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La nave de Expedición había alunizado y se hallaba bien segura bajo doce metros de roca lunar. Al examinar la situación, Jase se sintió satisfecho. Todos los hombres habían trabajado con plena dedicación, y aunque las Gentes Embozadas pudieran compararse con los ruml, y aun en el caso de que se hubieran despertado sus sospechas, necesitarían echar mano de todos sus instrumentos para tratar de encontrar la Expedición…, y tal vez ni así la hallaran.
Jase atravesó la Sección de Construcción. En esta parte de la nave —y con la única excepción del Capitán y de él mismo— los otros miembros de la Expedición trabajaban constantemente a fin de construir las copias de objetos y criaturas extraños que albergarían las cámaras transmisoras, diminutas pero extraordinariamente potentes. «Recolectores de información», se les llamaba oficialmente, y «colectores», lisa y llanamente, entre los miembros de la Expedición.
Éstos eran de tres tipos, dos de los cuales habían sido ya enviados. El inicial era sencillamente un cubo metálico de hierro y níquel con una superficie monomolecular altamente sensibilizada para recoger durante tres días imágenes del ambiente que le rodeaba. Además, estos colectores habían sido equipados con pequeñas unidades impulsoras internas a fin de que descendieran hasta la superficie del planeta de las Gentes Embozadas y regresaran luego a la nave…, y también para que explotaran mediante control remoto desde la nave o bien si caían en manos de alguien y éste se propusiera investigarlos.
Varios miles de este tipo, semejantes a fragmentos de meteorito, habían sido enviados al planeta y recuperados con sólo una pérdida de un veinte por ciento debida a los accidentes o a la autodestrucción conveniente. Por cuanto sabían los ruml a bordo de la nave, ninguno de esos colectores primarios había sido siquiera reconocido como algo distinto de un fragmento de roca…, y mucho menos manipulado por uno de los nativos. A ello se habían dedicado cinco semanas, y la Expedición contaba ahora con un mapa completo y detallado del mundo de las Gentes Embozadas, desde el plano de las calles de sus ciudades hasta los contornos de sus océanos más profundos.
Ésa había sido la fase primera del trabajo de exploración que debía llevar a cabo esta Expedición. Al reseñarlo en su cuaderno de bitácora particular, Jase había escrito tras el último informe: Completado a la perfección.
La siguiente etapa consistió en el envío de los colectores secundarios. Éstos eran muy semejantes a los primeros —cubos de hierro y níquel—, pero algo más grandes y con capacidad de carga en su interior. Tras cuatro semanas de trabajo, y según el cuidadoso estudio llevado a cabo por los xenobiólogos que figuraban en la Expedición, éstos recomendaron tres tipos de formas vivas y pequeñas, nativas del planeta, como el tercer tipo de colectores. Y, tras una consulta con el Capitán, Jase había estado de acuerdo en seguir adelante y utilizarlos.
Al terminar de escribir la segunda fase de su cuaderno, Jase añadió: Completado a la perfección.
Los tres tipos de vida nativa que se eligieran fueron un insecto volador y pequeño que chupaba la sangre, conocido por los habitantes del planeta como el mosquito; un pseudo–insecto reptante de seis patas, del género de los artrópodos según la clasificación de las Gentes Embozadas —arácnido o «araña»—, y un animal pequeño de morro alargado, cola larga también, que se alimentaba de carroña, ya que era evidente que vivía de los restos de comida y de cuanto podía robar en los almacenes y alcantarillas de las ciudades de las Gentes Embozadas. En las reduplicaciones de estas criaturas vivas se ocupaba ahora la Expedición.
Las reduplicaciones que fabricaba la tripulación estaban muy lejos de ser imitaciones ideales; era difícil que lo fueran cuando se construían con tanto apresuramiento y en el estrecho espacio de una nave. Pero, lo mismo que los colectores primarios, podían destruirse mediante control remoto antes de que los nativos los capturaran e investigaran; por tanto no era necesario que hubiesen de soportar un examen a fondo.
Estas reduplicaciones iban enviándose ya a las ciudades de la Tierra. Jase se detuvo junto a la pantalla del monitor de uno de los tripulantes y examinó un informe filmado y enviado por un colector depositado en uno de los hospitales nativos. Jase contempló fascinado el interior de una habitación con dos plataformas para dormir, muy elevadas y sobre cuatro patas.
Los nativos eran en verdad sorprendentes; desde luego incomprensibles. Por supuesto poseían cerraduras y llaves. Pero aquellos que hubieran podido equipararse con el Hombre–Clave sólo operaban de noche y generalmente en áreas de las que se hallaban ausentes los demás nativos. Parecía que las Gentes Embozadas consideraban más digna de guardarse la propiedad que la vida. Lo cual sugería que el concepto de Honor en este planeta era totalmente distinto del de los mundos de los hombres. Las mujeres no llevaban a sus hijos en bolsas, como era lo normal, sino que los pequeños nacían diminutos e impotentes, y gran parte de la vida de la madre estaba dedicada a cuidarles hasta que crecían en tamaño, fuerzas y salud a fin de enfrentarse a sus responsabilidades como individuos.
Todo aquello era un poco repulsivo. Pero —se recordó Jase— para las Gentes Embozadas, resultaba perfectamente normal. Los miembros de la Expedición habían sido bien instruidos antes de dejar su Mundo, y los xenobiólogos les habían advertido y aconsejado con firmeza que no adoptaran una actitud de superioridad hacia la vida nativa. Porque eso confundía y cargaba de prejuicios no sólo los informes, sino también las facultades de información y observación.
«Es de esperar que sean diferentes». Éste fue, en resumen, el consejo de los xenobiólogos a la Expedición, indicando que los ruml habían encontrado criaturas extrañas antes de ahora en los seis mundos conquistados en la antigüedad y colonizados por completo más tarde.
Por supuesto, eso era muy cierto. Sin embargo —pensó Jase—, una cosa era contemplar un animal extraño sin reacción emocional; y otra contemplar a un extraño que era un ser tan inteligente como uno mismo. Se tendía a esperar de él —o de «ello»— que se condujera según las normas adecuadas e inteligentes de limpieza, de moral, de ética, etcétera.
Era una suerte —siguió pensando al apartarse de la pantalla—, que los ruml no hubieran encontrado este planeta de las Gentes Embozadas antes de haber aterrizado en los otros planetas sobre los que vivían tan sólo criaturas semiinteligentes La primera reacción sincera y espontánea de una raza de hombres no acostumbrada a la vista de los extraños les hubiese llevado a exterminar a las Gentes Embozadas por pura repulsión. Y eso habría sido una acción en absoluto honorable.
Pensando ahora por anticipado en el momento en que se convertiría en la suprema autoridad en aquel planeta a sus pies, tras la conquista. Jase tomó buena nota de no permitir el exterminio de los nativos, a no ser para reducir su número a un nivel normal de conservación. Era criminal, por no decir deshonroso, el modo en que se había eliminado por completo especies extrañas y notables en los primeros planetas colonizados por los ruml.
En realidad —seguía pensando Jase—, la cuestión podía ir incluso más allá de la conservación de la especie. Las Gentes Embozadas eran realmente inteligentes, y con una tecnología notable. Además, a juzgar por su indiferencia al aislamiento total y a la seguridad individual, eran evidentemente una especie amistosa, amable por lo general. Los colectores habían transmitido millones de escenas filmadas, pero casi no se veían luchas en absoluto. Lo único que se parecía en cierto modo a un duelo había sido una pelea de dos nativos que recogiera un colector. Ahora bien, aquella especie de mitones no podían considerarse armas; en realidad, no cabía la menor duda de que eran todo lo contrario. Probablemente se proponían impedir que los duelistas se hicieran daño. Y, a juzgar por el número de espectadores, aquello debía haber sido un caso muy excepcional.
Tal vez era incluso posible que los nativos —siempre que se les adiestrara, y que no olieran demasiado mal ni nada semejante— pudieran utilizarse como criados y obreros en la cultura ruml. Quizá…
—¡Señor! —la voz del Capitán interrumpió los pensamientos de Jase.
—¿Sí, Capitán? —dijo, volviéndose.
—Deseaba hablarle, Hombre–Clave. —El Capitán se lo llevó al corredor donde nadie podía oírles—. Resulta notable y apenas puedo llegar a creerlo. Pero, aparte de lo que puedan ser unos instrumentos superficiales y ornamentales, los colectores no han recogido la menor información sobre su armamento. Bueno, tienen armas de mano que utilizan para cazar los animales de la localidad.
—Sí, es sorprendente —dijo Jase—, pero tal vez no debamos preocuparnos demasiado por ello. Ya sabíamos que era preciso que fueran diferentes.
—Pero es increíble. Una raza inteligente. Una tecnología semejante a ésta.
—¡Oh!, no dudo que llegaremos a tropezar con su potencial de guerra —dijo Jase—. ¿Han probado bajo tierra?
—No con mucho detenimiento, señor.
—Pues inícienlo con todo interés. Dedique el, digamos quince por ciento de los colectores que imitan la vida nativa, al registro de las instalaciones subterráneas. Como digo, no hay duda de que eventualmente encontraremos su potencial de guerra. Es muy difícil que vivan sin algún concepto del Honor.
—Sí, señor —dijo el Capitán inclinando la cabeza—. Me ocuparé inmediatamente del envío de esos colectores.
Jase le observó marcharse. Era cierto, a pesar de lo que había dicho. La falta de instinto guerrero, tan aparente en los extraños del mundo a sus pies, le daba una sensación incómoda de temor.
No era natural. ¿Cómo podían haber llegado las Gentes Embozadas a dominar a las demás especies nativas de su mundo sin instintos honorables en primer lugar? Y ¿cómo era posible que hubiesen sobrevivido para construir esta civilización suya sin crear un sistema de Honor sobre aquel instinto?
«Tal vez había algo más allí de lo que los xenobiólogos de su Mundo, o él mismo, habían sospechado», pensó Jase, dirigiéndose ahora hacia su camarote privado. Indudablemente sería mejor que se reservara para sí la repentina sospecha que acababa de penetrar en su mente: la sospecha de una sociedad carente por completo de Honor y, en consecuencia, inconcebible.
Si ése era el caso con las Gentes Embozadas —una especie sin Honor, como las bestias que nacían, vivían su vida y morían sin propósito—, entonces no podía conservarse la especie. En ese caso serían peores que las bestias…, ya que las bestias no sabían más. Pero un pueblo con inteligencia, y sin embargo sin Honor, sería una abominación. Precisamente por el Honor, los ruml no podrían soportar que esos tales existieran. Sería un deber, dejando aparte todas las demás consideraciones, el limpiar de esa basura el universo.
La piel del rostro de Jase se endureció.
Esto era algo que, en la primera oportunidad, debía estudiar reservadamente, sin comunicarlo a nadie.