Donde las mujeres pasan la noche en una granja y donde la mayor de las tres decide tomar cartas en el asunto y hacer una llamada. Donde termina el viaje
—Dormir —eso la más joven, la de las gafas, a los dos niños—. Dormir. Pasar la noche, dormir.
Los habían encontrado en la orilla de la carretera. Los habían visto de lejos, bajo la luz aleteante del crepúsculo. Los dos muy quietos mientras el coche entraba por la curva, mientras se detenía a su lado. Luego había sido la muchacha de las gafas.
—Sitio para dormir —les decía por gestos—, ¿me entendéis?
Los niños, nueve o diez años, terminaron por comprender. Levantaron las bicicletas del suelo polvoriento y fue el pedalear frenético, las piernas convertidas en molinetes mientras el coche inmenso los seguía. Un camino de tierra terminó por desembocar en una hondonada. Allí un grupo de casas diseminadas. Algo semejante a granjas y los muchachos terminando por entrar por un sendero. Llamaron con las voces de todos los pájaros.
Una mujer se asomó.
El amanecer había sido un brillar de escarchas y de hielos de estepa. Una zona de montañas negras antes de regresar a la infinita planicie de cremas, sembrados y pueblos aplastados. Ah, pero es hacia allá. ¿O no ven el mapa? Al abandonar la autopista empezaron a cruzarse con camiones antediluvianos desde los que las miraban ojos estruendosos. Porque viajamos, se decían, en una nave espacial. Y más conforme más se adentraban. Una nave espacial a lo largo de una tundra en la que flotaban charcos de agua helada. Un pantano que lentamente se desperezara. Después de parar para comer dejaron de encontrar casas y gente. Luego los dos muchachos.
—Perdidas, ¿entendéis? Estamos perdidas. ¿Dónde? —les decían a los muchachos, y les señalaban los mapas y los mapas aleteaban al viento en el porche—, ¿aquí?, ¿estamos aquí?
Los niños miraban los mapas y las miraban a ellas. Señalaban con sus dedos marrones.
—Aquí. Y ahí donde tú vas. Cerca.
Caída la noche la mujer les dio de cenar. Sopa y queso frito y cordero con pimientos. Un rato estuvieron sentadas en el gran salón y cerca de la chimenea. La de los ojos negros y la de gafas jugaban a las cartas con los dos niños. La mayor se había acomodado en un sillón y las miraba a ratos. Los niños ponían las cartas sobre la mesa con descaro. Las otras dos se reían o les acariciaban las cabezas o dejaban que sus ojos se toparan con los de ellos.
Porque tú, eso la mayor y dentro de su cabeza y al reflejo de sí que veía en una ventana, siempre serás la misma. Siempre, donde vayas, harás igual. Quedarte a un lado y mirar y amargarte. Porque tú lo que tenías que haber hecho era haberte levantado y estar ahí. Ahí donde están ellas. Estar y sonreír. Sonreírles. A ellas y a los niños. Sentarte y pedir cartas. Participar.
Claro que, se decía, ellas también podrían haberte invitado. Haberte mirado y haberte dicho: ¿quieres jugar? Pero no. No lo han hecho. Se lo decía y al mismo tiempo sentía que algo amargo le ascendía por la garganta y la envenenaba. ¿Y no lo ves?, ¿no ves como siempre estás igual? Sí, la vieja tú. La siempre tú. Haciendo bandos para poder quedarte sola.
Tú, claro, eres la que tiene que preocuparse, siempre. La única que ve la gravedad de la situación. La mentirosa. Porque es miedo. Miedo es por lo que no te acercas, por lo que no te sientas con ellas. Esa es la verdad. La verdad de por qué estás aquí. Cosida en cemento al sillón.
Porque tú, querida, no eres mejor que nadie. No eres mejor que el gran cabrón, por ejemplo. Porque la diferencia, querida, es que a él le estalló la cosa como le estalló. Pero también te estalló a ti. Te lo recuerdo.
Aquella línea de pensamiento terminó por no gustarle, así que decidió abandonar. En el rincón estaba la nueva mochila. Aquella en la que iba la americana y lo demás. Donde iban también los restos de la vieja mochila. Fue mirarla y que le volviera, otra vez, la voz del ingrato, del gran cabrón. Que no tenía ella por qué preocuparse. Que todo era mentira. Cosas que querían inventarse para hacer daño. La voz del otro sonando y ella dudando y haciéndose cuentas. ¿Pero no deberías, querida, estar pensando en algo, haciendo algo? Ya que tan preocupada estás. Un momento anduvo rebuscando en su bolsa. Luego salió. Una luna olvidada en mitad de un paraje de lobos. Eso y el chillido estremecedor, a ras de suelo, de los chotacabras. Aquella sensación de vacío que dejaban tras ellos. Armó el desechable. Lo activó.
Apagado. Y también el segundo. Y el tercero.
Colgó pero esta vez no le quitó la tarjeta ni la tiró a la basura. Apagó y lo guardó. Sintió que una presencia se cernía ya sobre ella. ¿Pues qué lealtad le debes? La cuestión, otra vez, era aquel bucle infinito. Y que ella, se dijo, si de verdad su rol era el de andar previendo y preocupándose, debía optar por una vía de escape. Tenerla, ya que no se la daban. Algo como una salida de emergencia por si todo volvía a estallar. Se dijo eso como se dijo que entonces, antes, tenía que comprender. La situación. Porque ese era el gran problema. El verdadero problema. Que vienes, se decía, cargando con algo que no sabes lo que es. Porque lo mismo, se decía, resulta que están todos equivocados. Lo mismo resulta que no hay nadie buscando eso que llevas. Regresó cuando el frío terminó por echarla. En la mesa los niños se preparaban para retirarse y sonreían. Las otras dos la miraron. ¿Algo? Nada. Sin novedad. Sin novedad pero también sin sonreírles. Pero por qué a ti justo te tocó ser como eres. La habitación que les habían dejado era grande. Tres camas y dos ventanas abiertas a la llanura. Aparte la chimenea. Y que usaran el baño ellas primero. Que ella no tenía prisa. Un rato estuvo en la ventana. Mientras la de los ojos negros estaba sentada en la cama y pareciendo esperar una señal. Cuando fue su turno se quitó el pañuelo de la cabeza, pero esta vez no sollozó ni le vino ninguna voz. Sus dedos, al palpar dentro del neceser, se toparon con el colibrí. Un momento lo sopesó. Pero todo, se dijo, aplazado. O ese fue el pacto. Lo dejó sobre el lavabo mientras se echaba agua por la cara, mientras se lavaba los dientes, mientras se ponía algo de crema. Luego se ató con fuerza el pañuelo. De regreso a la habitación las luces ya estaban apagadas y se metió en su cama. Esperó. A que pasara lo de cada noche.
Los pies de la más joven, la de gafas, raspando un momento el suelo. Cruzando. Llegando. Metiéndose en la cama de la otra. Luego las dos bisbiseando un momento. Luego el silencio. La sombra de la otra cama como un amontonamiento de bultos y mantas. Una chispa crepitando en la chimenea.
Pero que no, se dijo, es un problema de edad. Sino de otra cosa. De lo que cada cual, al fin, proyecta hacia el exterior. Y qué pasaría, se decía, si yo me levantara ahora y fuera también. Se dijo eso y también que las otras no lo comprenderían. Que otra vez persistía aquel encementamiento que la retenía. Que aquello, en caso de ser, debería producirse de una manera lenta, calmada. Las otras dormían ya y ella se durmió al fin. Se durmió pero otra vez tuvo aquella sensación de presencia acechante que la miraba. De un peso que apretaba su pecho como una mano sin misericordia. Se despertó buscando aire y entraban las luces del amanecer por la ventana y la más joven ya se había vuelto a su cama. Un rato se quedó muy quieta. Mirando al techo.
Un pájaro cantó muy cerca de la ventana. Algún tipo, decidió, de alondra. Junto a la mano tenía aún aquel frasco tan liviano. Estaba más caliente que la noche anterior. Se sonrió.
Tiempo, se dijo, prestado. Tiempo que debemos.
Tiempo que debes tú, a la que tanto le debían.
Una salida. Eso es lo que debes buscar. Lo que debes fabricarte, querida. Se lo decía pero otra vez tenía en la mano el frasco con las cápsulas blancas y el peso del colibrí. Se lo decía pero también que tenía que decidir antes sobre aquello otro. Porque, le dijo al espejo, no puedes jugar en los dos campos al mismo tiempo. No puedes estar fabricándote una salida al mismo tiempo que sigues viviendo en el alambre. Eso es como ir al baile de graduación con tu primo.
Dejó el frasco sobre el lavabo y se desató el pañuelo de la cabeza. Tocó. Allí. El colibrí volvía a estar caliente. A latir. Se obligó a mirarse con más atención. Mirar, se dijo, era recordar. Recordarlo todo. Otra vez. Las voces le llegaron de improviso, hicieron que le temblaran las rodillas.
—¿No te gustaría —decía aquella voz que le susurraba al oído— tú y yo? ¿Los dos, como pareja?
—No —decía su propia voz, su voz insignificante—. No lo sé.
—Y que te dejes ir —decía entonces aquella otra voz—. Que quiero que grites. Que te oigan. Que aprendan. Y que tú estés cómoda. Bien.
Un momento estuvo allí. Otra vez. Luego se dijo que en realidad era fácil. Que aquella decisión que tenía que tomar en realidad ya estaba tomada de atrás. De siempre. Que siempre habían sido dos miedos. Pero que uno más que el otro.
Otra vez abrió el frasco. Otra vez puso las cápsulas en la palma de la mano. Todas. Otra vez hizo una fila con ellas. Otra vez se miró en el espejo. Muy despacio. Después abrió la primera. Dejó caer el contenido por el agujero del lavabo. Luego volvió a cerrarla. Cuando las tuvo todas vacías volvió a meterlas en el frasco. Lo hizo sonar. Lo sopesó.
Pesaba menos. Infinitamente menos. Se lo echó al bolsillo y volvió a atarse el pañuelo. Justo sobre la línea de las cejas. Y que aquella, al final, era la cuestión. O algo que debía discutir consigo misma.
Las otras dos esperaban abajo. Por aquí, le señalaba la más joven, la de las gafas. Por esta carretera. Y luego por ahí.
El viento batía la llanura. La de los ojos negros la miraba desde un rincón. Y acuérdate, eso la mayor en su cabeza, de lo que proyectas. Sonrió. Lo hizo y la otra parpadeó. Tenía unos ojos muy intensos. Que cansaban.
—Tenemos que hablar —les dijo a las dos—. Una cosa que tengo que contaros. Ahora, en el coche, despacio.
Un timbrazo. Luego otro. Luego la voz. Cálida. Curiosa. El muy ilustre Amadeo Fuster al aparato. Ah, querido. ¿Y quién? Soy yo. Luego la pausa. Mientras él se componía. Se sorprendía. ¿Tú? Sí. Y que dónde estaba ella y que si ella estaba bien y que él había estado muy preocupado por. Oh, pero ella estaba bien. Muy bien. Luego el silencio, como si él se hiciera cargo, como si anduviera midiendo las palabras que debía decir. Pero que aquello que pasó, eso ella dentro de su cabeza, debió ser como una ola que lo recorriera todo. Que subiera desde la hierba del campus hasta los más altos despachos. Y luego más allá. Trascendiendo. Así que por fuerza él tenía que saber. Más aún. Porque él debía haber supuesto, él y todos, que si ella había desaparecido había sido precisamente por aquello. Pero, querida, que no le des oportunidad. Porque no quieres su lástima. Ni sus comentarios. Ni sus mentiras. Ni sus consuelos. No quieres nada de él. Solo lo que quieres. El otro fue a decir algo pero ella se le adelantó.
—Necesito hablar con alguien. De una cosa. ¿Tienes cinco minutos?
Y sí, el otro los tenía. Luego ella, muy despacio, le fue contando. Cómo se había encontrado siendo la portadora de aquella mochila. Cómo aquella mochila había pertenecido al gran cabrón. Cómo era que había quedado con el gran cabrón para devolvérsela. Cómo era que el otro no había aparecido. Y no solo eso, que era imposible contactar con él. Cómo era que ella, al fin, había procedido a abrir aquello. La sorpresa entonces. El gran Amadeo Fuster escuchaba en silencio. Lo sentía respirar.
—¿Y qué dices que contenía la mochila? Dímelo otra vez.
Ella lo fue repitiendo. La americana. El pantalón. La camisa. Los agujeros que parecían de bala. El otro pensando. Quedándose en silencio. ¿Y no es este, querida, un silencio muy largo? Miró al teléfono un momento. Por si pudiera ser que aquello se hubiera cortado. Pero no. Porque ahí estaba la voz del otro. Volviendo.
—¿Eso —decía— y ningún papel?, ¿ninguna indicación?
—No.
El otro volvió a quedarse callado. Un momento. Muchos momentos en realidad. Después la voz de él. Explicándose. Que no. Que por supuesto era imposible que él supiera de qué se trataba. Pero que, desde luego, era muy extraño. Que lo era y que ella le volviera a contar. Despacio.
—El problema —decía ella— es que no lo entiendo. No entiendo qué llevo. No entiendo por qué el cabrón, ante lo que se le venía, decidió salvar eso. Por qué se preocupó por eso. Pero que tampoco sé a quién preguntarle. Porque tengo que pensar que es importante. Que hay gente que puede estar buscándolo. Aunque no puedo imaginar por qué. Así que se me iluminó una bombilla. Y dentro estabas tú.
El otro pensaba. Ella lo oía pensar. Y por qué, querido, estás pensando tanto. Y en qué. Pero el otro ya volvía. Ya hablaba. Que sí, decía. Que convenía con ella. Que convenía pero que probablemente no fuera nada. Pero que mejor estar seguros. Eso y que si ella sentía que alguien la seguía o la vigilaba. No. Pues que entonces él iba a mover algunos hilos. Porque ella había hecho bien en decirle. Que ahí estaban sus contactos. En las cloacas del reino. Porque, decía el otro, a eso suena. Al sistema. Y que, entonces, él iba a empezar a hacer llamadas. Por si pudiera ser que alguien supiera. Y que, mientras tanto, mejor que ella tuviera mucho cuidado. Y que siguiera escondida.
—¿Alguien más —decía él— tiene este número?, ¿este desde el que me llamas?
—No.
Acordaron hablar al día siguiente. O al otro. Solo que ella llevaba el teléfono apagado. Que entonces iba a ser ella quien lo llamara a él. Luego colgaron y la del pañuelo en la cabeza se quedó pensativa. El coche estaba detenido junto a un campo rebosante de pinzones. Más allá terminaba el camino y empezaba un mar. Uno quieto y plano. De luces azuladas. El viento arrojaba golpes de sal y las otras dos se habían sentado en un viejo banco de piedra y la miraban. Hay algo, les dijo a las otras, que no me ha gustado. Algo extraño. Llamadlo un presentimiento. Porque no es que yo haya llamado a uno que pasara por la calle. No. He llamado a uno al que conozco bien. Porque son muchos años. De una cosa y también de la otra. Esa noche durmieron allí mismo. En el coche y mecidas por las olas mansas de aquel mar pálido. Entre aromas de salitres, cambures violáceos y arrullos de garzas. Por la mañana volvió a armar el teléfono y probó, lo primero, a los teléfonos de la lista. Pero igual. Y luego, ya, al muy ilustre. Que se puso enseguida. Mientras aquello otro persistía en zumbarle en la cabeza.
—¿Confías en mí? —eso el otro.
Justo, se dijo la mayor, la cuestión. El otro diciéndolo y ella mirándose en el reflejo de la ventanilla del coche y no viendo más que un espantapájaros que era arrancado por el viento. Eso y el presentimiento. De la sonrisa del otro. Del cálculo del otro. El lobo que se convierte en zorro. Y al revés. ¿Y por qué fue?, ¿fue por la pausa tan larga? De pronto lo supo. Mientras el otro hablaba.
Mejor, estaba diciendo el muy ilustre, que ella le hiciera una foto. A aquello. Que llevaba. Que lo pusiera en cualquier lado y le tirara una foto. Y se la mandara. Porque, decía el otro, si encuentro a alguien que pueda saber, ese alguien va a querer ver. Como una prueba, ¿entiendes? Eso y que era fácil. Sencillo. Solo que no. Porque, querido, si te mando eso entonces puede ser que alguien pueda saber cuál es mi posición. Y justo ahora no sé. Si me interesa. Porque estoy en eso otro. En eso que anda removiéndose en mí y que es como un dedo de hielo que me estuviera bajando por la espalda. Un deslizamiento. O un fantasma entre nubes. Pero que se te olvida, querido. Que nosotros fuimos lo que fuimos. Y que tú, querido, aprendiste cosas de mí. Pero que yo también. Aprendí cosas de ti. Entornó los ojos. Para trazar el plan. La sorpresa. Por sorpresa y atenta. Porque será un instante. Para ver.
—¿Por qué —atacó— me preguntaste ayer si aparte de la chaqueta y lo demás llevaba algún papel?
El otro, el muy ilustre Amadeo Fuster, acusó el golpe. Esta centésima de segundo inapreciable para alguien que no fuera quien era ella. Ese refugio, esa mínima vacilación, que necesitaba para mentir. Para acudir a refugiarse tras la cortina de su mente. Y tan sutil, querido.
—¿Yo te dije eso?
—Sí. Y ahora quiero saber por qué lo dijiste.
Y otra vez. Aquello como una persiana cerrada. Como una nube que huía.
—No lo sé —decía el otro—, me pareció extraño, simplemente.
—Ya —dijo ella.
Ya, pero ya no más. Apartó el teléfono de su oído y con calma lo apagó. Luego lo abrió. Luego rompió en pedazos la tarjeta. Quedaron sepultados por la arena. Más adelante encontraron un pueblo que tenía una vieja fortaleza medieval. Al entrar la más joven, la de las gafas, empezó a estar muy nerviosa. Preguntaron en la plaza, junto a la fuente.
—¿Benes? —decía la más joven—. ¿Benes?
Alguien les indicó. Fueron atravesando la ciudad. La más joven preguntaba a todos.
—¿Benes?
Alguien terminó por orientarlas. Atravesaron un canal que desembocaba, más allá, en un gran lago. Las casas fueron haciéndose bajas y teniendo tejados rojizos. El cielo distante quebrado por torres de alta tensión. Junto a una casa naranja se detuvieron al fin. Les abrió una mujer muy anciana. Había un hombre allí también.
—Él muy enfermo —decía el hombre una vez que pudieron explicarse—. Muy enfermo.
La anciana se había sentado en una mecedora, junto a una ventana. Lo impregnaba todo un olor lúgubre. La más joven de las tres se acercó lentamente a la cama.
—Jovan —le dijo en un susurro—, soy yo. ¿Me ves? —El hombre tenía los labios pegados, los ojos cerrados.
La más joven se quitó las gafas y rompió a llorar.
—Jovan —le decía—, los tengo. Los he encontrado. Los dibujos de Dajana. Mira —le decía—, mira.
Él hombre abrió los ojos por fin. Sonreía.