Capítulo 9

Eran las seis y media de la madrugada cuando salí del metro que me llevó del puerto hasta el vestíbulo de mi hotel en Dhores. Tenía los nervios ligeramente alterados, y los ojos y la boca un poco secos, porque llevaba sin pegar ojo veinticuatro horas. El día que nacía iba a ser un gran día, y probablemente no podría descansar en otras veinticuatro horas. Pero prescindir del sueño durante dos o tres días es algo muy normal cuando se forma parte del Servicio de Información. A veces uno da con algo que puede ocurrir en un solo segundo; lo que hay que hacer, lo único que hay que hacer, es esperar a que pase.

Estaría atento y, si llegaba al límite, tenía medicinas que me ayudarían a aguantar. Pero, finalmente, una vez en mi despacho, encontré algo que me quitó de golpe todas las ganas que tuviera de dormir.

Era una carta de Eileen. Abrí el sobre, desdoblé la carta y leí:

Querido Tam:

Acabo de recibir tu carta en la que me dices que vas a retirar a Dave del frente para, tomarle como ayudante. Estoy tan feliz que no te puedo describir lo que siento. Nunca habría imaginado que alguien que viniera de la Tierra, que todavía no es más que Aprendiz en el Sindicato de Periodistas, tuviera poder suficiente para hacer algo así por nosotros.

¿Cómo agradecértelo? ¿Y cómo podrías perdonarme el modo en que me he portado contigo, sin escribirte y sin querer saber nada de lo que te ha pasado estos últimos cinco años? No he sido muy buena hermana. Pero sólo se ha debido a mi convencimiento de que no valía para nada y que no te seria de ninguna ayuda; desde la niñez, siempre he sentido que te avergonzabas secretamente de mí.

Cuando me dijiste en la biblioteca que no funcionaría mi matrimonio con Jamethon Black... supe que tenías razón. No hacías más que decirme mi propia verdad, y, aunque fuera verdad, no por ello dejé de despreciarte. Me pareció que te sentías orgulloso al impedirme marchar con Jamie.

Hasta qué punto estaba equivocada... me lo demuestra lo que has hecho por Dave. Y no sabes cuánto siento, lo mucho que lamento, haber dudado de tus sentimientos. Eras la única persona a la que debía amar después de la muerte de papá y mamá, y te quería, Tam. Pero la mayor parte del tiempo tenía la impresión de que tú no lo deseabas, lo mismo que el tío Matías no quería que nadie le apreciase. De cualquier modo, todo ha cambiado desde que conocí a Dave y me casé con él. Un día tendrás que venir a Alban, en Cassida, y conocer nuestra casa. Hemos tenido suene al dar con una bastante grande. Es mi primera casa de verdad, y creo que te sorprenderá un poco cuando veas cómo la hemos decorado. Dave te lo contará si se lo pides... ¿No te parece que es alguien formidable para una personilla tan insignificante como yo? Es muy bueno y muy fiel. ¿Sabes que quiso que te anunciáramos nuestro matrimonio en cuanto nos casamos, en contra de mi opinión? Pero no se lo permití. Y, sin embargo, él tenía razón. Siempre la tiene, y yo, casi siempre, me equivoco... ya lo sabes, Tam. Pero, gracias, muchas gracias por lo que has hecho por Dave. Os mando todo mi cariño a los dos. Dile a Dave que le escribo al mismo tiempo que a ti: supongo que el correo del ejército no será tan rápido como el privado.

Con todo cariño, Eileen

Volví a doblar la carta y la metí en el sobre, que me guardé en el bolsillo; luego, me dirigí al ascensor. Tenía intención de enseñarle la carta a Dave, pero, una vez en la cabina, me sentí embarazado de un modo inesperado al pensar en el agradecimiento de Eileen y el modo en que se acusaba de no ser la mejor de las hermanas. Yo tampoco había sido el mejor de los hermanos. Lo que hacía por Dave podía parecerle enorme, pero no era realmente nada extraordinario. Apenas era poco más de lo que hubiera hecho por algún desconocido que me hubiese prestado servicios profesionales.

De hecho, mi hermana me había avergonzado y al mismo tiempo reconfortado al darme noticias suyas. Quizá acabásemos por vivir como personas normales. Vistos los sentimientos que Dave y ella sentían mutuamente, ya me veía algún día con sobrinos y sobrinas. Y, quién sabe, quizá yo mismo llegase a casarme (el pensamiento de Lisa flotaba de un modo inexplicable en mi mente) y tener hijos. Y todos acabaríamos teniendo familia en una docena de mundos, como la mayor parte de los grupos familiares de nuestro tiempo.

Y así rechazo a Matías, pensaba. Y también a Padma. Soñaba despierto de aquel modo absurdo pero agradable cuando alcancé la puerta de mi apartamento. Me sacudí y pensé de nuevo en enseñarle la carta a Dave. Luego me dije que sería preferible dejar que primero leyera la suya, pues no tardaría en llegar. Abrí la puerta y entré.

Estaba de pie, vestido, con sus cosas preparadas. Sonrió al verme. Aquello me sorprendió durante un cuarto de segundo, luego me di cuenta de que yo mismo estaba con la sonrisa en los labios.

—He recibido noticias de Eileen —dije—. Apenas unas líneas. Me dice que te ha escrito, pero la carta ha debido ser remitida a tu unidad y tardará un día o dos en llegar.

Se alegró al oírlo y bajamos a desayunar. Comer me ayudó a despertarme. Cuando hubimos terminado, nos dirigimos al Estado Mayor de las tropas cassidianas y locales. Dave llevaba el material de grabación y el resto de mi equipo. No era ni pesado ni molesto. A menudo yo mismo lo había llevado sin el menor problema. Pero, teóricamente, el hecho de tener las manos libres me permitiría concentrarme en detalles más sutiles de los reportajes.

El Estado Mayor me había prometido un vehículo aéreo militar, un pequeño modelo biplaza de reconocimiento. Sin embargo, cuando llegué a la Dirección de Transportes, me dijeron que iba detrás de un Comandante de Campo que esperaba a que se adaptase un equipo especial a su aparato. Mi primer impulso fue montar algún escándalo porque me estaban haciendo esperar. Pero, tras pensarlo un rato, decidí abstenerme. No se trataba de un Comandante ordinario.

Era un hombre alto y delgado, de cabellos negros ligeramente ondulados, con un rostro de maciza osamenta pero abierto y sonriente. Ya he dicho antes que soy alto para ser un terrestre. El Comandante de Línea era alto para ser un dorsai, que era su caso. Además, evidenciaba esa indefinible cualidad que constituye su herencia racial, algo superior a la fuerza, al miedo y al valor. Algo que es casi lo opuesto a las tres cualidades conjugadas. Precisamente: era la calma; algo que va más allá de la discusión, del tiempo, de la misma vida. He ido a Dorsai algunas veces a partir de entonces y he observado el mismo fenómeno entre los adolescentes y entre algunos niños. Esos hombres pueden morir —y todos los seres que nacen de una mujer son mortales—, pero transpira de ellos algo así como un tinte que les concede la apariencia, innegablemente, tanto en bloque como de modo individual, de no poder ser conquistados. En nada. La conquista del carácter dorsai no es sólo impensable. Es en cierta medida imposible.

Aquello era con lo que automáticamente contaba mi Comandante de Línea, además de con su magnífico cuerpo y su magnífico espíritu militar. Pero había algo extraño que dominaba en todo aquello. Algo que no parecía pertenecer al carácter dorsai.

Era un calor intenso del carácter, raro y poderoso, que irradiaba hasta mí, que me encontraba a varios metros de él y fuera del círculo de oficiales que le rodeaban, como los matojos que crecen a los pies de un antiguo roble. Y me afectaba, pese a mantenerme apartado y no ser normalmente —debo decirlo— propenso a tal tipo de influencias.

Pero quizá la carta de Eileen me había dejado más vulnerable aquella mañana. Seguramente era eso.

Había algo más que mi mirada profesional detectó casi inmediatamente, y que no tenía nada que ver con un rasgo del carácter. Su uniforme era de color azul militar y la capa estrecha, cosas ambas que caracterizaban no a los soldados de Cassida, sino a los de las Fuerzas Exóticas. Los exóticos, ricos, poderosos e impulsados por su filosofía de no cometer por sí mismos ningún acto violento, contrataban las mejores tropas mercenarias que existían entre las estrellas. Naturalmente, aquello significaba una tasa extremadamente elevada de dorsais entre sus tropas, al menos entre los oficiales. ¿Qué hacía un Comandante de Campo dorsai, con una hombrera de Nueva Tierra en el uniforme exótico, rodeado por oficiales de Nueva Tierra y Cassida? Si acababa de llegar a las tropas homicidas de la Sección Sur de Nueva Tierra, era realmente una afortunada coincidencia. Aparecía la mañana posterior a una larga noche que el Estado Mayor en Contrevale se había pasado haciendo planes.

Pero, ¿era realmente una coincidencia? Era difícil creer que los cassidianos hubieran descubierto que los amistosos habían celebrado una sesión táctica. Los cuadros de Información de Nueva Tierra, entre los que se contaban hombres como el Comandante Frane, no estaban muy dotados en lo referente a espionaje; y el Código de los Mercenarios que regía los contratos de todos los soldados profesionales prohibía que un soldado operara sin su uniforme durante el curso de una misión secreta. Pero admitir la coincidencia era una solución excesivamente fácil.

—Quédate aquí —le ordené a Dave.

Me adelanté y me mezclé con la pequeña multitud de oficiales de Estado Mayor que rodeaban al desconocido Comandante de Campo dorsai, para saber de sus propios labios algo más sobre él. Pero en aquel preciso instante, su aparato apareció. Se instaló en él y el vehículo se alejó antes de que pudiera acercarme. Observé que se dirigía hacia la zona de combate.

Los oficiales que le rodeaban se dispersaron. Les deje alejarse, reservándome para hacer las preguntas a un suboficial uniformado de Nueva Tierra que pilotaba mi propio vehículo aéreo. Ciertamente, él no sabría tanto como los oficiales, pero sería menos circunspecto en sus explicaciones. El Comandante de Campo, me dijo, había sido asignado el día anterior a las Fuerzas de la Sección Sur, bajo las órdenes de un enviado exótico llamado Patma, o Padma. Y, lo que resultaba curioso era que aquel oficial exótico era un pariente del mismo Donal Graeme por quien se había organizado la recepción a la que asistí la noche anterior... aunque Donal estuviera, por lo que sabía, sobre Freilandia bajo las órdenes de Henrik Galt y no al servicio de los exóticos.

—El nombre de éste es Kensie Graeme —me dijo el suboficial del Cuadro de Transportes—. Y tiene un gemelo, ¿lo sabía? Bueno, veamos, ¿sabe usted cómo se manejan estos vehículos?

—Sí —dije. Yo ya estaba a los mandos y Dave se sentaba en el asiento trasero. Apreté el botón de arranque y nos elevamos sobre el cojín de aire unos veinte centímetros—. ¿Y también está aquí el gemelo? —pregunté.

—No. Me parece que sigue en Kultis —respondió el suboficial—. Es tan arisco como éste es jovial, o eso dicen. Cada uno tiene una doble dosis de tales disposiciones. Aparte de por eso, no se les distingue... los dos son Comandantes de Campo.

—¿Cómo se llama el otro? —pregunté, con las manos en los mandos, dispuesto a despegar.

—No me acuerdo —contestó—. Una palabra corta... lan, me parece.

—Gracias, de todos modos —dije, y arranqué el motor. Intenté dirigirme al sur, en la misma dirección que tomase Kensie Graeme; pero mis planes los tracé por la noche mientras regresaba del C. G. de los amistosos. Cuando se tiene sueño, no es lo más indicado modificar los planes sin tener muy buenas razones para hacerlo. Esa lasitud de mente que se experimenta cuando no se ha dormido lo suficiente basta para hacer olvidar las razones que se tuvieron en un principio. Y esas decisiones a menudo se suelen lamentar demasiado tarde.

Tengo por uno de mis principios nunca cambiar mis planes por ningún impulso momentáneo, a menos que esté totalmente seguro de que mi mente se encuentra en plena forma. Es un principio que habitualmente funciona. Aunque, claro está, ningún principio es perfecto.

Hice subir el vehículo hasta una altura de unos seiscientos pies, luego lo enfilé hacia el norte, a lo largo de las líneas cassidianas, con los colores del Servicio de Informaciones brillando en el casco a la luz del sol y el señalizador modulando al mismo tiempo una señal de neutralidad.

Aquello debía ser suficiente, me decía, para confirmar nuestra seguridad a aquella altura hasta que empezaran los tiroteos. Cuando el combate se desatase, más valdría buscar un sitio donde meterse.

De momento, mientras todavía era posible seguir en el aire, tenía la intención de seguir, en primer término, las líneas hacia el norte —donde se bifurcaban hacia el C. G. de los amistosos en Contrevale—, luego hacia el sur, e intentar descubrir lo que Bright y sus oficiales vestidos de negro pretendían hacer.

Entre los dos campamentos enemigos de Contrevale y Dhores, se podría haber trazado una línea recta de norte a sur. La línea de combate real se cruzaba con la imaginaria norte-sur en cierto ángulo, con el extremo norte en Contrevale y el C. G. de los amistosos, y el extremo sur llegando hasta la periferia de Dhores, una ciudad de unos sesenta mil habitantes.

La línea de combate estaba más cerca de Dhores que de Contrevale, lo que resultaba desventajoso para las tropas de Cassida y Nueva Tierra. No podían replegarse al extremo sur de la ciudad, pero tenían la posibilidad de conservar un frente en línea recta y las comunicaciones necesarias para la defensa. Las tropas de los amistosos ya habían situado a sus adversarios en una posición relativamente crítica.

Por otra parte, el ángulo que formaban las líneas de combate era bastante agudo, de modo que una gran parte de las tropas Amistosas se encontraban agrupadas en el extremo norte de la línea cassidiana. Pensé que con tropas de reserva y con un comandante lo bastante audaz, los cassidianos, practicando salidas determinadas a partir del extremo norte de sus líneas, podrían cortar las comunicaciones entre los elementos del sur y las avanzadas de la línea de amistosos y su Estado Mayor cerca de Contrevale. Aquello, al menos, habría tenido la ventaja de sembrar el desorden entre las filas amistosas, de lo que se sabría aprovechar el comandante cassidiano.

Pero no se veía que fueran a hacer nada parecido. Sin embargo, con un dorsai como Comandante de Campo, los cassidianos aún estaban a tiempo de intentarlo... si todavía era el momento propicio y si contaban con los suficientes hombres disponibles. Pero me parecía improbable que los amistosos, tras haberse pasado toda la noche elaborando planes, estuvieran dispuestos a permanecer inactivos durante todo el día mientras los cassidianos se esforzaban por cortar sus líneas de comunicación.

La cuestión principal era saber lo que los amistosos pretendían hacer. Concebí que podía tratarse de una táctica prevista por los cassidianos. Pero no veía cómo los amistosos podrían sacar ventaja de las posiciones del momento y de su situación táctica.

El extremo sur de la línea, en los suburbios de Dhores, discurría entre campos, plantaciones de maíz y terrenos en los que pastaba el ganado, rodeados de cimas cubiertas de hielo. Al norte, había también colinas, pero eran más boscosas. Aparecían cubiertas de bosquecillos de jóvenes abedules amarillos y muy altos que habían encontrado un terreno propicio para su crecimiento en aquellas alturas glaciales y húmedas y que alcanzaban de aquel modo el doble de su talla terrestre: más de doscientos pies. En consecuencia, aquellos sotobosques constituían una región un tanto oscura, un país al estilo del de Robín de los Bosques, con grandes troncos de árbol de seis pies de diámetro con la corteza gris y plateada, que se alzaban como columnas en aquella semioscuridad creada por la bóveda sombría de su follaje que incluso al sol le costaba trabajo atravesar.

Sólo tras haber observado aquella especie de bóveda y recordar lo que ocultaba, me vino a la mente que las tropas podían operar bajo su cobertura sin que, desde el vehículo aéreo que ocupaba, pudiera ver el menor reflejo en un fusil o un casco. Resumiendo, los amistosos podían preparar un asalto importante a la sombra de aquellos árboles sin que yo pudiera siquiera sospecharlo.

Atribuía a la falta de sueño el hecho de no haber pensado en ello antes. Dirigí el vehículo hacia un bosquecillo detrás del cual se perfilaba un fortín cassidiano del que emergía el tubo de un cañón sónico. En aquel lugar despejado había demasiado sol para que creciera la clase de musgo que cubría el suelo por doquier, pero crecía una hierba propia de aquella zona sur de Nueva Tierra, que llegaba hasta las rodillas y se inclinaba ante el impulso del viento, arrugando la superficie del suelo como si fuera la de un lago.

Descendí del vehículo y me abrí paso entre la hierba hasta llegar a los ramajes que camuflaban el lugar en que se encontraba el cañón. Empezaba a hacer calor.

—¿No hay signos de movimientos de los amistosos ni aquí ni en los bosques?—le pregunté al Jefe de Grupo que vigilaba la zona.

—No, por lo que sé —respondió. Era un hombre delgado y nervioso, con una calvicie incipiente. Llevaba desabotonado el cuello del uniforme—. Han salido patrullas para verificarlo.

—Hmmm —dije—. Intentaré adelantarme un poco. Gracias.

Volví al vehículo y despegué, volando a pocas pulgadas por encima de los obstáculos para penetrar en los bosques. En ellos se estaba más fresco. El grupo de árboles bajo el que había penetrado me llevó a otro, luego a otro. En el tercero, me detuvieron y descubrí que había dado con una de las patrullas cassidianas. Los miembros de la patrulla estaban tendidos en el suelo, invisibles y amenazándonos, probablemente, con sus armas. No vi a nadie hasta el momento en que un Jefe de Unidad de rostro cuadrado apareció casi al lado del vehículo, con el rifle de agujas en la mano y la visera del casco bajada.

—¿Qué se les ha perdido por aquí? —preguntó al tiempo que levantaba la visera.

—Soy Periodista. Tengo autorización para entrar en las líneas de combate y atravesarlas. ¿Quiere ver mis papeles?

—¿Quiere que le diga lo que puede hacer con sus papeles? Si de mí dependiera... No es que su presencia turbe nuestra fiestecilla, pero ya tenemos bastantes dificultades para que los hombres se porten como soldados en una zona de combate sin que tipos como ustedes se paseen por los alrededores.

—¿Por qué? —pregunté inocentemente—. ¿Tiene otros problemas? ¿Cuáles?

—No hemos visto un solo casco negro desde el amanecer. ¡Ese es nuestro problema! —respondió—. Sus posiciones estratégicas de avanzada están vacías... y ayer no lo estaban. Si introduce una antena en el suelo y escucha durante cinco segundos, oirá los blindados... blindados pesados, en gran número, que se desplazan a menos de quince o veinte kilómetros de nosotros. ¡Esos son nuestros problemas! Ahora, ¿por qué no se da la vuelta y se pone detrás de las líneas, camarada, para que no tengamos también que ocuparnos de ustedes?

—¿De qué dirección proviene el ruido de blindados?

Extendió un brazo y señaló el territorio amistoso.

—Bien, pues es hacia allí a donde vamos a dirigirnos —dije, aplastándome en el asiento y alzando el brazo para cerrar el techo corredizo.

—¡Espere! —Su voz detuvo mi movimiento—. Si está decidido a ir hacia el enemigo, no puedo impedirlo. Pero mi deber es advertirle que lo hace bajo su propia responsabilidad. Le quiero decir que cuando se encuentren entre las líneas, ahí adelante, tienen muchas oportunidades de ser abatidos por los disparos de las armas automáticas.

—De acuerdo, de acuerdo. Considere que estamos advertidos. —Cerré el techo con un movimiento seco. Quizá era la falta de sueño lo que me ponía irritable, pero me pareció que aquel hombre quería inquietarnos inútilmente. En el momento de arrancar le vi mirarme con aspecto siniestro.

Pero fui injusto con él. Me deslicé bajo los árboles y, tras unos segundos, le perdí de vista. Penetré en otros bosques en miniatura, atravesé otros claros y descendí por suaves pendientes durante media hora sin encontrar nada. Estaba a punto de decirme que debíamos encontrarnos a menos de dos o tres kilómetros del lugar del que procedía, según el Jefe de Unidad, el ruido de los blindados, cuando ocurrió. Se produjo un súbito ruido y un golpe que pareció proyectarme el tablero de mandos a la cara y me sumí en la inconsciencia. Parpadeé, luego abrí los ojos. Dave había dejado su asiento e, inclinado sobre mí, me soltaba el cinturón de seguridad. La inquietud era patente en su rostro redondo.

—¿Qué es lo que...? —murmuré. Pero no prestó atención a lo que le decía, pues estaba ocupado en soltarme para sacarme del vehículo.

Quería que me tendiese en el musgo; pero, en cuanto descendimos de la nave me recuperé. He quedado aturdido, pensaba, pero no me he llegado a desvanecer. Sin embargo, al volverme para mirar el vehículo, me alegré por haber salido con bien.

Acabábamos de ser víctimas de una mina vibradora. Naturalmente, el vehículo contaba, como todos los que están destinados a volar sobre campos de batalla, con tallos sensoriales que emergían del casco en todas direcciones. Uno de aquellos tallos había alterado las vibraciones de la mina cuando nos encontrábamos aún a una docena de pies de ella, y el vehículo se había convertido en un montón de chatarra. Mi cabeza había golpeado contra el tablero de mando, y lo que más me sorprendía es que ni siquiera me hiciera un rasguño que diera prueba de ello. Sólo tenía un buen hematoma, bastante grande.

—¡Vaya! —le dije a Dave irritado. Luego insulté al vehículo durante unos minutos para tranquilizarme.

—¿Qué hacemos ahora? —me preguntó Dave cuando recuperé la calma.

—Vamos a dirigirnos a pie hasta las líneas de los amistosos. Son las más próximas —rezongué. Los consejos del Jefe de Unidad me vinieron a la cabeza y juré de nuevo. Luego, como tenía a alguien de quien ocuparme, le dije a Dave—: Estamos aquí para conseguir material para un artículo. Te acuerdas de eso, ¿verdad?

Di media vuelta y me puse en marcha. Probablemente habría otras minas vibradoras en los alrededores, pero el peso de un hombre y las vibraciones provocadas por su marcha eran insuficientes para detonarlas. Un instante más tarde, Dave me alcanzó y marchamos juntos y en silencio sobre el suelo cubierto de musgo, entre los enormes troncos de los abedules. Tras un momento, me volví. El vehículo ya no estaba a la vista.

Sólo en aquel momento —cuando ya era demasiado tarde— me asaltó la idea de que había olvidado controlar en mi indicador direccional de muñeca las indicaciones que figuraban en el del vehículo. Parecía que las líneas Amistosas estaban muy cerca. Si las indicaciones estaban en correlación con el indicador del vehículo, todo iba bien. En caso contrario... Entre los inmensos pilares que formaban los troncos de los árboles, sobre aquella uniforme alfombra de musgo, suave e indeterminada, era imposible orientarse.

Pero volver sobre nuestros pasos para consultar el indicador del vehículo sería probablemente nuestra perdición en el sentido más literal del término.

No había nada que hacer. Lo importante era continuar avanzando en línea recta a través de la oscuridad y el silencio del bosque. Ajusté el indicador sobre la dirección que tomábamos, esperando que todo fuera bien. Seguimos avanzando hacia lo que yo esperaba que fuesen las líneas Amistosas, estuvieran donde estuviesen.