11
De Tiff recibiendo llamadas. Primero una de Laurita y Liliana.
Luego otra de Lone Star. De Tiff yendo a una fiesta en el Pequeño
Tokio
Un rato estuvo asomada a la ventana. Mirando a la noche. La luna deslizándose a lo largo de un campo de lluvia. O surgiendo estruendosa entre nubes de ladrillos. Se puso los calcetines y recogió los vasos de la licuadora y prestó atención. Se dijo que la alta madrugada era igual a poderosos silencios. A todo en calma en la guarida del tigre. De los tigres. Aun pegó el oído a la puerta antes de descorrer el cerrojo. Y luego volar. Rumbo a la cocina, al fregador. Volvió a encerrarse. Pasaban las furgonetas que repartían a los quioscos y el cielo era todos los negros y todas las densidades. Impenetrable. De su minifrigorífico sacó unas peras, unas manzanas, y lo licuó todo con las pocas zanahorias que le quedaban y lo bebió mirando por la ventana y hacia las filas de tumbas que decoraba la luna. En la pared tenía clavadas las fotos.
Aquella de Christian desnudo y medio de espaldas. Aquella de los seis del Grupo de la Salamandra. También aquellas otras, borrosas, que le había hecho a la pantera del vestido rojo en el centro comercial. También las de Lone Star, 21, por supuesto. Aquellos muslos blancos de los que colgarse y aquella ropa interior. Aquel espacio tenso que quedaba entre medias. Aquellos cuatro dedos en los que se vertía el mundo. Y que es mirarte y que ya esté. Con ganas de. Porque eres un poco como la bandera de Brasil. Si me entiendes. Probó por si Paola24 estaba pero debía dormir aún. Y que, se dijo, sería cuestión de diez minutos. Y ya. Pero, mejor, Genio, dame carta. Que decida. El Genio le dio un seis rojo y luego un dos de picas. Y luego el nueve de diamantes. Y ya dame otra. Para que muera a gusto. Solo que un tres de corazones y que Tiff no supo bien a qué se refería el Genio con aquello. No lo supo pero sí que el momento había pasado. El siguiente rato estuvo tendida panza arriba en la cama y con los pies apoyados en la pared. De cara a la ventana y a la lluvia. La sacaron de allí Liliana y Laurita, las pelotejas en persona. Que ya eran felices. Que ya se querían otra vez. Que estaban muy excitadas. Que parloteaban sin cesar. Las dos recortadas en torno a una cama, una cabeza idéntica pegada a la otra. Ah, y que si vosotras empezáis de tan temprano es porque tenéis algo jugoso. Las otras dos se reían.
—¿Y tú, Estefanía, sabías que Christian iba a ir a Londres?
—Pues no —mintió Tiff—, ¿es que va a ir?
—No —se reían las otras—. Es que ya ha estado. Que ya ha estado —seguían— y que ha habido jaleo. O eso nos han contado. Pero jaleo del bueno. A palos.
—¿A palos quiénes?
—Pues ellos dos. Ethan y Christian. Tus queridos.
Era por Patty que aquellas sabían aquello. Una historia confusa. Porque parecía ser que Ethan tenía pareja. Un boxeador o algo así. Y que Christian había estado en Londres y que todos habían estado en una sauna y que allí se había formado. Pero que casi que a palos, decían. Porque algo había hecho Christian y la pareja de Ethan se había ido a por él. A darle. Y que entonces Ethan había tenido que interponerse. En plan de rodillas y para que no le partieran la cara al otro. Tiff miraba a las otras y negaba con la cabeza. Y que cómo era que Patty sabía o si es que las otras le iban a decir que Patty estaba en la sauna con los chicos. Y no. O no sabían. Pero que allí estaba. La historia. Y que debía ser ella, Tiff, la que hablara con Christian y se enterara de su versión.
—No sé, a mí me suena al típico teléfono roto.
Liliana la miraba. Se sonreía.
—Ah, pero debes considerar todos los factores. El factor Christian, sobre todo. ¿O cómo lo llamabas, Estefanía? ¿No lo llamabas Christian el destructor? Así que, ya sabes. A ti te quiere. Llámalo.
Las otras dos estaban aún en pijama. Se retorcían. Se desperezaban. Se besaban. Se acariciaban. Y que si ella quería ver, un rato, cómo se lo montaban. Que si quería participar.
—¿Nos miras un poco y nos enseñas las tetazas?
Tiff se rio. Se levantó la camiseta. Les cortó. Algo se movió a lo largo del pasillo y se quedó muy quieta. Miró el reloj y se dijo que aún no correspondía. Los pasos llegaron, rasparon, se alejaron. Se detuvieron en la cocina. Hubo una tos. Un correr de agua. Un segundo. Luego los pasos volvieron. Cruzaron. Luego se cerró una puerta. La puerta del otro ocupante. De la fiera. El siguiente rato estuvo tratando de invocar al fantasma de Christian. Le dejó un mensaje. Tenemos que hablar. Me tienes que contar.
Y que yo, eso Christian, antes de irse a Londres, te cuento. Pero con condiciones. La primera, que no le cuentes a esas. A esas zorras.
Y tus secretos, claro, están a salvo conmigo. Solo que cuándo había sido aquello y cómo había sido que ella había confundido las fechas. O las había olvidado.
Más allá de la ventana la luz había cambiado hacia el gris y discordaban los pájaros. Tardó en darse cuenta de que el Genio andaba tironeándole de la manga. Alguien, decía el Genio, te busca. Alguien quiere hablarte desde un perfil. Alguien te dice hola. Tiff se asomó y allí una imagen. El rostro de una mujer desde debajo de una gorra. Y los imponderables. Los ojos verdosos. El pelo largo y de tonos bermellones.
—Hola —decían los ojos, la gorra, todo—. Hola, ¿eres tú? ¿Tú la que iba detrás de mí en el metro el otro día? ¿La de las fotos?
Tiff se movió muy despacio. Para tocar, ampliar la imagen. Y allí. Aquella otra. Aquella misma de los muslos blancos de los que colgarse. De aquellos cuatro dedos de espacio para detener el mundo. Y sí. Yo soy. Yo era. La otra colocó, allí, una sonrisa. Y aquel sudor repentino.
—¿Te acuerdas de mí?
—Claro.
—¿Viste cómo me escapé el otro día?
—Sí. Me hiciste polvo. ¿Por qué no me contestabas?
La otra se rio.
—Ah, llevabas como mucha hambre. Y, la verdad, no quería terminar violada en el metro.
Eso y que la otra, aquella Lone Star, 21, quería saber si Tiff podía mandarle las fotos que le había hecho. Y claro. Y cómo no. Y si me dices dónde y mejor en los ordenadores. Se pasaron. La otra la saludó con la mano. Con aquella mano diminuta y deliciosa. Y aquella boca. Y aquellos ojos entre el amarillo indio y el malva. Y Tiff rebuscando. ¿Y cómo me has encontrado? La otra volvió a sonreír. Y que no había sido tan difícil. Porque le había parecido que Tiff debía de estar dada de alta en otros Mapas aparte de aquel. Así que, ya, tener un poco de paciencia. Y que si no hubiera sido más sencillo, eso Tiff, haberle contestado cuando la tenía al alcance. Ah, sonrió la otra, que tú querías lo que querías. Tenías, se reía, que haberte visto los ojos. Y que ya te digo que me dio miedo. Aparecer en un contenedor a la mañana siguiente. Aparte que, sonreía, hay que tener un respeto, señorita. Sonreía y siempre había aquello triste y fijo en sus ojos. Su voz era fina, cantarina, dulce. Estaba en una habitación blanca y ante lo que parecía una mesa de escritorio. Un bolso colgado de un picaporte y un mapa del mundo en blanco y negro era lo poco más que Tiff podía ver. Eso y una pared decorada con estrellas y un espejo. Y el cabello ahora negro y una gorra también negra y un top con una abertura en forma de corazón que dejaba ver el inicio de sus pechos. Y su boca, que ahora le pareció más gorda que la otra vez. Y su sonrisa. Y las manos. Tan pequeñas.
—Te estaba buscando —decía la otra, que sonreía, que tenía los ojos llenos de pasión— para una cosa en concreto. Por si te apetece. Porque hay una fiesta. Esta noche. ¿Conoces el Pequeño Tokio? Pues vamos a estar unos cuantos amigos y he pensado que sería buena idea llevar un fotógrafo. Una fotógrafa. Para que cubra el evento. No es cuestión de que te paguemos, claro. Y que tampoco es gran cosa. Solo unos amigos. En un piso. Pero que puedes tomarte todas las que quieras. Y cenar. Y puedes cantar, si te apetece.
La otra se movía y era como la serpiente que encantaba a la flauta. Ponía la cabeza a un lado y luego al otro. Como si pensara. Eso y que había habido, al levantarse un momento, un revuelo de minifalda a cuadros. Eso y un atisbo de medias blancas y hasta el medio muslo.
—Pues a las diez y media —le dijo Lone Star antes de despedirse—. Tú baja en la parada del metro y yo te recojo. Y así nos conocemos en persona. Que también puede ser. Que no todo tiene que ser a través de las camaritas. Y ponte como quieras. Como tú seas. O sé memorable.
¿Y qué hago, Genio, con mi día arrasado?, ¿con mi día que ya no existirá más?, ¿adónde van todos estos segundos que ni tan siquiera se amontonan?, ¿cómo es, Genio, un día que no es un día y solo un borrón? Y así las horas y ya por la tarde los vestidos. Las camisetas. La pausa. Todo sobre la cama. Y las pelotejas. Las dos de vuelta a casa tras los quehaceres y amontonadas y en la habitación de Liliana. Mirándola con atención.
—Necesito asesoramiento.
Las otras riéndose.
—Y ¿con quién sale Estefanía?
—Sorpresa.
—¿Va a triunfar?
—No creo.
—Oh, Estefanía se ha vuelto muy zorra.
—Más de lo que era antes.
Foto. Reflejos azules en la oscuridad del metro. Chispazos amarillos. Frenada en el andén. Naranjas voladores. Foto. Dos muchachos, tres hombres, una mujer. Todos concentrados en sus respectivos Genios. Viviendo su verdadera vida en las pausas de aquello otro.
Foto. Una muchacha dormida en su asiento. Gordo con cazadora de cuero. Foto. La peluca rosa de un malabarista. Las medias de rejilla de su compañera. Los pelos enloquecidos de ambos. Una moneda.
Foto. Ocho de diamantes en la pantalla del Genio. Una hora por la Cinco para llegar al Pequeño Tokio. Luces azules. En mitad de la noche. Un grupo de gabardinas pasando. Lone Star en el momento de acercarse. De sonreírle. Con aquellos ojos.
Foto. Aquellos ojos. Su aroma. La piel fresca. Fría.
Y ven, le decía la otra. Que es aquí al lado. Pero que ya te dije que no es una gran fiesta. Que es nada más que un grupo de amigos tomando algo. Y foto. En el ascensor. La gabardina de Lone Star sobre sus zapatitos. Un baya sobre un ártico. Y foto. Una talla en obsidiana al final de un recibidor. Una cabeza de león al final de una alfombra roja.
Foto. Esta es Cynthia. La dueña de la casa. Foto. Este es Franz. Un gran artista.
Foto. Estos son Lula y Santos.
Era una habitación pequeña. Alargada. Dominada por una pantalla de televisión que ocupaba una pared entera. Y allí colores. Estridentes sonidos. Y un sofá de terciopelo negro y algunas butacas. Lula sentada en la alfombra y armando porros. El olor dulzón de la marihuana.
—Pero no marihuana —decía Lone Star—. No. Mariguana. Mariguana, carajos.
Todos eran más mayores. Lo mismo que Cynthia andaba aún por los treinta y muchos pero los otros ya que no. Franz tocaba la guitarra y era concertista. Lula y Santos acababan de llegar de un viaje transoceánico. Lula recordaba, o quería recordar en cierto sentido, a la Madonna de los primeros años. Ahora bailaba encima de la mesa mientras Franz tocaba y los demás aplaudían. Eso y que había cierto sudor en la atmósfera y que Cynthia había venido de la cocina con los margaritas. Ten, Tiff, ¿qué nombre es Tiff? Es Estefanía, decía Lone Star desde su sillón. Y es espantoso. Tomaba fotos y le llevó un rato comprender que todo debía pasar muy despacio. Foto. Polvo de estrellas escapándose a lo largo de la ventana. Flotando allí. Foto. La lluvia. Foto. Lone Star concentrada. Un porro en la mano. Los ojos entornados. Las manos perfectas. Foto. Las manos de Franz agarradas a los trastes. Cambiando. Foto. Una brasa delante de los ojos de Santos. Santos echado en el sofá. Foto. Cynthia y Lone Star cuchicheando. Una al lado de la otra. Mirando a Tiff. Y que nos conocimos, eso Lone Star, porque aquí Estefanía se puso a tirarme fotos. En el metro y a lo loco. Sin ningún respeto. ¿Y tú? Yo pasando. Porque tú, y señalaba a Tiff, ibas cazándome a mí. Pero, se reía, levantaba la copa, bebía, a lo mejor yo iba pensando en que me cazara otra. Cynthia las miraba y tenía los ojos muy oscuros. La nariz muy aguileña. A ratos podía haber atisbos de los muslos de Lone Star. Así como entre la falda y los bordes de las medias. En el rincón, debajo de la lámpara, se amontonaba el humo. Y allí. Sentados. Foto.
—El muro es una frontera —decía Santos, que tenía cara de soplón de la policía—. Una frontera entre dos modelos de concebir la vida y al individuo.
—No, es más bien una llama —decía Cynthia—. Una llama que pone el foco sobre el hecho de que existe un mundo «bueno» y un mundo «malo». Un mundo malo que es el enemigo. El muro es lo que marca la diferencia entre lo que se debe combatir y lo que no. Algo de lo que no debe olvidarse la sociedad.
—El muro —decía Santos— es la libertad. La libertad de los que están en el lado «bueno».
—El muro es bueno —decía Cynthia, los dos cabeza contra cabeza—. Porque nos impide olvidar lo que tenemos y lo que somos.
Lone Star los miraba a todos y sonreía. Franz, el guitarrista, murmuró algo que Tiff no comprendió. Algo sobre un conejo. Pero mejor, eso Cynthia, en la cocina. Se quedaron Lone Star y Cynthia y Tiff. Pasándose el cigarro. Bailando con las cabezas en la música que flotaba.
—¿Bailas? —eso Lone Star, tendiéndole una de aquellas manos divinas.
—Y sí.
Las dos. Lone Star y ella. Las dos encima de la mesa y la cámara en manos de Cynthia. Eso y los nervios que se transparentaban a través de la cintura de la otra. Eso y las manos de la otra en la cintura propia. Los ojos de muy cerca. Amarillo indio mezclado con malva. Ojos desafiándola. Como los labios pintados de negro. Tan cerca. Y sonriéndose. De puro control. De absoluto dominio.
—¿Y a ti —le dijo la otra haciendo otra vez aquello de inclinar la cabeza hacia un lado, de acercarse mucho a su cuello, como si fuera a morderlo— qué te va?, ¿solo las chicas?
Tiff abrió mucho la boca y pensó, durante un segundo, en morder aquella otra. En aferrar aquel labio inferior y tirar hacia abajo y desgarrar. Pero no.
—A mí —dijo— me va todo. La carne. El pescado. El tofu.
La otra sonrió. De la cocina llegaron espantosos gritos. Risas por el pasillo. Los otros volvieron con los ojos salvajes, extraviados. Tequila, gritaban. Se hizo una ronda. Luego otra. Lone Star le lamió la barbilla, el cuello. Se apoderó de las valiosas gotas transparentes que le bajaban por la piel y ella quiso agarrarla. Porque la noche ondulaba y estaba llena de calor. Ella quiso agarrarla pero la otra se zafó y se rio y la miró. Otra vez aquel dominio.
—¿Tú cantas?
Y foto. Lula con el micrófono. Luego Cynthia. Luego Lone Star. Después los demás. Tu turno. Su turno y aquellas ganas. De lo otro. De aquel calor. De arrancarle la falda a la otra. O subírsela. Y empezar a comérsela allí mismo. Empezó sentada pero luego estaba de pie. Balanceándose. Moviendo su propia falda mientras la habitación se mecía y se volvía más y más cálida y más y más azul.
—«Alguien» —cantaba— «para ganar. Pero otros para perder. Alguien nacido para cantar el Blues. Y la película nunca termina. Porque sigue. Y sigue. Y sigue».
Ella cantando y de pronto Lone Star a su lado. Y las dos. Las mejillas juntas. Los ojos cerrados. «Llorando», cantaban, «en la esquina. Esperando en la lluvia. Jurando que nunca esperaremos otra vez. Porque las palabras para ti son mentiras».
Y sí. «Ellas iban a endurecer sus corazones. A tragarse las lágrimas. A irse y a dejar al otro allí». Y luego Lone Star perdiendo el pie en la mesa y cayendo y arrastrando a Tiff tras ella. Las dos medio abrazadas encima del sofá y muertas de risa. Luego Tiff boca arriba en la alfombra. Mirando al techo. Y foto. Su cara. Su propia cara. Al lado de la cara de la otra. Y más fotos. De luego. De cuando ya la noche no era más que borrones. Lone Star y Cynthia comiéndose la boca. Como dos locas. Lula tumbada sobre el sofá con las piernas abiertas mientras Cynthia le hacía los honores. Mientras Lone Star, un poco más allá, se moría de la risa. Un pene. ¿El de quién? Un pene retorcido. Casi negro. La falda de Lone Star subida al fin. Los muslos blanquísimos abiertos. Unas braguitas blancas y un surco allí. Un rastro de humedad.
Pero no lo hicimos, Genio. No hicimos nada. Fue que yo la ataqué y ella se rio y no me dejó. Y más. El techo de la habitación visto desde el suelo. Los colores estridentes de la pantalla de la televisión. Objetos borrosos. Lone Star de cerca. En un taxi. La cara borrosa de Lone Star.
—Te acerco a casa.
—Es lejos.
—No importa. Y no te voy a dejar aquí.
—Pero dame un beso.
—Bueno, uno pequeño.
Genio, me duele la cabeza. Me voy a sentar ahí. Donde mismo se sentó el señor Benes la otra noche. Genio, llueve. ¿No puedes hacer algo? Se reía. «Un cantante», cantaba en voz baja, «en una habitación llena de humo. Y el aroma del vino y del perfume barato. Y cambiar», Genio, «la noche por una sonrisa». Compartirla. Para que no acabe, Genio, ¿entiendes?