17

Jase dejó que la Expedición se tomara un descanso para celebrar el éxito. No se unió a la celebración, ni tomó tampoco uno de sus efímeros cultivos de bacterias que daban lugar a la formación de alcohol etílico en el estómago de los ruml a partir de los carbohidratos que los miembros de la Expedición habían tomado en el banquete anterior. Jase no deseaba el estímulo momentáneo ni el olvido rápido que era la consecuencia que seguía a una borrachera de tales cultivos. La intoxicación que deseaba sobre todas las cosas era algo más sutil, algo que resonaba gozoso en su mente y su cuerpo desde que por primera vez tomara la trascendental decisión de intentar Fundar su Reino. Hizo venir al Capitán para que se entrevistara con él en las habitaciones privadas del Hombre–Clave a bordo de la nave.

—Naturalmente —dijo al Capitán—, la siguiente etapa será enviar a un hombre para que examine todo el subterráneo y el área, indudablemente secreta.

—Naturalmente, señor —asintió éste. Como el resto de la Expedición, el Capitán había tomado ya uno de los cultivos de bacterias pero, debido a su responsabilidad a bordo, no comería hasta que los demás se hubieran recuperado de la borrachera. Al pensar en el resto de los hombres que estarían atiborrándose ahora de comida en el gimnasio, el hambre se le despertó furiosa y reforzó en él el deseo de la intoxicación.

—Hasta ahora la Expedición ha operado sin errores —dijo Jase—. La perfección de esta operación debe continuar. El hombre que baje al planeta de las Gentes Embozadas debe ser el único en el que yo pueda confiar absolutamente para que lleve la misión al éxito. No queda la menor duda de quién debe ser ese hombre.

—Señor —dijo el Capitán, repentinamente alerta y olvidándose del hambre. Sintió una contracción súbita en el estómago—, ¿está pensando en mí, Hombre–Clave? Si alguien puede tomar mi puesto aquí.

—No estoy pensando en usted.

—¡Oh! —dijo el Capitán. La excitación le abandonó, la desilusión volvió a distenderle el estómago—. Bueno, sólo era una esperanza absurda, señor. Naturalmente sé que desea un hombre más joven, más apto físicamente que…

—Exacto —dijo Jase—. Yo mismo.

¡Hombre–Clave!

Surgió casi como una explosión de los labios del Capitán. Los bigotes le cayeron lacios contra las mejillas.

—Yo, yo le ruego que me perdone, señor —dijo—. Por supuesto es responsabilidad suya, y cae bajo su autoridad. Puede seleccionar a quien quiera. Pero ¿desea que yo actúe como Hombre–Clave mientras usted está allá abajo?

Jase le miró francamente.

—No —dijo.

Los rasgos del rostro del Capitán se contrajeron ligeramente. Pero inquirió, impasible:

—Nadie.

Esta vez el Capitán no explotó. Se limitó a mirar sin ver, casi ciegamente a Jase.

—Nadie —repitió éste lentamente—. Espero que me comprenda. Capitán. Me llevaré conmigo las llaves de la nave.

—Pero, señor —la voz del Capitán se cortó. Inspiró con mucha más fuerza de lo habitual—. Realmente comprendo que nos resultaría difícil volver a casa si las llaves de la nave quedaran en las manos de un Hombre–Clave suplente que ya tuviera amistades y enemistades entre los demás miembros de la Expedición.

—Probablemente sería imposible —dijo Jase—, y por esta razón me propongo cerrar la nave antes de marcharme; y llevarme las llaves. De ese modo no habrá peligro de un motín o una sedición que destruya a nuestros hombres en el viaje de vuelta. Y toda la valiosa información ya recogida sobre las Gentes Embozadas no correrá peligro de perderse para siempre en una nave sin vida que continuaría navegando por el espacio. En el caso de que yo me perdiera con las llaves, otra nave podría encontrar ésta nuestra, tan bien situada aquí, y con toda la información que contiene intacta y utilizable.

—Sí, señor —dijo el Capitán. Le saludó con respeto.

—Será mejor que informe a sus oficiales sobre esta decisión mía después que yo me haya ido. Luego informará al resto de la Expedición en conjunto.

—Sí, señor.

—Entonces le permito que vuelva a la celebración —dijo Jase. El Capitán se volvió y se dirigió hacia la puerta—. Y, Capitán…

Éste se detuvo en la puerta, entreabierta ya, y miró atrás. Jase asintió con aprobación, felicitándole.

—Dígales que se diviertan y disfruten de este descanso.

—Sí, señor.

El Capitán salió, cerrando la puerta tras él. Jase se volvió y se dirigió a la mesa en la que estaban sus llaves, el modelo del artefacto y el cubo que contenía el gusano. Alzó el cubo y lo miró por un instante, reteniéndolo tiernamente.

—El primero de mi Reino —le dijo—. Vas a volver ahora al suelo del que viniste.

Lo dejó suavemente de nuevo en la mesa. Sentándose sobre sus ancas permaneció largo tiempo mirándolo. Y por su mente pasaban las imágenes de sus hijos, sus nietos, todos los miembros de su Familia Fundada por él, jugando y creciendo bajo un sol extraño. Y, entre ellos, quizá surgiera un día no uno sino varios que, a su vez, Fundarían Reinos también.

Terminada la celebración, Jase puso a trabajar a la mayoría de los miembros de su Expedición en la construcción de colectores que tomaran películas, examinaran y enviaran más amplia información de los alrededores del área secreta y subterránea de las Gentes Embozadas. Pero, al enviarlos, se programaron de modo muy estricto para evitar cualquier movimiento sospechoso en las proximidades del área crítica. Allí únicamente había de penetrar él; y solo.

Mientras tanto, con ayuda del Capitán y de los especialistas en la materia, se enfrentó con el problema de conseguir al menos una similitud pasable con la raza de las Gentes Embozadas, y no por su aspecto únicamente, sino por su modo de hablar y de conducirse en general.

Era una tarea ambiciosa.

La primera transformación (y la más evidente) consistió en cortar los largos bigotes rígidos que le rodeaban la boca. El hecho no implicaba dolor o incomodidad, pero el shock emocional fue considerable, ya que los criminales, los que tenían defectos de nacimiento y los pacientes del hospital que habían de sufrir una operación en el rostro, eran los únicos varones ruml a los que se veía alguna vez sin bigotes. Por extraño que fuera, Jase descubrió que el hecho de saber que crecerían de nuevo en pocos meses —si no en cuestión de semanas— no servía de nada. Sin los bigotes se sentía castrado.

Y el habérselos cortado con sus propias manos aún lo hacía peor, en cierto modo.

Por otro lado, el cortar y afeitar toda la piel del rostro y la cabeza resultó ser casi una operación sin importancia. Tras el shock de la pérdida de los bigotes, Jase se había sentido tentado a teñirse simplemente de color castaño el pelaje negro y brillante que le cubría todo el cráneo como una espesa alfombra. Pero eso habría sido una solución demasiado arriesgada del problema. Pues, aunque la tiñera, aquella capa natural que le cubría la cabeza no habría tenido el menor parecido con el cabello humano.

De modo que, sin bigotes y afeitado, Jase se enfrentó con una visión horrible al mirarse al espejo. Por suerte, sí se parecía ahora a las Gentes Embozadas, al menos del cuello para arriba. Hacía más bien el efecto de un oriental de piel rosada, con unos párpados algo hinchados sobre unos ojos extraordinariamente grandes y alargados, con una mandíbula muy chata y más estrecha que la de las Gentes Embozadas. Pero indudablemente tenía el aspecto de un nativo.

El resto de su disfraz habría de correr a cargo de las ropas que llevaría según el uso habitual entre ellos. Las complicadas coberturas del cuerpo resultaron ser, por tanto, una bendición y no la maldición constante y molesta que él había esperado. Sin ellas le habría resultado casi imposible ocultar las diferencias existentes entre el cuerpo ruml y las formas de las Gentes Embozadas.

Así pues, aquello con lo que se cubrían los pies, y con unos tacones simulados, ayudó a disimular la relativa cortedad de las piernas ruml; lo mismo que el faldón suelto de aquella prenda con mangas ocultaba —según el punto de vista de los nativos— la estrechez antinatural de sus caderas. Claro que poco podía hacerse para salvar el obstáculo que suponía la inclinación de la columna vertebral ruml, unida de tal modo a la pelvis que todos caminaban con la parte superior del cuerpo en ángulo inclinado hacia delante. Pero unas grandes almohadillas de relleno ampliaron los hombros ruml, tan estrechos; y las mangas anchas vinieron a ocultar el hecho de que los brazos ruml, como las piernas ruml, estaban diseñados por la naturaleza para mantenerse siempre doblados en las rodillas y los codos.

Cuando todo hubo terminado quedó convertido en una imitación pasable de una Persona Embozada. Pero esta transformación fue sólo el principio. Ahora era necesario que aprendiera a moverse de un lado a otro con aquellas ropas molestas y con cierto aire de naturalidad nativa.

Las ropas resultaban horriblemente incómodas, como la piel sin vida de una criatura repugnante. Pero Jase se exigía tanto a sí mismo como a los demás miembros de la Expedición. Éstos, por relevos, seguían enviando más y más colectores que los otros preparaban; en la Luna se recogían toda suerte de películas diversas; y Jase recorría incansable sus propias habitaciones vestido con aquellas ropas y sin bigotes mientras el Capitán y dos especialistas comparaban su actuación con las muestras de los nativos en movimientos y actuaciones similares. Y le expresaban sus críticas.

La vida inteligente, según todos sabían, es extraordinariamente adaptable, y Jase se lo estaba jugando todo. Al fin tuvo lugar un ensayo en el que los tres observadores fueron incapaces de criticar nada y el mismo Jase dejó de sentir el contacto de las ropas en torno a su cuerpo como algo tan antinatural.

Se confesó satisfecho de sí mismo. Fue a la sala de grabación para una última documentación sobre la información que los mecanismos habían recogido acerca del lugar subterráneo y secreto de las Gentes Embozadas. Permaneció inmóvil —un ruml de aspecto extraño con aquellas ropas— mientras la grabadora le informaba que el mecanismo había registrado por completo el área subterránea, descubriendo que era enorme. La décima parte de una milla nativa en profundidad, casi cinco millas de longitud y media de anchura. Y que toda el área subterránea estaba recubierta de una capa extraordinariamente gruesa de cemento reforzado con vigas de acero.

Los mecanismos no habían podido recoger grabaciones a través del espesor de esa capa y, como habían sido programados estrictamente para no tratar de atravesarla por temor a alarmar a los nativos, nada se sabía del interior del área.

Por tanto, lo que había en el interior de aquella estructura de cemento seguía siendo un completo misterio. En consecuencia, y si Jase había de invadir el lugar secreto, debería hacerlo a ciegas…, sin saber qué iba a encontrar en cuestión de defensas internas. El único camino que los mecanismos habían descubierto era el hueco del ascensor por el que se enviaban provisiones al interior del área.

Jase se concentró por un momento en sus pensamientos, mientras el Capitán y los miembros de la Expedición aguardaban.

—Muy bien —dijo al fin—, considero que lo más probable es que ese lugar se haya construido de tal modo para protegerse contra la invasión de los mismos nativos… y no de alguien como yo. En cualquier caso, voy a seguir adelante con ello, basándome en esta suposición.

Y se dirigió al Capitán y a los oficiales a fin de darles sus órdenes definitivas para todo el período de tiempo que se hallara ausente. No se molestó en decirles lo que habían de hacer en el caso de que no volviera. Tales órdenes serían innecesarias, hasta el punto de constituir un insulto deshonroso.

En la superficie del planeta, oculta tras el círculo de la Luna, era aún de noche cuando Jase salió al exterior de la superficie lunar exactamente sobre el lugar que ocupaba su nave enterrada. Tras él, el agujero formado en aquellas rocas cubiertas de polvo se rellenó de nuevo, como por arte de magia.

Su nave individual subió hacia el horizonte de la Luna y se hundió en la oscuridad de la noche, ya en marcha hacia el planeta a sus pies.

Llegó a la superficie de éste en el preciso instante en que el sol asomaba sobre el horizonte oriental, con la frescura del amanecer —según la temperatura nativa— en el aire. Camufló su nave entre unos arbustos, exactamente unos zumaques nativos, salió de ella y pisó por vez primera un suelo totalmente desconocido.

La atmósfera extraña e insípida del planeta llenó sus pulmones. Miró hacia el sol naciente y vio una fila de árboles y un edificio ruinoso silueteado claramente contra el rojo del semicírculo solar. Se volvió un cuarto de círculo y empezó a caminar hacia la fábrica abandonada que cubría y ocultaba el área subterránea.

No lejos de su nave llegó a la carretera que corría entre las granjas aisladas y que llevaba hasta aquel complejo de edificios —la fábrica abandonada— que se alzaban ante él en el horizonte como un montón informe de grandes cajas. La costumbre de las Gentes Embozadas de construir a una altura desmesurada (incluso las viviendas individuales llegaban a tener tres pisos sobre el suelo, como un Palacio Familiar de su Mundo) le permitió vislumbrar su punto de destino desde el momento en que abandonó la nave. Continuó a lo largo de la carretera mientras el sol seguía ascendiendo por el cielo a su izquierda, un sol grande, de un rojo amarillento. Al cabo de cierto tiempo llegó a un puente de madera sobre un pequeño arroyo. El arroyo estaba casi cubierto de vegetación salvaje. No se había hecho el menor intento por arreglar sus bordes ni por hermosearlo en honor al líquido portador de vida que corría por él. El puente en sí era muy rústico y, al cruzarlo, sus pies calzados caían sobre él con un sonido hueco. En la quietud de aquel amanecer nativo, este sonido parecía hallar ecos en todo el mundo dormido en torno suyo. Se apresuró a cruzar las últimas tablas que le separaban de la carretera. Y, notando el alivio de la tensión interior, llegó finalmente al extremo opuesto del puente.

—Ha madrugado mucho, ¿no? —dijo la voz de un nativo sólo a unos pasos y bajo el puente.

Jase giró en redondo, y se vio… a sí mismo.