11
Jase durmió profundamente al fin.
Ya no era el sueño mediante el cual vivía en el cuerpo de Kator. Era el sueño profundo originado por unos fuertes sedantes que siguiera a su despertar de la conclusión triunfante del incidente del duelo, y después de haber reconocido esta vez que se hallaba de vuelta y entre amigos de su propia especie. Era también el sueño del agotamiento. Pero drogado como estaba, y por profundo que fuera el sueño, cierta impresión de confusión pervivía en él agitándole y turbándole, de modo que creía ver unas formas oscuras que se le acercaban y le amenazaban de un modo absurdo.
En algunos momentos le parecía que tales formas correspondían a los ruml. En otros se sentía igualmente seguro de que eran humanos. Finalmente, le dejaron y durmió sin sueños ni agitación.
Cuando despertó en su habitación en el sótano no tenía a nadie sentado en un sillón y vigilándole como hasta entonces. Se alzó sobre un codo y miró el reloj en la mesilla de noche junto a su lecho. Las manecillas, luminosas y amarillentas, le indicaron que era un poco más de las tres. Se incorporó, agitando la cabeza para librarse del sopor, y pasó las piernas sobre el borde de la cama.
Deseaba un café. Vencido aún por el entumecimiento que sigue a un sueño tan pesado, se puso lentamente las ropas y se dirigió a la puerta. Pero el picaporte no cedió bajo su mano cuando intentó girarlo, y la puerta permaneció cerrada.
Frunciendo el ceño lo intentó de nuevo; golpeó la puerta. Ésta se agitó, pero no se abrió. Empezó a despertarse por completo. Movió otra vez el picaporte, trató de abrir la puerta y comprendió al fin que eso era lo que no querían que hiciera.
—¡Encerrado! —dijo en voz alta mirando la silla vacía donde debía haberse hallado un observador de guardia. Así que, puesto que no dejaban allí a nadie para vigilarle, ¿le habían encerrado como a un criminal o a un maníaco?
La rabia se apoderó súbitamente de él. Cogió bruscamente el picaporte, lanzó el hombro contra la puerta y —con mucha más facilidad de lo que esperara, ya que nunca en su vida había tenido que derribar una puerta— saltó la cerradura del marco y la puerta se abrió de par en par. Salió vacilante al corredor del sótano.
Con la rotura de la puerta, su cólera, en vez de disminuir, se había incrementado. Avanzó con paso rápido hacia las escaleras del sótano, que llevaban al piso superior, despreciando el ascensor lento y asmático. Al dar la vuelta al ángulo más lejano del corredor, donde se iniciaba la escalera, tropezó con un muchacho joven, con el uniforme del ejército, y que llevaba una pistola colgando del cinturón.
—Un minuto —dijo el soldado cogiéndole del brazo—. No puede subir. Tiene que volver a su habitación.
Jase, al rojo vivo, se soltó de un tirón.
—Y ¿qué va a hacer, matarme? —preguntó. Y, pasando violentamente ante el joven, subió los peldaños de dos en dos.
Cuando pisó la alfombra verde del rellano de la primera planta, lo encontró lleno de hombres, algunos con uniforme de oficial. Todos le miraron y varios se acercaron a él y trataron de hablarle, como si se propusieran detenerle, pero Jase pasó a toda prisa ante todos ellos y continuó por el corredor hacia la parte posterior del edificio y la biblioteca. La puerta de ésta se hallaba abierta. Un hombre con ropas civiles guardaba la entrada. Jase entró a toda prisa en la biblioteca.
También había gente en su interior. Estaban presentes Mele, todos los miembros de la Junta y Bill Coth, el general que Tim les presentara a Jase y Mele hacía una semana. Hoy llevaba su uniforme, y junto a él había un hombre bajo de mediana edad, la cabeza como una bala de cañón, con un traje gris de corte europeo, y otro de aspecto erudito, delgado, de unos cincuenta años y que llevaba unas gafas anticuadas (en vez de las habituales lentes de contacto) ante los ojos azul pálido; tenía el pelo muy rubio y las cejas casi albinas.
La entrada algo violenta de Jase, por no decir nada del grito que lanzó inmediatamente el hombre ante el cual pasara en la puerta, hizo que todos le miraran.
—¿Qué hace aquí, Jase? —preguntó Coth—. No, suéltale, Hobart. —El hombre de la puerta, que sujetara a Jase por detrás, le soltó justo a tiempo para evitar que éste le lanzara una violenta coz a la entrepierna. Jase miró furioso a Coth.
—¿Fue idea suya el encerrarme? —preguntó con rabia—. ¿Qué hace aquí toda esta pandilla?
—Yo los traje, Jase.
Era Thornybright, que estaba de pie un poco separado de Coth y los demás desconocidos. El psicólogo, delgado y muy erguido, con un traje azul marino, conservaba sus modales comedidos y astutos de siempre.
—¿Tú? —exclamó Jase, mirándole—. ¿Por qué?
—Eso es lo que Bill y yo nos proponíamos explicar —respondió Thornybright—. En este proyecto las cosas habían llegado a un punto en el que comprendí que no podíamos seguir adelante sin informar a las autoridades adecuadas y entregarles el control. Tuvimos una reunión y ofrecí a todos la última oportunidad de votar la entrega inmediata del proyecto. Cuando empatamos de nuevo, llame a Bill en mi ayuda —y miró al militar de rostro bronceado—. Él había estado aguardando fuera.
—¿Ah, sí? —dijo Jase. Se adelantó para mirar de frente al psicólogo—, y ¿qué es eso de convocar una reunión no estando yo presente?
Thornybright le devolvió la mirada. Era un hombrecillo bastante bajo, y sólo dos tercios del peso de Jase, pero su mirada era tan fría y autoritaria como siempre.
—Tal vez deba recordarte, Jase —dijo—, que tú no eres, en realidad, miembro de esta Junta.
—Y ¿qué tal si yo te recuerdo…? —empezó Jase—. Si es que ahora vamos a actuar por nuestra cuenta, tal vez deba recordarte que yo soy el proyecto. ¡Yo! —Jase se golpeó el pecho con el índice. Su cerebro era como una bola de fuego—. ¡Yo soy el único imprescindible para lo que estamos haciendo aquí…, no todos vosotros! Y yo soy un ciudadano americano… —se interrumpió mirando a su entorno, observando a los demás miembros de la Junta que ya ocupaban sus sillas. Dystra estaba tranquilamente sentado y le contemplaba sin emoción aparente—. Eso me recuerda —dijo Jase secamente— que al parecer hemos sido ilegalmente invadidos. ¿Por qué no llama nadie a la policía… o a un abogado?
—No es necesario… —empezó Thornybright, pero Coth le interrumpió.
—Creo que Jase lo comprenderá en seguida —dijo sonriéndole—. Lo que ocurre es que nadie le ha explicado todavía la situación. Jase, me gustaría presentarte a un par de amigos. —Se volvió al hombre de cabeza de bala de cañón—. Éste es… —el nombre desconcertó a Jase con su pronunciación extranjera—. Ha venido para representar, más o menos, a los miembros extranjeros de esta Fundación de ustedes, y a sus gobiernos. Podríamos definirle como el hombre de las Naciones Unidas.
—Encantado de conocerle —dijo el hombre de las Naciones Unidas sin una pizca de acento, pero con una entonación que resonó extrañamente en los oídos de Jase. Éste se limitó a inclinar brevemente la cabeza.
—Y éste es Artoy Swanson, de la Casa Blanca —continuó Coth, mirando al hombre alto con gafas—. Si necesita un abogado, él puede conseguirle incluso al Inspector General. —Coth sonrió.
—Lo tendré muy en cuenta —dijo Jase.
La sonrisa de Coth no se borró, pero se tornó algo grave.
—No se muestra especialmente razonable —dijo lentamente.
—No —confirmó Jase—. ¿Por qué no se van al diablo usted y los demás?
—No —dijo Coth mirándole con dureza también, pero todavía controlando su voz.
—Entonces me iré yo —dijo Jase. Se volvió y se dirigió a la puerta.
—Hobart —dijo Swanson al hombre delgado y con gafas. El que vestía de civil se corrió a un lado para bloquear la salida. Jase se detuvo y se volvió. Miró sarcástico a Thornybright.
—Espera un minuto, Bill —comenzó a decir éste—. Hay otros modos…
—Me temo que no —le interrumpió Swanson. Aparte de su aire inofensivo, se mostraba decidido. Aquel modo de cortar en seco a Thornybright era como tratar de detener a un tigre con una pluma, pero el caso es que el psicólogo se calló. Swanson se quitó las gafas y empezó a limpiarlas con una servilleta de papel que se sacó del bolsillo lateral de la chaqueta—. Todos somos voluntarios aquí, mister Thornybright. La situación ya fue discutida esta mañana…, en otra parte, en el cuartel general. Y se aceptó definitivamente que cualquier intento legal por controlarles a ustedes sería demasiado lento. Habríamos de empezar por descubrir causas para un interdicto… basándonos en todo aquello de que pudiéramos echar mano. Y, mientras tanto, muchas cosas podrían seguir sucediendo con Jase… y a Jase.
—Con… y a él —repitió Jase—. Pensé que eso sería lo primero que se les ocurriría en cuanto oyeran hablar del proyecto… La idea de que a mí me están controlando los extraterrestres. —Miró hoscamente a Thornybright que le devolvió la mirada sin cambio absoluto en su expresión—. De modo que has puesto en sus manos nuestros derechos legales, ¿no es eso?
—¡Alto ahí! —dijo Swanson con cierta exasperación—. Sea razonable. Esta gente ya ha seguido adelante por su cuenta, sin ninguna autoridad de este gobierno, ni de ningún gobierno de la tierra, y han establecido contacto con una raza extraterrestre, una civilización extraña más grande, mejor, más fuerte que la nuestra, y en la que evidentemente existen individuos interesados en borrarnos del mapa. ¿Esperaba usted que le enviáramos una citación para ser investigado por el Congreso?
—¡No había ningún secreto particular en torno al proyecto! —dijo Thornybright con una intensidad extraordinaria en él—. Tanto el proyecto como el equipo que hemos utilizado se ha descrito en una docena de revistas técnicas. Y de ahí pasó a los periódicos, merced a los escritos de los científicos.
—Y ¿quién lee las revistas técnicas, cuando cada año se publica un millón de artículos en casi mil lenguas distintas? —preguntó Swanson—, y ¿quién cree a los escritores científicos… o, si es que les cree, recuerda diez minutos después lo que ha leído? —Miró a Jase—. Nadie que supiera lo que ustedes estaban haciendo podría pensar en serio que de ello iba a salir algo importante.
—No —dijo Jase amargamente—. Nunca lo creen.
—Pero ustedes lo hicieron —dijo Swanson—, y yo afirmo que debían haber tenido más sentido de la responsabilidad. Para con ustedes… para con el mundo y para con el resto de la gente que lo habita. De todas formas, como digo, todos hemos venido aquí voluntariamente. Pueden demandarnos más tarde si lo desean y si quedan tribunales ante los que demandarnos. En lo que a mí se refiere, nada me importa. Para el general Coth, será un final bastante desastroso después de veintiocho años de servicio militar. Pero a ninguno de nosotros nos preocupa en lo más mínimo. La cuestión es que ahora estamos al frente… y lo seguiremos estando a partir de este momento.
Se volvió a mirar a los miembros de la Junta.
—Vamos a tener que retenerlos a todos…, al menos de momento. Les trasladaremos a una instalación de las Fuerzas Aéreas, una pequeña, no demasiado lejos de Washington. Cuando tengamos bien controlado este proyecto suyo les dejaremos libres —e hizo una mueca— pueden tratar de demandarnos y conseguir que nos metan en la cárcel, o lo que quieran. Pero, por ahora…
—No —dijo Jase.
Swanson le miró.
—No, no lo creo —repitió Jase. Se echó atrás y se apoyó en el borde de la mesa en torno a la cual se sentaba habitualmente la Junta y donde, con excepción de Mele y él mismo, todos se hallaban sentados ahora—. No va a trasladarles, ni a ellos ni a mí ni nada, fuera de este edificio.
Swanson se quitó las gafas.
—¿Ah, no?
—Eso es —dijo Jase—. Por lo visto usted no me ha oído cuando le hablaba a Tim Thornybright hace un momento. Le recordé que yo era el proyecto. Y lo soy… Y usted no puede obligarme a moverme de aquí ni a hacer nada que yo no quiera hacer. Y me niego a separarme de la biblioteca de este edificio.
Swanson volvió a ponerse las gafas.
—Creo que sí hará lo que nosotros queramos. Y, después de todo —añadió—, sólo queremos que continúe con lo que ha estado haciendo, es decir: ponerse en contacto con Kator e informar sobre lo que experimenta.
—¿Y si no lo hago? —preguntó Jase—. Quiero decir… ¿y si no informo?
—Podemos hacer que la vida le resulte bastante incómoda —contestó Coth muy serio.
Jase miró al general.
—¿Y si miento?
—¡Oh! —Coth se echó a reír y contestó inmediatamente—: Lo sabríamos, por supuesto.
Jase le miró por un instante. Luego también él rió, pero no ligeramente, sino con aire de gravedad.
—Lo hace usted muy bien —dijo Jase—. Por un segundo pareció tan seguro de sí mismo que casi estuve a punto de creerle. No. No podría saberlo. Y usted sabe bien que no podría. —Pasó la mirada de Coth a Swanson, y al otro—. Soy el único eslabón que tienen con los ruml, y necesitan mi cooperación voluntaria; la necesitan más que nada en el mundo, porque sin mí no les quedarían sino sus pesadillas sobre una invasión de extraterrestres.
Hizo una pausa.
—Por tanto —continuó lentamente—, voy a decirles cómo pueden conseguir esa cooperación. Intégrense si quieren en el proyecto, ya que se han unido a él; pero, si creen que van a dirigirlo, están muy equivocados. La Junta seguirá actuando como lo ha hecho siempre. Ustedes tres pueden sentarse en ella; eso es todo. Y yo continuaré como lo he hecho hasta ahora…, sin ninguna interferencia por su parte, ni por parte de la Junta tampoco.
Hubo un silencio mortal en la biblioteca. Jase y Swanson seguían vigilándose. Tras un instante, éste se quitó las gafas.
—Por el momento —dijo con serenidad—, de acuerdo.
Jase asintió lentamente y se volvió hacia Mele. Estaba a punto de decirle que, ahora que toda la excitación había terminado, deseaba comer algo. Estaba a punto de pedirle que le acompañara al comedor mientras la Junta se reunía en sesión con sus tres nuevos miembros a fin de curarse la herida de la declaración de independencia de Jase. Pero no se lo pidió.
Los ojos de Mele le miraban tan aterrados como si —al estilo de la mutación Jekyll–Hyde— Jase se hubiera transformado en Kator en su presencia. Como si ya no le conociera.
Jase salió de la biblioteca y se dirigió solo al comedor.