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De Julia manteniendo retenido a Christian. De los dos escuchando música. De Christian contándole un sueño a Julia

Él había abierto los ojos. Verdes. Intensos. Los había abierto y primero no había comprendido. El siguiente rato tampoco había sido él y solo algo que gemía y se estremecía en arcadas. Ella esperando. Acercándose tal vez con un paño para limpiarle la frente de sudor. Luego dando otra vez el paso atrás. Dejándolo solo. Oyéndolo pedir agua y regresando. Acercándole la botella a la boca. Y los ojos de él. Atentos. Aún cubiertos por un velo. Pero el velo lentamente desvaneciéndose. Después frente a frente. Ya. El tintineo de las esposas al ser agitadas. ¿Qué pasa?, eso él. No pasa nada. Me has puesto algo en la bebida. Él pensando. Quedándose muy quieto. Ah, joven Luke, ahora has caído en la cuestión. Él mirándola. Suéltame. No. Entonces el rato. De enfado. De dejarlo solo para que se desfogase. La cama crujiendo. Los gritos. Los gritos y ella encerrada en la cocina. Pensando en los vecinos. Cuando se calmó él tenía cortes en las muñecas y en los tobillos y la llamaba. Entró con cuidado y qué hora era. Las doce y media de la noche. ¿De qué noche? De la noche del jueves al viernes. Él pensando entonces y ella esperando. La voz de él haciéndose más sutil. Y que él había quedado con una gente para el viernes por la mañana. Algo importante. Y que él estaba dispuesto a jugar a lo que ella quería. Pero que tenía que soltarlo. Justo para esa mañana. Para que él pudiera hacer eso. Él hablándole y ella mirándolo. Negando suavemente. No. ¿Por qué? Porque las cosas son así.

Él se enfadó. Como ella intuía que era probable que hiciera. Maldecía. Gritaba. Lo volvió a dejar solo. Pero que tienes que entender, joven Luke, que me corresponde. Que es cierto que has descubierto cosas en mí. Cosas primitivas. Pero que deberías ser consecuente. Contigo. Conmigo. Y aceptarlo. Apagó la luz del pasillo y se sentó a esperar. A que parara aquello. La vida, le decía el muy ilustre Amadeo Fuster al oído, no es más que esa maldición de la eterna juventud. Y jugar por siempre. Aquel presidente americano y aquella primera ministra británica fueron los que hicieron la estafa. De ellos es la culpa. A ratos era el muy ilustre el que le hablaba y a ratos era el gran Felipe Gedeón, el famoso y ahora fallecido autor. Desde el más allá y de pronto cantando. Entonando al castrado.

—«Pálido el sol, turbio el cielo. La pena me amenaza, la muerte se prepara. Todo me inspira remordimiento y horror».

Entonó ella también. En voz muy baja para que el otro no pudiera oírlo. En voz muy baja y mientras sentía que se empapaba de tristeza y de soledad. Por el recuerdo. Cuando terminaron los sonidos decidió no entrar. Pero mejor hacer algo positivo. Porque hace tiempo que no cocinas y que antes o después él va a tener hambre. Un rato estuvo picando cebollas, ajos, pimientos. Cortando tacos de jamón y de chorizo. Y todo a sofreír y todo a bullir. Mientras a ratos se miraba en el reflejo de la ventana y mientras una lechuza cantaba desde la Ópera. También hojas de laurel, querida, y pimentón. Se acercó, pisando suavemente, hasta la puerta cerrada de la habitación. Silencio. Esperaremos, joven Luke, a que me llames. Porque tendrás que. Antes o después. Se sentó en el sofá y se echó una manta por encima. Después comprendió que se había dormido y que aquella vaga sensación de amenaza, que aquella visión de unos ojos que espiaban desde detrás de una reja a una chica de unos quince años, habían sido un sueño pero también un recuerdo de la infancia que de pronto había aflorado. La arrancó de todos modos el grito. Alguien la llamaba. Julia. Julia. Se acercó a ver.

—Necesito orinar.

Ella no dijo nada. Se convirtió en enfermera profesional. Le quitó la manta de encima y se quedó un momento pensando. Al final cogió las tijeras y cortó también aquella prenda. Luego lo sujetó para guiarlo hasta la cuña y lo volvió a tapar con la manta. Luego volvió. Se miraron. Lo hicieron y él le aceptó un poco de agua y volvió a solicitar que lo soltara. Ella volvió a negar. Silencios hoscos, entonces. La mirada verde concentrada en el techo. Pero que si él tenía hambre. O que si él quería que le curara las heridas de las muñecas. Pero nada. Volvió a cerrar tras de sí y volvió a tenderse en el sofá y a taparse. Otra vez aquellas imágenes. Dos niños pequeños peleando. Una niña mayor que los miraba. Los gritos de los niños como pájaros. Como diminutos gorriones. La niña desnuda. Indiferente. A ratos mirándolos. A ratos haciendo otra cosa. Duchándose. En la mañana luminosa persistió la sensación de algo acelerado. Descorrió las cortinas y se sonrió. Porque grajos, le explicó a su reflejo en la vitrina, significa invierno. Y estorninos significa primavera. Abrió la puerta con mucho cuidado y él dormía. Se sentó en el butacón del mismo modo que la noche antes. Sentada y mirando al reloj. Mientras la luz crecía. Él abrió los ojos al fin.

—Imagino que tendrás hambre —eso dijo ella—. He hecho tortitas. Y hay zumo. Café. ¿No quieres nada?, bueno. Debes saber que te he preparado actividades lúdicas para la mañana.

En el hilo musical puso varias listas de música clásica. Regresó a la habitación con una pila de libros. Él miraba al techo y actuaba como si ella no estuviera allí. Pero él tenía que entender las cosas. Así que, sonreía, prepárate, joven Luke. Abría los libros al azar y le leía cualquier cosa. Podían ser románticos del XIX. Podía ser algún filósofo alemán. O los fundamentos del psicoanálisis. Podía ser poesía africana o manifiestos feministas. Análisis de guerras lo mismo que posmodernismo. O crítica de arte. Sistemas de computación lo mismo que panfletos de la Revolución Cultural. Todo con pausas. Para que ella le explicara la exégesis de aquella pieza en concreto que acababa de empezar. Para que ella rebuscara entre los libros y alzara el mando a distancia y le ordenara al hilo que reiniciara algún movimiento en concreto. Él preguntó la hora a las doce y media y luego a las dos. Ella no sintió lástima. Tampoco cuando él hizo el último intento de liberarse. Cuando tuvo que volver a dejarlo solo, que volver a encerrarse en el despacho. Entonces otra vez la calma. Y los ojos.

—Me duele —eso él.

Ella volvió con desinfectante y algodón y gasas. Un rato estuvo así. Primero en las muñecas. Luego en los tobillos. ¿Quieres que suba la calefacción, que te tape? Porque tienes que entender, querido, que no podíamos seguir como estábamos. De modo que es preciso llegar a algún tipo de acuerdo. Y que siento lo que tuvieras que hacer hoy. Pero que seguro que, lo que fuera, podrás hacerlo cualquier otro día. Pero que entiendas que a ti también tiene que dolerte. Porque a mí me duele. Porque si a mí me duele y a ti no, entonces es que no estamos llegando a acuerdos justos.

—Y es preciso, ¿entiendes?

Él no decía nada pero era una batalla ganada de antemano. Por la tarde, a primera hora, él tuvo que hacer sus necesidades. Después volvió a tener sed. Después tuvo hambre. Ella llegó con un cuenco lleno de las lentejas que había hecho por la noche. Se las fue dando despacio, mientras con una servilleta le iba limpiando los restos de caldo que le caían por la barbilla y le querían llegar al cuello. Después dejó el plato a un lado y le fue pelando una manzana. Haciéndosela pedazos. Metiéndosela en la boca mientras él la miraba en silencio. Después él le preguntó por la hora y ella se la dijo y él se quedó muy quieto otra vez. Muy quieto pero de alguna manera diferente. Como si sus ojos anduvieran asumiendo ya. Reblandeciéndose. Como si anduviera preguntándose cuestiones. Ella puso música y otra vez anduvo leyéndole. El periódico, cualquier cosa. Ella leyéndole y a ratos levantando la vista y topándose con los ojos de él. Los ojos de él buscando en ella conforme la tarde caía. Pero él, eso ella a la mujer que la miraba desde el reflejo en la puerta del balcón, no lo dirá. Él no lo preguntará. Lo hará al revés. Porque él, en el fondo, es delicado. Sutil. En el mismo armario donde una vez había guardado el maletín que le había regalado a Hugo esperaban las bolsas llenas de ropa. Ahora las cogió y se presentó con ellas en la habitación. Él la miró.

—Tuve —explicó Julia— que romperte la ropa. Porque pesas mucho como para moverte. Que tampoco me pareció bien dejarte ahí con los vaqueros puestos. Pero te he comprado otra ropa para sustituir la que llevabas. La tengo aquí.

Él estaba callado y la miraba. Ella fue sacando una prenda, luego otra. Varios pares de pantalones. Varias camisetas. Una camisa. También ropa interior. Y una bufanda que le había gustado. Que había pensado que le podía ir bien con las otras cosas. Pero, querida, que llevas mucho rato hablando. Que estás parloteando, si te das cuenta. Se calló. Él la miraba.


El grito lejano de un cárabo. Viniendo a posarse en el hueco. Entre el mirto y los geranios. Y el juego. De pronto. Los juegos. En realidad. El aparente juego. El que flota en la superficie. El del cálculo. El de estoy considerando que.

Y aquel otro. Más profundo. El juego cruel. El de las mentiras.

Porque tú, joven Luke, eres joven. Y yo no. Eres hermoso. Y yo no.

Pero eso no te da derecho a subestimarme. Y no deberías.

No subestimarme hablando delante de mí de tus cosas como si yo fuera verdaderamente un perro que no comprende. No subestimarme considerando que soy una cliente más. No lo soy. No lo soy porque soy vieja. Porque soy lista. Porque soy desconfiada. Mucho. Porque me juego cosas en esto. Lamentablemente.

No lo soy porque precisamente por el hecho de que tú sabes mi nombre resulta que yo también sé el tuyo. El nombre que hay detrás. De la máscara, ¿entiendes?

Con toda la capacidad de destrucción mutua que nos otorgan los hechos. Con los botones nucleares prestos. Por si fuera preciso.

Y, querido, como sé tu nombre verdadero, pues puedo andar trepando. Porque es cierto que tú estás muy bien camuflado. Que casi no existes. Como es cierto que me ha llevado muchas horas. Interminables horas.

Empecé, querido, con tus compañeros. De clase, ¿te acuerdas? Uno aquí. Otro allí. Yo revisando. Yo revisando y un día, de repente, tu cara. Otro día otra vez. Yo acercándome. Despacio. Componiendo grupos. Adivinando.

Tu nombre. Sabido desde siempre. Muñiz. Doménech.

«Y que mi padre», eso tú, querido, «es cirujano. Que te arregla el culo lo mismo que la cara». Así que buscando también. Por ahí. Durante horas. Horas de mis madrugadas. De mis fines de semana. Horas robadas a los exámenes, a las clases, a los artículos. El cuadro lentamente componiéndose.

Componiéndose pero no encontrándote a ti, joven Luke. Empezando a encontrar a otros. A tus amigos. No a esa tal Estefanía. Pero sí a Ethan. Ethan Santos.

Que resulta tener un hermano y una hermana. Los dos de dientes perfectos. Los dos de másters en los USA y un padre que es cirujano y que se dedica a la estética.

Y aquí tú, querido. Y yo. Yo siendo quien soy y tú permaneciendo a salvo.

Tú permaneciendo a salvo y yo sabiéndolo. Preparándome. Para el juego. Los juegos. El juego superficial pero también el juego profundo. El que deja cicatrices.


Ella había abierto la puerta que comunicaba la habitación con la terraza y había puesto una silla allí y le hablaba. En el atardecer y con voz tranquila. Con el vaso en la mano y pendiente de los cantos que llegaban desde la plaza. Le habló de los vencejos que subían cada tarde hacia el cielo y que no volvían hasta la mañana. Le habló del cuervo macho que había ido a morir a su terraza y de cómo hacía días que no veía ni escuchaba a la hembra. De las manchas rojizas de los petirrojos lo mismo que de los inmensos dormideros de los estorninos entre los carrizales. Le habló de todo eso como le habló de la flor del azafrán que se abría cada mañana. De su pedúnculo de oro que brillaba un segundo cada día al sol. Le habló de eso como le habló del gran Felipe Gedeón, el famoso y fallecido autor. Del gran Felipe y de su sueño. Aquel que había tenido y que tanto lo había preocupado. Aquel en el que estaba esperando junto a un hombre en una habitación vacía. Aquel del miedo. Los sueños, le decía al muchacho esposado, son entrecruzamientos en la línea del tiempo. Eso, le decía, y que cada vez estoy más sola. Aunque no puedo quejarme, al fin, porque es lo que siempre quise. A ratos inclinaba la cabeza hacia un lado y señalaba hacia el grito de los cárabos. Los señalaba y sacudía la cabeza.

—Son dos —le decía al otro, al muchacho esposado—, ¿los oyes? Uno llama. El otro contesta. Y que deben estar metidos entre las jacarandas.

El sonido fantasmagórico se acompasaba a las respiraciones y a los latidos de los corazones. Pero que, eso ella a la mujer del reflejo, si se callaran de pronto, si hicieran una pausa, entonces habría que recomenzar de nuevo el mundo. Y sería un mundo lavado. Expectante. Varias veces lo sorprendió mirándola. ¿Qué querrías para cenar, joven Luke? Él quiso tortitas. Con sirope. Ella había puesto el plato a su lado, en la cama, y le había ido cortando los trozos y se los había ido metiendo en la boca. Él masticaba y sus ojos verdes la evitaban. Después él habló. Porque él también estaba teniendo un sueño. Una vez y otra. Un almacén. Donde se limpiaba pescado. Los pescados bajando en una cinta transportadora. Cientos de pescados y decenas de personas. De pie. Con los cuchillos. Con las hachas. Arrancando pedazos. Intestinos. Eso pero no siendo la cuestión. Sino el punto de vista. Las cosas que él, en el sueño, sabía. Como que toda aquella gente trabajaba por una miseria. Como que toda aquella gente hacía turnos de doce horas en los que no podían sentarse ni casi ir al baño. Como que la fábrica nunca cerraba. Como que el dueño, que a ratos asomaba desde detrás de las cortinas de la oficina, no los tenía, en realidad, contratados. Sino que los tenía en régimen de cooperativa.

—Todo eso —decía él— yo lo sabía. Pero tampoco era esa la cuestión. Sino otra. Porque el sueño era monótono. Solo el zumbido de la cinta transportadora. El ruido de los cuchillos. Y esperar. Esperar mientras yo sabía todas esas cosas absurdas pero sin saber qué esperaba en realidad. Hasta ayer. Porque todas las veces ha sido igual. Salvo ayer. Porque ayer de pronto era de noche y no había nadie en la fábrica. Pero seguía la cinta. Y por la cinta bajaban dos peces. Dos salmones. Nada más. Bajaban dos salmones pero el segundo salmón era Dios. No un dios. Sino Dios.

Ella recogió el plato. Le limpió la boca con la servilleta. Lo dejó todo en la cocina. Regresó. Entonces los ojos de él. Queriendo saber. Y que, eso ella, tal vez la cuestión fuera quién o qué era él en el sueño. Le dijo también que podía ser que él tuviera más veces el sueño en los próximos días. Y que también podía ser que hubiera otros fragmentos del sueño que él hubiera olvidado. A ratos él tenía picores. Tal vez en un costado. En la pierna. Porque era incómodo estar así tantas horas y que si podía ser que al menos le soltara una mano. Ella mirándolo. No. Trajo los aceites y le fue dando masajes. En el cuello. En los hombros. Haciéndolo mientras estaba en sus pensamientos. En la música. Y entonces. La sensación. De que la atmósfera se había convertido en un trapo turbio. En una masa almizcleña y legamosa. Algo que se había aposentado muy dentro de los ojos de él. Que de pronto estaban húmedos. Como su boca. Sedienta. Cercana. Entreabierta. Entonces caer. Despacio. En la cuenta. De lo que no había considerado. De que tal vez todo lo que ella había pensado podía ser otra cosa. El juego. Que seguía. Pero lo ojos de él. Fijos en un punto de la chaqueta del pijama de ella. Pero cuál, joven Luke, es exactamente el mensaje. Y verlo. De pronto. Comprender. Entonces abrirse, muy despacio, la chaqueta. Y acercarse. Mientras extraía un pecho. Un pezón. Y lo ofrecía. Y él. Aferrándose a aquello con lo único que tenía. Ven, decía. Pero mejor te estás calladito, querido. Cambiaron de pecho y luego ella apartó la manta y se subió a horcajadas sobre aquellas caderas y los cárabos acompasaron su canto ahora al de sus gemidos. Llamadas insistentes, desesperadas. Faltas de aire. Como, eso ella, si hubieran estado esperando todo este tiempo a. En algún momento miró hacia la ventana como si esperara ver cientos de ojos como pequeños diamantes asomados al balcón. Miró pero solo vio el cuerpo blanco de la mujer rubia. Los ojos de la mujer rubia. Que se preguntaban. Luego caer al lado de él. Los dos bañados en sudor y ella lavándolo con una toalla. Mucho más tarde la luz ya de la mañana y los dos en silencio.

Eso y que las esposas eran frías al contacto con la piel.

—¿Qué hora es, qué día?

—Es sábado.

Por la tarde ella le soltó un rato un brazo. Luego él se lo dejó volver a sujetar. Después ella le soltó el otro y lo mismo. Trajo una palangana con agua y lo fue lavando. Durmió allí mismo. Acurrucada entre su brazo derecho y su pierna derecha y como si fuera ciertamente el perro que había dejado de ser. Solo que otra vez aquella visión. La de la muchacha desnuda y los dos niños. Que jugaban en torno a una mesa. Los dos de rodillas haciendo ruidos. Mientras la muchacha parecía vagar. Y la vaga sensación, así se lo contó a él, de algo que pareciera querer llegar. Un recuerdo. Le dio de desayunar fruta y cereales. Y luego pezón. Y lo demás. Así la mañana. Pero que ella proponía, si él lo entendía, que aquello que los dos tenían diera un salto cualitativo. Hacia donde fuera. Hacia que no nos mintamos más. Hacia que pensemos quién es cada uno. Y lo asumamos. Signifique eso lo que signifique. Lo dijo y luego se arrepintió. Porque entendió lo que estaba diciendo y se sintió expuesta y tuvo que encerrarse en el baño y tomar mucho aire y no mirar en ningún momento a la mujer rubia que la esperaba con los ojos incendiados. De regreso a la habitación llevaba la llave de las esposas. Él la miró.

—Eres libre —eso le dijo.

Luego abrió las esposas y él fue frotándose lentamente las muñecas, los tobillos. Mientras ella se sentía emparedada, comprimida contra la pared. Eso y que los ojos de él eran más verdes que otras veces. La llamó con la mano. La sentó en la cama. Le abrió otra vez la chaqueta. Ella notó su presión. Cerró los ojos. Fue lento. Tranquilo. No una carrera hacia un precipicio sino un paseo por un lago. Otra vez sus ojos. La sonrisa. Y que, eso él, lo tenía que pensar. ¿El qué? Aquello que ella había propuesto de volver a pensarlo todo. Ella parpadeó. Aún. Pero que ella tenía que devolverle su teléfono y que mejor iban los dos. Los cárabos, inquietos, anhelantes, vigilaron la salida del coche. Entonces la ruta por los polígonos y luego otra vez un beso. Te dejo donde quieras. Mejor déjame en la plaza. Está bien. Y hablamos. Pronto. Ella lo miró marcharse desde detrás del volante. Con su ropa nueva. Una silueta más en la noche.