29
De Miranda en la finca y con el Curita y acordándose de viejas
conversaciones y sintiendo que todo está mal. De Miranda recibiendo
un encargo
—Ah, Marcela, que me dijeron que va usted para la finca este fin de semana.
—Pues sí, ¿vio?
Todo bien suave. Por la mañana estaban levantadas temprano y luego el abrigo y el taxi y la buseta. La misma mañana gris y áspera de cada vez. Aparte los chamullos de las niñas. Como una plática esponjosa y de fondo y como de un asiento hasta el otro. Y si era, eso una, que allí nadie veía los noticieros. Pues qué pasó. Pues que ya encontraron al de la obra de teatro, ¿o que no lo vieron? ¿A quién? Pues al escritor aquel que faltaba. Aquel que siempre iba con la pajarita. Aquel alto, tan guapo. Y que era cierto y que había sido como que al lado de una carretera. Que estaban todos los policías y todos los de la científica y ahí medio enterrado y con dos tiros pegados. ¿Pero muerto? Muertísimo. Aparte más cosas que se sabían. Que llevaba puesta la misma ropa de cuando se desapareció. Que se decía que lo habían golpeado bien antes de matarlo. ¿Y no es que era muy famoso? Mucho. Que era muy importante y que una de las niñas había estado viendo ahí su obra. Una cosa de mujeres y muy divertida. Aunque también triste. Solo que decían que era bien joto. Ah, y a quién le importa eso.
—Oigan, ¿ustedes oyeron que hay una niña que falta?
Eso dicho así, como en un suspiro, como desde lejos. Caían del cielo silenciosas bolas de algodón y justo entonces Olga viniendo por el pasillo y mejor todas calladas. Aparte Miranda. En sus cosas. Que si oyó usted, niña. Eso del escritor. Pues sí. Porque orejas tengo. Ah, y no fue que alguien le habló justo de eso. Justo de ese que había desaparecido. Ah, sí. Alguien. Justo fue una curva y más allá la casa surgiendo de la hondonada. Con la bolsa al hombro y para la habitación naranja. Allí un rato sin hacer otra cosa que estar tendida sobre la cama y mirando para el techo y sin que la cabeza le dejara de dar vueltas. Ah, ¿qué fue aquello?, ¿aquello que le dijeron? Ah, pero mejor déjelo, niña. Que usted aquí está para bailar. Y no para andar poniendo las cumbias. Solo que aquello no se iba. O se fue cuando entró el Curita a dejar su maleta. Pero viene usted raro. O por qué ese beso de pescado y esa ni una caricia para Miranda. Y a qué huele. A qué cosa seca y como abandonada.
—¿Tienes hambre? —eso él.
—No. No justo ahora.
—Pues te espero abajo.
Luego la puerta cerrándose y ella otra vez muy quieta. Ah, niña, ¿no vio?, ¿no vio qué seco? Ah, niña, que se deje de vainas y que ese esté al camello. ¿O qué quiere, que este la bote? Y ya, solo que eso no se marcha. Que yo ya quisiera. Pero ¿quién fue que le dijo?, ¿y no fue aquí, en esta misma casa? A ratos negaba. A ratos movía las manos por delante de la cara para espantarse las moscas. Pero ya. Mejor. Decidió bañarse. Nada de lencería. Que al Curita no le gusta y que usted tampoco va de rebusque. Así que elegante. Que se me pone los zapatos y aquello que él le regaló y se me recoge el pelo y se me echa el perfume. Y un canelito para las fuerzas antes de la escalera. La parranda estaba en uno de los salones grandes. La chimenea y los sillones apartados para dejar sitio y la media luz y las chicas a medio desnudar y sentadas sobre las rodillas de los hombres feos que se reían, que les hablaban al oído, que soñaban que las risas coquetas que reflejaban sus palabras no eran fingidas. Que lo soñaban o que tanto les daba. Ah, y midan, niñas. Midan bien. Y sonrían. El Lentes estaba sobre la mesa, de pie, con la camisa medio desabrochada. Gritaba.
—Vamos a morir, ¿me oís? Vamos a morir.
¿Dónde, niña, está ese que se supone que es el de usted? Lo encontró al final de la vuelta. Ahí como aparte y de plática con otro. Los dos concentrados. Ella de lejos. Ah, y mejor ni se acerca, niña. Mejor acérquese al catering. Allí un sándwich y un botellín de agua. ¿Y qué es, niña, lo que le pasa a esta habitación?, ¿o que nadie se dio cuenta de que anda como ondulándole el aire? Porque huele como a camarón. A camarón viejo. Los zapatos le iban como arrastrando por la alfombra y se quedó cerca de la puerta. Mejor súbase usted por su abrigo y sálgase. Que acá ni pinta. O súbase a la habitación y espérelo ahí. Se quedó quieta, sin embargo. Porque fue ahí que notó que unos ojos la andaban siguiendo quién sabía si desde hacía rato. Una figura solitaria y sentada en una butaca como que al otro lado de la habitación. Unos ojos fijos en ella y que andaban como preguntándose.
Los ojos del Viejo.
La butaca a lo lejos y dos figuras inmóviles y solitarias. Como los dos reyes del ajedrez. Clavados el uno en el otro. El Viejo con una copa en la mano. Sin sonreír. Sin sonreír y que de pronto el olor de la habitación ya no era aquel camarón viejo sino otra cosa. Otra cosa más fría. Una que hacía como mil años que no le llegaba. Y es, niña, como aquella otra noche de las palmeras azules y el asfalto y la cocaína y los hombres apostando. Aquello cuajándosele, entrándole en quemazones por la nariz. Niña, el miedo. Un escalofrío de arriba abajo que se le adentraba, que la dejaba bañada en sudor. Entonces la voz. Llegándole de pronto. Llegándole y con la cabellera rojiza de Lorena, con sus ojos grisáceos, con su vientre como de veinte años. Historias raras, decía la voz. Con jueces. Con comisarios de policía. O lo mismo que el escritor ese. El que desapareció.
Ah, niña, y que ahí tiene usted al Viejo. Que lo tiene pero que Lorena no venía en el bus. Ni está. Ni la vi estos días. Ah, y por qué me mira. Él. Así. Tuvo un momento de flaqueza. Porque sintió que las rodillas se le hacían manteca y le querían fallar. Pero no me jodan ahora. Porque es al revés. Así que mejor aguante usted, niña. Por no darle a él el gusto. Y que yo, Viejo, aunque esté temblando por dentro, soy insolente. ¿O que no habló con la Josefina? Esperó aún otro poco. Hasta que vio que ya. Entonces se quitó ella. Un momento antes. Luego lo volvió a buscar pero el otro había bajado la mirada como si hubiera pasado algo en su celular. En dos pasos estaba en el pasillo y más allá el baño. Se encerró para echar la gacha.
—Y ustedes —eso las niñas, más tarde, las niñas aquí y allá, como en los descansos, como a retazos—, ¿cuándo fue que la vieron por última vez?
Pues ahí que el miércoles. Ya así como de mañana. Que yo bajaba de las habitaciones y que ella estaba en el mostrador como que platicando con Olga y por lo bajo. Pero que ni chau. Que ya saben cómo era ella. Eso y que ya no se la había visto. Ningún día. Pues lo mismo es que Rosy la vio el jueves. Pues jueves era cuando yo dije. Pero ella fue por la tarde. Solo que la Rosy era la más amiga de ella. Oiga, ¿y por qué dice «era»? Pero ¿cuál, si me perdonan, es la vaina? Pues ahí. Que no la encuentran. Que no la encuentran y que nadie sabe. Que no sabe Rosy pero que tampoco Olga ni el Negro. O eso dicen. Y que a mí me dijo Olga. Si yo sabía. Y no. Pero que Olga se hacía la no preocupada. Pero que se le notaba que sí, si me entienden. Pues a mí que ella me anduvo preguntando no hace tanto. Por las plazas en el norte. La lana que se sacaba y cómo iba. Solo que eso el Negro lo sabría. Si fuera. O lo mismo es que se marchó ahí unos días para el pueblo. Que ella era de acá. Pero que está usted diciendo otra vez «era». Y que me pone nerviosa. Pero sí. Pero que lo mismo sí que fue eso. ¿Y vieron al Viejo, tan callado que estaba? Lo mismo que la echa de menos. Y a mí que ese me pone muy nerviosa. O peor el Lentes, ¿o no? Pero que es raro, no me digan. Porque, desde que fue eso, ¿cuánto hace?, ¿diez días? Ahí. Pues sí es mucho. Sobre todo si es verdad eso de que el Negro no sabe. Porque eso también es una cosa que será de creérsela o de no. Ah, ¿pero del Negro saben qué me dijeron? Que no tiene. Que él viene de África y que allí se lo quitaron. El huevo entero. Y que por eso es tan tranquilo y se maneja tan bien con las niñas. Ah, se reían, pues que alguien se arrime y vea.
—Oigan —eso Miranda—, ¿y quién es esa que dicen que falta?
—¿No lo sabe? Lorena la pelirroja. Esa falta. Desde el miércoles pasado. Y oiga, Miranda, que usted sí que vino acá muchas veces con ella, ¿usted no sabe nada? —¿Yo? No. Que ella era poco de hablar. Y ustedes lo saben.
Por atrás las cocinas. Que aquello debieron ser, en su día, las cuadras. Y una fuente más abajo. El agua congelada y allí otra vez la gacha. La gacha y los ojos como borrones. Pero ya, niña. Ya va bueno. Y ya vuélvase. Que se va a enfermar. La tierra crujía bajo sus botas. Un rato estuvo mirando al campo helado.
Los ojos del Viejo clavados en ella. Las voces. La voz de Lorena, la pelirroja. Surgiendo al fin. Precisa. «Y que todo está raro», eso Lorena, de muy lejos. «Que tengo miedo. Que el Viejo es un cabrón muy peligroso. El peor. Que yo lo oí. Que tengo mil cosas grabadas de él. Cómo insultaba a los otros. Cómo habían pinchado el teléfono de uno. Cómo andaban siguiendo a otro. Y que tengo miedo. Que soy como una mosca enredada en la tela de la araña». Eso la voz de Lorena. Eso los ojos del Viejo. Incrustados en ella.
«El día ha llegado», eso decía la inscripción sobre la fuente, «y me quiero ir a casa». Pero ya vuélvase, niña. Entonces silencio. Porque ya solo ella. Solo ella de las niñas. Que las otras ya se habían vuelto, solo que ella tenía compromiso para el fin de semana. Los corredores desiertos y los restos y una chimenea con algunas brasas y rosas encima de las mesas. Los hombres en el salón. Y las voces.
—Que no —decía una de las voces, la voz del Viejo—, que hay que ir ese día justo. El día que él esté jurando el cargo. Y se ponen los que sea. Cinco, o seis. O diez. Pero que se ponen bien fáciles. Para que los encuentren. Para que hagan los barridos y les salga rápido. Luego los periódicos ya dirán lo que sea. Pero que lo importante es que él lo sepa. El mensaje. ¿Que ellos encuentran los micros?, pues bueno. Eso da igual. No me interesa. Que lo que haya lo puedo encontrar yo mismo y bien rápido. Que lo saco cuando quiera. Así que no —seguía la voz—. Que revolváis un poco. Tampoco mucho. Y que os llevéis algo. Se entra por la casa de al lado y que se quede algo así desordenado. Y os lleváis algo. Ordenadores no. Otra cosa. Unos relojes. O lo que haya. Entonces se pone lo otro. Pero fácil. Que lo importante es que él sepa que estamos ahí. Que le llegamos fácil. Y que piense. En su familia. En sus hijos.
Ráfagas calientes le pegaban en los costados. Aparte de eso, silencio. Otra vez ese olor como de estrella lejana y palmera y asfalto. Entonces una sombra y un paso atrás. Unos ojos como verdosos y el pinchazo abajo. Ahora con fuerza.
El Húngaro había entrado por el pasillo y la miraba. Se quedó muy quieta. El olor se hizo más seco aún. Dio otro paso atrás.
—¿Estabas escuchando? —eso el Curita. Cuando ya habían desandado el camino en el carro, cuando ya estaban los dos en el piso.
Ella mirándolo.
No. Que ella solo estaba allí. Que justo pasaba y que andaba como subiendo para la habitación para esperarlo. Que había estado fuera como que fumándose un canelito. En plan aburrida y para ver si le llegaba la noche bien suave. Así que no. Ni escuchando ni nada que oí. O qué se cree. Que a mí me interesan las vainas de ustedes o que las entiendo. Él la miraba con atención. Se habían ido un rato después de aquello. Los dos silenciosos por la sierra y hasta el garaje. Luego el pasillo, la habitación, la cama y él preocupado y ella atenta.
—No debes escuchar, Miranda.
—No lo hago.
—¿Me lo prometes?, ¿me prometes que no estabas escuchando?
—Se lo prometo —e hizo por sonreír.
Ah, pero que ya deje la historia. Que la deje porque no me gusta la canción que están poniendo y no la quiero bailar.
Le tiró del brazo, trató de llevarlo hacia la cama, de tumbarlo. Él se dejó y ella le acarició el rostro, le abrió la camisa. Él sonrió, un poco. Sonrió un poco, pero fue solo un espejismo. Los ojos como de piedra o más desconcertados que nunca. Pues ya me cuenta, niña, para qué lo quiso él a usted acá. Del frigorífico sacó un botellín de agua pero se negó a buscarse los ojos en ninguna ventana. El piso era elegante. Así como que en el borde mismo entre Santiago y Colón, y a pocas cuadras del estadio. Las paredes blanquísimas y los techos muy altos. Los sillones antiguos. Las alfombras. Las vistas a la plaza. Con los viejos relojes y las viejas espadas colgadas de la pared. Con las viejas pistolas. Oloroso de siempre a tules y a jarrón viejo. Y que, eso él, tiempo atrás, te lo ofrezco. Para que te quedes aquí. Que ni tienes que pagar alquiler ni nada. Que te paso también un dinero. Ah, ¿y para qué? Para que estés tranquila. Ah, y para que esté siempre a su disposición. Sí. Si tú quieres. Pero que así te quitas de eso. Te quitas y yo vengo a verte. ¿No quieres eso?, ¿o prefieres estar ahí con cualquiera? Que aquí estarías bien. Pero que tuvo usted que explicarle, niña. Que usted no es el perrito de nadie. Y que tampoco es que usted estuviera por ahí con cualquiera, como él decía. Sino que usted era usted. Miranda Cisneros y nada más. Que aquello, por supuesto, la halagaba pero que él tenía que hacerle caso y verlo. Que aquello no funcionaba. Todo aquello y él bien. Así un buen tiempo. Un buen tiempo pero mire ahora. En la habitación él seguía tendido sobre la cama, los ojos cerrados. ¿Quiere un masaje? Él quería. Solo que no. Que ni se relajaba ni lo otro. Solo una respiración pesada y silencio. Al final ella lo dejó y se acodó en la cama. Pues ya me explica.
—Ah, ya dígame si me tengo que preocupar. Porque si se cansó de mí —siguió— pues mejor me lo dice. Y nos decimos adiós y tan amigos.
Él abrió los ojos y la buscó. Otra vez aquella tristeza, aquella amargura. Y que por qué decía ella eso y que cómo podía ella pensar. Los ojos negrísimos lo hicieron temblar.
—Nadie podría cansarse de ti nunca —eso dijo él.
Ella no sonrió. Luego la vuelta, larga. Que si los negocios que si los problemas y que ella lo tenía que disculpar. Que ella era importante para él. Muy importante y más que una amante. Mucho más. Una amiga. O que así lo consideraba él. Por eso mismo era bueno que ella estuviera también allí en momentos como ese. Así que no, eso otra vez. Que él no estaba cansado de ella. Que ella no podía pensar eso. Luego besos y luego un rato corto de apenas caricias en la ducha y luego él buscando en sus ojos y ella atenta.
—Es que tú nunca me hablas de verdad —decía él—. Tú siempre lo tienes todo guardado. Y es normal. Me parece bien.
—Ah —decía ella—, usted quiere mezclar cosas.
Él sonrió. Se acodó en la cama.
—Si yo me fuera, si desapareciera, si de pronto no estuviera, ¿tú me echarías de menos? Es decir, ¿me echarías de menos a mí o solo al dinero? Dime la verdad. De lo que tú piensas. Aunque sea solo una vez. Solo esta.
Él la miró y ella le sostuvo solo un segundo.
Ah, ¿y lo vio, niña?, ¿lo vio como sí?, ¿que no le dije? Lo miró un momento y no sintió piedad y solo frío. Y a qué andar pendejeando con usted si usted no es más que un niño que no entiende. Si entiende más el William Jesús allá que usted. Así que primero lo miró y luego esquivó los ojos y luego volvió, un segundo, sobre el otro. Pero que no sonría, niña.
—Ah, por supuesto que sí que lo extrañaría —su voz al fin—. ¿O no nos hicimos amigos al final?, ¿aunque fuera un poco?
Él sonrió y ella se convirtió en hielo. El hielo que vivía dentro del aparente volcán. Solo que, eso ella, si era que se habían hecho amigos, entonces él también podía hablarle. Confiarle. Si lo necesitaba. Que ella era tumba, si era necesario. Y que lo quisiera ayudar. Él la miraba y sonreía. Algo. Luego cambió la música. Una mirada distinta. Y pilas, niña. Que ahora sí viene lo importante. Él ahora muy cerca. Como si justo hubiera llegado a algo. Que si él podía confiar en ella. Ella mirándolo y los ojos negros advirtiendo.
—Tú siempre dices que quieres ayudarme —dijo él.
Que ella siempre lo decía y que si iba en serio entonces era una cosa bien sencilla. Para nada complicada. Que él le pagaría, por supuesto. Que le pagaría muy bien por el favor. Que le pagaría y que así ella vería que él sí le confiaba. Despacio le fue explicando. Solo tener guardada una cosa. Una que él le traía. Una mochila con algunas cosas dentro. Y nada que hacer con ella. Solo buscar un sitio para tenerla escondida. Nada más. Guardarla y olvidarse de ella hasta que él se la pidiera. Lo mismo aquello era un mes que dos que un año. Que acordaban un precio. Y así ves que confío en ti. En tu amistad. Eso y que nadie debía saber que ella guardaba aquello. Ah, eso ella, y a cómo el precio. Lo acordaron rápido y bien y luego él la dejó sola y ella paseó por la casa. Los pasillos, los cuadros, las repisas para los bustos. Se fumó un canelito junto a la ventana, mirando a la plaza. Una niebla pesada andaba rozando las antenas de televisión. Niebla había habido también en los ojos del Húngaro. La misma que en los ojos del Viejo.
—Que yo lo escucho, al Viejo —eso Lorena la pelirroja, Lorena aquella tarde de las dos en el Saber Sufrir y bajo las parras—. Que a ratos tengo puestos los auriculares pero sin música. Que tengo grabadas mil conversaciones de él. Que él no lo sabe. Pero es mi garantía. De cosas.
Se durmió con eso en la cabeza. Se despertó al sentir al otro moviéndose por la casa y todavía lo tenía. El otro hablándole. Que le había traído dos semanas por adelantado. Que ahí estaba el objeto en cuestión. Que él, los siguientes meses, iba a estar moviéndose mucho y que mejor ella le diera un número de cuenta para que él le fuera ingresando cada poco. Pero vente ahora. Para la ducha. Si no estás muy cansada. Y sí, pero no. El fantasma enredándose. Allí la cama, la alfombra, las mesitas. El fantasma pero de algún modo confuso, de algún modo atascado. Él mirándola muy fijo y de muy cerca. Oliendo otra vez a aquello nuevo y seco, a aquello como trapos o ramas. Pero pilas, niña. Despierte. Y que en qué, eso él, ahora que haciéndose el abrazante, andaba ella pensando. Que en qué andaba pensando, pero que, otra vez, le hablase de verdad. Entonces otra vez aquello. Aquello del miedo y los ojos del Viejo y la voz de Lorena. Se movió apenas, lo miró.
—¿Y lo quiere saber?
—Sí.
—Pues andaba pensando en Lorena. En aquella compañerita que solía ir con el Viejo y con la que me hizo hacer aquel número aquel día.
Ella lo miraba fijo y él la miraba a ella. La miraba pero sus ojos no cambiaron.
—¿Y por qué andas pensando en ella?
—Ah, no sé. —Ella se encogió de hombros, se levantó y empezó a ordenar el material cerca de la ventana—. Usted preguntó.