Capítulo 20

No pedí ser recibido por Piers Leaf. Fue él quien me llamó. Mientras atravesaba el vestíbulo del Sindicato y penetraba en el ascensor que conducía a su despacho, las cabezas de los miembros se volvían a mi paso. Desde que tres años antes los líderes del Frente Azul se hicieran con el poder en Santa María, las cosas habían cambiado mucho para mí.

Conocí la hora del tormento durante la entrevista con mi hermana. Y tuve, mientras me volvía a la Tierra después de visitarla, una primera imagen de mi venganza. Luego, adopté dos medidas —una en Santa María, la otra en Armonía— para organizar la venganza. Sin embargo, incluso después de haberlo hecho, no cambié interiormente. Cambiar requiere mucho tiempo.

Había soñado con primitivas imágenes de venganza, en las que me veía con una espada en la mano, dirigiéndome a una cita bajo la lluvia. Allí, por primera vez, había sentido que era atraído por algo, pero la realidad que percibía era mucho más fuerte, más fuerte que el alimento, la bebida o el amor... más fuerte que la propia vida.

Hay imbéciles que creen que la riqueza, las mujeres, el alcohol o incluso la droga pueden comprar la mayor parte de los pesares del alma de un hombre. Esas cosas no ofrecen más que pálidos placeres si se las compara con el mayor placer de todos, la tarea que requiere toda la fuerza, que le absorbe a uno por completo, con huesos, nervios, cerebro, esperanzas y temores, sueños... y que todavía pide más.

Hay imbéciles que ven las cosas de otro modo. Ningún gran esfuerzo ha podido nunca ser comprado. Ninguna pintura, ninguna melodía, ningún poema, ninguna catedral de piedra, ninguna iglesia, ningún Estado ha podido nunca valer ningún tipo de precio. Ningún Partenón, ningún desfiladero de las Termópilas, ha sido erigido en el lugar del combate por dinero o por gloria. Ninguna Bukhara saqueada, ni China aplastada bajo los pies mongoles por el solo amor del botín. El valor de las cosas reside precisamente en el hecho de hacerlas.

El hecho de valerse de uno mismo —de valerse de uno mismo como si uno fuese una herramienta— y así recrear o romper lo que nadie más puede construir o destruir... ése es el mayor placer que el hombre puede conocer. El que ha sentido en sus manos el cincel y ha liberado al ángel prisionero en el bloque de mármol o el que ha sentido la espada en sus manos y ha enviado a la nada el alma que un momento antes vivía en el cuerpo de su más mortal enemigo... ésos conocen el sabor de un delicado manjar que sólo existe para los demonios y para los dioses.

Aquello era lo que me había sucedido durante los tres años que acababan de pasar.

Había soñado con tener entre mis manos los rayos, y los blandía por encima de los catorce mundos, y los doblaba a mi antojo. Sostenía el rayo firmemente y leía sus significados. Mi poder se había endurecido; y sabía lo que el fracaso de las cosechas de Freilandia podía representar a la larga para los que necesitaban una formación profesional en Cassida y que no podrían pagar por obtenerla. Veía evolucionar a los individuos como William de Ceta, Project Blaine de Venus y Sayona el Delegado de los dos mundos exóticos... que transformaban y plegaban a su voluntad el curso de las cosas que ocurrían entre las estrellas... y leía claramente lo que pasaría con ellos. Y, sabiéndolo, me dirigía allí donde había noticias y las escribía aunque sólo se tratase de simples indicios, aunque mis colegas del Sindicato hubieran llegado a pensar que era un poco diablo o un poco profeta.

Pero no me importaba lo que pudieran pensar. Sólo me preocupaba del secreto sabor de mi venganza, del sentimiento de la espada oculta... ¡de la herramienta de mi Destrucción! De momento, sin embargo, estaba en la oficina de Piers Leaf. Me esperaba junto a la puerta, pues le debían haber advertido desde la planta baja que estaba subiendo. Me estrechó la mano y me la sujetó hasta que entramos en su despacho y cerró la puerta. No nos sentamos ante la mesa de su despacho, sino un poco mas lejos, en los cojines hinchables de un sofá y una silla muy mullida. Llenó unas copas con dedos que parecían adelgazados por la súbita vejez.

—¿Conoce la noticia, Tam? —preguntó sin más preámbulos—. Morgan Chu Thompson ha muerto.

—Ya lo sabía —respondí—. Hay una plaza libre en el Consejo.

—Sí. —Bebió un sorbo y dejó el vaso. Se pasó una mano por la cara con aire cansado—. Morgan era uno de mis mejores amigos.

—Ya lo sé —dije, aunque no sentía nada por él—. Debe haber sido muy duro para usted.

—Teníamos la misma edad... —Se interrumpió y me sonrió levemente—. Supongo que espera que apoye su candidatura para esa plaza, ¿verdad?

—Creo —respondí— que los miembros del Sindicato encontrarían un poco raro que no lo hiciera, sobre todo, si tenemos en cuenta cómo me han ido las cosas últimamente.

Asintió, pero, al mismo tiempo, pareció como si apenas me escuchase. Tomó de nuevo el vaso y bebió otra vez sin darle importancia, luego, lo dejó.

—Hace casi tres años —dijo—, vino usted a verme para hacer una predicción. ¿Se acuerda?

Sonreí.

—Suponía que a lo mejor la había olvidado —dijo—. Bien, Tam... —Se detuvo y suspiró sonoramente. Parecía que le costaba trabajo decirme lo que quería. Pero yo había aprendido con la edad y estaba habituado a ser paciente. Esperé—. Hemos tenido tiempo para ver evolucionar las cosas y parece que usted a la vez tenía razón... y se equivocó.

—¿Me equivoqué? —repetí.

—Pues, sí —dijo—. Su teoría era que los exóticos iban a destruir la cultura amistosa de Armonía y Asociación. Pero sólo tiene que ver cómo han ido las cosas desde entonces.

—¡Oh! —repliqué—. ¿Cómo...? ¿Por ejemplo...?

—Bueno —continuó—, resulta evidente desde hace casi una generación que el fanatismo de los amistosos —actos de violencia carentes de razón, como esa masacre que le costó la vida a su cuñado en Nueva Tierra hace tres años— ponían a los trece mundos en contra de los amistosos. Hasta tal punto que perdieron toda oportunidad de alquilar sus servicios como soldados mercenarios. El caso es que los amistosos actúan como lo hacen porque son como son. No se puede culpar por ello a los exóticos.

—No —dije—. Supongo que no.

—Naturalmente que no. —Bebió un poco más, algo más interesado—. Creo que lo que me dejó más perplejo fue cuando me dijo que los exóticos iban a intentar destruir a los amistosos. No me parecía muy verosímil. Pero luego llegaron las tropas amistosas para apoyar la revolución del Frente Azul en Santa María, justo en la retaguardia de los exóticos bajo los soles de Proción. Y tengo que admitir que algo parecía que iba a pasar entre los amistosos y los exóticos. —Se calló y me miró.

—Gracias —dije.

—Pero el Frente Azul no duró mucho —continuó.

—Parecía contar con una fuerte base popular al principio —le interrumpí.

—Sí, sí. —Con un gesto, Piers olvidó mi objeción—. Pero ya sabe usted cómo son esas situaciones. Siempre se busca pelea cuando el mundo de uno es más rico e importante... o cuando lo es el vecino. El problema es que los habitantes de Santa María no tardaron mucho en comprender las verdaderas intenciones de los miembros del Frente Azul y los expulsaron... y los han convertido en un partido ilegal. Los miembros del Frente Azul eran sólo un puñado y la mayor parte de ellos están locos. Además, Santa María no puede aguantar sola ni financieramente ni en cualquier otro campo si no es a la sombra de dos mundos tan ricos como Mará y Kultis. El Frente Azul estaba condenado al fracaso... cualquiera que estuviera fuera de todo ello podría verlo.

—Me lo supongo —dije.

—¡Lo sabe! —exclamó Piers—. No me diga que alguien dotado de las facultades de percepción de que usted ha dado muestras no podía verlo desde el principio, Tam. Pero, lo que yo no vi —y aparentemente usted tampoco— fue que, inevitablemente, una vez el Frente Azul hubiera caído en desgracia, los amistosos llevarían a Santa María sus fuerzas de ocupación para sostener sus reivindicaciones, exigiendo del gobierno legal el pago de los servicios prestados al Frente Azul. De acuerdo con el tratado de ayuda mutua existente entre los exóticos y el gobierno legal de Santa María, los exóticos estarían obligados a responder a la petición de auxilio de Santa María para expulsar a los amistosos... pues Santa María no podía pagar la factura que estos presentaban.

—Sí —contesté—. También me previne contra eso.

Me dirigió una penetrante mirada.

—¿Sí? —dijo—. Pues, entonces, ¿cómo supone que..? —Pensativo, se quedó callado.

—El problema —añadí con voz natural—, es que las fuerzas expedicionarias exóticas no han tenido muchos problemas para reducir y diezmar las fuerzas amistosas. Los combates se han detenido por el invierno; pero si el Eclesiarca Bright y su Consejo no envían refuerzos, los soldados que tienen en Santa María se rendirán, probablemente, a los exóticos en primavera. No pueden enviar refuerzos, pero tendrán que hacerlo de todos modos...

—No —dijo Piers—, no lo harán. —Me miró de un modo raro—. Está usted a punto de afirmar, supongo, que toda esta situación proviene de una maniobra de los exóticos para derramar sangre amistosa dos veces... primero, dejándoles ayudar al Frente Azul, luego haciendo que les envíen refuerzos.

Sonreía en mi fuero interno porque él estaba llegando al punto que yo mismo había decidido alcanzar tres años antes... pero quería que él me lo dijera y que yo no tuviera que sacar el tema.

—¿No es así? —pregunté, fingiendo sorpresa.

—No —dijo Piers firmemente—. Es exactamente lo contrario. Bright y el Consejo tienen intención de dejar a sus tropas expedicionarias para que las capturen o las masacren... preferiblemente esto último. El resultado será tal que ocurrirá lo que usted dijo que pasaría en los trece mundos. El principio según el cual todo mundo puede ser considerado como rehén por las deudas contraídas por sus habitantes es esencial —aunque no esté legalmente reconocido— en la estructura financiera interestelar. Pero los exóticos, conquistando a los amistosos de Santa María, van a rechazarlo. El hecho de que los exóticos estén obligados por tratado a acudir a la llamada de auxilio de Santa María no modificará las cosas. Bright sólo tendrá que ir a buscar ayuda en Ceta, Newton y los otros mundos de contratos "cerrados" para formar una liga que ponga a los exóticos de rodillas.

Se calló y me miró fijamente a los ojos.

—¿Ve a dónde quiero ir a parar? ¿Comprende ahora por qué tenía razón —en su idea de venganza de los exóticos y los amistosos— y a la vez se equivocaba? ¿Ve hasta qué punto está ahora equivocado?

Le miré de un modo deliberado durante un momento antes de contestar.

—Sí —dije, e incliné la cabeza—. Ahora lo veo. No son los exóticos los que destruirán a los amistosos. Serán los amistosos los que destruyan a los exóticos.

—Exactamente —dijo Piers—. La riqueza y los conocimientos especializados de los exóticos han representado el pivote de la asociación de mundos de contrato "abierto", lo que les permitía compensar las ventajas de negociar con técnicos como si fueran sacos de trigo, lo cual, a su vez, ha proporcionado la fuerza a los mundos "cerrados". Si los exóticos son vencidos, el equilibrio de poder entre los dos grupos de mundos quedará destruido. Y ese equilibrio es lo que permite que nuestro Viejo Mundo de la Tierra aguante entre ambos grupos. Si tal cosa sucede, seremos atraídos a uno u otro de esos grupos... sea cual sea al que vayamos, éste se querrá asegurar el control de nuestro Sindicato y la Imparcialidad que ha reinado hasta ahora en nuestro Servicio de Informaciones.

Guardó silencio y se deslizó en el asiento como si estuviera agotado. Luego se incorporo de nuevo.

—¿Sabe qué grupo se hará con la Tierra si ganan los amistosos? —preguntó—. El grupo de mundos de contratos "cerrados", naturalmente. Bueno. En ese caso... ¿dónde estamos ahora como miembros del Sindicato, Tam?

Le miré, dándole tiempo para que pensara que sus palabras causaban en mí algún efecto. Pero, en realidad, paladeaba el primer sabor, muy ligero todavía, de la venganza. Porque el había llegado al punto en que le quería tener, un punto en el que pareciera que el Sindicato se enfrentaría a la negación de su importante principio de imparcialidad y tendría que tomar partido contra los mundos amistosos o ser capturado por el grupo de mundos a los que pertenecían los amistosos y sus "cerrados" contratos. Le dejé esperando en silencio, para que se creyera impotente durante un momento. Luego, lentamente, le contesté:

—Si los amistosos pueden destruir a los exóticos —dije—, entonces, los exóticos también pueden destruir a los amistosos. Tal situación presenta las mismas oportunidades de fracaso y triunfo para las dos partes. Pero si ahora, sin comprometer nuestra imparcialidad, pudiera ir a Santa María para presenciar la ofensiva de primavera, puede que este talento que poseo viera un poco más allá que los demás en cuanto al desenlace de la situación.

Piers me miró atentamente, con el rostro ligeramente pálido.

—¿Qué quiere decir? —preguntó finalmente—. No puede usted tomar partido abiertamente por los exóticos. ¿No tendrá semejante intención?

—Claro que no —le respondí. Pero podría, fácilmente, descubrir algo que poner a nuestro favor para salir con bien de esta historia. En ese caso, podría asegurarme de que también ellos lo vieran. No está usted seguro de que lo consiga, pero, como dice usted, ¿qué más podemos hacer?

Titubeó. Extendió la mano para tomar el vaso de encima de la mesa y, mientras lo agarraba, su mano temblaba un poco. No se habría necesitado mucha capacidad de penetración para adivinar lo que pensaba. Lo que yo le sugería significaba una violación del espíritu de la ley de imparcialidad del Sindicato. Tomaríamos partido... pero Piers estaba pensando que deberíamos hacerlo por el bien del Sindicato, pues nos era dado el poder de elegir.

—¿Tiene usted pruebas de que el Eclesiarca Bright quiera abandonar a sus fuerzas de ocupación? —pregunté cuando le vi más dudoso—. ¿Estamos seguros de que no va a enviar refuerzos?

—Estoy en contacto con personas de Armonía que intentan obtener esa prueba en este momento —empezaba a contestarme cuando el teléfono de su despacho sonó. Pulsó un botón y el rostro de Tom Lassiri, su secretario, apareció en pantalla. —Señor —dijo Tom—, es una llamada de la Enciclopedia Final para el Periodista Tam Olyn. Es de parte de la señorita Lisa Kant. Dice que se trata de un caso de extrema urgencia.

—Pásemela —dije, mientras Piers asentía con la cabeza. Mi corazón saltó en el pecho por alguna razón que todavía no había tenido tiempo de descubrir. La pantalla se iluminó y el rostro de Lisa se dibujó en ella.

—¡Tam! —dijo sin preámbulos—. Tam, ven deprisa. Mark Torre ha sido víctima de un asesino. Se está muriendo y los médicos no pueden hacer nada. Quiere hablarte... quiere hablar contigo, Tam, antes de que sea demasiado tarde. ¡Oh, Tam, ven deprisa! ¡Apresúrate!

—Ya voy —aseguré.

Y me fui. No tuve tiempo para preguntar por qué debía atender su llamada. El sonido de su voz me hizo levantar del asiento y salí del despacho de Piers como si una mano poderosa me hubiera empujado de los hombros. Me fui, eso es todo.