19
De Tiff bajando al cementerio una noche y allí hablando con Jovan Benes sobre la importancia del color y sobre Dalibor Topala

—Entonces, Malayo, ¿cuánto te clavaron?

—Ciento cincuenta.

—¿Ciento cincuenta y no sabes si lo hiciste?

—No.

El cielo se había abierto de improviso. Como si un millón de avionetas cargadas de pimienta hubieran sobrevolado la ciudad durante la noche. A cambio habían dejado un cielo alto y transparente que no era más que índigos amenazantes y sombras árticas. Eso y pájaros muertos. Sobre las aceras, en los bordes de las calzadas, asomando apenas entre la hierba cristalizada del cementerio. Eso y nieve en la sierra y placas de hielo y viento en turbonadas. Y ella y el otro. Los dos. Codo rozando codo.

Y que al final, Malayo, terminaremos por ser almas gemelas. ¿O no vamos los dos igual, siguiendo a gente en el metro?, ¿no vamos los dos buscando nuestra particular visión de la luz? Pero, cuéntame. Ella entró. Y tú detrás. Pagaste y te dieron tu kit. Tu cristal, tu Gebehache, tu mefedrona. ¿Y entonces?, ¿te lo tomaste todo? Ah, Malayo, qué subidón. Toda la noche con el arma puesta, ¿sí?, ¿con tu pequeño percebe alzado? Y, Malayo, normal que no sepas ni cómo ni con quién. Y si estás seguro de que no te hicieron a ti. Así por detrás y en modo trenecito.

El otro la miraba. Ah, eso broma, decía. Y que cada cual sus cosas, Malayo. Sus trucos. Y que yo, por ejemplo, llevo unos días como de rata en laberinto. Pero de rata tonta. De esa que no aprende de los estímulos y que no hace más que ponerse triste. Y que ando viendo cómo hago para conjurar eso. Pero tú, Malayo. Que has progresado. Que te lo has pasado bien. Que se nota. Y que eso es lo importante. Y no lo otro. No obsesionarse, Malayo. ¿O qué más da una persona que otra?

A ratos la vigilante pasaba. Justo por delante. Pasaba pero no los miraba.

—¿Te la imaginas, Malayo, solo con ese cinturón negro?, ¿solo con ese cinturón y con las botas? Ah, Malayo, eres un vicioso.

De camino a casa fue un bagel de pollo y un zumo. Todo sentada en un banco y con el abrigo muy cerrado. Y pensativa. En aquello mismo que le había dicho al Malayo. Aquello que se le había escapado como solo de la boca. ¿Conjurar el qué, Estefanía? Luego fue echarlo todo a una papelera y pedirle carta al Genio. Un siete de picas. Y un jack de tréboles y las cejas muy levantadas y una pregunta en el aire. Eso y después la tapia del cementerio destiñéndose a su paso en latones viejos. Eso y que un momento se detuvo en lo alto de la colina porque le pareció volver a ver como entre los árboles. Aquella silueta. Alta y con sombrero. Aquella misma que había grabado con la cámara alguna noche. Y, Genio, ponme aquella vieja foto. Aquella foto de una foto. Y allí. Otra vez. Un Jovan Benes más joven. Y la mujer delicada de los ojos negros. La noche se imponía y los latones se oxidaban para ser antracitas. Eso y que pasar la tapia era pan comido. Y luego caminar por los senderos.

Una figura deambulando a solas más allá del paredón. Se miraron de lejos y ella alzó una mano. Presintió, bajo la luna color mostaza, una sonrisa dulce y sufriente.

—Vieja amiga, ¿qué andas buscando en esta noche estruendosa? —dijo el viejo Benes.

Ella señaló por encima de la tapia, hacia la colina. Él sonrió.

—La luna ha sido mi amiga esta vez.

Caminaron. O de pronto estaban caminando. El uno al lado del otro. Él oliendo a ropa vieja y la hierba siendo cristales helados y el viento azotando viejas nubes de bronce. Eso y que las manos de él eran grandes y morenas. Barnizadas con redondeadas manchas rojizas. Podía ser que él se detuviera junto a alguna vieja cruz, junto a alguna estela. Entonces metía los dedos en el interior de las inscripciones y murmuraba en un idioma que ella no comprendía. Ven, le decía Benes, por aquí. Ven, vamos a sentarnos. Cuando él se quitó el sombrero a Tiff le dio la impresión de que caminaba con un espectro. Él sonrió.

—¿Lo notas? —le dijo.

—Noto el viento.

—Ah, el mundo está lleno de demonios —sonrió él—. El mundo lo está y ellos nos miran.

Él alzó un brazo, un brazo huesudo, largo como un cuervo, y señaló hacia la pared que tenían al frente. Cerró los ojos.

—«Destrozaron» —estaba diciendo, o recitando— «tres esqueletos para arrancar sus dientes de oro. Pero ya no lo encontraron. Pero se supo que la sexta luna había huido torrente arriba. Y que el mar había recordado, de pronto, los nombres de todos sus ahogados».

Él quiso saber si ella entendía de qué le hablaba. Ella tuvo algo semejante a una certeza. Luego él le fue contando. Viejas historias. De cómo en la marcha de los quince mil ciegos, allá por el año mil catorce, los gritos de los agonizantes habían despertado a los demonios que vivían en lo alto de las montañas. De cómo era que aquellos demonios se habían amontonado sobre los ciegos que marchaban y los habían torturado a lo largo de su paso por la sierra. De cómo los demonios, liberados, se habían negado a regresar a las cuevas. De cómo aún andaban vagando a lo largo del mundo. Vagando, decía Benes, y agolpándose. En lugares concretos. Agolpándose en las noches heladas. Teniendo reuniones espantosas. Y que si ella, Estefanía, no lo había sentido últimamente. Si no había sentido una tristeza honda. Impropia. Él hablaba y Tiff lo miraba. Lugares concretos, decía Benes, y señalaba a su alrededor, a la oscuridad oleosa y fría. Aquí.

—Porque subían —decía Benes— por la carretera. Y giraban ahí. Había una puerta de metal. Más allá. Luego se detenían en el terraplén. Entonces los bajaban. Los bajaban y los ponían contra aquella pared. A la luz de los faros de los coches. A la luz de la luna. Sobre la tierra negra y bajo el frío. Luego, los disparos. Y los demonios. Gritando de alegría. Viniendo en legiones y con su hambre insaciable. Cebándose de los cuerpos que esperaban a los sepultureros.

Sobre la losa se había formado una fina película de hielo. Ella se levantó y se acercó. Hasta tocar aquella pared. Era fría al tacto y los ladrillos se habían solidificado los unos contra los otros como si no fueran más que un corazón. Y que había allí pequeños agujeros. Circulares agujeros. Diminutos agujeros. Eso y que la luna podría oler a azufre. Eso y que Jovan Benes estaba otra vez a su lado. Oloroso a polvo y hablando en voz muy queda.

—Alimento para los demonios. Al amanecer. Mientras la gente dormía. Allí. Y que antes la ciudad terminaba más allá. Que aquí solo había unas pocas casas. Y la carretera. Por la que venían los coches. Venían y desde las casas los tenían que oír por fuerza. Oír los motores, los disparos. Y cómo se podría vivir una vez que los demonios llegaran. Cómo una vez que los demonios empezaran a cantar. Cómo sería una vida en la que no fuera posible el silencio.

Ella se apartó de aquello. Apartó primero la mano porque sintió que aquella pared quería convertirla en hielo y atraparla. Y si se quedaba allí más tiempo ya no podría escapar. Que de pronto era cierto que en el viento caminaba una voz que era muchas voces. Mujeres que lloraban de angustia y niños que gritaban y que querían abrazarla. Los abrigos se rozaban y de pronto pareció hacer mucho más frío y cuando Tiff miró hacia el cielo le dio la impresión de que la luna era un ojo inmenso y de que la bóveda era un corazón sangrante y de que las nubes eran caballos al galope. Esqueletos de gigantescos caballos. Se acercó más al hombre. Se apretó contra él. Él le tomó una mano y le pareció que la mano era también rojiza. Un carmín permanente y poderoso. Tomó aire. Habló muy lentamente.

—Señor Benes, ¿quién es Dalibor Topala?

El hombre la miró un momento.


—Mi esposa se llamaba Dajana —le diría él mucho más tarde—. Dajana Dali. Era pintora. Murió hace tiempo. En el año noventa. ¿Si era hermosa? Tú viste la foto. Era más que hermosa. Era aquello que una persona no se atreve nunca a esperar. Nos conocimos en el setenta y dos. Nos vimos, así, cerca. Como estamos tú y yo. Nos vimos y ya nos quisimos. En un momento. Un segundo antes no nos conocíamos. Tenía los ojos grandes. Me miró muy seria. Era pequeñita. Delicada. Un pajarito.

»¿Qué ha pasado?, me dijo. Una avalancha, le dije yo. Luego nos casamos. Y fuimos felices. Pese a todo. Ella siempre reía. No estuvo triste ni siquiera cuando le prohibieron pintar. Siempre tenía una excusa. Para no rendirse. Fue más tarde cuando se cruzó Topala en el camino. Topala el traidor. Topala el que la mató. No ese día. Pero ya muerta. Entró viva. Salió muerta. Se movía, respiraba, sí. Pero ya no había remedio. Yo la miraba —decía él, la luz de una vela rozándole la cara—. “Dajana, vámonos de aquí. Vámonos de aquí”. Por eso nos fuimos. Por eso llegamos aquí. Llegamos aquí pero ya no había remedio. Porque hay lugares de los que no se vuelve. Lugares en los que el corazón se convierte en diamante. Y cuando el corazón se carboniza ya no hay remedio. Vinimos. Llegamos aquí. No quisimos volver a saber de allí. Nada de allí. Pero la nostalgia es poderosa. ¿Quién no quiere oír hablar en la lengua en que le cantaba su madre cuando era pequeño y tenía miedo?

»Y hay un viejo café donde nos reunimos los viejos exiliados. A charlar. A leer viejos poemas. Tal vez un tiempo estuve yendo. Tal vez luego dejé de ir. Pero esa noche en que me encontraste había acudido. Había estado y él también. Allí y sentado en una mesa. Hablando con otros, riendo. Dajana muerta y Dalibor Topala riendo. Dalibor Topala riendo y yo viejo. Y las preguntas. Las que me hice aquella noche. Las que me hago. Porque yo estaba en una zona oscura. Porque yo lo vi a él pero él a mí no. Porque me pregunto si me hubiera reconocido. Me pregunto si yo, para él, hubiera sido alguien. Él que para mí lo es todo. El universo entero.


Benes había propuesto que cenaran algo y se movieron suavemente en la noche helada. Se tomaron del brazo. Junto a la tapia una rudimentaria escalera hecha con unos pocos cascotes y él pasando una pierna, luego otra, y Tiff mirándolo con preocupación. Cruzaron la calle. Se los tragó el barrio estrellado. El restaurante era mesas redondas y sillas de madera vieja. Una vela sobre cada mantel. Cada mantel con sus cuadros rojos y blancos. El tono mostaza de la noche no desapareciendo. Él dejó el sombrero a un lado y pidió vino. Y albóndigas. Y ensalada. Se miraron.

—Tú eres joven. Yo soy viejo. Respirar es importante. Respirar es una cualidad esencial en la vida. Respirar de subir el pecho y de bajarlo. De masticar el aire. Pero respirar también de lo otro. Del cerebro. De las ideas. Poder pensar. Y poder ejercitar el pensamiento. Poder ejercitar la voz. Hacer la gimnasia del pensamiento. Pero las mentes, lentamente, se iban desvaneciendo. Allí. La vida se fue volviendo triste. Más aún. Gris. La grisura es, al fin, una forma de tristeza. E imagina. Imagina un país barrido por el viento. Un país de montañas vigilantes. De castillos sombríos que parezcan contener una vida propia y macabra. Imagina una lluvia permanente, un viento permanente. Una llanura sin fin y sin pensamiento. Imagina un invierno interminable dentro de un río helado. Un día y otro. Un mes y el siguiente. Y años hasta conformar decenios. Sin esperanza. Imagina que tan solo se pudiera soñar con el calor y que cuando este viniera fuera una mano pegajosa que te abofetea y se queda adosada a tu cara. Imagina que la vida no tuviera color. Que todo fuera el gris del que hablábamos antes. Que todo es gris porque al robarte los pensamientos, al robarte la voz, te han robado también los colores. Gris todo. El jabón con el que te restriegas las manos. El papel con el que vas a envolver el regalo de un amigo. ¿Y tú crees que sería casual, que no lo pensarían ellos, en sus mazmorras, en sus despachos? No les dejemos colores. Prohibámoslos todos. Y todo, entonces. Los coches. Las aceras. Las ropas de la gente. Que no eran grises pero que poco a poco se iban desvayendo. Que poco a poco iban perdiendo la intensidad. Lejía tras lejía tras lejía. Y tristeza, decía él, solo tristeza. Te explicaré cómo funciona. Imagina que ha pasado un milagro. —Él llenaba los vasos y miraba hacia la noche—. Imagina que te has levantado una mañana y que estás alegre. Porque has tomado café, por ejemplo. Porque ha brotado una flor en la maceta del balcón. Porque ha cantado un pájaro en el huerto. Algo ha pasado y tú vas por la calle. Sientes ese algo olvidado. Ese algo que tienes desentrenado. Entonces, por la esquina, llega un tranvía. Un tranvía como un monstruo negro y herrumbroso que chirría, que hiere las vías de metal, que raspa la calle. Una masa de acero que se arrastra a través de la niebla. Entonces el café se amarga —se sonreía con tristeza—, se muere la flor, enmudece el pájaro. Pasa eso y tú comprendes que la mañana fue solo ese momento. Y que luego es la vida. Y que la cualidad principal de la vida es ser gris. E imagina eso día tras día. Año tras año. Uno y luego otro. Así que todos tristes. Todos los colores desterrados. Las almas arrastradas por el agua helada. Pues a ellos eso no les parecía bastante. Ellos no estaban contentos con quitarnos solo eso. Sino que tenían que quitarnos más cosas. Cosas individuales. A cada uno una. Para que nadie pudiera hacer la gimnasia del corazón. Yo, por ejemplo, era poeta. Pero no era solo poeta. ¿Quién es solo poeta? Yo era profesor. Y esa era mi gimnasia del alma. Así que un día llegaron y se sentaron delante de mí, en una mesa, y me miraron. Con ojos. Con gorras.

»Jovan Benes, me dijeron, tú no puedes ser profesor. No puedes ser profesor porque eres peligroso. Así que, desde ahora, trabajarás en una peluquería. Serás peluquero, Jovan Benes. Pero yo no sé de eso, les dije. Bueno, Jovan Benes, dijeron ellos, eso no importa. Ahora eres aprendiz. Y aprenderás. Luego hicieron pasar a Dajana. Que tú pintes, Dajana Dali, también es peligroso, le dijeron. Haces pensar a la gente y eso no es bueno. Así que ya tampoco serás pintora. Ahora trabajarás en una fábrica y nada más. Eso fue por el ochenta. Tú aún no habías nacido. Y sin embargo resultó que éramos invencibles. Que Dajana lo era. Ella, que era tan pequeña, que siempre fue un misterio. Jovan, me decía, y sus ojos eran un fuego inalcanzable, inventemos el color. Nosotros. Inventémoslo con los tomates. Las cerezas. Con los albaricoques. Inventémoslo con el aroma de las cebollas. Con la enredadera del huerto. Y era cierto que teníamos allí una enredadera. Por las noches regresábamos exhaustos, demolidos. Pero era preciso. Era preciso estar comprometido. Con uno mismo. Así que encendíamos velas, nos desentumecíamos los dedos con vinagre, e inventábamos. Cada noche. En el garaje había una vieja trampilla y ahí habilitamos nuestro escondite. Allí dejábamos cada noche los hijos que nos habían brotado. Luego nos mirábamos. Nadie podrá, nunca, decía Dajana. Ella lo decía y yo la miraba y me decía que podría ser. Que podría ser que sobreviviéramos a aquello. O al menos alguna parte de nosotros. Un algo que ellos no pudieran tocar. Así habría sido —decía Benes— si no hubiera aparecido Topala. Si Topala no la hubiera matado.

Él dijo que la estaba aburriendo. Ella negó. Acabaron la botella de vino y fueron regresando. Dos abrigos bajo la soledad de la noche crujiente de hielos. Cogidos del brazo y el abrigo de él siendo más largo y más oscuro. Él oloroso a esencia antigua y los dos detenidos ya cerca del portón de madera, del viejo bloque de pisos. Se miraron y parecieron respirar.

—Un tiempo después de lo de Dajana, estuve yendo a pescar. Había un viejo canal. Allí pescaban también algunos hombres. Allí nos reuníamos. Claro que luego llegaron ellos. Y nos dijeron que «Pescar sí. Pero que juntos, no». Así que, separados. Uno aquí. Otro allá. Y rotándonos los puestos a lo largo del canal. Porque no todos los sitios eran iguales. Porque no en todos se pescaba lo mismo. Porque no todos íbamos allí a pescar las mismas cosas. ¿Y cuál es la diferencia entre un canal y unas escaleras? Porque se puede pescar en cualquier lugar. Y eso pasó aquella noche que me encontraste de aquella forma tan poco digna. Que yo estaba pescando, sin saberlo. Y que te pesqué a ti. Que te pesqué y que pasó más. Porque luego me di cuenta de una cosa. Me di cuenta de que siempre había sabido que un día estaríamos así. Uno frente al otro. Que lo sabía ya desde que eras pequeña y jugabas en el patio con tu bicicleta.

En el momento de despedirse él se inclinó y la besó en la mano. Le dejó un aroma rancio, de mueble largo tiempo olvidado en un desván. En casa aún había susurros y rayos de luz amarillo limón que atravesaban el polvo. Pasó de puntillas y echó el cerrojo. Estuvo un rato viendo viejas fotos.