encerrada en el baño y sin decidirse. O podía ser la de los ojos negros buscándose el rostro y aquella como boca nueva que le iba surgiendo. Podía ser la más joven, la de las gafas, ordenando colores y concentrándose y esperando. Podía ser el motor caliente del coche y luego unos pasos sobre la grava. O los ojos inquisidores de los hombres. Podían ser las tres al borde de un camino lo mismo que sándwiches y sopas de gasolinera. O la carretera sin descanso lo mismo que el viento cargado de nieve que bajaba de la sierra lo mismo que los chasquidos cavernosos de los pájaros nocturnos llegándoles desde el mar de hierba. Podían ser, entonces, sillas puestas en un porche. Y mantas. Y silencio. Un silencio primordial. Enquistado.
Chotacabras, pensaba la mayor. Ultramarino, pensaba la más joven, la de las gafas. Tal vez mezclado con un tanto por ciento de magenta. Hierba bajo la luna, lagarto bajo la lluvia, pensaba la de la cara cortada. O canalón viejo. Podía ser aquello como podía ser que, en los colores, en los cantos de los pájaros, en los olores, encontraran misteriosas pautas sobre las que hacer predicciones. Podía ser también nada más que espera.
—Porque —eso la mayor, la del pañuelo en la cabeza— imaginad que habéis pasado toda la vida tratando de trepar a una montaña. Abriéndoos paso entre otros que también andan subiendo. A codazos y soportando mierdas y lamiendo muchos culos. Manejando, ¿entendéis? A ratos controlando la rabia. Imaginad que, después de todo eso, habéis conseguido el respeto de los otros alpinistas. Que habéis llegado a la cima y que allí están esos otros. Que ahora te miran y te sonríen. «Has llegado», te dicen, «bienvenida». «Ya eres una de nosotros». Y entonces —movía mucho las manos— pasa eso otro. Eso otro que te manda cuesta abajo. Entre risas. Eso que te manda hacia abajo y que te condena. Pero que tenéis que entender que uno no se hace catedrático para andar dándoles clase a unos cuantos cerebros dormidos. No, eso no importa. La cuestión, lo decisivo, es lo otro. La montaña. Los alpinistas. El respeto y la sensación de pertenencia. A un club. A una élite. Y todo eso muerto. De pronto. Eso y que aquella noche en que nos conocimos yo no era más que algo que andaba envuelto en una niebla furiosa. Algo que había dejado de pensar, que no era más que un ciego golpeándose contra las paredes de una casa que no conoce. Eso y un miedo atroz. A volver a abrir los ojos, ¿entendéis? A volver a mirar. Porque el mundo estaba fuera de mis ojos. Y ya no lo quería. Más. No más con el mundo, ¿entendéis? Y, entonces, en el peor momento, hubo un relámpago de luz. Una bengala en la oscuridad. Una esperanza.
—Yo recuerdo que llovía con fuerza —eso la más joven, la de las gafas—. Que los truenos hacían temblar el edificio. Eso y que me quemé con el tirador de la puerta. Que más allá había unas escaleras. Que tenía bien contados los pisos. Que llamé. Que luego hubo alguien acercándose. Alguien que me hablaba a través de la puerta. «¿Quién es usted?» «¿Qué quiere?» Me acuerdo de eso y cada vez que lo pienso, cada vez que vuelvo a ese momento, me doy cuenta de lo ridícula que debí resultar. Allí parada. Y que me lo decía. Vete. Pero no me podía ir. Y, si no te vas a ir, entonces di algo. Y mi voz, que tuvo que sonar patética. Incongruente. Porque ese era mi relato. Demasiado complicado como para andar resumiéndolo. Que si un hombre. Al que yo conocía. Y que era malo pero que no era mi amigo. Y que yo había ido siguiéndolo y que había visto que había entrado en esa casa. O eso creía. O de eso estaba casi segura. Y que si tú —señalaba entonces a la de los ojos negros— estabas bien. Eso y que al otro lado de la puerta solo había silencio. Eso y que me iba a ir. Solo que entonces —volvió a señalar hacia la de la cara cortada— se abrió un poco la puerta. Y salió tu ojo. Tu ojo negrísimo. Que casi me echo a temblar —sonrió.
—Ah, pero que tiene que entender —esa era la de los ojos negros— que yo había salido del hospital justo esa tarde. Que estaba bien floja. Que no hacía más que caerme al piso cada rato. Porque mis piernas son demasiado traidoras. Tienen su vida. Ellas. Que en eso estaba. Como viendo entre gasas. Como con un clavo que se me atravesaba cada poco. Luego el timbre y luego usted —señaló a la de gafas— como un animalillo asustado y venga a decir sus boberías. Usted hablando y yo no oyéndola más que de muy lejos. Porque estaba en lo otro. En el cabrón que tenía dentro. En que veía que me caía otra vez. Que me venía fuerte entonces. Ah, y que el Chiras anda metido en todas las cosas. Porque usted —volvía a señalar a la más joven— no parecía más que un bebé. Allí parada. ¿Y si —decía— me caía yo y me iba fuerte y me quedaba no más que allí y con el Húngaro? Ah, y que usted era mujer. Y eso fue importante.
—¿Te encuentras bien? —eso la de gafas y aquella noche en que se conocieron las tres.
Había habido aquel chasquido en la puerta y aquel asomar del ojo. La más joven se había detenido, indecisa. Había presentido la humedad, la oscuridad. La enfermedad. Aquel olor a herida fresca y también algo más. Un desvanecimiento. O casi. La había visto. A la otra. Por segunda vez y con el apósito pegado a la cara y medio sosteniéndose contra la puerta y justo cuando iba a desplomarse. El gesto había sido instintivo. De estirar la mano. De sostenerla. Más allá estaba el recibidor. Más allá la sala desordenada. Allí la había dejado. Medio derribada y tratando de tomar aire. Entonces ella adentrándose. Encontrando la cocina. Regresando con un vaso de agua. Acercándole el bolso a la de los ojos negros. La otra rebuscando. Lo mismo que encontrando una pastilla. Quedándose con los ojos cerrados. Entonces la más joven acercándose.
—Escucha, ¿hay alguien más aquí? —se le puso muy cerca—, ¿está aquí Topala?
La de los ojos negros tardó un instante en centrar la mirada.
—¿Quién?
—Topala.
—Ah, el ratón que se coló —dijo la otra.
Luego pareció quedarse pensando. Luego hizo un gesto vago. Señalando como hacia el fondo del pasillo. Así que la más joven había seguido. Y allí. La habitación y la cama y Topala casi en cueros. Y atado. Y con la cabeza abierta. Allí Topala y un poco más allá, sobre una silla, su ropa.
—Mis pensamientos de aquella noche son difíciles de explicar —seguía la más joven—. Porque harían falta muchas páginas. Pero digamos que yo estaba en una disyuntiva. Que yo estaba en otra cosa. O lo había estado, en realidad, la noche anterior. Una oportunidad que llevaba esperando largo tiempo. Porque allí —la más joven se encogía de hombros— estaba la ropa de Topala. Puesta sobre una silla. Y, si allí estaba su ropa, entonces por fuerza tenían que estar las llaves de su casa. Y eso era.
La más joven miró a la de los ojos negros. Que aquella otra noche había conseguido levantarse del sillín. Que miraba la escena desde la puerta de la habitación.
—¿Te importa —la más joven señaló al manojo de llaves— que me lleve esto?
La de los ojos negros se encogió de hombros.
—Ah, si se piensa que me importa a mí ese cabrón.
A ratos miraban hacia la llanura en la que ondulaba la hierba. Hacia los lejanos picos de la sierra y sus cumbres blanquecinas. Podía pasar un camión por la carretera o podía ser un destello a lo lejos. Una lechuza lo mismo que un perro ladrando. A ratos no eran más que un ovillo de palabras que se pasaban la una a la siguiente. Había, también, algo más. Algo invisible y que lentamente se iba formando, componiendo. Primero una forma leve. Un halo tenue. Entremetido de neblinas y surcado por rayos. Por telas.
Las cápsulas como pequeñas palomas blancas. Puestas en orden sobre la mesa. Esperando. Allí habían estado. Y aquel miedo.
Aquel miedo y la nueva perspectiva. Al respecto de todo. De lo que la vida había sido. Del propio tiempo. El tiempo alejándose. Los jacintos desparramados y estrujados sobre la masa amorfa de la terraza. Exhalando muerte. Entonces el timbrazo lejano. Llegando como entre algodones. Ella tardando en comprender. Y aquella niebla.
—¿Quién?
—¿Es usted Julia Castellanos? ¿Lo es? Soy una conocida de su hermano —eso la voz, una voz seca, cortante, de algún modo exhausta—. De Gaspar. Él me ha llamado hace un rato. Hace unos días me dio una cosa para que se la guardara. Y ahora me ha llamado para que se la dé a usted. También hay una cosa que tiene que darme usted.
—¿El qué?
—Dinero. ¿Él no le ha dicho?
—No sé —eso la mayor, la del pañuelo en la cabeza— de qué me hablas. Y no es buen momento. Porque ahora mismo tengo problemas.
La voz, al otro lado, había parecido dudar. O así lo recordaba ahora. Luego volvió. Muy lentamente. Solo que ya no había parecido exhausta, sino fiera.
—Problemas tenemos todos —había dicho la voz—. Yo, en este momento, tengo un chingo de problemas justo por su hermano de usted. Y me marcho de la ciudad en un rato. Así que ahí me dice. Ahí me dice qué hago con la vaina de su hermano. Que a mí —había seguido—, tanto me da en este momento. Tanto me da tirarlo a la basura que no.
La voz había sabido la dirección y que había terminado por colgar. Luego había sido el volver a deslizarse a través de aquella niebla. De vuelta hacia la mesa y dejándola con aquella otra voz. Aquella que había estado gritando dentro de ella. Aquella voz que le decía que ojalá pasara algo. Algo que lo cambiara todo. Las cápsulas, como minúsculos capullos de palomas, esperaban. Todas en fila.
En un rato, eso había dicho aquella otra, estoy ahí. Ah, recordaba haber pensado la mayor, ¿un rato cuánto es?
—¿Y qué hace ahora? —eso la de los ojos negros a la de gafas, aquella noche.
—Te espero.
La de los ojos negros la había mirado un momento. Luego terminó de empacar todo. Luego se sentó junto a Topala.
—Húngaro —le decía—, despierte. Que hablemos. Que aclaremos cosas. Porque, Húngaro, no sé si lo entiende pero servidora se va. Chau. Servidora se va pero ya no se fía de usted. Ya no, Húngaro. Y, como no se fía, pues como que no lo va a soltar. Así que dígame qué prefiere. Que haga. Si llamo a la policía o si no. Porque, Húngaro, que lo entienda, amarrado se va a quedar. Se va a quedar porque no hay más chances. Así que me dice, qué prefiere. Si soltarse usted solo o si luego viene la policía a soltarlo.
Topala había abierto los ojos. Verdosos como cristales. Las miraba a una y a otra. De pronto habló.
—Usted —dijo—, ¿qué le debe a ese cabrón? ¿Le debe usted algo? Porque usted no entiende, niña. Usted no entiende el jaleo en el que se mete. O hablemos. Hablemos de que usted no le debe nada a ese y arréglese ahora conmigo.
Topala había hablado y la de los ojos negros había seguido ocupando el centro de la habitación. La más joven la había sentido, o eso dijo, tomar aire, quedarse muy quieta. Mirar al otro.
—Ah, Húngaro —había dicho, o eso recordaban las dos—, es usted el que no entiende. Porque yo le deberé a quien le deba. Lo que no es asunto suyo. Pero que yo, si usted me viene de frente a hablarme, pues lo mismo que sí. Pero que usted no hizo eso, Húngaro. Lo que lo cambia todo. Porque usted, Húngaro, me vino a robar. Y me estaba esperando.
La más joven entró en la habitación. Cuando regresó traía consigo una carpeta llena de dibujos. Los fue poniendo uno al lado del otro, sobre la mesa. Algunos no eran más que sanguinas o carboncillos. Otros eran plumines o acuarelas. Había una mujer pensativa. Las manos de una mujer. Había una graja. Una garza. Un grupo de hombres. Y siempre la misma impronta sutil y delicada. Y siempre las mismas iniciales. Abajo. D y D.
Y sí que llovía aquella tarde, eso dijeron. A mares. Llovía y se habían encontrado frente a frente. En la calle. En la mano de la más joven las llaves de Topala. La de los ojos negros mirándola. Un momento.
—¿De verdad se va a meter en la casa de ese?
—Y sí —eso la de las gafas.
Y sí que le daba miedo. Pero que era algo que tenía que hacer. Entonces allí las dos. Ese instante. Ah, y que ahora está usted más fuerte, niña. Que ya le pasó. Y que esta se quedó ahí. A defenderla. Ah, pero que usted no es así, niña. Que a usted no le importa. O véase cómo está. Ah, pero ella es bien bebé. O justo note a qué huele. ¿O no es como hierba bajo la luna, como rocío? Luego su voz.
—¿Lo suyo va a ser rápido?
La otra se encogió de hombros.
—Y vamos, entonces —eso la de los ojos negros—, antes que me arrepienta.
Ah, decían la de los ojos negros y la de gafas, y la casa. Qué de polvo. Qué de cagadas de ratón. Ah, los bobos. Ellos son así. Profundamente estúpidos. Y que los dibujos estaban puestos en las paredes. Al menos unos cuantos. Pero otros estaban dentro. En la habitación. Metidos en un armario y dentro de una carpeta. Pero rápidas. En bombas. Ya. Y chau. Y que fue de la casa de ese, señalaron a la mayor, a la del pañuelo en la cabeza, que ahora se había acercado un poco más, que ahora casi les respiraba en los cuellos, de donde agarramos un taxi para la casa de usted. Las dos paradas en mitad de la plaza y otra vez. El momento. De mirarse. Ah, que usted no se lo va a pedir, niña. Y lo sabe. Pero la más joven. Sonriendo. Y que si la de los ojos negros quería que la acompañase. Pues si me hace el favor. Así que otra vez las dos y otra vez unos ojos abriendo una puerta. Un pañuelo sujeto con fuerza a una cabeza. Negando una frente. Y la de los ojos negros explicando. Lo que le habían dado para que le entregara a la otra. La situación. Aquello y la mayor, la del pañuelo en la cabeza, mirando hacia la mochila y hacia las otras. Sonriéndose ahora.
—Que tú hablabas —decía—. Pero yo no te prestaba atención. No te la prestaba por eso que os dije antes. De la niebla y la bengala. Porque ahí, de pronto, estaba, ¿entendéis? La esperanza. La opción de huir. De mi propia decisión. La opción de hacer trampa. Otra vez. La historia de mi vida. Yo, contra el tiempo. Yo arrancándole pedazos al tiempo.
—Pero ¿qué buscaba el que entró en tu casa? —eso la mayor—, ¿esto?
—Sí —eso la de los ojos negros—, que ya veo lo que piensa. Pero ni sueñe que me voy a ir sin la plata. Que entonces me lo llevo.
Los ojos de las otras dos se volvieron, terminaron por volverse, hacia la más joven. Esta se encogió de hombros. Luego fue contando su historia. Aquello de la pizarra y el cursor y los vídeos y el zumbido y las piezas del ordenador flotando a lo largo de la habitación. Gorda, allí la voz. Hija de gordos. Así que ahí. Ella también. La vida por el sumidero. O la amenaza de. Suficiente. Y, también, la vía de escape. Ofrecida. Puesta ante sus ojos y lo mismo que había dicho la mayor de las tres. Y por los cuadros, sí. Pero también por lo otro. Por su reafirmación en aquello de no ser rehén. Ni esclava. De nadie y nunca más. Pero tampoco quedarse a verlo. Les dijo eso pero no les habló del Genio ni de la función que solía cumplir. No los hechos del Genio ni tampoco el mensaje que este le había mandado la noche antes. Cuando había estado a la puerta de la de los ojos negros. Aquella tirada llena de tréboles y que contenía la probabilidad de ser una bisagra entre dos mundos y que la obligaba a estar tan atenta a las señales subsiguientes. Así que allí. Su voz. Sonando de alguna manera débil, insegura. Al decir, de pronto. Que ella también. Su voz diciéndolo y las otras dos mirándola. ¿Y usted sabe lo que dice? Y no. Pero que ella tenía que volver a su casa. Un momento. Para recoger algunas cosas.
—Pero los teléfonos —eso la mayor de las tres, cuando ya había preparado su maleta, cuando ya la de las gafas había vuelto— apagados. Mejor apagados.
La de los ojos negros miraba ahora a la más joven.
—¿Y qué fue —le dijo de pronto— eso que hizo antes de que nos fuéramos de la casa de aquel? ¿Qué fue lo que sacó de aquel pañuelo, lo que dejó encima de la mesa? Porque yo la vi cómo lo hacía. Cómo lo hacía y cómo, después, escupía. No lo niegue.
La otra no lo negó. No lo hizo y, mientras, aquello nuevo que se iba formando, aquello hecho de halos y neblinas, empezó a tomar forma, a solidificarse de alguna manera. Aún era transparente pero ya respiraba.
—Petirrojo —diría la mayor cuando al fin lo viera.
—Garza —diría la más joven, la de las gafas.
—Tortuga —diría la de los ojos negros.