3
De Miranda regresando al amanecer y con mucho dolor. De la mañana
de Miranda. De Miranda sentándose a ver la novela
Antes de subir a la buseta se había deslizado suavito hasta los restos del catering y había agarrado un par de botellas de agua y se las había echado al bolso. Y cómo es, niña Miranda. Pues ahí que ando. Que tengo los riñones llenos de sal. Ya desde niña. Que fui un día con la Josefina a la ciudad y ahí nos dijeron. El cuento completo, si sabe. Y mejor, eso ya al subir, póngase allá. Donde nadie. Allí, al fondo. Las sombras de los cipreses al irse apartando la mareaban. Y concéntrese, niña. ¿O qué quiere? Amanecía. O le iba un agrisamiento a la mañana. Algo que era piedras y colinas. Los dientes lejanos de una sierra y aquella lluvia tan pesada solo buena para ir dejando regueros en las ventanillas. Y un trago de agua cada poco. Un rato antes el dolor había sido como una lanza bajándole hacia abajo, hincándola. Ahora regresaba. Caliente. Se detenía por momentos como si pensara, como si se quedara atascado en algún agostamiento o en quién sabía qué cosa. Luego seguía. Niña, ¿y que no ve que eso salado y pegajoso que va oliendo ahí es su propio sudor? Eso y que no me vaya usted a echar las gachas. Midió. El agua, las curvas que venían. Y se me concentra usted. La mano se le fue al bolso, se metió en su interior como una serpiente morena. Rozó el material. Rozó el sobre.
—Ten —eso el Curita en el momento de alargárselo—. Ten.
«Ten». Tres letras.
Y la sonrisa de ella.
Pero que la noche, niña Miranda, aún no terminó. Así que se me pone las pilas. Olga, la mami, venía por el pasillo. A ratos murmuraba algo a alguna de las otras chicas. O acariciaba una cabeza o un hombro. O simplemente miraba. Como ahora. Como ahora a ella. Ah, y qué quiere. ¿Está bien, Miranda? Y sí. Muy bien. Chévere.
La mami sacudió la cabeza. Luego empezó la ronda de vuelta. El dolor hizo algo semejante a una ola y se adormeció. Abrió mucho las fosas nasales. Colorete, decidió. Colorete rancio. O alguna cosa triste. Como un animal que hubiera muerto.
El silencio se imponía en la buseta, y las muchachas, ordenadas por países, dormitaban o se susurraban de muy cerca. Cerró los ojos. Estiró las piernas. Tenía los miembros entumecidos y sentía la barriga sucia. Y que lo mismo, niña, podría dormirse. Cinco minutitos. Y no. Porque ahí le viene otra vez. Y bien duro.
Y ahí. Algo se hinchó, se retorció. Una fina lluvia de cristal molido cayendo a ritmo de montaña. El olor salado de un cuajarón que cobraba peso. Rompiendo como una espada. Apretó los dientes y esperó. A la vuelta de la última curva se abrió al fin la ciudad. Desparramada e interminable. Abajo y cubierta por aquella boina verdosa que era raspada por la silueta del castillo. Fue abrirse la ciudad y que obtuviera una tregua.
Ah, pero que ahí justo fue que Olga se giró. ¿O no notó? Ah, y mejor me olvida. Mejor que ni se acuerde de mi nombre. Ah, niña, pues lo mismo es que usted gimió, o suspiró, demasiado alto. O si no de qué le anda esa revoloteando como gallinazo. Ah, y ya piensa usted en otra cosa, mi niña.
Colorete. A eso huele. Pero no, niña, a un colorete bien conservado, no. Sino a uno que alguien dejó olvidado en un patio, sobre una losa, al sol de agosto. A la ciudad se entraba por un valle que lentamente se iba achicando. Y ya de puñalada en puñalada entre los mazacotes de Cementerio y luego por las casitas amontonadas de La Renca. Pero mejor apretar los dientes y ya esperar. Otro minuto más, niña. O lo que sea. Luego la plaza grande, el estadio. Las avenidas silenciosas aún. Al detenerse en el último semáforo las cubrió una espesa arboleda.
Bajó moviéndose muy despacio. Los ojos de Olga colgados de ella. Pendientes. Pensativos. Y ya la tuvimos. El garaje olió un momento a gasolina y a aceite incrustado en piedra. Por el pasillo casi corrió. La primera para el baño. Allí encerrada y allí toda la gacha. Por la piel le bajaba un olor como de guano fermentado. Arrancó toalla tras toalla y se sentó. Tomó aire. Lo más delicado. De un tirón se subió el vestido. Se quitó la ropa interior. Luego fue hurgando. Suavemente con el dedo, con el borde de la uña. Y que aquello había terminado por meterse muy adentro. Lo alcanzó y lo fue sacando y se manchó los dedos de sangre cobriza. Tomó la pelotita y la envolvió en papel higiénico y lo echó todo en el bolso y rebuscó y sacó un tampón y se lo puso. Y la muda. Fue ahí justo que sus piernas le hicieron aquello de ser mantequilla y se tuvo que sentar. Delante del espejo se compuso un poco la cara. Al salir se topó de boca con los ojos del Negro.
—Y véngase, Miranda, para el despacho. Y pase, Miranda, y siéntese. Ahí.
Al Negro lo llamaban así precisamente porque era uno de aquellos albinos de pelo rubio y ojos rosados. Algo semejante a un gran lémur blanco. Y luego el despacho, que era cosa de mirarlo y sonreír. Sonreír porque cómo podía ser que las películas estuvieran todas tan equivocadas. El Negro abrió mucho los ojos. Se había sentado en el sillón de detrás de la mesa y la miraba. Ella llevaba los zapatos en la mano.
—¿Y qué tal la noche, Miranda?
Ella se encogió de hombros.
—Ah, y normal. Usted ya sabe. Poca cosa.
—¿Está usted con su mes, Miranda?
Ah, Olga sí tiene la boca grande.
—¿Me contesta?
—Pues fue justo que me bajó. Cuando íbamos en la buseta. Que bajábamos en el camión y ahí estaba. No sé más. Y si no me cree entonces vaya usted al baño y mire a ver qué encuentra.
Ese fue el momento. De los ojos del uno y los de la otra. Fijos y a no pestañear. Los de él con aquel tono apenas de ámbar y los de ella negros como el café más oscuro. Oscuros y con la potencia de dos tuneladoras muy enfadadas. Ah, niña, y que usted sí sabe jugar a estos juegos. Que los demás no son más que aficionados en comparación. Y que se espere aún. Pero que no le gane usted. Téngale el respeto. Aguantó hasta que estuvo segura de que el Negro ya se iba a rendir. Entonces se quitó. Justo esa centésima de segundo antes. Ah, y yo lo sé. Y usted lo sabe. Pero no sonreír. Ni un poco. Guardarse la sonrisa para el interior. Muy dentro. Así que bien. Suave. El otro suspiró. Olía a ambientador de limón mezclado con sudor de hombre mezclado con colorete mezclado con habitación cerrada. El sudor del Negro debía de ser un perfume rosado. De esos de botellita pequeña. Notó que le iba a volver el dolor.
—Miranda —le decía el Negro—, no me ande jodiendo, ¿sí?
Ella sonrió.
Ah, Negro, y a mí que me contaron que este camello iba justo de eso.
El otro la miró. Y no se sonría, niña. O que no se lo dijo su madre muchas veces. Que no le dijo que eso de ser tan insolente le iba a traer problemas en la vida.
Se encogió de hombros. Recogió los zapatos. Se levantó.
El problema, niña, es que los hombres siempre van a querer eso que usted tiene. ¿O es que no se lo querían ya desde que era bien chinita? ¿Que no la miraban y parecía que se les fuera a salir el corazón? Y que eso es así. Ellos lo quieren. Siempre lo van a querer. Y es normal. Porque ellos no son más que unos estúpidos. Unos animales. Ellos lo son y a cambio usted lo tiene precioso. ¿O qué va a hacer, entonces?, ¿se va a meter de mesera?, ¿se va a poner de friegaplatos?, ¿por cuánto la hora?, ¿me lo explica, niña? ¿O no era que justo usted lo tuvo tan claro desde el inicio? Aparte otras cosas que tiene usted que pensar. Como que lo normal es que el tipo que a usted la contrate también vaya a querer eso. También se vaya a dar cuenta de lo que usted tiene. Y piense, entonces. Porque habrá leyes, sí. Pero que las leyes son para el que tiene tiempo de manejarlas y de verlas venir. Para el que tiene colchón, niña. Así que la cuestión es que lo mismo usted se lo tiene que dar de todos modos. ¿O no se acuerda de allá? Que lo mismo se lo tiene que dar por ochocientos al mes. Solo por no andar con vainas. O no más que para que no la boten del camello. Así que asuma usted, Miranda, lo que es la cosa. Lo que es tener la posibilidad de manejar o no tenerla. Porque aquí, ya lo sabía de siempre, usted maneja. Al menos de alguna manera. Y que lo que no puede hacer usted es regalarlo. Porque la cosa, Miranda, es que al cabo todo está en venta. Todo se vende y se compra. Así que menos remilgos. Que los remilgos son la diferencia, entiéndalo. ¿O qué se cree usted, que al que está de ruso le gusta estar todo el día en la construcción, que a los timbos les gusta estar controlando el tráfico? No, mi niña, no les gusta. Es por la plata. Y entonces, qué. ¿Va a desperdiciar lo que usted tiene? Porque piense que esto que usted tiene, Miranda, como que no lo va a tener para siempre. Que luego un día se le acabará el cuento y ya nadie lo querrá. Así que mire. Y concéntrese. Y no sea boba. Porque los demás trabajos también son mierda. Y que usted, al final, lo tuvo claro de siempre. Y que hay gente que depende de usted. Así que no se haga la remolona ni la mamada. Y estese pilas.
El taxi olía al sebo de algún animal. Algo grasiento y amarillo que habitaba en el interior de alguna vejiga. El taxista tenía lentes y el pelo blanco. Sus ojillos asustados se le deslizaron largo por las piernas. Eso y que las estatuas del puente miraban a lo lejos y que la mañana era sombras frías y flores amarillas que se amustiaban en las plazas. Luego las calles se empinaron, se empedraron, se estrecharon. Entonces bombonas de butano puestas al descuido y los ojos de las ventanas en ella, dentro de ella.
Ya déjenme. Lo pensó y se pasó la mano por delante de la cara como para espantar algún enjambre de invisibles moscas. El taxista la miraba. Déjeme ahí, le dijo, como que en la esquina. Sintió que las piernas las tenía aún de azúcar y se enfadó otra vez. Se me controla, niña. O qué le pasa esta mañana. En la terraza tenían puestos los toldos y se ciñó el abrigo sobre el vestido. Sobre la mesa lo fue poniendo todo. Ahí el papel. Ahí el material. Los filtros. Y que acá es donde se acaban los dolores y las hormigas. Prendió en el mismo momento en que el camarero, del mismo allá que ella, la atendía. Luego el humo verde como una serpiente que lentamente se le desenroscaba frente al rostro y aquella calma densa en la sangre. Y un café. Bien tinto. Y luego otro. Miró al croissant y supo que aquella mañana no. Que si acaso un picoteo. Cuando se le acabó el canelito se fue fabricando el siguiente. Pero que mejor se hace otros para la tarde, niña. Que luego andará confusa. Y así apura el rato. Que aún le queda. Otra vez rozó el sobre que le había dado el Curita. Lo acarició con los dedos, lo apretó como para hacerse la cuenta. Se encogió de hombros.
—Usted sí que me sabe cuidar —eso le había dicho.
Luego se había acercado y le había dejado un beso. El otro había sonreído como el inmenso bobo que era.
Cruzó y descruzó las piernas mientras la ciudad despertaba y se llenaban las otras mesas. Los pájaros del día. Miraba, fumaba y esperaba a aquello que tenía que venir, que debía estar ya muy cerca. Aquello semejante a una bomba de cansancio que casi tenía que estallar dentro de ella y que tenía que librarla de andar mirando techos o dando vueltas en la cama. A mitad del siguiente canelito sintió que llegaba al fin. Se me apura, niña. Y apúrese. En casa se quitó los zapatos y el vestido y se arrancó más o menos el colorete. Cayó tal cual. Cuando despertó era la tarde y tenía el sobre que le había dado el Curita apretado en la mano. La mano como una garra y también billetes desparramados sobre la cama. Llamó.
—¿Marcela?
No hubo respuesta. De la habitación fue al salón y de vuelta. Un rato largo en la ducha y la cafetera humeando. Aquel blanco que borboteaba y que creaba siluetas ante la ventana. En la habitación apartó la cama del sitio y se hizo con la navaja que le había robado al Romeo Sánchez tantos años atrás. Detrás del cabecero el enchufe falso. Con la navaja lo sacó y anduvo rebuscando. Allí la bolsa de plástico sujeta con las gomas y allí los billetes enrollados. Despacio los fue poniendo sobre la cama, los fue alisando. Allí hizo el recuento y ahí abrió al fin el sobre. Sonrió pero fue algo triste. Un rato estuvo de rodillas sobre la cama, sorbiendo del café. Al final apartó de un lado y lo llevó al otro, volvió a enrollar, a envolver, a sujetarlo todo con las gomas. Y otra vez a la cueva y el enchufe y la cama a su sitio y la navaja al suyo. En la terraza estuvo mirando los tejados un rato mientras se fumaba uno de los canelitos que se había preparado por la mañana. Aún estaba allí cuando sintió a Marcela.
—Y qué más pues.
—Ah, vieja.
Marcela era más alta, más rotunda, más oscura de piel. Mucho más oscura, en realidad. Negra aun para ser negra. Aparte todas aquellas redondeces. Aquel culo desmesurado y apuntado. Aquellos muslos de cemento. Los pechos descomunales. Luego al patacón las dos. Al mole. A desmechar la carne. Vio que traje maíz ahí. También arroz. Y para el cebiche. Las limas. Las dos moviéndose por la cocina. ¿Y cómo estuvo? Ah, pues bien suave. La cosa de siempre. ¿Anduvo el Violinista? Sí. ¿No preguntó por mí? Ah, pues ni sé. Que yo ni me acerqué por la piscina. Que ya sabe usted cómo funciona. Mejor le dice a la Kathleen. Que ella sí. Y no, tampoco sé cuál le hizo. Pero que ellas no son rivales para usted. Y usted lo sabe. Que solo es que tenga usted ahí la chance. ¿Y el Curita? Ah, la misma vaina de cada vez. ¿Y usted, bien o con odio? Ah, un topocho me tuvo bailando. Claro que siempre hay algún huevón. Lo llevaron todo al salón. Cerca de la terraza. Las fuentes sobre el mantel blanquísimo. Pero yo sé, Marcela, que usted lo va a conseguir. Entonces será bien lindo. Ir allá las dos. A traerse bien la plata. Caía una lluvia cansada que hacía brillar los tejados, que jugaba a hacer aparecer y desaparecer las antenas de televisión. A ratos sonaba la campana de alguna iglesia. Los tañidos se escurrían por las paredes empapadas, saturaban las terrazas. Ah, ¿y qué pasó hoy con la novela? Pues usted lo ve. Así la tarde. Las dos. Ahora en el sofá verde, con las mantas por encima y mientras Juan Domínguez, llamado España, el protagonista, se fajaba con su antigua esposa, con aquella francesa de nombre Jennifer. Él macheteando con la espalda tensa y la otra llegando a caballo y con el sombrero. ¿Ya se murió la Lola?, eso la Jennifer. No, eso España, el protagonista, aún sigue. Ah, pero yo sé que el Horacio y España de seguro que van a acabar mal. Que se lo digo yo. Pero tranquilas. La ventana abierta y las dos fumando y mirando. Pero póngame otra vez el trozo en que la Lola llega al Mono. Esa tarde que también llovía. Ah, y que ya es usted viciosa. ¿O cuántas veces fue que lo vio?
Ahí como mil. Pero que no me canso.
Así que otra vez. La Lola. Con sus diminutas clavículas y su vestido empapado. Los hombres mirando, esperando una señal. Y Juan Domínguez, llamado España, el protagonista, surgiendo entre los sombreros. La Lola tiritando. ¿Qué hace usted aquí?, eso España. El tonto. ¿Usted qué cree? Eso ella. La razón. Los aplausos. Después España recogiéndole la bolsa del suelo y los dos echando como a andar.
A ratos Marcela miraba al reloj. La tarde caía despacio.
—¿Y usted para dónde va esta noche?
—Para Bellavista.
A eso de las ocho ya se movió la negra. Miró a Miranda. Miranda se encogió de hombros.
—Ah, y que ando todavía del mes. Y que casi me agarra el Negro con el algodón.
La otra la miró y fue moviéndose. Miranda la sintió en la ducha, en el baño. La piel satinada de la otra brillaba en excesos precisos. Dejó la bolsa en el suelo y se miraron un momento.
—¿Y a usted cuánto le queda entonces?
—Pues lo mismo que tres días ahí —dijo Miranda—. ¿Usted cuándo libra?
—Pues lo mismo el jueves.
—Pues rumbiamos, entonces.
Luego Marcela cogió su bolsa del suelo y se fue y Miranda, ojos negros, cabello negrísimo, se tomó una pastilla para el dolor. Apagó la luz muy tarde. Se durmió con la lluvia sonando muy suavemente. Como almohadillando la noche.