Capítulo 6

Dave no me había visto nunca, naturalmente. Pero Eileen debía haberle hecho una descripción mía y no podía negarse que me reconoció en el mismo instante en que el comandante lo puso en mis manos. Pero tuvo la inteligencia suficiente como para no hacer ninguna pregunta estúpida antes de que llegásemos al Estado Mayor y nos libráramos del Jefe de Grupo que nos guiaba.

Tuve ocasión de observarle durante el camino. No me impresionó mucho a primera vista. Era más bajo que yo y parecía mucho más joven de lo que nuestra diferencia de edad debería haber mostrado. Tenía una de esas caras redondas y francas coronada por un cabello color caramelo, un cabello que le proporcionaba cierto aspecto de adolescencia a una edad casi madura. La única cosa que parecía tener en común con mi hermana era algo semejante a una inocencia y gentileza innatas... inocencia y gentileza propias de los seres frágiles que son demasiado débiles para combatir por sus propios derechos y vencer, y que deben salir adelante lo mejor que puedan sometiéndose a la buena voluntad de los demás.

O quizá yo era demasiado duro.

Yo no soy de los que se quedan en el redil. Se me encontraba a menudo fuera, acechando furtivamente a lo largo de las verjas, dirigiendo pensativas miradas hacia los vecinos.

Pero es cierto que Dave no me parecía extraordinario en cuanto a su aspecto y carácter. Mentalmente, tampoco me pareció nada del otro mundo. Era un programador ordinario cuando Eileen se casó con él, y trabajó a media jornada, mientras mi hermana lo hacía a jornada completa, durante cinco años para conseguir que le admitieran en un programa de mecánica de la Universidad de Cassida. Le quedaban todavía tres años cuando, en un examen, obtuvo menos del setenta por ciento de la media requerida. La suerte quiso que ocurriese justo cuando Cassida reclutaba efectivos que vender a Nueva Tierra para la campaña que se desarrollaba en aquellos momentos destinada a reducir a los rebeldes de la Sección Norte. Se marchó de uniforme.

Lo lógico habría sido que Eileen recurriera a mí en el acto. Pero no hizo nada... lo que me extrañó bastante cuando me enteré. Y, sin embargo, no tendría que haberme sorprendido. Mi hermana me habló de ellos y el relato dejó mi alma al descubierto, devastada por un viento de cólera y locura. Pero aquello no pasó hasta más tarde. De hecho, descubrí que Dave se iba a reunir con los efectivos que se dirigían a Nueva Tierra porque nuestro tío Matías falleció de modo inesperado, y me pidieron que me pusiese en contacto con Eileen, en Cassida, para solucionar el tema de la herencia.

Su pequeña porción de la herencia (con desprecio, incluso con sarcasmo, Matías había dejado la mayor parte de su considerable fortuna al Proyecto de la Enciclopedia Final, demostrando con ello la inutilidad que representaba para él cualquier proyecto relacionado con la Tierra o los terrestres pese a la ayuda que pudiera dársele) no le valdría de nada a menos que pudiera cerrar por ella un trato con algún cassidiano que trabajase en la Tierra pero que todavía tuviera familia en Cassida. Sólo los gobiernos o las grandes corporaciones podían transferir bienes planetarios mediante contratos de trabajo humanos transferibles de un mundo a otro. En fin, de ese modo me enteré que Dave les había dejado, a ella y a su mundo natal, para ir a la refriega que asolaba Nueva Tierra.

Ni siquiera en aquellos momentos Eileen me pidió que la ayudase. Fui yo quien pensó que Dave podía ser mi asistente durante la campaña y también fui yo quien dio los primeros pasos, escribiendo a Eileen para informarla de mis proyectos. Una vez lanzado de cabeza al asunto, no estaba muy seguro de hacer lo correcto, y me sentí un poco a disgusto cuando Dave intentó agradecérmelo al librarnos al fin del guía, en el camino de Molón, una gran ciudad, la más cercana hacia retaguardia.

—Es inútil —le respondí bruscamente—. Lo que he hecho hasta ahora ha sido fácil. Tendrás que acompañarme en calidad de no combatiente, sin llevar armas. Y, para hacerlo, será necesario que tengas un salvoconducto firmado por los dos bandos beligerantes. No será fácil para alguien que apuntaba con el fusil a los soldados de los Centros Amistosos hace menos de ocho horas.

Se calló al oírlo. Estaba disgustado. Le hería que no le dejase agradecerme lo que había hecho. Pero aquello le hizo callar, y era todo lo que quería.

Recibimos las órdenes de su Estado Mayor asignándolo de modo permanente a mi persona; acabamos el trayecto hasta Molón en la plataforma volante; le dejé en la habitación del hotel con todo mi equipaje y le expliqué que volvería a buscarle a la mañana siguiente.

—¿Debo quedarme en la habitación? —me preguntó cuando me marchaba.

—¡Haz lo que quieras, por amor de Dios! —le dije—. No soy tu Jefe de Grupo. Lo único que tienes que hacer es estar aquí mañana a las nueve cuando vuelva a recogerte.

Salí. Sólo cuando hube cerrado la puerta a mis espaldas me di cuenta de lo que le impulsaba a actuar así, y me irritaba. Pensaba que podríamos pasar unas horas juntos, conociéndonos como cuñados, pero había algo que me hacía chirriar los dientes con sólo pensarlo. Le había salvado la vida por el bien de Eileen, pero no veía razones aparentes para entablar una amistad.

Nueva Tierra y Freilandia, como sabe todo el mundo, son dos planetas hermanos bajo el sol de Sirio. Eso los relaciona —no tanto, evidentemente, como el grupo Venus-Tierra-Marte—, pero basta para que a partir de una órbita alrededor de Nueva Tierra se pueda uno encontrar en órbita alrededor de Freilandia en un solo desplazamiento.

De modo que me marché y, dos horas después de haber dejado a mi cuñado, enseñaba mi invitación (obtenida con bastantes dificultades) al centinela apostado en la entrada de la casa de Hendrik Galt, Primer Mariscal de las Fuerzas Armadas de Freilandia.

La carta me invitaba a una recepción que se ofrecía a un hombre que no era tan conocido entonces como lo sería más adelante, un dorsai (lo mismo que Galt), Jefe de Subpatrulla Espacial llamado Donal Graeme. Era la primera vez que Graeme aparecía en público. Acababa de triunfar en un ataque absolutamente temerario contra las defensas planetarias de Newton, con unos cuatro o cinco navíos... un ataque que había conseguido liberar Oriente de la opresión de Newton (Oriente era un planeta hermano, deshabitado, de Freilandia y Nueva Tierra) y, de paso, sacado a Galt de una mala posición táctica.

Era, lo decidió en aquel momento, un audaz estratega de ojos perdidos —como lo suelen ser los hombres de su clase—. Pero, afortunadamente, no tenía nada que hacer con él y sólo quería hablar con algunos personajes influyentes que también estarían en la recepción.

En particular, quería la firma del Jefe del Servicio de Información de Freilandia en los papeles de Dave... sin que aquello implicase que los Servicios de Información le concedieran ningún tipo de protección a mi cuñado. Sólo se facilitaba tal protección a los miembros del Sindicato y, con algunas reservas, a agentes en período de pruebas, como yo. Pero el no iniciado, como por ejemplo un soldado en el campo de batalla, podía pensar que el papel implicaba aquella cobertura de seguridad. Además, quería la firma de alguien que tuviera mando entre los mercenarios de los Centros Amistosos para proteger a Dave en caso de que nos las tuviéramos que ver con sus soldados en el teatro de operaciones durante la batalla.

No me costó trabajo encontrar al jefe del Servicio de Información, un amable y razonable terrestre llamado Nuy Snelling. No puso ningún impedimento para firmar el salvoconducto de Dave, pues el Servicio de Información estaba de acuerdo en que Dave me asistiera y se firmara el pase.

—Bueno, ya sabrá —me dijo—, que esto no vale un pimiento. —Me miró con curiosidad y me tendió el pasaporte—. Ese Dave Hall, ¿es amigo suyo?

—Mi cuñado —respondí.

—Hmm —dijo, enarcando las cejas—. Bien, buena suerte. —Y dándose la vuelta se puso a hablar con un exótico vestido con una túnica azul. Me llevé casi un susto al reconocer a Padma.

La impresión fue tan violenta que cometí una imprudencia que no cometía desde hacía varios años, la de hablar sin reflexionar.

—Padma —dije; las palabras se me escapaban de la boca—. Delegado, ¿qué hace aquí?

Snelling, retrocediendo para poder vernos a los dos al mismo tiempo, volvió a fruncir el ceño. Pero Padma respondió antes de que mi superior pudiera reprenderme por haber cometido una grosería tan evidente. Padma no tenía obligación alguna de responderme de sus hechos y gestos. Pero no parecía irritado por mi falta de cortesía.

—Le podría preguntar lo mismo, Tam —dijo, sonriendo.

Pero yo ya había recuperado la cordura.

—Voy a donde hay noticias —respondí. Era la respuesta típica del Servicio de Información. Pero Padma decidió tomarla al pie de la letra.

—En cierto sentido, también yo —dijo—. ¿Recuerda lo que le dije un día acerca de una trama, Tam? Este lugar y este momento constituyen la escena de la misma.

Yo no sabía de lo que hablaba, pero tras haberme lanzado a aquella conversación, no veía muy bien el modo de cortarla.

—¿De verdad? —dije con una sonrisa—. Espero que no tenga nada que ver conmigo.

—Sí —contestó. Y, súbitamente, fui consciente una vez más de sus ojos color avellana que me miraban y escrutaban—. O, más bien, con Donal Graeme.

—Es bastante justo, supongo —dije—, pues la recepción es en su honor. —Y me reí, intentando descubrir una excusa para escapar. La presencia de Padma me ponía la carne de gallina. Era como si ejerciera sobre mí algún control mágico, impidiéndome pensar claramente cuando estaba ante él—. A propósito, ¿qué ha sido de la joven que me llevó hasta el despacho de Mark Torre? Se llamaba... creo que Lisa... Kant.

—Sí, Lisa —dijo Padma sin quitarme la vista de encima—. Está aquí conmigo. Ahora es mi secretaria personal. Imagino que se encontrara con ella dentro de poco. Desea mucho salvarle.

—¿Salvarle? —repitió Snelling con voz distante pero interesada. Entraba dentro de sus atribuciones, como en las de todos los miembros del Sindicato, observar a los Aprendices para averiguar todo lo que pudiera afectar a su aceptación en el seno del Sindicato.

—De sí mismo —respondió Padma, que me observaba todavía con una mirada tan brumosa y amarilla como la de un dios o un demonio.

—Será mejor que la busque yo mismo —repliqué con tono distraído, aprovechando aquella ocasión para escapar—. Les veré más tarde.

—Quizá —dijo Snelling. Y me aleje.

En cuanto me perdí entre la multitud, me dirigí hacia una de las escaleras que conducían a los balconcillos situados alrededor de las paredes de la sala, como si fueran los palcos de algún teatro de ópera. No tenía ninguna intención de que la joven, Lisa Kant, me atrapase, pues la recordaba de un modo neblinoso. Cinco años atrás, después de la aventura que viví en la Enciclopedia Final, fui turbado ocasionalmente por el deseo de volver al Enclave y poder verla. Pero, en cada ocasión, un sentimiento que se parecía vagamente al temor me lo impidió.

Sabía a qué correspondía aquel temor. En el fondo de mi corazón sentía el ilógico sentimiento de que aquella percepción, aquel talento que me permitía manipular a la gente, como hice por primera vez con mi hermana y Jamethon Black en la biblioteca y que seguí empleando con todos los que se cruzaban en mi camino, incluido el comandante Frane, en el fondo de mi corazón, repito, tenía el temor de que algo me privaría de aquel poder si alguna vez intentaba manejar con él a Lisa Kant.

Descubrí una escalera ascendente que conducía a un balconcillo desierto en el que había algunas sillas dispuestas alrededor de una mesa redonda. Desde allí podría observar al Eclesiarca Bright, el Jefe del Consejo de Iglesias Unificadas que gobernaba los dos mundos Amistosos de Armonía y Asociación. Bright era Militante —uno de esos hombres de iglesia de los Centros Amistosos que creían a pies juntillas que la guerra era lo único que permitía resolver todos los problemas—, y había realizado una corta visita a Nueva Tierra para ver cómo trabajaban los mercenarios de los Centros Amistosos con sus jefes de Nueva Tierra. Cualquier garabato que estampara en el pase de Dave proporcionaría mucha más protección para mi cuñado frente a las tropas Amistosas que cinco Unidades armadas de Cassida.

Di con él apenas unos minutos después de ponerme a atisbar entre la multitud que hormigueaba quince pies por debajo mío. Estaba al otro lado del salón, discutiendo con un hombre de cabellos blancos... un venusiano o un newtoniano, a juzgar por su aspecto. Sabía cuál era la apariencia del Eclesiarca Bright lo mismo que conocía la apariencia de los principales personajes de los catorce mundos habitados. Si había llegado a Aposición que ocupaba gracias a mis talentos naturales, no por ello había dejado de trabajar para aprender mi oficio. Pero, a pesar de mis conocimientos, la primera vez que vi al Eclesiarca Bright me impresioné.

No había supuesto que, siendo un clérigo, pudiese dar una imagen tan clara de poderío físico. Era más alto que yo, con unos hombros como la puerta de una granja y, aunque ya hubiera alcanzado una edad más que madura, tenía todo el aspecto de un atleta. Estaba allí, totalmente vestido de negro, dándome la espalda, con las piernas ligeramente separadas, haciendo que el peso de su cuerpo descansase en las puntas de los pies como si fuera un boxeador bien entrenado. En aquel hombre brillaba algo parecido a una negra llamarada de fuerza que me helaba y me abrasaba simultáneamente por el deseo de medirme mentalmente con él. Una cosa era segura: no sería ningún comandante Frane quien se pusiera a bailar después de haberle adulado con algunas palabrejas.

Me di la vuelta para bajar y reunirme con él... pero el azar me detuvo. Si es que era el azar. Nunca lo sabré con certeza. Quizá yo estaba hipersensibilizado desde que Padma observó que aquel lugar y momento eran una escena elegida por el sistema de desarrollo humano cuya responsabilidad asumía él mismo. Yo ya había tratado a mucha gente con aquellas sugerencias sutiles y apropiadas como para empezar a dudar acerca del hecho de que él hubiese podido actuar del mismo modo con migo. De lo que sí fui claramente consciente era de un pequeño grupo de personas por debajo mío.

En aquel grupo se encontraba William de Ceta, Contratista en Jefe de aquel enorme planeta comercial de baja gravedad en órbita alrededor de Tau Ceti. También estaba una alta y hermosa joven rubia llamada Anea Marlivana, que era la Elegida de Kultis en su generación, joya de las generaciones de la raza exótica. Se hallaban entre ellos, igualmente, Hendrik Galt, impresionante, vestido con uniforme de Mariscal, y su sobrina Elvine. Finalmente, había otro hombre que no podía ser más que Donal Graeme.

Era un hombre joven que llevaba uniforme de Jefe de Sub Patrulla: evidentemente un dorsai, de cabellos negros y con la rara eficacia de movimientos que caracteriza a la gente que ha nacido para la guerra. Pero parecía muy bajo para ser un dorsai —no me habría sobrepasado de haberme puesto a su lado—, delgado, casi insignificante. Sin embargo, consiguió llamar mi atención entre todo el grupo; y, en el mismo instante, alzando los ojos, también él me vio.

Nuestras miradas se encontraron durante un segundo. Estábamos lo bastante cerca para que pudiera distinguir el color de sus ojos. Y aquello me detuvo. Porque aquel color no era un color, no era el color de los ojos de nadie. Sus ojos eran grises, verdes o azules según el tinte que se quisiera encontrar en ellos. Graeme apartó la mirada casi al instante. Pero mis ojos se quedaron fijos en él, retenidos por la sorprendente mirada, atrapados en un momento de sorpresa, con la atención puesta en él; y aquel momento de retraso fue suficiente.

Cuando me sacudí para salir de aquel estado hipnótico y volví a mirar hacia el lugar en que estuviera Bright, descubrí que había sido apartado de la compañía del hombre de blancos cabellos por la aparición de un ayudante, cuya silueta y actitud me eran extrañamente familiares, que hablaba animadamente con el Jefe de los Centros Amistosos.

Y, mientras yo le seguía observando, Bright se dio la vuelta bruscamente; siguiendo al ayudante cuya silueta me resultaba familiar, salió rápidamente de la sala por una puerta que, yo lo sabía, conducía a la entrada de la residencia de Galt. Se iba: y con él mi oportunidad de abordarle. Me volví para bajar a toda prisa la escalera del balconcillo y seguirle antes de que desapareciera.

Pero el camino no estaba libre. Aquel momento en que había mirado fijamente a Donal Graeme, poniendo en él toda mi atención, había resultado un error. Porque, subiendo la escalera y llegando al balconcillo en el momento en que me disponía a partir, venía Lisa Kant.