Capítulo 29

Abotargado, como en una bruma, observé a las tropas amistosas que se rendían. La situación había llegado a un extremo en que sus oficiales vieron justificado el hacerlo.

Ni siquiera los Eclesiarcas esperaban que sus subordinados luchasen en una situación desesperada creada por un Comandante de Campo, muerto, por razones tácticas que no se molestó en explicar a sus oficiales. Y los soldados que quedaban todavía con vida valían más que las indemnizaciones que pudieran pagar por ellos los exóticos.

No esperé a que la situación se aclarase. No había nada que esperar. Durante un momento, la situación del campo de batalla había gravitado sobre nuestras cabezas como una ola gigante e irresistible, dominándonos, elevándose y cayendo como si fuera a estallar con un golpe que impactaría en todos los mundos del Hombre. Al fin, —bruscamente, ya no estaba sobre nosotros. Sólo había un impresionante silencio que empezaba a formar parte de los archivos del pasado.

Para mí no quedaba nada. Nada.

Si Jamethon hubiera conseguido matar a Kensie —con lo que, consecuentemente, hubiese logrado la rendición sin necesidad de verter sangre—, yo habría sido capaz de hacer algo con todo el incidente de la mesa de negociaciones. Pero sólo lo había intentado, encontrando la muerte en el intento. En aquel caso, ¿quién se iba a cebar con los hostiles sentimientos de los amistosos?

Como un sonámbulo, abordé un navío que partía hacia la Tierra sin dejar de preguntarme cosas.

Una vez en la Vieja Tierra, les dije a mis editores que no estaba en muy buena forma física. Me echaron un vistazo y me creyeron. Me tomé unas vacaciones ilimitadas y me pasé días y más días en la Biblioteca General de los Servicios de Información de La Haya hojeando sin objetivos concretos las pilas de escritos sobre los amistosos, los dorsai y los exóticos. Para qué, lo ignoraba. También examiné los informes que llegaban de Santa María sobre el cese de las hostilidades, y bebí demasiado mientras estudiaba.

Tenía el difuso sentimiento que experimenta un soldado condenado a muerte por haber faltado al deber. Más tarde, al leer los partes, supe que el cuerpo de Jamethon había sido devuelto a Armonía para ser enterrado; y entendí súbitamente que era eso lo que estaba esperando: aquellos honores poco justificados que los fanáticos le rendían al fanático que, con cuatro acólitos, había intentado asesinar al solitario comandante enemigo amparados bajo una bandera de tregua. Todavía se podía escribir algo sobre el tema.

Me afeité, me duché, recobré el aplomo que necesitaba y encargué un billete para Armonía", fingiendo que me dirigía allí para informar de los funerales de Jamethon.

Las felicitaciones de Piers y mi nombramiento para el Consejo del Sindicato —noticias de las que me enteré en Santa María un poco antes— me ayudaron mucho. Obtuve una plaza prioritaria en el primer navío espacial con aquel destino.

Cinco días más tarde, estaba en Armonía, en la misma pequeña ciudad llamada Recordada-del-Señor a la que ya me llevara en una ocasión el Eclesiarca Bright. Los edificios de la ciudad seguían siendo de cemento y plástico hinchado... no habían cambiado en tres años. Pero el terreno rocoso de las granjas que rodeaban la ciudad había sido labrado, lo mismo que vi hacer en los campos de Santa María mientras permanecí en el planeta, pues Armonía y su hemisferio norte acababan de entrar en la primavera. Y llovía, como había llovido también en Santa María. Pero los campos amistosos que veía no presentaban el rico color pardo de los de Santa María, sino sólo uno negro intenso que, en medio de la humedad, se asemejaba al color de los uniformes amistosos.

Llegué en la iglesia en el momento en que empezaba a acudir la gente. Bajo el cielo sombrío y cargado de agua, el interior del edificio estaba casi en penumbra; los templos amistosos no tienen ventanas ni iluminación artificial alguna. A través de la única abertura rectangular del techo se filtraba una luz grisácea que iluminaba el cadáver de Jamethon tendido en una grada que reposaba sobre unos caballetes. Para protegerle de la lluvia que caía por la abertura del techo, le habían cubierto con una manta de plástico transparente. Pero el celebrante que dirigía el servicio funerario y todos los que se reunían ante el cuerpo estaban expuestos a la lluvia.

Ocupé un lugar en la fila de personas que esperaban su turno para inclinarse ante el cadáver. A mi derecha e izquierda, unas barandillas tras las que se reunían los fieles durante el servicio se perdían en la oscuridad. Las vigas del alto techo resultaban invisibles en las tinieblas. No había música y el silencio no era turbado más que por un murmullo de voces que rezaban individualmente, mezclándose entre ellas hasta formar un coro rítmico lleno de tristeza. Como Jamethon, los habitantes del pueblecito eran muy morenos, ya que todos ellos eran de procedencia norteafricana. Oscuros en la oscuridad, se apretujaban sin que pudiera distinguirlos entre sí.

Avancé hasta pasar al lado de Jamethon. Seguía como le recordaba. La muerte no parecía haber sido capaz de alterarle. Yacía de espaldas, con las manos a los costados y los labios tan firmes y rectos como siempre. Pero sus ojos estaban cerrados.

Cojeaba ostensiblemente a causa de la humedad y, mientras me apartaba del cadáver, sentí que me tocaban el codo. Me volví bruscamente. No llevaba el uniforme de corresponsal... iba vestido de civil para no hacerme notar.

Volví la cabeza y me encontré con la joven cuya representación viera en el solidógrafo de Jamethon. En la débil luz gris que nos envolvía, su rostro liso era como el de una imagen del vitral de alguna iglesia de Vieja Tierra.

—¿Fue usted herido? —me preguntó en voz baja—. Usted debe ser uno de los mercenarios que conoció Jamethon en Newton antes de que le enviaran a Armonía de nuevo. Sus padres, que también son los míos, encontrarían el consuelo del Señor si pudieran verle.

El viento proyectaba sobre mí la lluvia que entraba por el techo y su gélido contacto me afectó; estaba helado hasta los huesos.

—No —dije—. No soy uno de esos mercenarios. No le conocía. —Me aparté bruscamente y me abrí camino entre la gente a lo largo de la nave de la iglesia.

Tras haber recorrido unos metros, me di cuenta de lo que estaba haciendo y aflojé el paso. La joven se había perdido en la oscuridad y entre la multitud a mis espaldas. Avancé más lentamente hacia el fondo de la iglesia. Me quedé allí, observando a la gente que entraba. Eran cada vez más numerosos y se amontonaban en la nave hablando entre ellos o rezando en voz baja.

Permanecí inmóvil, un poco antes de la salida, medio aturdido por el frío y la fatiga que acumulaba desde la Tierra. Las voces zumbaban a mí alrededor y sentí que estaba a punto de dormirme de pie. No podía recordar lo que me había llevado hasta allí.

Luego, una voz de mujer surgió de la mezcolanza de voces y me hizo recuperar el sentido.

—... lo ha negado, pero estoy segura de que es uno de los mercenarios que estuvieron con él en Newton. Cojea, y eso es porque sólo puede ser un soldado herido.

Era la voz de la hermana de Jamethon, hablando con un tono todavía más salmodiado que el que había empleado para dirigirse a mí, un desconocido. Me desperté por completo y la vi de pie junto a la entrada, a unos pasos de mí, hablando con dos personas de edad a quienes reconocí como la pareja que aparecía en el solidógrafo de Jamethon. Un rayo de helado horror me recorrió por completo.

—¡No! —conseguí gritar—. No le conocía. Nunca le conocí. ¡No sé de qué está hablando! —Di media vuelta y me precipité a la lluvia para ocultarme en ella.

Corrí unos quince metros. Cuando ya no oía nada a mis espaldas, me detuve.

Estaba yo solo en el exterior de la iglesia. El día parecía aún más sombrío y la lluvia empezaba a caer con más fuerza, oscureciéndolo todo a mí alrededor con una especular y retumbante cortina. Ni siquiera podía ver los vehículos terrestres alineados en el aparcamiento ante el que me encontraba, y estaba seguro que no se me podría ver desde la entrada de la iglesia. Alcé la cara al cielo y dejé que la lluvia corriera por mis mejillas y párpados cerrados.

—Así —dijo una voz a mis espaldas— que no le conocía.

Las palabras parecieron cortarme en dos y sentí lo mismo que un lobo en un cepo. Y, como un lobo, me volví.

—Sí, le conocía —dije.

Frente a mí estaba Padma, vestido con ropas azules que la lluvia parecía no poder mojar. Sus manos vacías, manos que nunca habían sujetado un arma, se entrelazaban pacíficamente frente a su abdomen. Pero el lobo que había en mí sabía que Padma estaba tan armado como un cazador.

—¿Usted? —exclamé—. ¿Qué hace aquí?

—Estaba previsto que usted vendría —dijo Padma en voz baja—. Así que también he venido yo. Pero, ¿por qué está usted aquí, Tam? Entre toda esta gente, habrá algún fanático que haya oído los rumores sobre su responsabilidad en lo relativo a la muerte de Jamethon y la rendición, de los amistosos.

—¿Rumores? —pregunté—. ¿De dónde han salido?

—De usted mismo —dijo Padma—. Por lo que pasó en Santa María. —Me miró fijamente—. ¿No sabía que se jugaba la vida si venía hoy aquí?

Abrí la boca para negarlo. Luego me di cuenta de que lo sabía., —¿Qué pasaría —preguntó Padma— si alguien descubriera que Tam Olyn, el Periodista de la campaña de Santa María, está aquí de incógnito?

Le miré con mi anterior aspecto de lobo atrapado.

—¿No puede encajar todo eso en sus principios exóticos?

—No se nos comprende —respondió Padma con voz tranquila—. Contratamos soldados para que combatan por nosotros a causa de nuestros principios morales, y porque perderíamos toda perspectiva emotiva si participásemos personalmente.

No había temor en mí, sólo un sencillo sentimiento de vacío.

—Llámeles —dije.

Los extraños ojos color avellana de Padma me observaban bajo la lluvia.

—Si fuera eso lo que quisiéramos de usted —me dijo—, habría podido mandar una nota. No habría tenido que venir yo mismo.

—¿Por qué está aquí? —La voz me salía a duras penas de la garganta—. ¿Por que se preocupan por mí los exóticos?

—Nos preocupamos de todos los individuos —me replicó Padma—. Pero nos preocupamos más particularmente de la raza. Y usted sigue representando un peligro para ella. Es usted un idealista al que no se puede convencer, Tam, deformado por los objetivos de la destrucción. Hay una ley de la conservación de la energía en el sistema de causas y efectos lo mismo que existen sus semejantes en otras ciencias. Su poder destructor fue vencido en Santa María. ¿Qué pasaría si ahora se volviera hacia usted mismo e intentase destruirse, o hacia el exterior y lo pretendiera hacer con la raza humana entera?

Me reí y escuché la dureza de la risa.

—¿Qué va a hacer ahora? —le pregunté.

—Demostrarle que el cuchillo que sujeta puede llegar a cortarle la mano. Tengo algunas noticias para usted, Tam. Kensie Graeme ha muerto.

—¿Muerto? —La lluvia pareció rugir a mí alrededor y tuve la impresión de que el suelo se movía bajo mis pies.

—Fue asesinado por tres hombres del Frente Azul hace cinco días.

—¿Asesinado? —murmuré—. ¿Por qué?

—Porque la guerra había terminado —dijo Padma—. Porque la muerte de Jamethon y la rendición de las tropas amistosas en los preliminares de una guerra que habría desgarrado el país dejaba a la población civil con un punto de vista muy favorable hacia nuestras tropas. Y, por ese sentimiento favorable, el Frente Azul se situaba más lejos del poder que nunca. Esperaban, matando a Graeme, provocar represalias por parte de sus tropas contra la población civil, para que el gobierno de Santa María se viera forzado a expulsar a los exóticos y se enfrentasen sin protección a una revolución del Frente Azul.

Le miré insistentemente.

—Todas estas cosas están íntimamente ligadas —prosiguió Padma—. Kensie estaba en la lista de ascensos y debía obtener un despacho en el alto mando de Mará o Kultis. El y su hermano lan no habrían vuelto a poner los pies en un campo de batalla en toda su vida. A causa de la muerte de Jamethon, que consiguió que sus tropas se rindieran sin combatir, se creó una situación que incitó al Frente Azul a asesinar a Kensie. Si Jamethon y usted no hubiesen entrado en conflicto en Santa María, y si Jamethon no hubiera ganado, Kensie estaría todavía con vida. Así lo demuestran nuestros cálculos.

—¿Jamethon y yo? —Se me secó bruscamente la garganta y la lluvia redobló su fuerza.

—Sí —dijo Padma—. Usted fue el factor que ayudó a Jamethon a adoptar aquella solución.

—¿Le ayudé? —dije—. ¿Yo?

—Vio en usted —continuó Padma—. Atravesó esa superficie destructiva llena de amargura y venganza que usted piensa que es usted mismo y llegó al núcleo creador que hay en su fondo, tan arraigado que ni siquiera su tío fue capaz de arrancar.

La lluvia caía a mares sobre nosotros. Y cada palabra de Padma penetraba en mí profundamente.

—¡No le creo! —aullé—. ¡No creo nada de todo eso!

—Ya le dije —respondió Padma— que no había apreciado completamente los avances evolucionistas de nuestras Culturas Divididas. La fe de Jamethon no era una fe que se quebrantase con acontecimientos exteriores. Si usted hubiese sido como su tío Matías, Jamethon ni siquiera le habría escuchado. Le habría rechazado como un ser desprovisto de alma. La situación era como era, y le juzgaba como a un hombre poseído, un hombre que, por emplear las mismas palabras que él habría empleado, hablaba con la voz de Satanás.

—¡No lo creo! —grité.

—Lo cree —dijo Padma—. Además, no tiene elección. Sólo por ello pudo encontrar Jamethon una solución.

—¡Una solución!

—Era un hombre dispuesto a morir por su fe. Pero, como Comandante, reconocía el absurdo de que sus hombres fueran a la muerte sin ningún motivo razonable. —Padma me observó y la lluvia bajó de intensidad durante un momento—. Pero usted le ofreció algo en lo que él reconoció una oferta del Demonio... su vida debía ser ofrecida sin renunciar a su fe para evitar un conflicto que llevaría a sus hombres a la muerte.

—Esos razonamientos no tienen base —respondí. En el interior de la iglesia, las plegarias habían terminado y una única voz, firme y profunda, empezó con el servicio funerario.

—No es inverosímil —continuó Padma—. En el momento en que lo comprendió, la respuesta de Jamethon parecía muy sencilla. Todo lo que tenía que hacer era negarse a recibir lo que Satanás pudiera ofrecerle. Debía aceptar la absoluta necesidad de su propia muerte.

—¿Y a eso lo llama usted una solución? —Intenté reír, pero el nudo que tenía en la garganta me lo impidió.

—Era la única solución —respondió Padma—. Una vez lo hubo decidido, vio que la única posibilidad de que sus hombres consideraran como justificada la rendición sería en caso de su muerte y en una situación insostenible en el campo de batalla... por unas razones que él era el único en conocer.

Sentí que las palabras me atravesaban.

—¡El no tenía intención de morir! —protesté.

—Dejó que Dios lo decidiera —dijo Padma—. Se las arregló para que sólo un milagro pudiera salvarle.

—¿Qué me está contando? —dije, mirándole a los ojos—. Montó una mesa de negociaciones con una bandera. Luego, puso a cuatro hombres...

—No había bandera. En cuanto a los hombres, todos eran mayores y candidatos para el martirio.

—¡Se llevó a cuatro! —exclamé—. Cuatro y uno... ¡son cinco! Cinco contra Kensie... ¡solo! ¡Yo estaba allí y lo vi! ¡Cinco contra...!

—¡Tam!

Aquella palabra me hizo callar. Empezaba a tener miedo. No quería oír lo que iba a decirme. Tenía miedo de saber lo que me iba a decir, porque yo lo sabía desde hacía mucho tiempo. Y no quería oírlo.

La voz de Padma empezó a retumbar en mis oídos como la lluvia, y me vi invadido súbitamente por un sentimiento que se parecía a esa sensación de impotencia que uno siente cuando es dominado por la fiebre.

—¿Cree que Jamethon se hizo ilusiones siquiera un minuto, lo mismo que usted? Era un producto de una Cultura Dividida. Reconoció lo mismo en Kensie. ¿Piensa que él y sus cuatro fanáticos creyeron por un momento que podrían matar a un hombre armado, alerta y vigilante, un dorsai, un nombre como Kensie Graeme, antes de morir?

Ellos... ellos... ellos...

Aquellas palabras me condujeron lejos del triste día y de la lluvia. Como la lluvia y el viento que empujan las nubes, las palabras me alzaron y me llevaron hacia lo lejos, hacia la tierra dura y rocosa que vi cuando le pregunté a Kensie Graeme si alguna vez había permitido el asesinato de prisioneros amistosos. Era aquella región que siempre había evitado pero a la que al fin había llegado.

Y lo recordé.

Desde el principio, en lo más profundo de mí mismo, había sabido que el fanático que mató a Dave y a los otros prisioneros no era la imagen de todos los Amistosos. Jamethon no era un asesino accidental. Intenté convertirle en ello para ocultar mis propias mentiras... para mantener los ojos apartados del espectáculo del único hombre de los catorce mundos al que no podía mirar cara a cara. Y aquel hombre no era el Jefe de Grupo que asesinó a Dave y a los prisioneros; ni siquiera era mi tío Matías. Era yo.

Jamethon no era un fanático ordinario, ni Kensie un soldado ordinario, ni Padma un filósofo ordinario. Representaban mucho más que eso, como yo sabía secretamente desde hacía mucho tiempo en lo más profundo de mí mismo. Por eso no habían actuado como yo esperé que lo hicieran cuando intenté manipularles. Por eso.

La dura y rocosa tierra elevada que había percibido a lo lejos no existía solamente para los dorsai. Existía para todos. Era una tierra en la que los retazos de mentira e ilusión eran arrancados por el frío viento de la fuerza y las convicciones sinceras, una tierra en la que las pretensiones caían y morían y donde todo lo que conseguía vivir era sencillo y puro.

Estaba allí para ellos, para todos aquéllos que personificaban el puro metal de las Culturas Divididas. Y era con aquel puro metal con lo que conseguían su verdadera fuerza. Habían sobrepasado el estado de las dudas... de aquello se trataba; y, por encima de todos los talentos de la mente y del cuerpo, aquello exclusivamente les hacía invencibles. Porque un hombre como Kensie no podría ser vencido... jamás. Y Jamethon no renunció a su fe.

¿No me lo dijo Jamethon claramente? ¿No dijo: "Déjeme que le hable por mí nada más" y siguió diciéndome que, aunque su universo se derrumbara y aunque su Dios y su religión fuesen falsos, lo que llevaba en su interior no se apagaría?

¿No me dijo Kensie que si los ejércitos que le rodeaban le hubieran dejado solo no renunciaría a su deber ni abandonaría su puesto? Se habría quedado solo combatiendo aunque le hubieran echado encima todos los ejércitos del universo. Podían matarle, pero nunca podrían vencerle.

E, igualmente, aunque los cálculos exóticos y las teorías de Padma pudieran derribarse en un minuto —si se conseguía demostrar que eran falsas y carentes de justificación— no abandonaría por ello sus creencias sobre la evolución ascendente del espíritu humano por las que estaba trabajando.

Avanzaban con pleno derecho por la tierra rocosa... todos. Los dorsai y los amistosos y los exóticos. Y yo había sido lo bastante loco como para penetrar en aquella región para intentar combatir con ellos como si fuera parte de su grupo. No era sorprendente que me hubieran vencido, como Matías siempre me dijo. Nunca tuve la menor oportunidad de ganar.

Volví al día y a la tormenta como un hombre roto. Las rodillas se me doblaban bajo el peso del cuerpo. La lluvia empezaba a disminuir y Padma me sostenía. Como me pasó con Jamethon, la fuerza de sus manos me sorprendió.

—Suélteme —protesté.

—¿Donde va a ir, Tam? —preguntó.

—A cualquier parte —murmuré—. Voy a salir de todo esto. Voy a enterrarme en cualquier parte y a olvidarme de todo. —Sentí que las piernas volvían a sostenerme.

—No es tan fácil —replicó Padma, soltándome—. Una medida adoptada no deja de tener repercusiones. Una causa nunca deja de provocar efectos. Ahora no puede acobardarse, Tam. No puede más que cambiar de bando.

—¿De bando? —dije. La lluvia era cada vez más débil—..¿Qué bando? Le miré con la fija estupidez de un borracho.

—No puede abandonar otro bando que el del hombre que lucha contra su propia evolución... era el de su tío Matías —me informó Padma—. Y optar por el bando de los evolucionistas... el nuestro. —La lluvia apenas caía y el día empezaba a iluminarse. Un pálido sol se filtraba a través de las nubes y comenzaba a iluminar el cercano aparcamiento—. Los dos bandos son como vientos poderosos que curvan la trama de los asuntos humanos. Se lo dije hace mucho tiempo, Tam: para alguien como usted no hay más elección que actuar sobre el sistema de un modo u otro. Puede elegir, pero no tiene libertad para no hacerlo. Decida sencillamente si dirigirá su poder hacia el viento de la evolución o si lo hará contra la fuerza que lucha contra ella.

Sacudí la cabeza.

—No —murmuré—. No vale la pena. Ya lo sabe. Lo ha visto. He movido cielo y tierra y manejado la política de los catorce mundos en contra de Jamethon... y, pese a todo, ganó él. No puedo hacer nada. Déjeme tranquilo.

—Aunque quisiera dejarle tranquilo, los hechos no lo harán —respondió Padma—. Tam, abra los ojos y mire las cosas cara a cara. Usted es parte del sistema. Escúcheme. —Durante un momento, sus ojos reflejaron la luz del cielo—. Una fuerza se ha inmiscuido en el sistema de Santa María bajo la forma de un elemento falseado por las desgracias personales que fue orientado hacia la violencia. La fuerza era usted, Tam.

Intenté sacudir otra vez la cabeza, pero sabía que tenía razón.

—Estaba bloqueado en la dirección de sus esfuerzos conscientes en Santa María —continuó Padma—, pero no pudo oponerse a la conservación de la energía. Cuando Jamethon se cruzó en su camino, la fuerza que había puesto usted en marcha para influir en la situación no fue destruida. Simplemente se transformó y dejó aquel sistema en manos de otro individuo, también engañado por una pérdida personal y dispuesto a actuar violentamente ante la situación.

Me pasé la lengua por los labios.

—¿Qué otro individuo?

—lan Graeme.

Me quedé como de piedra, mirándole.

—lan ha encontrado a los tres asesinos de su hermano escondidos en un hotel de Blauvain —dijo Padma—. Los mató él mismo... y, al hacerlo, ha calmado a los mercenarios y desbaratado los planes del Frente Azul para sacar algo en claro de la situación. Pero, inmediatamente, lan ha dimitido y ha vuelto a Dorsai. Padece los mismos sentimientos de amargura y pérdida que usted sentía cuando llegó a Santa María. —Padma titubeó—. Ahora existe un gran potencial de causas. Queda por ver cómo se empleará en el sistema futuro.

Se callo de nuevo, observándome con sus ojos color avellana de los que no podía escapar.

—Ya ve, Tam —continuó un poco más tarde—, que alguien como usted no puede evitar influir en la trama de los acontecimientos. Me he limitado a decirle que podía cambiar de bando. —Su voz se ablandó—. Debe recordar que ahora está siendo dominado por una fuerza, pero una fuerza diferente. Ha recibido el efecto y la impresión de la muerte de Jamethon para salvar a sus hombres.

Sus palabras eran como puñetazos en el estómago... Un golpe tan fuerte Como el que le di a Janol cuando escapé del campamento de Kensie en Santa María. A pesar del sol todavía húmedo que se filtraba hacia nosotros, empecé a temblar.

Era así. No podía negarlo. Jamethon, al sacrificar su vida por una creencia, mientras que yo las despreciaba todas para realizar el plan que deformaría las cosas y las haría deslizarse hacia donde yo quería, me había derribado y transformado como un rayo que funde y transforma el filo de una espada. No podía negar lo que me había pasado.

—No vale la pena —dije, temblando otra vez—. No hay diferencia. No soy lo bastante fuerte para poder hacer nada. Ya se lo he dicho, hice de todo para luchar contra Jamethon... y me venció.

—Pero Jamethon era sincero; y usted luchaba contra su propia naturaleza al luchar contra él —me dijo Padma—. ¡Míreme, Tam!

Le miré. Los imanes avellana de sus ojos capturaron y encauzaron los míos.

—El motivo por el que en los Mundos Exóticos hemos calculado que debería venir a encontrarme con usted aquí, todavía nos espera —dijo—. ¿No se acuerda Tam, cuando en el despacho de Mark Torre me acusó de haberle hipnotizado?

Asentí con la cabeza.

—No era hipnosis... al menos, no del todo, —continuó—. Todo lo que hice fue ayudarle a abrir un canal entre su yo consciente y su yo inconsciente. Después de ver lo que hizo Jamethon, ¿tendrá valor para dejar que le ayude a abrirlo de nuevo?

Sus palabras se quedaron suspendidas en el aire que nos separaba; y, como una sobreimpresión, escuché la fuerte y orgullosa voz que rezaba en el interior de la iglesia. Veía al sol intentando atravesar las nubes que se iluminaban por encima de nosotros; y, al mismo tiempo, veía en mi mente los sombríos muros del valle que Padma me describió aquel día, hacía ya tanto tiempo, en la Enciclopedia Final. Todavía estaban allí, altos y cerrados a mi alrededor, interceptando el sol. No había, muy lejos, por delante de mí, más que una sola puerta estrecha de la que emanaba una luz que no proyectaba sombras. , Pensé en los rayos que había visto cuando Padma levantó el dedo hacia mí en aquella ocasión; y —débil, roto y vencido como estaba en aquellos momentos— el pensamiento de volver a entrar en aquella zona conflictiva me llenó de una morbosa desesperanza. No era lo bastante fuerte para hacer frente a los rayos. Quizá no lo había sido nunca.

—Fue un soldado de su pueblo, el Pueblo del Señor, y un soldado del Señor. —La voz que rezaba en la iglesia llegaba a mis oídos débilmente—. De alguna manera, no abandonó al Señor, que es nuestro Señor y el Señor de toda fuerza y toda justicia. Dejemos que abandone nuestras filas para unirse a las de aquéllos que, tras despojarse de la máscara de la vida, son bienvenidos en casa del Señor.

Escuchaba y, súbitamente, el sabor del regreso al hogar, el sabor de un regreso innegable a una morada eterna acompañado de una certeza inquebrantable sobre la fe de mis mayores me llenaron con su fuerza. Las filas de los que nunca {laquearían se apretaban a mi alrededor de un modo reconfortante; y yo, que nunca había flaqueado, entré en sus filas y avancé con ellos. En aquel instante, durante un segundo, sentí lo que Jamethon debió sentir al enfrentarse a mí, obligado a decidir entre su vida y su muerte en Santa María. Sólo lo sentí durante un momento, pero fue suficiente.

—Siga —oí que le pedía a Padma. Vi su dedo alzado hacia mí.

Me sumí en la oscuridad; en la oscuridad y en el furor; en un lugar lleno de rayos... no rayos luminosos, sino explosiones turbulentas y oscuras. Sacudido por todas partes, arrastrado por un torbellino, abatido por la rabia y la violencia que me rodeaban, luchaba para alzarme, para abrirme paso hacia la luz y los relámpagos que había por encima de las nubes. Pero mis propios esfuerzos me hacían caer, girar salvajemente y hundirme hacia lo profundo en lugar de ayudarme a subir... y, al fin, entendí.

La tempestad era mi propia tempestad interior, la que yo mismo había creado. Era la furia interior de violencia, venganza y destrucción que había acumulado a lo largo de los años; y, por el mismo proceso que había empleado para dirigir la fuerza de los demás contra sí mismos, la mía se volvía contra mí, hundiéndome cada vez más profundamente, cada vez más dentro de la oscuridad, hasta que toda luz se hubo perdido para mí.

Me hundía, porque su poder era más grande que el mío. Me hundía cada vez más; pero, cuando al fin estuve perdido en la oscuridad total y renuncié incluso a luchar, descubrí que no podía. Había algo en mí que no quería rendirse, que seguía combatiendo. Y comprendí también lo que era.

Era lo que Matías había sido incapaz de matar en mí cuando era un niño. Era toda la Tierra y el hombre que luchaba para ascender. Era Leónidas y sus Trescientos en las Termópilas. Era la marcha errante de los israelitas por el desierto y el paso del Mar Rojo. Era el Partenón en Acrópolis, blanco por encima de Atenas, y la oscuridad sin ventanas de la casa de mi tío.

Aquello estaba en mí —el espíritu que todo hombre se niega a perder— y no cedería. Súbitamente, en mi mente maltratada y atormentada que se hundía en la oscuridad, algo saltó de alegría. Porque, abruptamente, había descubierto que también para mí era aquella tierra alta y rocosa en la que el aire era puro y los retazos de avaricia y maldad eran arrastrados por el implacable viento de la fe.

Había atacado a Jamethon donde más fuerte era... justo al salir de su propia debilidad. Era aquello lo que Padma quería decir al mencionar que había luchado contra mí mismo al enfrentarme a Jamethon. Por ello había perdido aquel conflicto en que enfrenté mi incredulidad a sus fuertes creencias. Pero mi derrota no significaba que yo no poseyera alguna fuerza interior. Estaba allí, estaba allí desde siempre, oculta en mí.

La veía muy claramente. Y resonaba como las campanas que tañen por la victoria, y me pareció escuchar una vez más la seca voz de Mark Torre resonando hacia mí triunfalmente; y la voz de Lisa que, lo veía al fin claramente, me había entendido mejor que lo que me entendía yo mismo y nunca me abandonó. Lisa. Y, al pensar en ella de nuevo, empecé a entenderles a todos.

Los millones, los miles de millones de voces que murmuraban... las voces de todas las razas humanas desde que el hombre se irguió por primera vez y adelantó a sus antepasados. Me rodeaban una vez más como lo hicieron en el Punto de Tránsito de la Enciclopedia Final; y se cerraban sobre mí como si fueran alas, levantándome, invencible en las tinieblas, con el estimulante valor que era el mismo de Kensie, una fe que era madre de la de Jamethon, una búsqueda que era hermana de la de Padma.

Con todo aquello, mi ansiedad y mi temor, inspirados por Matías, por los habitantes de los jóvenes mundos, desaparecieron de una vez para siempre. Por fin lo veía todo claramente. Si ellos sólo tenían una cosa, yo lo poseía todo en potencia. Como terrestre que era, formaba parte de todas las razas de los jóvenes mundos y no había ninguna que no pudiera encontrar en mí claros ecos de sí misma.

Emergí al fin de la oscuridad a la luz del día... en el lugar de los primeros rayos, al vacío insondable donde la verdadera batalla se celebraba, la batalla de los hombres sinceros contra la oscuridad secular y hostil cuyo objetivo era dejarnos para siempre en el estado de los animales. Y, a lo lejos, como al extremo de un largo túnel, vi a Padma bajo la luz que se afirmaba, en una lluvia casi inexistente... Padma, que se dirigía a mí.

—Ahora ve —me dijo— por qué la Enciclopedia debe tenerle. Sólo Mark Torre era capaz de llevarla al punto en que ahora se encuentra; y sólo usted puede terminar la tarea, pues la gran mayoría de los habitantes de la Tierra todavía no puede tener una visión completa del futuro. Usted, que ha conseguido establecer un puente entre los habitantes de las Culturas Divididas y los hombres de la Tierra, puede hacer que su visión penetre en la Enciclopedia para que, cuando esté terminada, sea útil para los que ahora no ven en ella ninguna utilidad; así ayudará a la transformación que se producirá cuando los habitantes de las Culturas Divididas deshagan lo andado para volver al fondo esencial de la Tierra y crear de ese modo una nueva forma evolucionada de Hombre.

Su poderosa mirada pareció endurecerse un poco en la luz que se acentuaba. Su sonrisa se convirtió en una mueca triste.

—Vivirá para ver algo más que yo. Adiós, Tam.

Sin advertencias, lo vi. Súbitamente, en mi mente, corrieron y se juntaron la visión y la Enciclopedia... y cobraron un aspecto real. Y, en el mismo momento, mi espíritu al galope se encontró en el camino de la oposición que hallaría al ayudar a nacer aquella realidad.

Y empezaban ya a tomar forma en mi mente, a partir de los conocimientos que tenía de mi propio mundo, aquellas posiciones y métodos a los que me tendría que enfrentar. Mi mente calculaba a toda velocidad, retenía los cálculos y comenzaba a trazar planes para superar la adversidad. Veía que tendría que trabajar con métodos distintos a los empleados por Mark Torre. Mantendría su nombre como emblema y me limitaría a pretender que la Enciclopedia seguía por los cauces marcados por él. Pretendería ser un miembro del Consejo de Gobernadores, cuyos poderes, en teoría, serían igual a los míos.

Pero, en realidad, yo les conduciría, tan sutilmente como fuese posible; y estaría libre de todas las molestas protecciones que había tenido Torre en contra de locos como el que le había asesinado. Podría moverme por la Tierra y dirigiría, al mismo tiempo, la elaboración de la Enciclopedia, para localizar y deshacer los esfuerzos de los que intentasen actuar contra ella. Y ya empezaba a ver cómo hacerlo.

—Espere —le pedí a Padma. Se detuvo y se volvió. Era difícil hablar, pero había que hacerlo—. Usted... —Tragué saliva—. Usted nunca ha renunciado. Todo el tiempo ha confiado en mí.

—No —dijo. Entorné los ojos, pero sacudió la cabeza—. Tenía que creer en el resultado de mis cálculos. —Sonrió ligeramente, casi con tristeza—. Y mis cálculos no le daban a usted muchas esperanzas. Incluso en el crucial momento de la recepción de Donal Graeme en Freilandia, con cinco años de datos acumulados procedentes de la Enciclopedia, la posibilidad de su salvación parecía tan pequeña que no se podía casi tener en cuenta. Incluso en Mará, cuando le curaron, nuestros cálculos no daban esperanzas.

—Pero... usted se quedó a mi lado —murmuré mirándole fijamente.

—Yo no. Ninguno de nosotros. Sólo Lisa —dijo—. Ella no le ha abandonado desde la primera vez que le vio en el despacho de Mark Torre. Ella nos dijo que había visto algo —como una chispa que saliera de usted— cuando le habló durante la visita, incluso antes de que llegaran a la Sala de Tránsito. Ella creyó en usted. Y, cuando decidimos que le curaran en Mará, ella insistió en ser parte del proceso para que pudiéramos unirla a usted mediante algún lazo emotivo.

—¿Unirla? —No lo entendía.

—Sellamos sus relaciones emotivas en el mismo proceso que le permitió restablecerse. Para usted no había diferencia, pero le unió a ella irrevocablemente. Ahora, si ella le perdiera, sufriría tanto, puede que más, como lo que ha sufrido lan Graeme por la muerte de Kensie.

Guardó silencio y me observó.

Pero yo seguía sin entender.

—No entiendo nada —repliqué—. Dijo que lo que le hicieron no la afectó. Entonces, ¿para qué...?

—Oh, por lo que pudimos calcular, aquello no afectaba en nada a lo que interpretamos después. Si ella estaba unida a usted, usted también lo estaba a ella. Pero era como colgar un gorrión con un hilo del dedo de un gigante si se consideraba la importancia relativa de sus efectos en el sistema con relación a la de ella. Solo Lisa pensaba que le vendría bien.

Dio media vuelta.

—Adiós, Tam —dijo. En el aire todavía brumoso que empezaba a aclararse, le vi avanzar solo hacia la iglesia, de donde provenía la voz del celebrante que anunciaba el inicio del himno final.

Me quedé allí plantado, absorto. Pero, súbitamente, empecé a reír sonoramente, porque acababa de darme cuenta abruptamente de que yo era más sabio que el. Todos sus cálculos exóticos no habrían sido capaces de revelar por qué razón aquel lazo que existía entre Lisa y yo podía salvarme.

Todo fluía en mí en aquellos momentos; incluso el poderoso amor que sentía por ella; y reconocí que durante todo aquel tiempo, el individuo solitario en qué me había convertido le había dado a Lisa todo su amor, pero me había negado a admitirlo. Y por aquel amor deseaba la vida. Un gigante puede llevar un pájaro cantor sin esfuerzo, aunque aletee. Pero si siente algún sentimiento por el pajarillo, quizá sea transformado por el amor, cosa que la fuerza no habría conseguido.

De aquel mismo modo, a lo largo del hilo invisible que nos unía, la fe de Lisa se había aliado con la mía, y no podía apagar la mía sin hacer lo mismo con la suya. ¿Por qué razón fui junto a ella cuando me llamó para decirme que habían asesinado a Mark Torre? Incluso en aquel lejano momento me aparté de mi camino para reunirme con ella.

Mientras descubría todo aquello, la aguja de la brújula de mi destino empezó a desplazarse bruscamente ciento ochenta grados, .y todo apareció ante mí bañado por una súbita luz totalmente nueva, con limpieza y claridad. Nada había cambiado en mí, ninguna de mis ansias, de mis ambiciones y júbilos, pero yo sí lo había hecho. Me eché a reír ante la simplicidad de los acontecimientos; al fin vi que los objetivos eran completamente opuestos:

DESTRUIR : CONSTRUIR

CONSTRUIR... la respuesta pura y simple que tanto había deseado encontrar durante todos los años en que me opuse a la nada de Matías. Para ello había nacido, porque aquello era lo que estaba en el Partenón, en la Enciclopedia y en todos los hijos de los hombres.

Había nacido, como todos nosotros —incluso Matías— si no nos apartamos de nuestro camino, para crear cosas antes que para destrozarlas, creador antes que destructor. Al fin, como un trozo de metal desprovisto de impurezas, resonaba a través de los átomos y las fibras de mí ser de acuerdo con la profunda e inmutable frecuencia del objetivo verdadero de la vida. Atontado y débil, me aparté por fin de la iglesia y me dirigí hacia el vehículo. Ya casi no llovía y el cielo empezaba a iluminarse rápidamente. La débil bruma húmeda caía más dulcemente y el aire era fresco y parecía renovado.

Baje las ventanillas del coche y salí del aparcamiento para tomar la larga ruta que me llevaría al espacio-puerto. Y, por la abierta ventanilla, les oí entonar el himno final en el interior de la iglesia.

Era el Canto de Guerra de los soldados amistosos. Mientras me alejaba por la carretera, las voces parecieron perseguirme con un sonido que no era ni triste ni lúgubre, y que no expresaba un adiós, sino que era poderoso y triunfal... el canto de los seres que entonan un himno de marcha al empezar un nuevo día —Soldado, no preguntes— ni ahora ni nunca. Hacia qué guerra tus banderas van.

El canto me fue siguiendo mientras me alejaba. Y, a medida que lo hacía, todas las voces parecieron fundirse hasta que sólo fueron una voz que cantaba muy alto. Por encima de mí, las nubes se desgarraron. El sol se filtraba a través de sus jirones y el cielo azul que se veía por ellos se parecía a esas banderas ondeantes, como los estandartes de un ejército que se dirigiera a tierras desconocidas.

Los observé mientras avanzaban, hasta el momento en que se confundieron con el cielo, y escuché sus voces a mis espaldas durante mucho tiempo. Las oí durante todo el camino que me conducía al espacio-puerto, donde embarcaría en el navío que me llevaría a la Tierra donde, bajo el sol, me esperaba Lisa.