20

Al despertar tuvo que detenerse a pensar por un momento para recordar que no estaba en su Mundo, para recordar que había estado huyendo por un edificio, una fábrica del planeta de las Gentes Embozadas, y que había estado a un paso del triunfo cuando algo había ocurrido.

Poco a poco lo recordó todo; lentamente comenzó a darse cuenta de lo que le rodeaba.

Se hallaba encajado en algún punto entre muros estrechos. Por encima de él no había sino silencio y penumbra. Le pareció que había estado inconsciente cierto tiempo, pero allá arriba, y para sus ojos ruml, la luz que todavía entraba por los altos ventanales de la fábrica cortaba la oscuridad casi en el mismo ángulo. Siguió tumbado y mirando la luz por un instante.

No. Se equivocaba. Tal vez había transcurrido la octava o la sexta parte del período de luz solar de este planeta mientras él se hallara totalmente inconsciente.

El cuello le dolía ligeramente detrás de la oreja, y había algunos puntos más en su cuerpo dolorosos al tacto. Pensó que se habría dañado al caer. Ahora bien, evidentemente no le habían encontrado los guardias que le perseguían.

Sus pensamientos se interrumpieron súbitamente. Unas voces llegaban a sus oídos. Las voces de dos nativos que se hallaban en pie a cierta distancia. Alzó ligeramente la cabeza y vio que se encontraba en un espacio muy estrecho entre dos muros de metal. Aquel espacio, como un túnel sin techo, venía a terminar en el área entre la correa de transmisión y la puerta que daba al exterior.

—No es posible —decía una de las Personas Embozadas—. Hemos buscado por todas partes.

—Pero dejaron este lugar para llevar a Rogers a la ambulancia, ¿no es cierto?

—Sí, señor. Sin embargo, Corry quedó de guardia ante esa puerta mientras nosotros lo hacíamos. Cuando volvimos, todos juntos registramos el edificio. No hay nadie aquí.

—¡Qué cosa más extraña! —dijo la segunda voz—. Primero ese cortocircuito o lo que fuera abajo, y luego Rogers creyendo ver a alguien, o a algo, y rompiéndose la pierna… —Las voces se alejaron del área despejada y se dirigieron hacia una parte más lejana del edificio—. Bien, olvídenlo entonces. Lo anotaré en mi informe y cerraremos el edificio cuando salgamos hasta que un inspector venga a examinarlo.

Se escuchó el sonido de la puerta pequeña al abrirse.

—De todas formas, ¿qué va a robar nadie? —preguntó la primera voz que también se alejaba—. ¿Es que se va a meter bajo el brazo medio millón de toneladas de naves espaciales para largarse con ellas?

—Las reglas… —La puerta al cerrarse cortó las palabras. Se hizo el silencio en la penumbra, que iba aumentando.

Jase se agitó en la oscuridad.

Por un momento temió haberse roto algún miembro al caer en aquel espacio tan reducido. Pero los brazos y piernas respondieron. Lo que él había pensado: sólo magulladuras. Se sintió agradecido por el hecho de ser un adulto de dos estaciones. Un hombre más viejo, con los huesos más débiles… No quería ni pensar en ello.

Y no se había hundido tanto como para quedar atrapado. Luchó por abrirse camino entre las dos superficies hasta que un objeto le bloqueó el camino. Consiguió subirse encima de él —otra porción de tubería, al parecer—, y un instante después estaba sobre el suelo.

Todo estaba vacío, libre de nativos, como si fuera realmente el edificio desierto que simulaba ser.

El sol local estaba muy alto en el centro del cielo cuando se deslizó fuera de la fábrica. No había nadie a la vista. A paso medianamente rápido, pues cojeaba un poco, se escurrió a la sombra de un ala del edificio. Dos minutos después había cruzado la verja sin problemas y entraba en el refugio de los árboles que corrían paralelos a cada lado de la carretera, dirigiéndose de regreso hacia su pequeña nave individual.

El pescador nativo ya no estaba junto al arroyo. No había nadie en absoluto a la vista en aquel día cálido, con el sol acercándose ahora a su cénit. Corrió a su nave y, sólo cuando se vio sano y salvo en el interior de la entrada camuflada, obtuvo una sensación de seguridad.

Pero, se corrigió, aún no estaba completamente seguro. Contaba sencillamente con una nave en la que huir en caso de que fuera descubierto. Anuló la sensación de seguridad, porque ésta podía llevarle a un descuido, y ya sería de noche antes de que se arriesgara a salir. Habría de ser noche cerrada antes de dar el paso final para la consecución definitiva de su Reino.

Se libró de las repelentes ropas que había tenido para llevar y se curó las magulladuras de su cuerpo. Eran molestas, pero en una o dos semanas se habrían curado y no quedaría recuerdo de ellas. El botón que contenía la grabadora seguía intacto en su chaqueta. Y el informe de cuánto había llevado a cabo, disponible en su interior. Nada más sería preciso allá en su Mundo, a excepción de los valiosísimos conocimientos de Kator sobre las reacciones de las Gentes Embozadas. Ahora, si se hiciera rápidamente de noche…

Aguardó haciendo acopio de paciencia y soñando en los rostros de los hijos que tendría. Al primero le llamaría Aton, por Aton Tiomaterno; al segundo Horaag; y Bela al tercero. En cuanto estuvieran fuera de la bolsa el tiempo suficiente para comprender el concepto del Honor, les hablaría personalmente a cada uno de ellos del hombre cuyo nombre habían recibido. Y del papel que aquellos tres hombres honorables habían jugado en la Fundación del Reino de su padre, en el planeta de las Gentes Embozadas.

Él mismo, el Kator, viviría aquí toda su vida, hasta la muerte. Pero quizá la segunda o la tercera generación de sus descendientes —como era su derecho de primer hijo o primer nieto— volvería a fundar el palacio de los Katori en su Mundo. Y, con el tiempo, de este palacio de los Katori, surgiría algún día uno —o quizá varios— que Fundaría nuevos Reinos propios.

Él no lo vería. Sus huesos, polvo enterrado en este mundo de las Gentes Embozadas, nunca lo sabrían. Pero, en los cuerpos de sus descendientes, sus genes sí lo sabrían, y ellos honrarían su nombre y se considerarían verdaderamente de la raza ruml. Los ruml, honorables como raza, siempre creciendo, siempre evolucionando hacia ese futuro lejano e inimaginable, cuando el hombre olvidaba toda la escoria de su carácter y ya no pensaba sino en el Honor.

Al fin el sol amarillento, más rojizo, más oscuro, empezó a hundirse por el horizonte en la pantalla unida al colector de luz fuera de la nave. Las sombras cubrieron los caminos, los campos, las arboledas. Se sentó en la cámara de comunicaciones de su pequeña nave y conectó la comunicación auditiva, mediante un canal de reducción del universo, con la nave de la Expedición allá en la Luna.

El altavoz resonó:

—¿Hombre–Clave?

No respondió.

—¿Hombre–Clave? Aquí el Capitán. Su canal nos está enviando información. ¿Puede oírnos?

Continuó en silencio, la piel del rostro ligeramente endurecida por la emoción.

¡Hombre–Clave!

Se inclinó al fin hacia el colector de voz de la transmisora que tenía ante él. Y susurró:

—Es inútil. —El susurro se interrumpió, se convirtió en una voz estrangulada y confusa—. Los nativos me han rodeado. Capitán…

Hizo otra pausa. Había un silencio expectante al otro extremo; luego habló de nuevo la voz del Capitán.

—¡Hombre–Clave! ¡Resista! Enviaremos una nave en su rescate.

—No hay tiempo —susurró—. No hay escape. Destrúyanse, a sí mismos y a la nave. Que el agua, la sombra y…

Extendió la mano hacia los controles y la pequeña nave saltó hacia el cielo y la oscuridad creciente. Al alzarse disparó un objeto cilíndrico sobre el terreno en el que había estado.

Segundos más tarde, el fulgor breve pero increíblemente violento de los colores del arco iris, que era la explosión de una unidad de campo de reducción del universo, iluminó la faz de un anochecer en el campo.

Pero Jase, ante los controles de la nave, cortaba la oscuridad hacia lo alto. Se dirigía a la Luna, pero sin la menor prisa. Siguió una marcha convencional hasta que llegó a los límites prácticos de la atmósfera, y sólo entonces utilizó la unidad de reducción del universo que conservaba intacta en la nave para llegar al lado opuesto de la Luna en tres saltos.

Había necesitado cuatro horas, según el tiempo local, para llegar a la nave de la Expedición enterrada bajo la superficie. No recibió respuesta al aproximarse a ella y a toda la red de habitaciones excavadas en la roca bajo el polvo lunar. Abrió el pasadizo por el que saliera de la nave en su transporte individual y penetró en él. Habían vaciado la nave de atmósfera, y se vio forzado a rellenarla antes de seguir adelante.

No había nadie en los corredores ni en las habitaciones exteriores de la nave. Pero cuando llegó al gimnasio los vio allí a todos según había esperado: echados e inmóviles por graduaciones; los oficiales y el Capitán aparte. Sin esperanza de volver a su Mundo, sin las llaves con que abrir la nave, y desaparecido el Hombre–Clave, habían puesto fin a su vida de modo honorable, dejando asegurada la nave para los que vendrían después.

Los miró a todos vencido por el afecto y pasó a examinar el diario de navegación de la nave. Lo hizo retroceder hasta el momento de su llamada desde el planeta inferior. El Capitán había grabado todo el relato de la conversación con él y la situación que obligaba a la decisión a adoptar. Concluía con las Palabras de la bendición que Jase no lograra terminar en el momento en que, según las apariencias, la pequeña nave había sido destruida en el otro planeta.

Jase leyó ante la grabadora un breve relato de cómo había podido escapar de las Gentes Embozadas que le creían atrapado y regresar a la nave, y luego volvió al gimnasio.

La nave de la Expedición tenía un amplio lugar de almacenamiento en el área de carga. Llevó allí los cadáveres uno a uno, y, una vez colocados, dejó el espacio a temperatura de congelación. Los cuerpos serían devueltos a sus Familias en su Mundo. No era algo necesario, pero sí honorable de su parte. Regresó entonces a la sala de controles, los abrió todos y se dispuso a trabajar.

No había gran diferencia entre cualquiera de las naves que utilizaban como impulso el campo de reducción del universo. Pedía manejar solo esta gran nave, lo mismo que la pequeña que le llevara al planeta de las Gentes Embozadas. Fijó la dirección hacia su Mundo. Era una cuestión sencilla ahora que había identificado la posición de la estrella del mundo de las Gentes Embozadas, y las computadoras de la nave podían calcular por sí solas la distancia y la dirección del vuelo. En contraste con el tiempo que les había costado llegar hasta aquí, ahora regresaría a su Mundo en sólo tres saltos por el espacio sin tiempo. No más de dos días según el cómputo de su Mundo (o día y medio según el de las Gentes Embozadas).

Hizo salir a la nave de su escondite bajo la superficie de la Luna y la alejó de cualquier cuerpo solar sólido antes de entregar la programación del primer salto a las computadoras. Luego regresó a sus propias habitaciones.

Allí todo seguía como él lo dejara cuando se dispusiera a bajar al planeta de las Gentes Embozadas. Abrió un departamento de servicio para sacar alimentos y tomó asimismo uno de los cultivos de bacterias productoras de alcohol. Pero, una vez lo hubo llevado con la comida a la mesa donde se hallaban sus papeles, descubrió que no deseaba tomar el cultivo.

Este momento tenía su propia intoxicación, una intoxicación que empequeñecía y ridiculizaba la borrachera química que se obtenía del cultivo. Lo tiró, pues, por una ranura de eliminación que había en su mesa. Al hacerlo recordó algo de pronto.

De la bolsa del arnés que había llevado bajo las ropas, ahora desechadas, sacó el cubo que contenía el gusano. Después de todo, se había olvidado de devolverlo a la tierra de su origen. Bien, ya habría otra ocasión.

Lo sostuvo contra la luz en el cubo transparente sobre la mesa en la que estaban los papeles. Ante la luz, el gusano parecía casi vivo. Como si se volviera para hacerle una reverencia, como si reconociera su dominio sobre él y el mundo del que provenía.

Dejó el cubo en la mesa y fue a colocar el botón que contenía la grabadora en un dispositivo que proyectaría la información almacenada, sonido e imágenes, y en dimensiones naturales, en una pantalla que era la misma atmósfera de la habitación. Tocó los controles de la máquina proyectora. Las luces de la habitación disminuyeron, y la mañana que él contemplara al salir de la nave individual cobró vida en el espacio vacío del centro de la habitación. Retrocedió unos pasos hasta la plataforma ante su mesa y se sentó en ella, enroscándose con sensación de satisfacción.

Observó toda la historia de los sucesos del día, la conversación con el nativo junto al arroyo, el viaje por la correa de transmisión, la bajada y el regreso del área subterránea. En el momento en que resbalara y cayera entre las máquinas, las imágenes cesaron de pronto; cesó el sonido.

«Evidentemente —se dijo—, la caída había roto la grabadora en aquel punto. Estaría en blanco a partir de entonces. Una lástima que hubiera ocurrido así pero, después de todo, la información más importante había quedado bien grabada».

Estaba a punto de levantarse para apagar la proyectora cuando aquel cubo de atmósfera de la habitación se encendió de nuevo. Frente a él estaba la figura del nativo que viera junto al arroyo, pero le rodeaban las paredes de una habitación; no era la misma escena al aire libre.

El nativo se quitó de la boca aquel contenedor lleno de vegetación ardiente.

—Saludos. Confío en que estoy entre amigos —dijo en un ruml tan perfecto como su boca y labios de nativo eran capaces de pronunciarlo—. Saludos a Kator Primosegundo Brutogas y a todos los Honorables Jefes de Familia que estarán contemplando esto allá en su Mundo…

Kator saltó de la plataforma.