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De Miranda saliendo a azotar baldosa. De Miranda encontrando que
los periódicos no hacen más que hablar de ella
Pero sigamos a Christian. Otra vez. Julia lo ha dejado en la plaza, lo ha perdido de vista. Tal vez sean las diez. Una silueta más en la noche despejada. Grupos de jóvenes van subiendo hacia el castillo y por Colón pero él va en dirección contraria. Bajo una marquesina se detiene y toma un bus. El bus siguiendo el río, cruzándolo ya cerca de Bellavista. Dejándolo ante los grupos de edificios apretados y deslucidos de Castilla Este. Su piso es modesto y necesita una mano de pintura y los muebles son baratos y feos. En casa se quita la ropa y se ducha y un rato está tendido panza arriba en la cama. Cuando se levanta para irse al armario y empezar a elegir ropa. Todo elegante. Zapatos buenos, el mejor abrigo. Vuelve a salir. Ahora va en un taxi que se adosa al río. Otra vez. Que lo deja junto a la pasarela que va para la Islita. Allí las carpas, las farolas, las terrazas. La gente moviéndose y la noche brillando y las terrazas atestadas de tumbonas, de cabezas, de música. Todo y Christian deteniéndose un rato en cada corro. Siempre es amable, con sus ojos verdes. Siempre sonríe. Más allá hay un grupo de mujeres. Chicas latinas. Veinteañeras, guapas. Una de ellas es una negraza de enormes pechos. Otra es más pequeña y más bien acanelada. Melena negrísima y grandes ojos negros. Él deambulando y varias veces topándose con aquellos ojos como perforadoras. Él sonriéndoles, haciéndose hueco en la barra. Esperando y la otra llegando. Otra sonrisa. Ella dándole la espalda. Él hablándole cerca del oído. A través de la cabellera espesa.
—Oye —eso él—, deja ya de mirarme. Deja ya de mirarme que me estás poniendo nervioso. Con esos ojos.
La frase filtrándose a través de los rizos y un momento de confusión, de lucha, entre el aroma de él y el de ella. Entre las dos respiraciones. El calor animal de aquel cuerpo y la otra volviéndose. Haciéndolo temblar. Los ojos exterminadores. La durísima sonrisa.
—Ah, que ya es usted descarado. ¿O qué tiene usted para que yo lo mire?
Él sonriendo.
—No sé. Habrás visto el material.
—Ah, pues sí es usted engreído.
—Bueno, pero no veo que te vayas.
—Me iré cuando yo quiera, ¿o qué se cree?
Justo ahí llegó lo que ella había pedido. Él dijo que la invitaba. Ella le dio el frente. Usted cómo se llama. Y tú. Se dieron la mano. Él le dijo si quería conseguir de algo. Ah, pues yo ya tengo mi propio recetador, que no se piense. Él quiso saber de qué era ella.
—Ah, lo mismo weed, o perica. Pero solo de fumar.
Él tenía los ojos muy verdes. Le dijo que se notaba que ella sabía divertirse. Y que era muy guapo. Muy chilo. De esos que no se quedaban en lindos. Olía, también, a algo hondo. Algo que no era ni légamo de monos ni hojas fermentando en la selva sino otra cosa. Pues qué cosa, niña. Pues ahí como que piel de rana. O que camino después de una semana de lluvia. O a la arena negra. A esa que se quedaba ahí un momento antes de que el sol la secara, en el segundo en que el mar se retiraba. O lo mismo que a las babas que dejaba el mar justo en esos trocitos. Ah, pues que si es eso entonces lo normal es que el olor se pierda lo mismo de rápido. Ah, y usted que me mira en los ojos. O qué se piensa. El otro tembló al final. Sonrió pero lo hizo sin miedo.
—Puedo conseguirte un poco de base —le dijo él—, ¿te hace?
Ella le dio permiso y él la rozó un momento con la mano antes de irse. Marcela la miraba desde lejos. Sonreía maliciosa. ¿Y esa cosota? Ah, pues ahí, eso Miranda encogiéndose de hombros, que era un recetador. Ah, pues ya que le recete también de otra cosa. Así ya aprovecha la noche entera. Ah, pues ya quién le dice ni que sí ni que no. Pero mejor otros tequilazos. Así como dos y luego otros dos. Pero nos vamos. Para otro lado. Que quiero bailar. ¿Y no espera a ese? Que sufra. Treparon por las escaleras para el puente y arrojaron monedas a las aguas azules. Después para el barco. Allí en la ribera y si nos dejan entrar. Que lo mismo, eso Marcela, está el Dante en la puerta. Que yo lo conozco. Y sí. Allí un buen rato. Hasta sudar. Pero vamos arriba ahora. Que están los sillones. Los muchachos se les acercaban, les decían cosas. Ah, y que andan ustedes al rebusque o no más es por pichar. ¿Y qué fue, Marcela, de su novio, qué fue de aquel? Ah, ahí agarró el pasaporte. Pues a ver si la recetan a usted también esta noche. La otra sonriendo, los dientes muy blancos. Luego aquellos ojos verdes desde abajo. En la distancia y fijos en ella.
Primero desde abajo y luego ya subiendo por la escalera de maderitas blancas. Luego a su lado.
—Ah, ¿qué hacía ahí abajo, esperar al camión?
—¿Por qué te fuiste?
Ella se encogió de hombros.
—Pues que tenía un mandadito que hacer. ¿Encontró esa cosa que buscaba?
Él sacó algo de un bolsillo. Lo exhibió. Ella sonrió.
—Ah, ¿cuánto es el pase?
Él le tendió el paquetito.
—Te lo regalo.
Ella lo miró. Miró al paquete y a los ojos verdes que esperaban y no parpadeaban.
—Ah, ¿usted hace mucho negocio así?
Se pusieron juntos. Marcela se hacía la distraída. ¿Tú de qué vas? Ah, pues de mal de amores. Ahí con la tusa y que me plantaron en la boda. ¿Usted? El otro le sonrió. Que él, eso dijo, venía de estar varios días secuestrado. Así que atado a la cama. Ah, y para qué fue que lo ataron. Pues solo para usarme. Ah, sí que es usted mentiroso. O quién iba a querer hacerle eso. Él sonreía y tenía los ojos verdes y olía a aquellas babas de mar o a aquella piel de rana. Más tarde, en el baño, él le subió el vestido y la apoyó con fuerza contra la puerta. Pues qué cosa sería. Pero no. Porque justo ahí, llegado el momento, fue que se apagó aquel aroma como de playa mojada y que se encontró como que dando vueltas en torno al estruendo de la música. Pero usted por qué bufa de esa manera. O a qué espera. Ah, y vea cómo es que huele a desinfectante.
—Pero que haga por no mancharme el vestido —eso ella al otro.
Fue lo más que dijo. Él le dio la vuelta y quería que lo mirara a los ojos. Ah, que usted no sabe de esto. Pero yo sí. Alguien golpeó la puerta y luego se fue riéndose. Luego se miraron, mientras ella se bajaba el vestido y a través del espejo. Se miraron pero ya no eran ellos. Pues yo, eso ella, ya me voy para casa. El otro tenía cosas que hacer por la zona y a ella le pareció bien. Pues chau y dónde fue que se metió Marcela. Le marcó pero no contestaba. En la cubierta andaba lloviendo con fuerza.
—Usted —le dijo el puertas, el tal Dante, el amigo de Marcela— por dónde vive.
—Pues ahí por Pasteur.
—Pues eso es cerca.
Pero que él ya acababa y que si ella quería la acercaba en su carro. En la puerta de la casa se inclinó para ella y fue a besarla. Así de asiento a asiento. Él quiso y ella lo dejó. Un poco y por probar. Luego lo apartó.
—Es que no ando con ganas.
El otro la miró un momento y suspiró y sacudió la cabeza.
La noche andaba negra y en sus ventanas no había ninguna luz. Bajaban torrentes de agua por el empedrado de la plaza triangular y como para el jardín. Allí todo eran hervores de hojas y remolinos. Él estaba armando dos carreteras finas encima del dorso de una carpeta y con una cuchilla de afeitar. La miró y que si ella quería. Y no. El otro se echó una y luego la otra. Se echó hacia atrás en el asiento.
—A usted qué le pasa —le dijo—, ¿anda brava o qué?
Ella se encogió de hombros.
—Algo así.
Él suspiró.
—Pues ya la traje a su casa. Así que si no se le antoja nada más… Que no estoy para penas, si me entiende.
Ella corrió hasta el portal y luego se quedó un rato en la terraza y debajo del alero. Probando lo que le había traído el de los ojos verdes y echando cuentas.
Ah, y que acá anda pasando de lo más curioso. O piénselo, niña. Porque usted, si se acuerda, rompió a llorar. Aquel día. Aquel día que estaba con la camarita y el William Jesús y en la poza. ¿O no se acuerda? Pero cuánto, niña, hace de eso. Cuántos días. Eche ahí la cuenta. ¿Y qué pasó? Ah, pues yo se lo digo. Pasó que a los días fue cuando tuvo usted aquel sueño. Aquel de la cabeza de su parce y los otros tres. Pasó que fue esa misma mañana que lo vio la última vez. Pasó que desde ese día ya no lo ha estado buscando. Pero pasó más. Porque fíjese que desde entonces que ya no tiene dolores en la espalda. Que desde entonces ya no tiene como sal en los riñones. ¿Lo pensó eso? Lo pensaba y se echaba las cuentas y patrullaba con los ojos los tejados y las cúpulas de las iglesias y esperaba. La noche olía a ciénaga, al fondo podrido de un canalón. En la penumbra. Al final se echó a reír.
Ah, niña, y que esta noche ya andan bien mareados los fantasmas.
—No mienta, niña, usted no tiene dieciocho.
Él andaba aún sin los pantalones. Tenía los muslos fuertes. Ella anduvo quieta. Y cuál es la historia.
—Así que dígame.
Ella lo miró. Otra vez. Los ojos muy fijos. Un café muy tinto. Él estaba como que para la ventana.
—Dieciséis.
El otro pareció pensar algo.
—¿Quién le dijo que hablara conmigo?
Ella se encogió de hombros.
—Me lo señalaron por la calle. Ese, me dijeron. Ese es el que tú buscas.
—¿Y qué busca?
Ella sonrió.
—Ah, usted sabe. Que a mí me gusta vestir bien. Y comer bien. Y no andar por ahí fregada y llena de churre.
El otro la miraba. Los ojos del uno topaban contra los ojos de la otra. Ah, y usted ahí firme, niña. Que usted sabe de siempre. Que nadie la tuvo que enseñar. Así que fija y hasta que vio en los ojos del otro un segundo de miedo. Él volvió a sentarse en la cama. Estiró una mano. Le envolvió un pecho. Ella lo sentía pensar y su pensamiento olía a alquitrán.
—Escuche —le dijo él—, ¿le gusta este apartamento?
Ella miró a su alrededor. La habitación era fresca, amplia. Buena. Bien acabada. Nada de maderitas despintadas. Una cortina azul daba a un patio en el que jugaban los niños a pasear camiones.
—Está lindo.
Él volvió a pensar.
—Le digo. Usted se queda aquí, instalada. Se trae sus cosas. Y yo —seguía— le voy mandando a gente. Yo le mando gente y usted me los trata bien rico. Pero le mando gente, entérese, bien linda. Nada de plebe. No más que fresitas con lana. Gente educada. Y turistas. Y que vamos ahí, fifty fifty. Y que esto es bueno para usted. Muy bueno. Que es usted muy linda y tiene como un aire. Que lo mismo viene alguno y se le emberraca y la saca. Quién le dice.
Él hablaba y ella miraba a su alrededor. Los ojos de los dos volvieron a encontrarse. Ella sonrió. Sonrió pero puso buen cuidado de que los ojos tan negros lo triturasen.
—Está bien —dijo—, pero que me da pena una cosa.
—¿El qué?
—Que no me ha dicho si usted va a venir a verme o no.
Él la miró un momento. Los ojos negros brillaban de risa. Él se rio también.
—Ah, niña —dijo—, es usted candela. Tremenda candela.
—Que me espere ahí, Miranda, un momento.
Ese había sido el Negro. Y sus ojos rosados. Eso y ella como que sentadita en el despacho y como que mirando para la mujer del cuadro. Aquella que salía del agua. Aparte la alfombra blanquísima y allí el periódico. Como que cerca de la mano. Y qué cosa, niña, que los periódicos anden así. Hablando de una. Que la anden así rondando.
Se había puesto unos yins viejos y unas sandalias. La pulsera de plata. Ahí que tintineó cuando ella alargó la mano. Mientras ella iba pasando las páginas. Pero que todo. Allí y como de golpe. Al estómago.
Un cuerpo en un vertedero, ah, que eso ya era sabido.
Un cuerpo con unas guedejas pelirrojas. Una muchacha.
Con la cara comida por el ácido y las marcas de la tortura. Allí las fotos. Aquel chispazo de un instante de aquel vientre, de aquel ombligo de veinte años. Ah, niña, y el conjunto. El nombre. Que decían que era Mari Carmen pero que era Lorena. Allí sus padres, muy tristes. Y lo demás. Que si tantos días que faltaba. Que cuándo la habían encontrado. Las condiciones. Eso y aquellas alas grandes y negras. Como sobrevolando. Pero más. Porque el periódico tenía muchas páginas. Y seguía. Hablando de ella. Rondándola. Porque estaba, también, aquello del Lentes. Del Curita. Aquello del furgón que los había llevado a los dos más allá de Obregón y para el aeropuerto, solo que no para el aeropuerto y sí para la cárcel. Allí la foto y allí otra vez las fotos de los animales muertos y puestos en fila. Los hombres sonriendo. Ah, niña, y que ahora cómo hace usted. Para que el cabrón le pague lo suyo. O qué cosa. Pero más.
Porque el Negro tardaba y ella seguía pasando páginas. Más allá había deportes y cosas de libros. Luego aquel. Aquel tal Fausto. Allí. Como que en una entrevista y con el cuadro del cerdo y el hombre gordo y que aquella exposición que él le había dicho andaba ya cerca. Un rato estuvo mirando la foto. Pues cómo tan feo y cómo con esos ojos. Abrió las fosas nasales pero no notó ninguna cosa de especial. Se pasó la mano por delante de los ojos. Ah, y que este sardino me anda persiguiendo. Pero que no quiero ni saber lo que usted dice ni nada de sus historias. De ahí otra vez a la foto de Lorena.
Como que en una telaraña, eso había dicho. Y las otras cosas. Las grabaciones y lo demás. Los ojos del Negro y los suyos chocando un momento. Luego nada.
—Tiene que entender —le explicaba el Negro— que aquí, ahora, no se puede, Miranda. Ni usted ni nadie. Que ahora está la cosa muy revuelta. Por lo de Lorena. Que ahí —señalaba al periódico— aún no salió la palabra. Pero que no es más que cuestión de tiempo. Que salte a qué se dedicaba. Entonces una cosa llevará para la siguiente. Así que cualquier día estará aquí la policía. Pero que no es mi decisión, Miranda. Que yo hago lo que me dicen. Y punto. Y de esos otros, del Lentes y del otro, pues qué sé yo. ¿Es que a usted le importan esos? Están ahí no más que de momento. Que lo mismo les ponen una fianza y luego salen. O que lo mismo no. ¿O qué pasa, Miranda, que necesita plata? Pues ya le digo que aquí no. Que no se puede. ¿O no vio cómo están los pasillos? Ni aquí ni en los otros. Todo parado de momento. Pero que la autorizo, Miranda. A que haga usted. A que se lo haga de hotel o de anuncios. Lo que vea. Que ya la aviso cuando la cosa esté tranquila. Que lo mismo es una semana. O dos.
El otro hablaba y ella se sonreía. O no ve, niña, que hay algo diferente. En su voz. O no fue que lo notó ya el otro día cuando estaba hablando con él por el celular. De pronto aquel cansancio. Solo que era uno que ya llevaba con ella días. Solo que era uno que ya había venido notando por la calle y mientras llegaba. Ah, niña, y que es un cansancio pero que es también otra cosa. Como un despertar. Como una flor que se estuviera abriendo en un patio. Así por la mañana. O como un pájaro que se hubiera enloquecido y no hiciera más que gritar. Ah, y qué pájaro ese. Qué acostumbrado a las frutas salvajes y qué estrecho su espacio dentro de la jaula. Ah, y por qué la jaula justo ahora, niña. Ah, pues ya lo sabe. O que no lo sintió antes. O que no lo siente ahora. O no ve usted también esa claridad como que olvidada. Ah, ¿y qué va a hacer usted?, ¿otra vez aquella Miranda pequeña y de aldea y bajo las palmeras? Pero no. Y no será, Negro, eso ella dentro de su cabeza, que todo esto de cerrar es más bien porque ahí tiene usted miedo. Miedo de que lleguen los timbos y empiecen a preguntar y alguna niña les empiece a decir cosas. Porque yo, Negro, podría decirles cosas. Si quisiera. Del miedo que tenía Lorena, sí. Pero también de a quién se lo tenía. De las cosas que tenía grabadas y de quién. Ah, Negro, y que tenemos ese otro asunto. Pendiente ahí. Que lo mismo es por eso por lo que su voz está tan diferente.
—¿Sabe qué me pasó cuando andaba de vacaciones, Negro? Pasó que un día me sonó el teléfono. Pero no el de acá sino el mío privado. El particular. Ese que no tiene nadie. Me sonó y ¿sabe quién era? Era el Lentes en persona. Y que yo me pregunto, Negro, quién le dio el teléfono a ese. Que me lo pregunto porque no tanta gente le pudo dar.
Había estado hablando y había estado mirando al otro. Pero bien fijo, niña. Ah, pero este cabrón es bien bueno. Bien bueno que ni tiembla. Que ahí se hizo piedra para que no.
—¿Y qué me dice con eso, Miranda?, ¿me está acusando?
Ella sonrió.
—No, Negro. Solo quería saber. Porque ahí alguien me echó como para los perros. Pero que ya lo sabré. Ni se preocupe.
Se levantó. Cerró. Los pasillos andaban muertos y olorosos a polvo incrustado en la moqueta. Había salido la luna y otra vez aquel peso. Como ligero. Como distinto. Un taxi le cruzó el puente y la dejó en la puerta de la casa. Allí nadie. Un rato anduvo moviendo la cama y sacando el falso enchufe y haciendo montones. Luego a la computadora y más cuentas y tanto que me falta del cabrón ese y de andar guardándole su mierda. Ah, y que es plata eso. Como para perderla. Vagabundeó por la casa y se encontró en el sofá verde y con un canelito en la mano y con la novela puesta. Ah, pero ¿quién era?, ¿con quién era que andaba la Lola así que poniendo tarros? Pues ahí. Con el Horacio. El mismo parce de Juan Domínguez, llamado España, el protagonista. Ah, pero cómo con ese. Y allí España. Que había hecho su trampa. Que me voy pero que no. Que me escondo y regreso. Ahí los dos en la poza. A la luz de la luna.
Ah, y ya bótela. A esa. Y agarre a ese y váyale a machetazos.
Terminó por quitarlo a medias. Porque estaba otra vez aquello como que de la flor que se abría en el patio. Pero no, niña, y cómo usted. O que va en serio. Ah, y que lo mismo es tiempo. De sentar ahí a Marcela, en la mesa. De sentarla y echar unos tintos.
Unos tintos y ver. Qué cosa.