Capítulo 14

Me encontraron nada más salir el sol; no fueron las tropas amistosas sino soldados cassidianos. Kensie Graeme había retrocedido hasta el extremo sur de la línea de combate para enfrentarse así al plan de ataque establecido por Bright destinado a destrozar las defensas de Cassida y diezmar a sus combatientes en las calles de Molón. Pero Kensie, que había previsto aquella estrategia,^ desguarneció la parte sur del frente y envió los blindados y la infantería libres de aquel turno de guardia a reunirse en la zona norte y reforzar el frente por el que Dave y yo nos habíamos movido.

Aquello tuvo como resultado que sus líneas giraban alrededor de un punto central que se encontraba en el sitio exacto en que le viera por primera vez. Las tropas reforzadas del extremo norte del frente se reagruparon al día siguiente, por la mañana, cortando las comunicaciones de los amistosos y aplastando sus tropas por la retaguardia, mientras que las tropas de Armonía y Asociación pensaban que las unidades de Cassida estaban completamente dispersas.

Molón, que era el peñón contra el que las tropas de Cassida serían destruidas, fue testigo del aplastamiento de los amistosos. Los fanáticos vestidos de negro combatieron con el feroz ardor que les caracterizaba y un valor temerario fruto del hecho de verse acorralados. Se encontraban entre los fuegos cruzados del cañón sónico de Kensie y el de los soldados de refuerzo que se acumulaban en retaguardia. Finalmente, el Estado Mayor de los amistosos, antes que perder una gran cantidad de valiosos soldados, prefirió capitular. Así terminó la guerra civil entre las zonas Norte y Sur de Nueva Tierra... una guerra que ganaron las tropas de Cassida.

Pero a mí me importaba un bledo todo aquello. Medio inconsciente por las drogas que me habían administrado, me llevaron hasta Dhores, donde fui hospitalizado. La herida de la rodilla se había agravado al no ser curada a tiempo. No conozco muy bien los detalles pero, mucho antes de ser maravillosamente tratada, la rodilla se quedó rígida. El único modo de arreglarlo, me dijeron los médicos, era proceder a la ablación y reemplazar la rodilla completa por una prótesis totalmente artificial, pero me advirtieron en contra de aquella decisión. La carne y la sangre originales, me dijeron, eran mucho mejores que cualquier cosa que pudiera crear el hombre para reemplazarlas.

En cuanto a mí, no me preocupaba nada todo aquello. Habían arrestado y juzgado al Jefe de Grupo responsable de la masacre de los prisioneros y, como él mismo había predicho, fue condenado a muerte y ejecutado por no haber respetado las disposiciones del Código de los Mercenarios sobre el trato debido a los prisioneros de guerra. Pero tampoco aquello me preocupaba.

Porque, como él mismo había dicho, su ejecución no cambiaría las cosas. Lo que había escrito sobre Dave y los otros prisioneros con su fusil de muelles nadie podría borrarlo.

Yo era como un reloj al que se le ha roto un resorte; no deja de funcionar, pero se escucha cómo gira ruidosamente cuando se sacude el péndulo. Me habían destrozado interiormente, y los elogios que me brindó el Servicio de Información Interestelar y mi nominación para miembro de pleno derecho del Sindicato no me ayudaron a recuperar el aplomo.

Pero al fin tenía a mis espaldas toda la riqueza y el poder del Sindicato, e hicieron por mí lo que muy pocas organizaciones privadas habrían sido capaces de hacer: me enviaron a Kultis —el mayor mundo exótico— para que me cuidaran los nativos especialistas en enfermedades mentales.

En Kultis me convencieron para dejarme curar, pero sin imponerme ningún método en particular. En primer lugar, porque no tenían poder suficiente para curarme (me pregunto si se dieron cuenta de su impotencia en mi caso en particular), y, en segundo, porque su filosofía esencial les prohibía el uso de la fuerza o cualquier medio coactivo para intentar controlar la voluntad de los individuos. No podían hacer otra cosa que indicarme el camino que deseaban que siguiera.

Y el instrumento que eligieron para incitarme a seguir aquel camino parecía el más eficaz. Era Lisa Kant.

—¡Pero usted no es psiquiatra! —exclamé con sorpresa cuando apareció por primera vez en el lugar al que me llevaron, uno de esos edificios complejos que tienen elementos interiores al aire libre. Acababa de tenderme bajo el sol, cerca de la piscina, y me estaba relajando cuando ella apareció a mi lado. Como respuesta a mi pregunta, argumentó que Padma le había recomendado que me ayudase a recuperar la fuerza emotiva.

—¿Cómo sabe lo que soy? —me dijo secamente y con todo el autocontrol que es la herencia de los exóticos de nacimiento—. Hace cinco años que le encontré por primera vez en la Enciclopedia y, por entonces, ya llevaba varios más estudiando.

Me quedé tumbado, parpadeando para mirarla, pues se encontraba encima de mí. Lentamente, algo que dormía en mi interior empezó a latir y agitarse. Me levanté. Yo, que había sido capaz de elegir las palabras adecuadas para que los hombres bailaran a mi antojo como marionetas, ¡acababa de meter la pata hasta el fondo con una observación tan desastrosa!

—Entonces, ¿realmente es psiquiatra? —pregunté.

—Sí y no —me contestó tranquilamente. Luego, súbitamente, sonrió—. De todos modos, no necesita un psiquiatra.

Cuando dijo aquello, me di cuenta de que era exactamente lo mismo que yo pensaba, lo que siempre había pensado pero que, encerrado en mi propia desgracia, había permitido que el Sindicato sacase sus propias consecuencias. Acto seguido, a través del mecanismo de mi conciencia, pequeños relés motores empezaron a funcionar, reanimando mis percepciones.

Si sabía tantas cosas, ¿qué era lo que ella no sabía? Inmediatamente, los dispositivos de alarma resonaron en la ciudadela mental que llevaba construyendo desde hacía cinco años y las barreras defensivas bajaron a ocupar su lugar.

—Puede que tenga razón —dije, súbitamente prudente. Luego, sonreí—: ¿Por qué no nos sentamos a discutirlo?

—¿Por qué no? —repuso ella.

Nos sentamos para hablar. Al principio, fue una conversación artificial sin importancia... la estaba juzgando. Había extrañas resonancias a su alrededor. No puedo expresarlo de otro modo. Todo lo que decía, todos sus gestos, todos sus movimientos parecían tomar un sentido especial cuyo significado no podía entender por completo.

—¿Por qué Padma suponía que usted podría... quiero decir, que tenía que venir a verme? —pregunté prudentemente al poco rato.

—No es sólo para verle... es para trabajar con usted —respondió. No llevaba ropa exótica, sino un traje normal de color blanco. Sus ojos parecían así más hermosos que nunca. Me lanzó una rápida mirada de desafío, tan penetrante como una lanza.

—Porque cree que yo represento una de las dos puertas por las que todavía puede alcanzársele a usted, Tam.

Aquella mirada y aquellas palabras me desanimaron. Si no hubiese existido aquella extraña resonancia, habría podido creer que me estaba dirigiendo una invitación. Pero el tema era más importante.

Habría podido preguntarle sobre lo que entendía de lo que estaba diciendo; pero yo acababa de recuperarme y adopté una posición circunspecta. Cambié de tema —creo que la invité a nadar conmigo— y no volví a hablar de todo aquello hasta unos días más tarde En aquellos momentos, bien despierto, atento, tuve ocasión de mirar a mi alrededor para averiguar de dónde provenían aquellas resonancias y descubrir lo que me estaban haciendo los métodos exóticos. Actuaban en mí sutilmente, por medio de una hábil coordinación basada en una total presión del entorno, una presión que no intentaba llevarme a ninguna dirección concreta, sino que me incitaba a que yo mismo tomase continuamente el timón de mi propia existencia. En resumidas cuentas, el edificio en el que me encontraba, el clima que reinaba en él, las paredes, los muebles, los colores y las formas que lo ocupaban habían sido concebidos para incitarme sutilmente a vivir... no sólo a vivir, sino a hacerlo activa, plena y alegremente. No se trataba simplemente de una casa que rezumara optimismo... era un lugar excitante, un entorno estimulante en el que me hallaba inmerso.

Y Lisa era uno de sus elementos más activos.

Mientras salía poco a poco de la depresión, empecé a notar que no sólo los colores y las formas de los muebles de la casa se alteraban cada día, sino que también cambiaban los temas de conversación, el tono de la voz de Lisa, su risa, continuando el ejercicio de presión máxima sobre mis propios sentimientos, para transformarlos y desarrollarlos.

No creo que la propia Lisa comprendiese de qué modo se combinaban aquellos elementos para producir aquel efecto de fusión. Habría que ser un verdadero exótico para entenderlo. Pero ella sabía —consciente o inconscientemente— cuál era su papel en toda la historia. Y lo interpretaba muy bien.

A mí me daba lo mismo. Automática, inevitablemente, mientras me curaba, me fui enamorando de ella.

No había tenido problemas para encontrar mujeres desde que escapase de casa de mi tío y empecé a experimentar con los poderes de mi cuerpo y de mi mente. Y, especialmente, con las mujeres hermosas, que a menudo parecen tener una fuerte sed de afecto, la mayor parte de las veces insatisfecha. Pero ante Lisa todas aquellas mujeres, hermosas o no, desaparecían o palidecían. Se hubiera podido decir que yo no dejaba de capturar los pájaros cantores que llevaba en mí sino para descubrir que eran simples gorriones a la mañana siguiente, y que sus alegres gorjeos se habían convertido en simples pitidos.

Pero Lisa no me dejó como habían hecho las otras cuando me hube enamorado de ellas. Planeó conmigo y planeó sola nuevamente. Entonces, por primera vez, comprendí por qué razón ella era diferente, por qué razón no se derrumbaba como las demás.

Era porque ella había construido su propio territorio antes de que yo pudiera encontrarlo. No necesitaba mi ayuda para llegar a aquel país encantado, pues ella tenía alas propias. Aunque nuestros países fueran diferentes, nos reuníamos en el cielo.

Fue aquella diferencia lo que me detuvo y lo que al fin quebrantó el caparazón exótico. Porque, cuando quise mostrarme cariñoso, ella me detuvo.

—No, Tam —me dijo apartándose—. Todavía no.

"Todavía no" podía significar "ahora no" o "no, hasta mañana", pero al ver el cambio que se había operado en su rostro, el modo en que sus ojos se apartaron un poco de los míos, supe que no se trataba de aquello. Algo nos separaba, algo parecido a una verja entreabierta, y mi espíritu daba saltos para intentar encontrarle un nombre.

—La Enciclopedia —dije—. Quieres que vuelva a trabajar en ella. —Le miré a los ojos—. De acuerdo. Pídemelo de nuevo.

Sacudió la cabeza.

—No —replicó en voz baja—. Padma me dijo, antes de que te siguiera en la recepción de Donal Graeme, que no vendrías sólo porque yo te lo pidiera. Pero cuando me lo dijo, no lo creí. Ahora sí me lo creo. —Volvió la cara para mirarme fijamente a los ojos—. Si te lo pidiera ahora y me dijeras que querías pensarlo unos momentos antes de contestar, incluso ahora, dirías de nuevo que no.

Sin dejar de mirarme, se sentó en el borde de la piscina, con un arbusto lleno de rosas amarillas bañadas en luz a su espalda.

—¿No ves la verdad, Tam?

Abrí la boca; la volví a cerrar. Porque, como la mano de piedra de algún dios pagano, todo lo que había olvidado mientras me recuperaba, todo lo que Matías y el Jefe de Grupo de los amistosos me habían grabado en el alma, volvió a convertirse en una cruz para mí.

La verja entreabierta se cerró bruscamente entre Lisa y yo y su chasquido resonó por las más secretas profundidades de mi corazón.

—De acuerdo —admití con voz sorda—. Tienes razón. Diría que no.

Miré a Lisa, sentada entre los escombros de nuestro sueño mutuo. Y recordé algo.

—Cuando llegaste aquí —dije lentamente pero sin miramientos... casi se había convertido en mi enemiga— mencionaste algo acerca de Padma, algo que te había dicho sobre que tú eras una de las dos puertas por las que se podía llegar hasta mí. ¿Cuál es la otra? Hasta ahora no te lo había preguntado.

—Pero ahora no quieres esperar más tiempo para cerrarla, ¿verdad, Tam? —me dijo, quizá amargamente—. De acuerdo. Dime una cosa. —Tomó un pétalo caído de una de las flores que había tras ella y lo arrojó a las tranquilas aguas de la piscina, donde flotó como un frágil barco amarillo—. ¿Te has puesto en contacto con tu hermana?

Sus palabras me golpearon como si lo hubiera hecho con una barra de hierro. Toda la historia de Eileen y Dave y la muerte de Dave cuando le había prometido a mi hermana que se lo devolvería sano y salvo, todo aquello volvió a mi mente simultáneamente. Me encontré de pie sin saber cómo e inundado por una corriente de sudor helado.

—No he podido... —empecé, aunque me faltó voz para continuar: se me estranguló en la garganta y me encontré cara a cara con mi alma y con el sentimiento de mi cobardía.

—¡Ellos le han comunicado ya la muerte de Dave! —aullé mientras me volvía furioso hacia Lisa, que seguía sentada, observándome—. ¡Las autoridades de Casssida se lo han contado todo! ¿Qué pasa? ¿Te crees que no sabe lo que le ha pasado a Dave?

Pero Lisa no dijo nada. Se quedó sentada, sin dejar de mirarme. No fue hasta más tarde que me di cuenta de que seguiría sin decir nada. Los exóticos la habían entrenado casi desde que salió de la cuna y por ello no me diría lo que tenía que hacer.

Pero no hacía falta que lo hiciera. El diablo se había hecho dueño de mi alma nuevamente; y ella estaba allí, riéndose al otro lado de un río de ardientes carbones, desafiándome a que me reuniera con ella. Y ni los hombres ni el diablo me habían nunca desafiado en vano.

Me aparté de Lisa y me fui.