Capítulo 22
Cuando salí del navío espacial y puse pie en Santa María, sentí en la espalda la pequeña brisa provocada por la presión más elevada de la atmósfera del aparato como una mano que emergiera de la oscuridad detrás mío empujándome en medio de aquel día oscuro y lluvioso. La capa de periodista me envolvía a la perfección. El frío húmedo me rodeada pero no penetraba en mí. Era como la desnuda espada escocesa de mis sueños, envuelta y oculta en el tartán, afilada en una piedra y llevada al fin a aquel lugar de encuentro para el que me llevaba preparando durante tres años.
Un encuentro bajo una fría lluvia de primavera. La sentía tan fría como la sangre sobre mis manos o su sabor en mis labios. Por encima de mí, el cielo parecía muy bajo y estaba cubierto de nubes que navegaban hacia el este. La lluvia caía de un modo discontinuo.
Producía un ruido de tambores cuando descendí por los peldaños que llevaban al nivel del suelo; era una multitud de gotas que marcaban su propio fin sobre el inquebrantable cemento. Recubrían la tierra hasta perderse de vista, ocultándola, y dejaban el suelo estaba tan desnudo y limpio como la última página de un libro de cuentas. En uno de sus extremos, las construcciones de los hangares se alzaban como una única piedra caída del cielo. Las cortinas formadas por el agua al caer entre los edificios y yo se aclaraban y oscurecían como el humo de una batalla, pero nunca conseguían ocultarlos de mi vista completamente.
Era la misma lluvia que cae en todas partes y en todos los mundos. Caía lo mismo en Atenas, sobre la oscura y triste casa del tío Matías, que sobre las ruinas del Partenón, como tuve ocasión de comprobar muchas veces desde la ventana de mi cuarto.
Escuchaba su sonido mientras descendía la escalera, tamborileando sobre el navío con el que me había desplazado libremente entre las estrellas —desde la Vieja Tierra hasta aquel mundo que era el penúltimo en importancia, un pequeño planeta de naturaleza terrestre bajo los soles de Proción—, resonando huecamente en la valija llena de documentos que se deslizaba por la cinta transportadora a mi lado. Aquella maleta no significaba nada para mí... ni tampoco lo representaban mis papeles que atestiguaban mi Imparcialidad, unos papeles que llevaba desde hacía cuatro años y que tanto me había costado ganar. Me importaban menos que el nombre del individuo con quien me iba a encontrar distribuyendo los coches destinados a transportar a los pasajeros hasta los edificios del astródromo. Si es que era el hombre que me habían indicado mis informadores en la Tierra. Y si no habían mentido.
—¿Sus maletas, señor?
Emergí de mis pensamientos y de la lluvia. Había llegado al suelo de cemento. El oficial de desembarco me sonreía. Tenía más edad que yo, aunque parecía más joven. Mientras me sonreía, las gotas de lluvia que perlaban la visera de su gorra cayeron y rodaron como lágrimas sobre la lista de embarque que llevaba en la mano.
—Lleve mis maletas al complejo amistoso —dije—. El maletín, no. Lo llevaré yo mismo.
Lo tomé de la cinta transportadora y me di la vuelta para alejarme. El hombre uniformado que había junto al primer coche de la fila encajaba en la descripción.
—¿Su nombre, señor? —preguntó—. ¿Está en Santa María por asunto de negocios?
Si me lo habían descrito, también habrían hecho lo mismo conmigo. Pero yo estaba dispuesto a complacerle y satisfacer sus deseos.
—Periodista Tam Olyn —dije—. Residente en Vieja Tierra. Representante del Sindicato del Servicio de Informaciones Interestelares. Vengo a informar sobre el conflicto entre los amistosos y los exóticos. —Abrí el maletín y le enseñé mis papeles.
—Muy bien, señor Olyn. —Me los devolvió, mojados por la lluvia. Se volvió para abrir la puerta del coche detenido junto a él y ajustó el piloto automático—. Siga la autorruta hasta la ciudad de José. Coloque los mandos en "automático" cuando llegue a los suburbios y la nave le llevará hasta el centro de los amistosos.
—Entendido —dije—. Un momento.
Se dio la vuelta. Tenía la cara joven y agradable, con un pequeño bigote, y me miraba con aire a la vez vivo y desenvuelto—. ¿Señor?
—Ayúdeme a entrar en el coche.
—Oh, no sabe cuánto lo siento, señor. —Se acercó a mí apresuradamente—. No había visto su pierna...
—La humedad la pone rígida —dije. Colocó el asiento y metí la pierna izquierda por detrás de la dirección. Se dispuso a irse.
—Un momento —repetí. Había perdido la paciencia completamente—. ¿Es usted Walter Imera?
—Sí, señor —dijo suavemente.
—Míreme —insistí—. Tiene algo que comunicarme, ¿verdad?
Se volvió lentamente para quedarse mirándome. Su rostro seguía siendo inexpresivo.
—No, señor.
Esperé un buen rato sin dejar a mi vez de mirarle.
—De acuerdo —concluí, estirando la mano para cerrar la portezuela del vehículo—. Supongo que sabe que conseguiré lo que quiero de algún otro modo. Y creerán que me lo ha proporcionado usted de todas formas.
Su bigotillo empezó a parecer caído.
—Espere —dijo—. Tiene que entenderlo. Esos informes no son las noticias que usted tiene que hacer públicas, ¿verdad? Tengo familia y...
—Y yo no —le corté. No me preocupaba por él.
—Usted no lo comprende. Me matarían. Los del Frente Azul es lo que hacen aquí en Santa María. ¿Por qué quiere saber algo sobre ellos? No entendí lo que quería decirme...
—De acuerdo —dije. Me dispuse a cerrar la portezuela.
—¡Espere! —Me tendió una mano bajo la lluvia—. ¿Cómo puedo estar seguro de que conseguirá impedir que me busquen líos si le digo lo que quiere?
—Pueden volver al poder un día u otro —le dije—. Incluso algunos grupos políticos fuera de la ley no se divertirían mucho irritando al Servicio de Noticias Interestelares. —Me dispuse otra vez a cerrar la portezuela.
—Conforme —dijo inmediatamente—. Conforme. Vaya a Nuevo San Marcos... A los joyeros de la calle Wallace. Un poco más allá de la ciudad de José, donde se encuentra el complejo de los amistosos al que se dirige. —Se lamió los labios—. ¿Les hablará de mí?
—Sí. —Le miré. Por encima del cuello azul del uniforme, en la derecha, vi una pulgada o dos de una fina cadena de plata que brillaba sobre su pálida piel. El crucifijo debía quedar oculto bajo la camisa—. Los soldados amistosos llevan dos años por aquí. ¿Le gustan a la gente?
Sonrió levemente. El color volvió a su rostro.
—Oh, como cualquier otro —respondió—. Hay que comprenderles. Tienen sus propias maneras de actuar.
Sentí dolor en la pierna rígida, donde los médicos de Nueva Tierra habían extraído el proyectil del fusil de agujas tres años antes.
—Exactamente —dije—. Cierre la puerta. —Obedeció y se alejó.
Había una medalla con la efigie de San Cristóbal en el panel de mandos. Un soldado amistoso la habría arrancado y tirado, o se habría negado a tomar aquel coche. Me procuró un placer especial dejarla donde estaba, aunque tampoco representase nada para mí. No era sólo por Dave y los otros prisioneros que habían sido abatidos en Nueva Tierra. Era simplemente porque algunas tareas tienen un cierto elemento de placer. Cuando las ilusiones de la infancia desaparecen y sólo quedan los deberes, tales placeres son bien recibidos. Los fanáticos, a fin de cuentas, no son peores que los perros rabiosos.
Pero hay que eliminar a los perros rabiosos; es una cuestión de buen gusto.
Atravesé durante media hora una región de colinas boscosas y campos de labranza. Los surcos parecían negros bajo la lluvia. Encontré que aquel color oscuro era menos siniestro que otros colores parecidos que había visto. Llegué, finalmente, a los suburbios de la ciudad de José.
Los mandos automáticos del vehículo me permitieron atravesar a toda velocidad una ciudad pequeña y muy limpia, típica de Santa María, de unos cien mil habitantes. Llegué al otro extremo, y a un terreno impreciso en cuyo final se alzaban los muros macizos de cemento, ligeramente inclinados, de un complejo militar.
Un soldado amistoso detuvo mi coche en la verja de entrada alzando el fusil negro y abriendo la puerta izquierda.
—¿Quién eres y qué vienes a hacer aquí?
Su voz era rasposa y nasal. Las insignias de Jefe de Grupo rodeaban su cuello. El rostro de unos cuarenta años que emergía del traje era delgado y marcado por las arrugas. Su cara y sus manos, las únicas partes de su cuerpo que quedaban al descubierto, parecían de un blanco anormal al contrastar con el negro tejido de su uniforme y el negro color del arma.
Abrí el maletín y le di mis papeles.
—Mis credenciales —dije—. Estoy aquí para ver al Jefe en funciones de las Fuerzas Expedicionarias, el Comandante Jamethon Black.
—Aparta —dijo con voz nasal—. Te llevaré yo.
Me desplacé en el asiento. Penetró en el vehículo y tomó los mandos. Franqueamos la entrada y giramos tomando una vía de acceso. Vi una plaza interior al extremo del patio. Los muros de cemento que la rodeaban resonaron cuando pasamos. Oía las órdenes de maniobra subiendo de volumen a medida que nos acercábamos a la plaza. Cuando llegamos a ella, unos soldados la ocupaban alineados para el ejercicio del medio día, bajo la lluvia.
El Jefe de Grupo me dejó y cruzó la entrada de lo que parecía una oficina excavada en uno de los muros que rodeaban la plaza. Observé a los soldados en formación. Presentaban armas, en lo que era su actitud de rezo en el campo de batalla; mientras los observaba, un oficial que había frente a ellos, pegado a uno de los muros, les hizo entonar su canto de batalla:
Soldado, no preguntes —ni ahora ni nunca Hacia qué guerra, tus banderas van. Legiones de anarquistas nos rodean. ¡Golpea! ¡Y no cuentes los golpes!
Intenté no escuchar. No había acompañamiento musical, ni ornamentos ni símbolos religiosos a excepción de la fina silueta de una cruz pintada con cal en la pared que había a espaldas del oficial. Las numerosas voces masculinas se alzaron para caer lentamente cantando aquel himno triste y siniestro que no prometía a los soldados más que dolor, sufrimientos y tristeza. Finalmente, la última estrofa elevó sus lamentos —celebraba la muerte en combate—, y los soldados descansaron las armas.
Un Jefe de Grupo hizo romper filas mientras el oficial pasaba a mi lado sin mirarme y franqueaba la entrada por la que mi guía había desaparecido. Reconocí a aquel oficial. Era Jamethon Black.
Un momento más tarde, el guía volvió a buscarme. Cojeando ligeramente a causa de la pierna rígida, le seguí a una habitación interior en la que una luz iluminaba un único pupitre. Jamethon se levantó y me saludó mientras la puerta se cerraba detrás mío. Llevaba descoloridas insignias de Comandante en las vueltas del uniforme.
Mientras le pasaba las credenciales por encima de la mesa, la luz me dio de lleno en los ojos y me cegó. Retrocedí y miré su diluida imagen parpadeando. Cuando pude distinguirle de nuevo con claridad, me pareció, en una primera impresión, más viejo, más estropeado, alterado y marcado por años de fanatismo, como un rostro que recordara y que permaneciera aún atado a los prisioneros asesinados en Nueva Tierra.
Luego, mis ojos pudieron acomodarse a la luz y le vi como era realmente. Su rostro era sombrío, pero con la delgadez de la juventud más que con la de las privaciones. No coincidía con la cara que llevaba grabada en la mente. Sus rasgos eran regulares hasta el punto de que llegaban a ser hermosos, sus ojos parecían sin embargo cansados y ensombrecidos; observé la recta y cansada línea de su boca por encima de su cuerpo inmóvil, tieso, totalmente dominado, más pequeño y ligero que el mío.
Sostenía mis credenciales sin mirarlas. Tenía un ligero temblor en la comisura de los labios.
—Sin duda alguna, señor Olyn —dijo—, tendrá un montón de autorizaciones de los exóticos para entrevistar a los soldados y oficiales mercenarios que han contratado en Dorsai y una docena de mundos para oponerse a los Elegidos de Dios en esta guerra.
Sonreí. Era agradable encontrarle tan fuerte. Aquello aumentaría el placer de destrozarle.