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De Julia dando clases y luego yendo a comer con su hermano. De las
fantasías de Julia
Julia volvió a asomarse a la ventana. Volvió a contar los naranjos del patio. Destacaban, en el espacio entre las dos torres, los dientes mellados de la sierra. Al conjunto había que añadirle los chirridos melancólicos de los gorriones. Aparte la lluvia y aquella sensación de luz cambiante. De atardecer húmedo. Alguien, un ayudante doctor, cruzó bajo los arcos y se metió por la puerta de un despacho. Cruzó también un vencejo. Vencejos, murmuró, al atardecer. Ascendiendo a los cielos. Lo siguió hasta que se perdió de vista y miró al reloj. Todavía diez minutos. Y cinco para ir bajando. Tomó aire. Lo soltó despacio. Pero, se sonrió, cómo puede ser que tú, con los años que llevas. El despacho era todos los despachos del mundo. La mesa, las estanterías, el sillón. Aparte una cómoda vieja y aquel olor a moho que envolvía el departamento y que se adhería a la piel y a la ropa y los acompañaba a todos a sus coches, al metro, a sus casas. Que se metía con ellos en la cama mientras por la planta, en la noche, correteaban gigantescas cucarachas.
—La vida humana —recitó— es el soporte ontológico, la base precisa y la explicación de todos los demás derechos…
Tomó todo el aire que sus pulmones pudieron contener y contó hasta diez. Luego lo fue soltando lentamente. Mientras se vigilaba en el reflejo de la vitrina. Tomó en un arreón la carpeta. Se lanzó. Al afrontar las escaleras le llegaron los primeros murmullos. Alguna risa. Buenas tardes. Buenas tardes. Luego cien cabezas. Doscientos ojos. Julia Castellanos, La Lagarta. Luego el floreo inicial.
—Los derechos —empezó— colisionan en ocasiones. Ustedes bien lo saben. Podríamos decir que cada derecho vive en el interior de su propia burbuja. Que cada derecho es una burbuja de jabón flotando en el aire de la legalidad. Pero las burbujas, a veces, chocan unas contra las otras. Piensen, por ejemplo, en la permanente colisión entre el derecho a la intimidad y el derecho a la libertad de expresión. Y lo mismo sucede con el derecho a la vida. Que colisiona continuamente con otros. Y ello sin que la vida, como les decía, sea preferente en todos los casos.
Había, al otro extremo del hemiciclo, varias ventanas. Bajo ellas se amontonaba la confusión de robots adormecidos. Allí una barba. Una capucha. Allí alguien que se recogía una coleta, que se recolocaba las gafas. Que abría el ordenador. Que se preparaba para grabarla. Y una monotonía ciega, antigua. Algo semejante a una nana rancia. A un viejo acuerdo. Una pantomima, en cualquier caso. Eso y que habría aquí, queridos, muchas cosas de las que hablar. Al respecto de las causas por las que cada cual estaba exactamente en aquel lugar, por ejemplo. La causa por la que ella. Por la que ellos. ¿O no eran todo excusas, o no era cada cual un medio para el otro? ¿O era, soñaba en ocasiones que les decía, que alguien en aquella habitación sentía pasión por aquella obra de teatro que se representaba? ¿O no era que estaban todos allí por imperativo legal y mientras soñaban que estaban en otra parte? Pero las verdades, queridos, no están hechas para ser gritadas a la cara. Y es por eso. Y por nada más. Por lo que fingimos.
—Establezcamos —seguía— tres cuestiones básicas. Como punto de partida. Lo primero el hecho de que el suicidio no está penado. Es atípico. Como lo son determinadas formas de eutanasia.
»Segundo, la interrupción del embarazo como hipótesis está justificada en determinados casos.
»Tercero, la muerte está igualmente justificada en algunos supuestos. Piensen en muertes que se produzcan en legítima defensa o en el cumplimiento de un deber. Piensen, además, en la muerte asistida. Más aún, en el suicidio asistido. Piensen que si vivieran en Suiza o en California ustedes podrían ir y suicidar a su padre, a su pareja, a su amigo. Y ello sin que nada de eso tuviera la menor repercusión penal. Previos, por supuesto, determinados formulismos.
Siguió perorando un rato. Lo agradable de aquellos temas era que los robots dormidos, los espectadores obligados a asistir bajo la amenaza de las armas, de pronto se agitaban y despertaban. Porque había algo que les tocaba en lo más íntimo de su ser. Aquello con lo que los habían amamantado de pequeños. A la hora de la comida o de la cena y delante de la televisión. Aquello que les habían susurrado las abuelas en manifestaciones o en atrios de iglesia. Era entonces el momento de asistir a la configuración, previsible configuración, de los dos bandos. Los enfadados. Los sonrientes. Y cada cual pensando que sus ideas eran propias y no adquiridas. Aquello y la pronunciada cuesta abajo hacia el odio. Que ya los separaba. Cuando apenas tenían veinte años. Sonrió. Se adelantó. Se impuso.
—¿Para qué creen ustedes que las personas nos constituimos en estados?, ¿para qué nació el estado moderno? ¿Creen ustedes que fue para mantener el statu quo anterior o fue para renovarlo? ¿No será, tal vez, que nos constituimos en estados precisamente para que los más débiles tuvieran una garantía de defensa frente a los más fuertes?
»Y entonces, en el caso del aborto y dándose el caso de un estado aconfesional como es este, ¿a quién creen ustedes que debe defender la ley? ¿Al nasciturus? ¿O debe la ley dar por supuesto que el aborto es tan consustancial a la naturaleza humana como el hecho de comer o de tener dos brazos y proceder a defender los derechos de la mujer que se proponga realizarlo? Y me refiero —seguía— al derecho a poder hacerlo sin riesgo para su salud o su vida.
»Porque de nuevo nos encontramos ante dos derechos que colisionan. La vida y la integridad física de la madre por un lado. Y, por el otro, los derechos del nasciturus. Y la cuestión es: ¿los derechos del nasciturus son objetivos o dependen de posicionamientos éticos o filosóficos?
»Llegado el caso de que dependan de posicionamientos éticos, ¿qué debe hacer el legislador? ¿Debe defender un único punto de vista ético o debe, más bien, englobarlos todos?
La clase se precipitó al final y fue la tormenta. Como un rugido. De los robots de pronto cobrando vida. Acción. Ella con la carpeta en la mano. Asida al bolso. Y siendo superada por un mar de cuerpos tensos que se movían, que se agitaban. Que tenían o soñaban erecciones vigorosas. Mirar a las muchachas era morirse de celos. Eso y que su mente, le sucedía en ocasiones incluso dando clases, dibujaba escenas brutales en las que muchachas inexpertas eran asaltadas por machos triunfantes. En que las puertas del aula quedaban cerradas sin explicación, ellos dentro, y no había ley. No la había y las fieras se miraban y se agazapaban y se aprestaban. Al combate.
Eso imaginaba y luego pasaba entre ellos, entre ellas, como un ángel desprovisto de sensualidad o de genitales, como un ave desplumada.
Una falda. Algo como muy caído. Algo que arrastre por el suelo, casi. Que vague lentamente por la tarima. Alguna especie de gasa. Sin nada debajo. O tal vez sí. A veces. Pero mayormente no. Nada. Como una amazona. La tensión en los muslos. Expectante a sangre. Y sentada, así, en el borde de la mesa. Ante las cien cabezas. Y la abertura, claro. Todo como muy casual. Sí. No. Sí. Los ojos fijos. Los de las chicas. Los de los chicos. Todos los ojos y la clase siguiendo por sus cauces. Y lo otro como algo subterráneo, secreto. Jamás mencionado. Como un rayo que atravesara el aula. Que viniera desde lejos. Desde cada uno de aquellos diminutos cerebros hasta ella. Los ojos fijos y ella hablando. Con un tono de voz perfectamente normal. Un tono que no denota nada. Como nadie tampoco protesta. Como tampoco nadie se sorprende. O sí. La clase siguiendo. Los que están frente a ella sonriéndose. Los que están más esquinados presintiendo, en el ambiente, en la propia sequedad de sus gargantas, lo inusual.
Luego los ojos de uno, ella sabe de quién, brillando. Sonriéndose de aquella manera tan golfa que hacía, estaba segura, que las bragas de las muchachas soltaran las correas de los paracaídas y se precipitaran. En caída libre.
La cosa podría terminar así. Era la versión uno. La más suave. Las otras eran más oscuras. Podía ser un chico, uno de los tímidos, de los inexpertos, de los mojigatos, de pronto haciendo aquel gesto. Yéndose. Escandalizado. Ofendido. Abucheos, entonces. Sonrisas. Pero podía ser más. Podía ser alguno de los otros, de los más audaces, extrayendo aquello de su bragueta. Podía ser, entonces, otro. Y otro. Podía ser, entonces, una chica no conteniéndose más. Ante el espectáculo que ofrecían los machos. Procediendo también. Las manos dentro de los leggins. La falda subida. Y más. Versión tres. Versión cuatro. Los audaces. La vecinita. La regordeta de las coletas. La alta rubia y el tímido. Y versión cinco. Versión seis.
Y ella tranquila. Hablando. Sin dirigir aquello y pretendiendo que no ofendía. Actuando como si nada extraño o inusual anduviera sucediendo.
Le dijeron que el ciento veintiocho y que tenía el tiempo justo de llenar la jarra en el pasillo y regar los espatifilos del despacho y de agarrar el bolso y bajar. En el taxi se echó hacia atrás en el asiento y estiró las piernas y se quitó los zapatos. Libertad para los dedos y más allá la realidad. Cayendo en regueros. La realidad con su forma tan específica de andar ordenándose. Encinas y plátanos, por ejemplo, en las largas planicies de la Ciudad Universitaria. Lugar de gorriones y golondrinas. Pero que ya no en Castilla. Porque ahí no hay jardines sino árboles enclaustrados en jaulas de hierro. Cada cual con su metro de tierra. Entonces cornejas y cuervos. O peleas de arrendajos. Luego el caos. La prisa. La ciudad como el humo azul que escapaba del tubo de escape de los coches, como insistentes llamadas de campanas, como bicicletas aparcadas, carteles de mendigos, huelgas de basuras. La ciudad no siendo más que una distorsionada metáfora de la vida. La vida no siendo más que un juego de espejos invertidos. O enfrentados. Una suerte de realidades que se repetían hasta la extenuación. Hasta la propia desnudez del hueso. ¿Cómo era aquello que decías tú de la burocracia?, eso ella al gran Felipe Gedeón, el famoso autor, ¿aquello de la velocidad de respuesta y las situaciones dadas?, ¿no es eso mismo todo? Él se reía. O se volvió a reír. Le dijo que un día le contaría cómo era la vida de los criados en las casas inglesas antes de que estas tuvieran cañerías. Entonces, querida, aprenderás, le decía. Pero bien, entonces. Todo. Porque nos queremos. Los colores de los anuncios se deshacían en la lluvia y había manifestación hacia el Barrio Sur. O eso decía el taxista. La cosa del tren. Mejor, entonces, subirse hasta el río. Y cruzar el puente para ir por la otra ribera. Antes de caer. Julia miraba el reloj cada poco y mandaba mensajes. El tráfico se aclaró por la zona de la catedral pero volvió a espesarse en el siguiente puente. Abajo, la Islita. Solitaria a aquellas horas y envuelta en brumas. El taxi la dejó en la puerta del restaurante y su hermano, Gaspar, ya estaba allí. Se sentó y esperó un momento a que el otro colgara el teléfono. La mirara. Le sonriera.
Era aún más alto que ella y tenía el pelo muy negro y muy abundante. Los años le iban tirando de la boca hacia abajo hasta hacerlo componer un rictus muy parecido al del padre. Aparte las cejas muy espesas. Aparte aquella tristeza en los ojos. Aquello hondo que hacía que todos sus estados de ánimo parecieran al fin el mismo o estuvieran impregnados de. Aparte la chaqueta, la camisa. Todo impecable. Había un piano sobre una tarima y un hombre lo acariciaba. Pues yo, había dicho ella una de las primeras veces que habían quedado allí, no soy de este ambiente, si me entiendes. Sí de restaurante bueno pero no de esto. ¿Y qué le pasa al ambiente?, había levantado las cejas él. Que es demasiado ambarino. Demasiado perfecto. Tan perfecto que es cutre. ¿O no notas, querido, cómo el entrechocar de los cubiertos viene envuelto en algodones? Ella lo había dicho y él se había reído. El problema, sin embargo, era la tristeza que habitaba en los ojos del otro. Y el tema subyacente.
—¿Acaso no somos nosotros lo mejor? —había dicho él—, ¿no somos la crema?
Así que nada de discusiones y mejor concentrarse en la carta. Ensalada de pollo, por favor. Sin cebolletas. Y la salsa aparte. Sin la menta.
Cada vez él elegía el vino y luego se miraban. En modo quién empieza. Los niños de él estaban bien. El pequeño, con su metro noventa, estaba haciendo pruebas en un equipo. Y la mayor se iba un año fuera. A hacer el golfo lejos de sus padres. ¿Y ella? Bien. Sus clases. Sus cosas. Con calma. Y la situación política y lo del tren. Las impresiones. Las matizadas impresiones. Porque tampoco era cuestión de. Y así como cada quince días. De promedio. Porque tenemos que hacer por. Pero siempre andando con ojo. Porque hay charcos, querida. Que no se deben pisar. Campos de minas y que sería muy largo de contar. Digamos que silenciosas presencias. Porque esto, querida, de los dos comiendo es algo que tiene un alto poder de invocación. De viejos demonios. Así que con cuidado. Al menos ella. Porque él, a veces, no. Porque él a veces lo largaba todo y se lanzaba en tromba. Entonces ella con los vellos erizados. Cosas como, por ejemplo, ir a ver a los padres alguna vez. Pues no. Casi nunca. Si acaso en navidades. Más una cosa de por teléfono. Que la madre la solía llamar. De cuando en cuando. Pero no ir. Cuántos años podría tener ya el padre, eso él. Pues ochenta y tres. Pero que estaba fuerte. Todavía. O eso decía la madre. Entonces podía él entregarse. A ensoñaciones. Como que él había pensado, de siempre, que un día aquello se arreglaría. Que un día le sonaría el teléfono y que sería la madre. Él hablaba y ella se estremecía mirando a su alrededor buscando, queriendo, incluso, asomarse a los bajos de la mesa, levantar el mantel.
Porque, querido, cuando tú hablas de estas cosas hay algo que se mueve. En la oscuridad. En lo profundo de una sima. Algo que abre un ojo que es un coágulo. De furiosa sangre. Algo que repta. Que quiere accionar una garganta olvidada. Y no deberías. Tú.
Pero allí. El otro. Que amenazaba. Que empezaba otra vez. Ella inmóvil y él que había tenido un sueño. Que lo había tenido y que ahora sollozaba.
—Yo iba caminando —decía el otro, y sus ojos se agigantaban y se hundían—, y sabía adónde iba. A la vieja casa, ¿entiendes? ¿Te acuerdas del naranjo bajo las ventanas? Allí llegaba. Solo que no era capaz de llamar al timbre. Porque de pronto me quedaba paralizado. Con los pies pegados al suelo.
Eso y que era de noche. Y que de pronto él había empezado a tener miedo.
—Porque —decía— no podía moverme. Pero sí sabía que pasaban las horas. Que seguía el mundo. Que se acercaba el amanecer. Y que entonces saldrían. Ellos. Ah. —Entonces él se reía de pronto y su risa se le mezclaba con una lágrima gorda que se le enredaba en las bolsas bajo los ojos—, pero al final todo salía bien.
Ella, que estaba más pendiente de aquello que renacía en el fondo de aquella sima que de él, sabía por qué.
—Porque ellos salían —decía él—, salían pero no me veían. Miraban hacia donde yo estaba pero no me veían.
Él la miraba. Los camareros retiraban los restos y ella había pedido un té. Él la miraba y quería saber si los padres, alguna vez, le preguntaban por él. Ella negó. Él removió despacio su café.
—¿Ni siquiera la madre?
—No.
Se puso a hablar sobre la muerte. Sobre si ella pensaba en aquello. Luego él invitó. Como hacía cada vez.
—Tú, si hablas con la madre —seguía él, mientras dejaba la tarjeta sobre la mesa, mientras tecleaba, mientras se levantaban, mientras aquello que renacía en el fondo de la sima olvidada abría un segundo ojo—, podrías ir. Y decirle algo. Mediar, un poco. Tender algún puente. O ver. Aunque no sea más que por sus nietos. Por lo menos —decía él mientras le sujetaba la puerta del taxi— que vean a la golfa de su nieta antes de que vuelva preñada del extranjero.