Capítulo 18

Mis compañeros del Sindicato me vigilaban estrechamente; cuando volví a St. Louis, en la Tierra, me encontré en el correo una misiva de Piers Leaf.

Querido Tam:

Sus artículos son formidables. Pero en función de lo que hablamos la última vez que nos vimos, creo que unos simples reportajes serían más ventajosos desde el punto de vista profesional que más investigaciones de ese mismo estilo.

Con mis mejores deseos en cuanto a su porvenir,

P. F.

Era una advertencia bastante clara para que no me mezclase personalmente en la situación que había ido a estudiar, o eso le había dicho. Aquello habría podido retrasar un mes el viaje que tenía proyectado realizar a Santa María. Pero, justo en aquel momento, Donal Graeme, que había aceptado el puesto de Ministro de la Guerra de los amistosos, realizó el increíble ataque —los historiadores lo califican como "increíblemente brillante"—, contra Oriente, un planeta deshabitado perteneciente al mismo sistema solar que los mundos exóticos. El resultado de aquella incursión, como los catorce mundos descubrieron casi inmediatamente, fue que forzó a casi toda la fuerza espacial de los exóticos a rendirse y redujo a la nada la reputación y las pretensiones de Geneve bar-Colmain, por entonces Comandante exótico de las Vías de Navegación y el Espacio.

Como resultado, se generó una reacción contra los amistosos que borró completamente el efecto que produjeron mis artículos, porque los exóticos eran bastante apreciados en los catorce mundos. Me sentí feliz. Lo que había esperado ganar con su publicación lo había conseguido por la enemistad y las sospechas que tenían de mí el Comandante de Campo Wassel y sus fuerzas de ocupación.

Me dirigí a Santa María, un mundo pequeño, pero fértil que, con Coby, el mundo minero, y algunos peñascos deshabitados como Oriente, compartían el sistema solar de los mundos exóticos de Mará y Kultis. El fin oficial de mi visita era constatar qué efecto había tenido el desastre militar en aquel planeta suburbano con una población predominantemente rural y especialmente de religión católica romana.

Como no había ninguna relación oficial entre ellos, sino sólo un pacto de ayuda mutua, Santa María era, por las necesidades de la geografía espacial, casi un barrio de los mundos exóticos, más grandes y poderosos. Como cualquiera entre sus ricos y poderosos vecinos, Santa María caminaba más o menos al mismo ritmo que los planetas exóticos, compartiendo su prosperidad o sus desgracias en el terreno político y en el de los negocios. Sería interesante para los lectores de los catorce mundos ver cómo el revés exótico en Oriente había podido cambiar los vientos de opinión y políticos en Santa María.

Como casi todo el mundo habría podido prever, había cambiado de un modo adverso. Tras tirar de las cuerdas de las campanas durante cinco días, conseguí finalmente una entrevista con Marcus O Doyne, antiguo Presidente y poderoso político caído en desgracia de Santa María. No hacía falta mirarle dos veces para ver que estallaba por la alegría difícilmente contenida.

Nos encontramos en su apartamento de un hotel de Blauvain, la capital de Santa María. Era de talla media, pero su cabeza parecía desproporcionada, con una pesada osamenta y rasgos muy marcados bajo un cabello blanco y rizado. La cabeza se plantaba un tanto desmadejadamente sobre unos hombros estrechos y redondeados, y tenía la manía de hacer resonar su voz como un orador incluso en la más corriente de las conversaciones, cosa que no me gustó mucho. Sus ojos, de un azul acuoso, le brillaban cuando se ponía a hablar.

—... los despertó, ¡por San Jorge! —dijo cuando nos hubimos sentado en los sillones quizá excesivamente mullidos del salón, con una copa en la mano. Se detuvo para recuperar un poco el aliento antes de acentuar aquel ¡por San Jorge!, como si quisiera que yo supiera que había estado a punto de blasfemar y se había logrado contener a tiempo. Era, me di cuenta, uno de sus trucos, un modo de escapar por los pelos tanto de la blasfemia como de la obscenidad.

—La gente corriente, los rurales —continuó, inclinándose hacia mí confidencialmente—, estaban dormidos. Dormían desde hacía muchos años. Acunados por los hijos del... Belial de los exóticos. Pero el asunto de Oriente les ha despertado. ¡Les ha abierto los ojos!

—¿Acunados... cómo? —pregunté.

—¡Con cantos y danzas, cantos y danzas! —contestó O Doyne balanceándose en el asiento—. ¡La magia del teatro! Una táctica de los reductores de cabezas, Periodista. ¡No se lo podría creer!

—Mis lectores sí —le dije—. ¿Por qué no me da unos ejemplos?

—¡Oh... chitan para sus lectores! —Siguió balanceándose y mirándose de un modo orgulloso—. Lo que me preocupa es el individuo medio de mi propio mundo. El conoce los ejemplos, las contrariedades, las equivocaciones. No damos un buen espectáculo, señor Olyn, contrariamente a lo que usted pudiera creer, y... chitan también para usted. No quiero tener problemas de ningún tipo de con esos... bebés de traje largo citando casos concretos.

—En ese caso, no me da usted mucha información para que pueda escribir un artículo —dije—. Supongamos que cambiamos un poco de tema. Veo que sostiene que los miembros del actual gobierno están en el poder sólo por las presiones exóticas sobre Santa María.

—Son puros y sencillos pacificadores, señor Olyn. El gobierno... ¡No, no! ¡Llamémosle el Frente Verde, eso es lo que es! Esa gente pretende representar a toda la población de Santa María. Ellos... ¿Conoce usted la situación política?

—Sé —dije— que su constitución dividió originalmente el planeta en dos regiones políticas de igual superficie, con dos representantes de cada región en el seno de un gobierno planetario. Ahora comprendo por qué su partido pretende que el incremento de la población en las ciudades ha permitido que el distrito rural dirija las ciudades, pues una ciudad como Blauvain, con medio millón de habitantes, no está mejor representada que un distrito con una población de tres o cuatro mil personas.

—Exactamente, exactamente. —O Doyne se inclinó hacia adelante y me hizo una confidencia con su voz tonante—. La necesidad de un nuevo reparto se está dejando sentir sensiblemente, como siempre sucede en las ocasiones históricas. ¿Pero va a votar el Frente Verde su exclusión del poder? ¡No hay peligro! Sólo un golpe audaz —una revolución de base— puede expulsarles del poder y colocar en el gobierno a nuestro propio partido que representa al individuo medio, al hombre ignorado, al hombre de las ciudades que no vale más que para votar.

—¿Cree usted que tal revolución de base es posible actualmente? —pregunté, bajando un poco el volumen del aparato grabador.

—Antes de lo de Oriente, habría dicho... ¡no! Pese a todos mis deseos de ver realizado algo parecido, ¡no! Pero desde lo de Oriente... —Se calló y se balanceó triunfal mente de adelante hacia atrás mirándome con aire de complicidad.

—¿Desde lo de Oriente? —repetí para incitarle a seguir, pues las miradas y los silencios de entendimiento no me valen para nada cuando estoy haciendo un reportaje. Pero O Doyne poseía toda la prudencia del político para evitar verse acorralado.

—Bueno, desde lo de Oriente —dijo—, se ha visto a la perfección —cualquier habitante de este mundo que haya pensado en ello lo habrá visto— que Santa María puede avanzar sola. Que se podría actuar sin el control parasitario de los exóticos. ¿Habría hombres capaces de hacer avanzar este barco turbulento de Santa María a través de las tormentosas pruebas del porvenir? ¡Los habría en las ciudades, Periodista! Sí: en las filas de aquellos de nosotros que han estado combatiendo por el individuo normal. En nuestro partido del Frente Azul.

—Ya entiendo —dije—. Pero, según su constitución, un cambio de representantes, ¿no exigiría nuevas elecciones? ¿Pueden celebrarse elecciones cuando no lo exige así la mayoría de los representantes? Y, el Frente Verde, ¿no tiene actualmente la mayoría, lo que bloquea la posibilidad de unas elecciones que casi seguro perderían?

—¡Todo eso es verdad! —rugió—. ¡Es verdad! —Se balanceaba de atrás adelante, mirándome con ojos brillantes, con el mismo aspecto de inteligencia.

—En ese caso —dije—, señor O Doyne, no veo cómo es posible esa revolución de base de que me habla.

—Todo es posible —respondió—. Para el hombre normal, no hay nada imposible. Los rumores están en el aire, también los vientos del cambio. ¿Quién puede negarlo?

Detuve la grabadora.

—Veo —dije— que no llegamos a nada. Quizá lo llevásemos mejor si no grabara la conversación.

—Eso no tiene importancia —dijo alegremente—. Estoy tan dispuesto a contestar sus preguntas cuando el aparato graba como cuando no, Periodista. ¿Entiende por qué? ¡Por que a mí, que me graben o no, me da lo mismo!

—Bien —seguí—. Entonces, hábleme de esos rumores que circulan por ahí. Sin grabarlo, ¿puede darme algún ejemplo?

Se balanceó y bajó la voz.

—Hay... reuniones, incluso en las zonas rurales —murmuró—. Focos de agitación, es todo lo que le puedo decir. Si pretende que le diga el nombre de esos lugares —nombres—, no puedo. No puedo decirle nada.

—Entonces me deja sin nada, sólo vagas alusiones. No puedo emplear todo eso para escribir un artículo. Sin embargo, supongo que le gustaría que escribiera uno sobre la actual situación, ¿verdad?

—Sí, pero... —La fuerte mandíbula se contrajo—. No le diré nada. No voy a correr riesgos... no le diré nada.

—Ya veo —dije. Esperé durante un minuto. Abrió la boca, la cerró y luego se movió en el asiento.

—Quizá —añadí lentamente— exista un medio de arreglar todo esto.

Me miró con ojos casi llenos por la sospechas bajo unas cejas blanquecinas.

—Quizá podría decirlo yo —agregué tranquilamente—. Usted sólo tiene que confirmarlo. Y, naturalmente, mis propias opiniones no quedarán grabadas.

—¿Decírmelo... usted? —Me miró fijamente.

—¿Por qué no? —dije con tono ligero. Estaba muy acostumbrado a la vida pública para reconocerse derrotado, pero no dejó de mirarme—. En el Servicio de Informaciones tenemos nuestras propias fuentes; y, a partir de esas fuentes, podemos elaborar un esquema general aunque nos falten algunos elementos. Ahora, desde un punto de vista hipotético, naturalmente, la situación de Santa María tal y como la vemos parece encajar con la que ha descrito usted. Focos de agitación, reuniones y voces descontentas contra el gobierno actual, al que se podría calificar de títere.

—Sí —musitó—. Esa es la palabra adecuada. Es un maldito gobierno de pacotilla.

—Pero, al mismo tiempo, ese gobierno títere es muy capaz de dominar todo el gobierno local y está muy lejos de querer organizar unas elecciones que les excluyeran del poder y —si toda posibilidad de elección queda descartada— parece que no habría ningún medio constitucional de cambiar la situación. Los líderes de Santa María, que son a la vez muy competentes y desinteresados, podrían —digo podrían, y pretendo ser imparcial— encontrarse entre los miembros del Frente Azul, legalmente capacitados para ocupar el poder y convertirse en simples ciudadanos, sin poder para salvar a su mundo de las influencias extranjeras.

—Sí —murmuró sin dejar de mirarme—. Sí.

—Consecuentemente, ¿qué queda como única solución para los que quieran salvar a Santa María de su actual gobierno? Puesto que todos los medios legales son impracticables, el único modo que les queda a hombres fuertes y valientes es saltar por encima del procedimiento legal en un período de pruebas como este. Si no existe medio constitucional alguno de retirar del gobierno a los hombres que llevan actualmente las riendas, habrá que descubrir alguna solución que permita librarse de ellos, por su bien, por el del mundo de Santa María y por su población.

Siguió mirándome. Sus labios se movieron un poco pero no dijo nada. Bajo las blancas cejas, sus ojos azul acuoso parecían un poco fuera de las órbitas.

—Resumiendo, un golpe de Estado sin derramamiento de sangre, una supresión directa mediante el uso de la violencia de esos malos dirigentes parece la única solución viable para los que creen que este planeta necesita ser salvado. Ahora bien, sabemos que...

—¡Espere! —dijo la tonante voz de O Doyne—. Tengo que decirle ahora mismo, Periodista, que mi silencio no debe ser interpretado, como el consentimiento de tales especulaciones. No puede decir que..

—Por favor —le interrumpí alzando una mano. Se calmó más fácilmente de lo que se podría haber esperado—. Todo esto sólo son especulaciones, suposiciones teóricas por mi parte. No creo que nada de todo esto tenga que ver con la situación actual —titubeé—. El único problema de esta proyección de la situación —situación teórica—, es la cuestión de la ejecución del encargo. Nos damos cuenta de todo lo concerniente al número y equipo de las fuerzas del Frente Azul, que representa la centésima parte de las fuerzas planetarias del gobierno de Santa María en las últimas elecciones. La situación no es comparable.

—Nuestro apoyo... Nuestro apoyo de base...

—Oh, claro —dije—. Pero siempre está el problema de una verdadera acción. Eso exigiría equipo y hombres... sobre todo, hombres. He oído hablar de militares capaces de entrenar a hombres sin ninguna experiencia militar, o que toman ellos mismos la dirección de las operaciones...

—Señor Olyn —intervino O Doyne—, debo protestar por tales palabras. Debo rechazarlas. Debo... —Se había levantado y deambulaba por la habitación agitando los brazos—. Debo negarme a escuchar semejantes palabras.

—Perdóneme —dije—. Como he dicho antes, estoy especulando con una situación hipotética. Pero a donde quiero llegar...

—¡A dónde quiera llegar me importa un bledo, Periodista! —dijo O Doyne deteniéndose delante de mí, el rostro iracundo—. Todo esto no nos concierne a los miembros del Frente Azul.

—Claro que no —repliqué con voz tranquilizadora—. Sé que no es asunto suyo. Pero, claro, todo esto es imposible.

—¿Imposible? —O Doyne se puso rígido—. ¿Qué es imposible?

—Bueno, toda la historia del golpe de Estado —contesté—. Es evidente. Algo parecido exigiría ayuda exterior... por ejemplo, hombres que hubieran recibido formación militar. Tales militares deberían venir de otro mundo... ¿y qué otro mundo estaría dispuesto a prestar valiosas tropas con fines especulativos a un oscuro partido político de Santa María que ni siquiera está en el poder?

Deje que mi voz muriera poco a poco, luego me senté y le miré sonriente, como si esperase que contestara a la última pregunta. El también se sentó, devolviéndome la mirada, como esperando que fuera yo quien contestara. Nos quedamos así durante veinte segundos, en la expectativa, hasta que, levantándome, rompí nuevamente el silencio.

—Evidentemente —dije con cierto lamento en la voz—, ninguno. Cabe concluir que no veremos ningún cambio significativo de gobierno o alteración de las relaciones con los exóticos en Santa María en un futuro próximo. Bien... —le tendí la mano—, debo pedirle que me perdone por terminar yo mismo esta entrevista, señor O Doyne. Pero veo que he perdido la noción del tiempo. Debo dirigirme al Palacio del Gobierno, al otro lado de la ciudad, para entrevistar al Presidente y estudiar la otra parte del problema; luego, tendré que largarme a toda prisa al espacio-puerto para partir esta misma noche hacia la Tierra.

Se levantó como un autómata y me estrechó la mano.

—Sus conclusiones no son ciertas del todo —dijo. La voz resonaba de nuevo; luego, empezó a bajar hasta adquirir un tono normal—. No del todo... Ha sido un placer ponerle al corriente de la verdadera situación, Periodista. —Me soltó la mano, casi lamentándolo.

—Bueno, adiós —dije.

Di media vuelta. Estaba a medio camino de la puerta cuando su voz rompió otra vez el silencio a mis espaldas.

—Periodista Olyn...

Me detuve y me volví.

—¿Sí? —le pregunté.

—Me parece... —su voz resonó de nuevo súbitamente—... me parece que tengo el deber ante usted, ante el Frente Azul, ante mi partido, de preguntarle si ha oído hablar alguna vez, por poco que sea, de un mundo —cualquier mundo— que estuviera dispuesto a ayudar al mejor gobierno de Santa María. Nosotros también somos sus lectores, Periodista. También a nosotros tiene que darnos información. ¿Ha oído hablar de un mundo que estuviera... dispuesto a ayudar a un movimiento popular en Santa María para librarse del yugo exótico y asegurar una representación equitativa de nuestro pueblo?

Le devolví la mirada y le dejé esperando unos segundos.

—No —dije—. No, señor O Doyne, no he oído hablar de ellos.

Se quedó inmóvil como si mis palabras le hubieran paralizado, con las piernas ligeramente separadas y desafiándome con el mentón.

—No sabe cuánto lo siento —concluí—. Adiós.

Salí. No recuerdo haber escuchado su despedida.

Me dirigí al Palacio del Gobierno y pase en él veinte minutos llenos de bromas corteses y educadas mientras entrevistaba a Charles Perrini, presidente del gobierno de Santa María. Luego volví, por Nuevo San Marcos y la ciudad de José, al espacio-puerto, donde embarqué en un navío que se dirigía a la Tierra.

Me detuve en la Tierra para recoger el correo y partí inmediatamente hacia Armonía y al lugar de aquel planeta en que residía el Consejo de Iglesias Unificadas que gobernaba los mundos amistosos de Armonía y Asociación. Me quedé allí cinco días, esperando en las antecámaras de los despachos, entre oficiales subalternos que formaban lo que se llamaba el Servicio de Relaciones Públicas.

Al sexto día, una nota que dirigí al Comandante de Campo Wassel logró su objetivo. Me llevaron al edificio del Consejo y, tras registrarme por si llevaba armas (había violentas diferencias sectarias entre los grupos religiosos de los mundos amistosos, y no hacían diferencias entre un Periodista y cualquier otra persona) fui admitido en un despacho de techo muy alto, paredes desnudas y un suelo de baldosas cuadradas blancas y negras. El único mueble era una mesa de trabajo muy grande, rodeada de sillas de respaldo recto. Detrás de la mesa de trabajo había un hombre vestido completamente de negro. Sólo dejaba al descubierto su rostro y sus manos, quedando el resto de su cuerpo oculto bajo sus oscuros ropajes. Pero sus hombros eran tan cuadrados y anchos como la puerta de una granja y, por encima de sus hombros, su rostro blanco tenía unos ojos tan negros como sus ropas, y parecían arder cuando me miraron. Se levantó, rodeó la mesa y se acerco a mí para estrecharme la mano. Me sacaba media cabeza.

—Dios sea con usted —dijo.

Nuestras manos se tocaron. Había una sospecha de cáustica diversión en la delgada línea de su seria boca; y sus ojos parecían sondearme como dos escalpelos. Me retuvo la mano entre las suyas y me hizo sentir una fuerza con la que, intuí, podía aplastarme los dedos si lo deseaba, como si fuera un cepo.

Al fin estaba frente a frente con el Eclesiarca del Consejo de Ancianos que gobernaba las Iglesias Reunidas de Armonía y Asociación, el llamado Bright, el amistoso más importante.