Donde sigue siendo la cuarta semana de marzo y donde las mujeres reciben más explicaciones de parte de Topala

El sol las había deslumbrado. En su reverberar como amianto sobre la llanura. Más allá, en la esquina del alcázar, los hombres habían montado una especie de campamento. Eso y que tuvieron que atravesar por unas tablas tendidas a lo largo del foso y que en un rincón ronroneaba un generador de gasolina. Topala las miraba.

—«Perder» —murmuraba— «es andar más allá de un diagrama del cielo».

Luego se reía.

—Ahora vamos a desayunar —decía—. Y luego nos pondremos con los negocios. Y se me están tranquilitas. Se me lo están o les vuelvo a poner las bridas.

Estaban sucias, agotadas. El otro, el tal Stepán, les dio de comer aquella sopa con fideos. Comieron mientras miraban a los otros dos trabajar. Habían creado una suerte de jaima entre los muros. Una tienda de tela negra en la que extendieron alfombras y colocaron sillas. Topala subió desde la furgoneta con una mesa plegable y la dispuso en el interior. Pero pasen, les decía, pasen. Acomódense ahí. En el rincón. Ellas obedecieron. Un momento las dejaron solas. Luego Topala regresó con aquello otro que venían trayendo desde tan lejos. Primero cubrió la mesa con un paño de color azul. Lo fue extendiendo todo, colocándolo muy cuidadosamente. La americana gris, los pantalones, la camisa blanca. Lo estiraba y lo retocaba. A ratos comentaba algo con el otro. Se volvió hacia ellas. Les mostró varios teléfonos. Señaló hacia el generador.

—Entiendo —decía— que estos son sus teléfonos personales. Entiendo también que estos otros los han ido comprando por el camino. Y yo, no sabiendo, me he tomado la molestia de cargarlos todos. Por si hicieran falta. Eso —señalaba a la mayor de las tres— y que yo tengo aquí un número del Viejo. De su amigo. Pero que sé que él tiene más números. Uno en la universidad, claro. Pero también otros. Uno privado. Solo que ese es al que yo quisiera llamar, solo que no lo he conseguido. La pregunta es: ¿sabe usted ese número?, ¿lo sabe de memoria? Porque estoy seguro de que lo tiene usted en su teléfono. Pero que preferiría no tener que encenderlo. Por razones que entenderá. Por los rastreos, ya sabe. Que su amigo es muy cabrón y seguro que ya tiene a alguien haciéndole el trabajo. Eso y que yo tengo aquí este otro. Que anda encriptado y es más difícil de rastrear. De modo que, ¿se sabe usted de memoria ese teléfono de su amigo o lo tiene apuntado en alguna parte?

La mayor lo sabía de memoria. Luego el otro, el tal Stepán, se les acercó y las hizo incorporarse y volvió a sujetarles las manos atrás con las bridas y las hizo volver a sentarse.

—Ahora va a aprender usted —le decía Topala a la mayor de las tres, a la del pañuelo en la cabeza—. Unas cuantas cosas. Unas cuantas cosas sobre cómo funciona el mundo. Y que ya verá como el cabrón está esperando.

El teléfono sonó cuatro veces antes de que se oyera la voz del gran Amadeo Fuster. Se oyó su voz pero Topala no dijo nada. En lugar de eso empezó a recorrer la escena con la cámara del teléfono. Primero enfocó a la mesa, a las prendas de ropa tan delicadamente puestas sobre el paño. Al otro lado todo era silencio. Topala dejó la imagen fija sobre las prendas un momento y luego siguió camino a través de la tela negra de la jaima hasta enfocarlas a ellas tres. Se puso de rodillas junto a cada una de ellas, les alzó la cabeza. Le quitó el pañuelo de la frente a la mayor. Se quedó un momento como detenido. Luego se agachó junto a la de los ojos negros. Pasó la cámara muy lentamente junto a las marcas de la cara. Después regresó hacia la mesa y habló.

—Quiero verte la cara, cabrón —dijo—. Hablar frente a frente.

Lo sintieron sonreír.

—Qué bueno, don Amadeo, que nos volvimos a ver. ¿O no se alegra de verme? Que ya vio que su amiga está bien. O más o menos. Que ya vio, también, a su otra amiga. ¿Se le anda haciendo la boca agua? Pero la cuestión —seguía Topala, que hacía ahora una pausa, que volvía a enfocar la americana gris y lo demás—. Y la otra cuestión.

Sobre la mesa había colocado varios documentos que había extraído de una carpeta. Los fue mostrando.

—¿Le leo o ya sabe de qué se trata? Una carta —decía— dirigida a la autoridad eclesiástica. Fechada el veintidós de agosto de mil novecientos treinta y seis. Y una respuesta a esa primera carta. De fecha veintisiete de agosto del mismo año. La autoridad eclesiástica dando instrucciones sobre cómo debe alguien proceder. Aquí una nota sin fecha. Una respuesta a la carta anterior. Y un cuarto documento. Este ya es posterior. Del cuarenta. Otra vez una carta dirigida a una autoridad eclesiástica y donde se informa de determinados actos que alguien ha cometido por cuenta de esa misma autoridad. Hasta ahí la cuestión —lo sentían sonreír—. El paquete completo. Solo que usted se piensa que lo controla todo. Que lo maneja todo. Pero no. Y vea la prueba. ¿O sabe quiénes tenían estas cosas, quiénes se lo quitaron a usted en el último momento?, ¿no lo adivina? Pues sí. Fueron sus amigos. El Lentes. El Curita. Uno se quedó los papeles. El otro se quedó con el traje. ¿Cómo era que lo llamaban ustedes?, ¿el Cabezón?, ¿el Maricón de la Pajarita? ¿Y sabe cómo es que ahora los tengo yo? Se lo explico. Los tengo yo porque poseo oídos. Porque entiendo las conversaciones que se mantienen a mi alrededor. Porque ni soy una estatua ni soy un muñeco. Porque ustedes hablan. A ustedes les encanta hablar. Pero yo sumo. Sé sumar. Así que ya ve —se encogía Topala de hombros— cómo es que nos vemos.

Topala sostenía el teléfono en la mano pero ellas no podían ver lo que él veía en la pantalla. Podían escuchar el silencio que había al otro lado. Como pudieron, al fin, oír la voz del otro. Del Viejo. Del gran Amadeo Fuster, gloria del derecho. Y qué quería Topala. Eso decía. Qué. Quería. Topala. Topala se sonrió.

—¿Cuánto? —decía el gran Amadeo Fuster.

—Ah, «ya la garza se adelanta hacia el agua y husmea lenta el barro entre las espinas. Ríe la urraca, negra sobre los naranjos» —decía Topala—. Don Amadeo, no es cuánto la cuestión. Sino qué. Qué se vende, qué se compra. ¿Qué vendo yo, don Amadeo?, ¿vendo setenta años de silencio? ¿O vendo tranquilidad?, ¿la tranquilidad de devolver al sistema la pieza que se volvió loca? Porque piense que si lo he llamado ha sido más que nada por el gusto de saludarlo. De que vea que estoy bien. Que estamos bien todos. Y que piense. Que lo piense. Cuánta gente habrá en el mundo. Deseando saber. Qué pasó. Y yo aquí. Con la respuesta. Yo con la respuesta y usted temiendo. Ustedes temiendo. La historia —se reía Topala— juzgando. Y la poesía. Y joderlo a usted. Porque, don Amadeo, ¿cuánto iba usted a pagar?, ¿cuánto pagaron estos? ¿Lo sabe? Yo sí. Pero que la cuestión, don Amadeo, no es cuánto quiera yo. Sino cuánto estaría usted dispuesto a pagar por. Por tenerlo. Porque nunca se supiera. Cuánto usted y cuánto esos otros. Los de la historia, si me entiende. Los de la poesía. Esos que le dije. Y la tentación que tengo, don Amadeo. De regalarlo todo. Por joderlo a usted.


—Ah, y que me disculpen que las haya tenido que atar. Pero que era necesario, si lo entienden. Para la conveniente puesta en escena. Que tampoco era que él pensara que estaban ustedes aquí en el spa. Pero que pierdan cuidado ustedes, que acá nadie les va a hacer daño. Que eso se lo prometo yo aquí. Que yo las tengo aquí pero que es nada más que como invitadas. Un tiempo. Un poco para evitar que me hagan alguna trastada como volver a llamar al Viejo y decirle dónde estamos. Y un poco, también, para qué negarlo, para que él sepa que ustedes están aquí. Para que él sepa, sobre todo —señaló a la de los ojos negros—, que usted está aquí. Que eso siempre conviene. Porque eso, esa presencia de ustedes, supone algo semejante a solicitar una tregua. A acordarla. Porque, ¿qué se creen, que esos tipos van a venir con el dinero por las buenas? Y no. Esos lo mismo se prueban antes. Ah, y qué hijo de puta el Lentes. Hacerle eso a usted, mi niña. Qué tiempos estos en que los que se aman se ven forzados a hacerse daño. Pero que yo creo que eso que lleva usted en la cara se arregla fácil. Y que no. Que yo nunca se la daría a usted a ese. Que ustedes no van en el trato. Que ya, en cuanto esto se apañe, me las arreglo yo para que ustedes se vayan. Que es solo para que se lo piensen, los cabrones. Que, si vienen, no vengan tirando. Y que cuando todo se apañe —se reía Topala—, lo mismo yo le pago el arreglo, niña. Lo mismo que yo se lo pago y que usted quiere ser mi novia una temporada. No, ¿verdad? Y que usted —se acercó ahora a la mayor, la que ya justo ahora no llevaba el pañuelo en la cabeza— tiene también una buena historia detrás. Y el Viejo, qué cabrón. ¿O qué le dijo él cuando usted lo llamó?, ¿le dijo que no sabía lo que era? Pero espere, que me juego aquí un dólar, ¿no le preguntó nada?, ¿no le preguntó si aparte de eso no llevaba algún papel? Ah, ¿ven cómo Dalibor Topala no es un muñeco?, ¿ven cómo sabe sumar esto y lo otro? Y el dinero, sí, que ese es el dilema. Que no crean que no me he roto la cabeza con eso. Pero ¿saben qué aprendí? Aprendí que los ricos saben un secreto. Y ese secreto es la muerte. Aprendí que ellos sí vieron qué hay más allá de la muerte. Y no hay nada. Y que por eso no les importa. Así que sí. Llámenme traidor, vendido, impostor.


—¿Entonces —seguía Topala—, ahora qué quieren? ¿Quieren volver al agujero? No, ya imagino que no. Pero si se me quedan por aquí entonces tienen que portarse bien. Tienen que prometer que se van a estar quietitas y calladitas y que no van a andar alborotando. Me lo prometen, ¿sí?

Lo prometieron y allí se quedaron. Temprano por la mañana las dejaban salir y entonces era el irse hasta el borde del precipicio a mirar sin fin la llanura. A señalarse, con dedos extrañados, los torbellinos de polvo que vagaban entre los pocos árboles. Yo, eso la de los ojos negros, la de la cara cortada, cuando era china, estaba siempre fuera. Siempre en la playa o en el monte. Nunca con un techo por encima. Las otras dos la miraban y parecían comprender. Eso, seguía la de los ojos negros, y que aquellas casas tenían ventanas. Pero no cristales. Podía ser entonces una reflexión sobre las formas de respirar. O podía ser Topala llegando. Ofreciendo un cigarro al crepúsculo. Sentándose también a mirar. Entonces siempre había un verso, una canción, una brasa que se perdía por la cuesta abajo. En las horas de más calor buscaban por instinto el pasillo estrecho que bajaba a la mazmorra. Allí esperaban a que terminara de caer la tarde. Allí comían y hablaban en susurros. Topala y Stepán vigilaban y esperaban. O estaban atentos a los teléfonos. Un día Topala se les acercó y les dijo que él y Stepán tenían que salir. A hacer unas cosas. Y que entonces, lamentablemente, ellas tenían que quedarse dentro. Y abajo. Allí quedaron. Sin más que el poco de luz que se filtraba a lo largo del pasillo y esperando y abrazada la una contra la otra y más conforme pasaban las horas sin que nadie regresara. La noche las encontró convertidas en estatuas que hacían por escuchar en el horrible silencio. Topala, al llegar, las dejó salir largo rato y pasear a lo largo de la explanada y otra vez hasta donde acababa el muro. Las miraba con expresión grave.

—Pero que se estén bien tranquilas —les decía—. Que nosotros sabemos. Que ya les dije que, por nosotros, nadie les va a hacer daño. Que eso se lo prometo a ustedes.

Por la mañana les dejó junto al toldo un barreño con agua y jabón y toallas. Y que ellos les dejaban intimidad. Eso y que Stepán había estado en la habitación y que les había traído algunas cosas. Como sus neceseres. O más ropa. Como la cámara que había pertenecido a la más joven. Los dos hombres hacían de comer en el viejo hornillo y luego se sentaban en los rebordes de piedra y miraban a su alrededor y sacudían las cabezas como apesadumbrados. A veces Topala les hablaba a ellas.

—Por supuesto es imposible que un plan sea perfecto. Porque siempre está el azar. Porque siempre hay uno que es más cabrón que los demás. Y piensa cosas imposibles. Eso pasa siempre. Por eso hay que estar preparado. Considerando todo. Por ejemplo, piensen aquí. Ellos andan locos buscándonos. ¿Y que nos encuentran? Pues hoy día todo puede ser. Con los satélites y pese a todas las precauciones que tome uno. Porque hay que pensar que en ningún sitio estaremos seguros. Nunca. Así que lo mismo da. Un sitio que otro. Y que, como es lo mismo, entonces la cuestión es estar preparados para lo que venga. Por si, lo que les dije, es que no vienen con el dinero y por las buenas. Así que miren. Aquí. Barrancos. Por todos lados. Solo un camino. Y que también es por eso por lo que están ustedes aquí. Que también les dije. Porque ustedes son algo. Para él. O quién sabe si esa no será la cuestión. Porque él se lo estará pensando. Pensando si la pasta o si la caballería. Que esa será la cosa. Y que, si viene bueno, entonces ya me encargo yo. Pero —entonces paseaba y revisaba las piedras que habían apartado y echaba mano de las armas— que hay que estar preparados para lo peor. Eso y que no lo sabremos. No hasta que vengan. Y, si vienen, pues entonces habrá que ver quién viene. Y cuántos. Pero ustedes tranquilas. Que «con nosotros la muerte ha jugado muchas veces». Eso y que un día les explicaré lo que es aquello —señalaba hacia la bolsa que contenía la americana gris y lo demás—. Un día que estemos así. Tranquilos.

Al anochecer se sentaban con las piernas colgando sobre el abismo y miraban a la luna que se deshilachaba sobre los campos. Nunca la luz de un poblado, nunca un coche moviéndose por la carretera. Solo los vencejos y los murciélagos. Solo el olor del polvo muy metido detrás de los ojos y muy profundamente en el fondo de las gargantas. Luego era el descender hacia la profundidad de la roca y esperar allí, en la sala fresca, el momento de deslizarse, lentamente, hacia las colchonetas. Ah, se decían, lo decían la una a la otra, y venid. Venid porque mi cuerpo está caliente. Como lo está el vuestro. Y somos. Mujer, mujer y mujer. Las tres pero no las tres. Solo una. Solo una y al mismo tiempo todas las mujeres del mundo. Que trazamos líneas. Para defendernos. Para que ya no. No más. Nosotras que somos un ser. Con seis ojos, seis brazos. Un corazón. Que no sabe de idiomas, ni de colores, ni de edades o conocimientos previos o pasados. Y no lloramos, decían. Nadie llora. Aquí. Una noche Topala encendió un teléfono y estuvo hablando un rato con el muy ilustre Amadeo Fuster. Topala paseaba por la zona cercana a la puerta del alcázar y aquello nuevo que eran las mujeres lo vigilaba.

—Usted no entiende las cosas —decía Topala—. O el idioma. ¿O no le dije que esto quemaba? Así que rápido. Porque desaparecemos. Todos. El asunto. Las muchachas. Y luego que ponga la televisión. Para ver los telediarios. Cuando salte la cosa. Porque usted no entiende que lo que estoy haciendo es dándole una oportunidad. A usted. A ustedes. Así que me mueve el asunto.

Hablaron aún un poco más. Luego aquello otro en lo que se habían convertido las mujeres vio que Topala colgaba, que apagaba el teléfono, que se quedaba pensativo, que murmuraba algo en torno a Stepán.

Lo vieron sacudir la cabeza y bajaron en silencio hasta el sótano. Más tarde sintieron que la furgoneta se marchaba y se quedaron muy quietas, muy en silencio y sin dormir. Sin ser nada más que estatua que espera. Volvieron a respirar cuando oyeron a lo lejos el motor. Oyeron primero el motor y luego, ya de más cerca, los ladridos poderosos de varios perros.