6
De Miranda con el fantasma, el empresario y la rusa. De Miranda recordando a Paloma, su antigua parce

El fantasma. Como colgado del techo. A ratos retorcido en torno a la lámpara o adosado al perchero o por donde el espejo grande. El empresario, eso había dicho, como que insistiendo. Como que pensando, lo mismo, que. Ah, y se puede estar bien tranquilo. Tenía los ojos claros. El mentón pronunciado. El chimbo negro y retorcido. Pero el fantasma. Dirigiendo desde las alturas. Lo mismo que dando una vuelta y luego otra. Ahora como para las cortinas. Ahora como para el baño. Y todo como la sombra de humo que se escapaba de la cafetera cada mañana. Lo mismo solo que dotado de ojos. Siempre atento. Dual, en cualquier caso. Pendiente a la vez que hastiado. Dictando las instrucciones como desde una oficina. Ahora abra los ojos, niña. Ahora mírelo. ¿O no ve que tiene qué? Pero le sonríe. Por lo menos que venía limpio y que no había dado motivos. O por lo menos hasta el rato antes. Que ahora ya se le veía. Pero sonría, mi niña. Y mírelo ahora. Ahora aguante. Ahí. Hasta que usted sepa y él sepa. Quién manda. Ah, ¿y vio usted qué ojos lleva? Pues tranquila. Tranquilita pero con las pilas puestas.

El hombre se movió, se giró. Murmuró algo. Tenía las manos grandes y llenas de un pelo negro y grueso. El fantasma se volvió a anticipar. Siempre sabía. Pero ya atenta, mi niña. O que no ve que él quiere ya. Ahora baje la barriga. Que roce. Ahí donde él quiere. El hombre murmuró algo. Insistió. Ahora de otra forma. Definitiva. Ahora cayó a su lado. Olía a algo rancio. Algo sucio y como incrustado en el pelo y en las uñas. Los ojos claros la buscaban y el fantasma chascó y se precipitó como un alud sobre el cuerpo de ojos tan negros y melena tan negrísima. Y chau. Ahí la dejo.

Pero sonría, niña. Sonría.

Eso fue lo último que dijo antes de desaparecer.

Sonrió. El hombre también lo hizo. Ah, bobo.

La habitación era lo que cabía esperar. Una de las suites de la planta de arriba. Solo para donde había buenos platales. Alfombras, butacones, hidromasaje. La cama inmensa y el tipo que había dicho que tenía un negocio de supermercados. También había dicho su nombre. Al recibirlas. Al besarlas. Por supuesto la adecuada penumbra para que todo fuera ámbares. Por supuesto la gran cama. Las sábanas ahora tiradas en el rincón. Irina, la rusa, sentada en una esquina del colchón. Abrazada a uno de los cojines rojos. Sonriendo. Irina y aquel pelo tan rubio y tan lacio. Aquella piel tan blanca. Aquel aroma tan como a frambuesas. En la pared, alto, el reloj. Las dos y cuarto. El empresario la miraba. Los dedos peludos bajándole por el vientre.

—Ah, ¿y ya qué busca?

El otro la volvió a mirar. Le volvió a ir hacia la boca. Ya la tercera vez. Se apartó y no le dejó más que la mejilla.

—Besos, no.

—¿Por qué no?

—Porque esos solo son para mi enamorado, ¿o qué se cree?

—¿Tienes uno?

—Ah, ahí que lo ando esperando. Que lo mismo que se le rompió una pata al caballo blanco.

El otro quiso tomarle la cara, forzarle el beso. Ah, no, viejo. No me haga así. Que una cosa es el fantasma y otra cosa el odio. Hubo el momento de lucha. De dos luchas. Del empresario con el cuerpo de Miranda y del fantasma en lucha contra el odio. Ah, y no lo arruine, niña. Se apartó. Consiguió apartarse. La rusa Irina llegó en su auxilio.

—A ver, ¿cuántos años tenéis?

La rusa Irina dijo algo. Un número. Ella lo miró fijo.

—Ah, ¿qué se cree, que se lo voy a decir? Ah, no. Que eso va aparte. Porque es información confidencial.

—¿Si te lo adivino me das el beso?

—Ah, usted es demasiado rabón.

—Pues algo tendrás que darme.

—Pues ahí que le dejo que me bese la punta del pie. O que me pinte las uñas.

—¿Y si nos casamos?

—Ah, qué le dije del príncipe azul.

Una mano la tomó por la barbilla. Ella se rio.

—¿Qué va a hacer, me va a abrir la boca como a los caballos?

El hombre se rio con fuerza. Una risa como una tos. Profunda. Gutural. Soltó a la rusa y se abalanzó contra Miranda. Que chilló, que hizo por apartarse, por luchar. Él consiguió acorralarla en la esquina, junto a la ventana. La cargó en peso. Miranda rebotó entre risas contra la cama.

—Ven, tú también —le dijo a la rusa—. Que me voy a casar con las dos. ¿No seríamos felices los tres?

Luego la calma. El rato de pausa. El mirarse y que de dónde eran ellas. Pues la rusa de allá y ella del otro allá. Pero no, él no había estado nunca. Pero quería saber más.

—Pues del monte. De una aldeíta como al lado del mar. Como cuatro casitas.

El tipo era de los que se aburría rápido. Pero para eso tenía otras cosas. Cosas de gusanos haciéndole gruyer. Cosas de espejos, paquetitos y tarjetas. Tarareando. Tres, decía. Miraba a Miranda y se reía como un idiota. Que ya me has despreciado dos. Y que no te lo consiento más. Así que, mira, le decía, te he hecho una más corta. Una lancita corta especial para ti. El hombre se inclinó y se metió el pericazo. Un aspirar sordo y un apretar de dientes. Como si aquello fuera un trago muy amargo. Gritó. Luego le tendió a Miranda.

—No. Ya le dije.

Lucharon un momento. Unos ojos contra los otros. Batalla perdida. Él desistió rápido y se inclinó sobre la otra lanza. Le tendió el rulo a Irina.

—¿Ves? —le decía a Miranda—, ella sí sabe. Ella sí entiende la noche. Así que me caso con ella. Y no contigo.

Y que ellas le bailaran así un poco. Y que se le acercaran. Que las quería cerca. Su calor. Con el champán por encima y que al rato ya estaba otra vez. Venid. Venid. Cada rato había que cambiar el cauchito. Según cuál fuera. Luego el fantasma. De guardia y mientras el hombre volvía a insistir o quién sabía. Un rato ahí y otra vez aquello presentido, aquella nota pasada por el fantasma por debajo del pupitre. Aquella suerte de desesperación. Ella obediente. Intuitiva. Sabedora. El hombre gritando y apretándola y luego cayendo a su lado. El sudor saturaba ahora toda la habitación y era como una manta pesada. La rusa le quitó el cauchito entre risas. Se lo mostró. ¿Qué hora es? Pues como que ya. Ya, pero que él quería comprar otra hora. Otra con las dos. Aunque decía que no sabía al respecto de Miranda. Que lo mismo lo mejor era devolverla para su casa ya que se daba tan poco juego. Pero otra hora y que alguien controlara cuánto de lo otro quedaba. Aparte un show de las dos. Que lo cargaran también. Y que se trajera, la que fuera, más champán. Y más jamón. Y que dónde estaba la tarjeta y que a cuál de las dos le tocaba ir. Miranda se levantó de la cama. El otro la recorrió con los ojos, se fue a ella. La abrazó. Las manos ásperas la exploraron. Las notó por la espalda, por el trasero.

—Jamón —le decía—, tráete jamón. Lo menos que un par de pollos. Que va a ser mi gran noche. Pero que me des un beso antes de irte.

Miranda se rio. Avisó con los ojos. Él se echó a reír. Sacudió la cabeza y se fue a Irina. Se enlazaron los dos, comiéndose las bocas como dos desesperados. Los ojos del hombre, sin embargo, estaban en Miranda.

—¿Ves?, la rusa sí que sabe.

Encima de la silla estaba su toalla. Se la ciñó al cuerpo. Miró la hora en el reloj de la pared. Sonrió. Por un momento sus ojos se cruzaron con los de la rusa. Cálculo cruel y nada más. Cruzó la habitación y salió. Al salir, como cada vez, sus ojos cambiaron y se convirtieron en algo pesado que no contenía ni una gota de compasión. Mientras caminaba iba echando la cuenta. Esto. Lo otro. Tanto que lleva usted hoy, mi niña. Aparte aquella pesadez de las piernas. Y el calor en la cuca. Pero que de lo otro bien, niña. Como que todo tranquilo. Como que nada de sal y nada de sed. En el recodo había un pequeño mostrador. Tocó el timbre, cambió el peso de una pierna a la otra. Pasado un minuto o así apareció Olga. La chivata. Se miraron. Tanto de la hora. Tanto del show. Y la perica. El pin. La tarjeta.

Tráete el material, había dicho el empresario. Y que sepas que esta vez lo vas a probar. O eso o me quejo a tu jefe. Que lo conozco. Que tenemos negocios juntos.


Yo también tengo mis cicatrices. Que las tengo aquí dentro. Muy arriba. Como que detrás de los ojos. Muy metidas donde duele. Pero no es cosa de ir hablando de ello. Que es algo de una. Que es algo viejo y de como un millón de años. Que yo no era siquiera yo sino nada más que una niña. Como otra Miranda. Una Miranda desnuda, eso siempre. Toda piel. Miranda entre volutas de humo. Una Miranda retorcida.

Olía a sombra de palmeras aquella noche. A sombra de palmeras pero no sombra de sol sino de estrellas. Una palmera solitaria bajo la luna. Sobre la arena. Olía a eso y también a los hombres. Al sudor de los hombres. A sus ojos. Los ojos de los hombres huelen también. Los hombres atentos. Abocados.

Entonces la voz. De aquella otra que no era todavía.

—Cuánto me dan —dice esa voz, lo dice a veces. La voz de la boba—. Cuánto me dan por cada tiro que me meta.

Y allí. Las dos. Paloma y ella. Desnudas y finas entre el grupo de hombres. Los hombres echando mano de los bolsillos. Aportando cada cual su globo o su medio globo. Ellas dos trabajando sin fin con las cuchillas de afeitar sobre la mesa. Luego esos otros ojos. Tan oscuros. Ellos oscuros, nosotras las bobas.

—Cien lucas —habían dicho aquellos ojos.

Ojos volantes a través de la noche. Calculando bajo las estrellas. Ojos midiéndolas como se mide a la mercancía. Ojos que habían empezado allí a jugar a otro juego. El juego, niña, de la muerte.

—Cien lucas.

—Ni modo. Por cien lucas, no. Hagan otra oferta.

Ellas riéndose. El corro de hombres cerrándose.

—Doscientos. Doscientos cincuenta.

La sonrisa. De las dos. Ninguno salió a defenderlas. A decirles ya va bueno. No embromen. Y allí. Las dos. Miranda y su parce. Tan pequeña.

—Denle, ¿a qué esperan?

Los hombres acercándose, respirándolas. Apostando como si fueran caballos, perros, gallos. Luego aquel silencio. Aquella negrura. Ningún sonido.

—Bájalas. Bájalas.

Había hecho frío. Un instante. La sombra de una palmera, otra palmera, al amanecer. La sensación de unos ojos cerniéndose.

Dos pedazos de carne, nada más. Medio muertas sobre el asfalto, bajo las luces blancas. La camilla. ¿Y Paloma? Ah, niña, pero su parce no estaba. Que su parce se había ido.

Así que no.

Y no es no.


¿No es usted, eso las enfermeras y mientras ella estuvo allí en el hospital y curándose, muy joven?, ¿muy joven como para que aquella vida? Preguntas. Que dónde estaban sus padres. Que cómo hacían para encontrarlos. Pero las mentiras. Brotando naturales por su boca. Mis padres murieron cuando yo era muy chica. Y que soy mayor de edad. Así que a nadie. Pero eso es mentira, niña. Y se nota. Ah, pues ya cómame bien ahí. A lo suave. A nadie le había interesado ni tampoco nadie había ido a verla. Si acaso que el fantasma de Paloma, de a ratos. Y algún otro. Como observándola desde la ventana. O remetido por los tejados. Más allá. Ustedes no lo saben pero yo soy especialista en salir por las ventanas. Y ahí hace calor y que mejor dejen esa abierta y como para el jardín. Otra vez el asfalto. Frío. Luego un camión pasando por la carretera. ¿Me carga? El hombre mirándola. Ojos negros contra ojos negros. Fue el regresar Olga por el pasillo y que le estallara la burbuja. Deme también una botella de agua. De esas de las grandes. Pasaron la tarjeta y se aferró a la toalla. En la esquina, ya para el pasillo, se encontró con Kathleen, que salía con un hombre alto y moreno. ¿Usted vio a Marcela? Para la torre se fue. Se miraron y el hombre ya no estaba. Como una sombra que se hubiera escabullido. Como algo que no hubiera dejado ni un recuerdo. Un cristal a través del cual hubieran mirado. De camino a la habitación se bebió la mitad de la botella de agua. Aquello como que le amortiguaba el dolor. El pasillo olía a chapa podrida por el sol y era un algo callado y sin vida. Tocó a la puerta y sus ojos volvieron a cambiar.

Pero sonría, niña.

Los otros dos estaban en la ducha y ella se quedó aparte. Así como un rato y junto a la ventana. Allí la avenida, los árboles, la plaza, la estatua del hombre a caballo. La sombra del castillo sobre la colina negra. Los otros se reían y era como si Irina le estuviera enseñando al empresario palabras en ruso. Llovía. Había arroyos transparentes adosados a las aceras. Bajando lentos. Los ojos del hombre la miraron desde la puerta. A ver. A ver vosotras dos. El hombre acercó un butacón para ver bien. ¿Qué quiere? Pues todo. El turno de otro fantasma, entonces. Uno distinto. Matizado. Porque era una cuestión de distancias. De atenciones. De, al fin, equipos en los que una jugaba. La piel de la rusa y su olor a frambuesas. Y hacer y dejar hacer. Luego sintió al hombre. ¿Se puso el cauchito? Ah, y usted ya no puede venirse más veces. O no lo ve. Luego otra vez los pericazos. Los otros dos como locos. Y la mamera.

—Una carretera para mí. Y otra para mi amiga la rusa. Y esta puntita para ti.

El otro con el rulo tendido y el fantasma como caminando a ciegas por una cuerda tendida sobre el barranco. Ella tomando aire. Tenía los ojos claros aquel. Los tenía y no era nadie. Nada. ¿O que tenía aquella fuerza como para andar peleando con ella, como para hacerla ir a donde ella no quería ir? Y no, mi niña. Aun así, eso se lo reconoció más tarde, anduvo cerca. El odio. Pero no. Apure, eso el fantasma, contenga. Ah, ¿y usted alguna vez probó a comer el perico de la pepa?, ¿no lo quiere hacer? Lo enloqueció con aquello. El fantasma se reía. Muy buena esa. Porque si ya me lo dice otra vez me emputo pero bien. Y lo dejo acá y se mete su plata por el culo. Ah, pero no sea insolente, niña. El fantasma en el techo y luego más ratos. De anticiparse, de vigilar. El fantasma vigilando los ojos de abajo y estos al fantasma. Todos atentos. Ah, y ahora este silencio. ¿O se durmió o se heló? Y que la rusa anda como alelada, ¿o no la ve? Mejor que deje usted de mirarme todo el tiempo. Que está usted siempre. ¿O se embobó? Y ya qué hora es. El reloj seguía y no entendía. No, eso el empresario, tú no te vayas. Que te quiero por aquí. Se fue la rusa y vinieron otras dos chicas. Ella allí. A ratos de estar y a ratos de no. Solo una cáscara de piel y huesos. Un rato lo pasó en el baño. En la ducha y mientras los otros gritaban. Respirando hondo. Mirándose los propios ojos. Más tarde aún, en la noche infinita, debió dormirse. O lo dedujo. Porque se sorprendió en el momento justo de despertarse. Allí. Todavía. Alguien había apagado todas las luces y solo había la claridad que entraba por la ventana. Ella con la colcha por encima y el empresario más allá. Los ojos claros mirándola y él sentado en un butacón. Había descolgado el reloj de la pared y lo tenía sobre los muslos.

—Las siete y veinte —eso él—. Pero está ya pagado hasta las ocho.

Ella no dijo nada. Tampoco se movió. Le escocía la pepa por culpa del perico. Estaba tensa. Herida. El empresario la miraba. Tenía en la mano una de aquellas bolsitas. Y que si era cierto, su voz opaca y como desde un sueño, que ella a veces fumaba de aquello. Ella lo miró un momento.

—Y a veces.

El empresario apretó la bolsita y quiso saber si ella haría entonces uno para él. Ella se quedó muy callada. Luego se levantó envuelta en la colcha y encontró su bolsito. Allí los tres canelitos de reserva. Él tenía el prendedor y abrieron la ventana. De cerca, ahora, le pareció que él ya no olía a aquello a lo que había estado oliendo toda la noche sino como a otra cosa. Una más suave y como una gota de agua que anduviera deslizándose por una superficie pulida. Un plástico o un cristal. Los tejados resplandecían bajo los últimos rayos de la luna y había una indecisión fresca en las cosas. La ciudad, decidió, olía a hojas muertas, a agua estancada. Amenazaba con despertar. Él la miraba y quiso saber cómo iba a ser su día. Ella lo miró un momento. Aspiró con fuerza.

—Ah, pues ya acabó la noche. Así que ya para casa. Y luego quién sabe. Lo primero dormir. Mucho. Luego el almuerzo. Luego lo mismo agarro con una amiga y nos vamos a pasear. Las dos bien feas y a mirar alguna tienda. Sin colorete ni nada.

Él la miraba. Siempre, al final, estaban allí unos ojos como aquellos. O que el mundo ya se enloqueció. De puro cansancio. Apagaron las pavas en el cenicero. Él miró el reloj. Señaló a la bolsita.

—Ten —le dijo—. Quédatela. Lo mismo te puedes hacer alguno a mi salud.

Él lo dejó sobre el alféizar. Ella lo sintió moverse, trastear con la ropa. Le dio la espalda. Se concentró en los tejados. Él se había vestido y la miraba. Y que hasta pronto. Ella sonrió. Los ojos como tizones.

—Y ahí —dijo—, cuando quiera. Usted solo diga que quiere con Miranda. Y ahí. Que si no estoy acá lo mismo que estoy en el club de Bellavista. O en el de Manrique. Pero que puede usted llamar y me traen.

Él sonrió. Luego se abrazaron. Un poco. Ella lo acompañó hasta donde estaba el mostrador. Que ya me voy hacia allá. Y chau. Hasta la vista. Otra vez los ojos cambiando. Dejando de ser felinos para volver a ser otra cosa. Más concentrada.