18

Kator permanecía inmóvil contemplando al nativo que le hablara. Contemplaba una figura sentada en la ribera de suave pendiente del arroyo, a pocos pasos de él y bajo el extremo del puente.

Y Jase se miraba a sí mismo.

Él mismo se miraba a sí mismo. Aquella figura llevaba en la boca un contenedor con vegetación encendida, del que salía una nubécula de humo. Tenía cubiertas las piernas con unas prendas azules y la parte superior del cuerpo envuelta en una pieza con mangas de cuero nativo, bastante maltratada por el uso. Las manos, sin pelo, sostenían un palo largo de vegetación nativa sobre las aguas del arroyo, y el sedal que pendía de su extremo se hundía bajo la superficie del agua. Sus labios, en aquel rostro libre de pelo, se alzaban en las comisuras según el estilo nativo que no significaba excitación ni rabia, sino amistad.

Pero él mismo estaba también de pie al extremo del puente. Había algo a la vez osado y patético en la pequeña figura que contemplaba desde el lugar en que estaba sentado. Ningún hombre se habría dejado engañar ni por un segundo por el aspecto de aquel ser al extremo del puente. Las ropas que llevaba estaban torpemente fabricadas, y mal abrochadas. Y la figura que cubrían caminaba encogida como Groucho Marx en las viejas películas de los primeros años treinta. El rostro afeitado parecía infantil sin el pelaje y los bigotes, y medía apenas metro y medio.

A Jase le resultaba fantástico medir sólo un metro y medio y a la vez sobrepasar al otro toda la cabeza. Caminar encogido y estar sentado y erguido al mismo tiempo. Sentirse alarmado a la vista de sí mismo, y movido a piedad a la vista de sí mismo. El punto de vista en la mente de Jase pasaba de su cuerpo humano al cuerpo de Kator, y del cuerpo de Kator a su cuerpo de Jase… a su cuerpo y mente de Kator, a su cuerpo y mente de Jase, a su mente de Kator, a su mente de Jase.

Él era Jase. Él era Kator. Él era Jase–Kator o Kator–Jase Kase Jator Jaskatore.

Era ambos. Las personalidades se confundían. Se mezclaban. Se fundían. Vaciló.

—¿Está enfermo? —se preguntó a sí mismo. Tal vez era un nativo infectado con una enfermedad a la que fueran propensos los de su raza.

—No —respondió, dominándose—. ¿Qué hace por aquí? ¿De paseo?

—Sí —dijo, preguntándose si aquel nativo observaría cierto acento extraño en sus palabras—. Y usted de pesca, ¿verdad?

—Lubinas —contestó, agitando el palo. Un objeto pequeño y de colores se agitó en el agua, allí donde el sedal cortaba el líquido.

—Comprendo —dijo sin saber lo que eran lubinas—. ¿Y encuentra aquí, en estas aguas?

—Bueno —contestó—, nunca se sabe lo que va a pescar uno. A lo mejor encuentro eso, o cualquier otra cosa. ¿Es usted de por aquí?

—No —respondió.

—¿De la ciudad?

—Sí —dijo. Pensó en la ciudad, tan grande como el planeta, que era su Mundo. Sí, era de una ciudad.

—¿Hacia dónde se dirige?

—¡Oh! —contestó (había ensayado este discurso)—, pensaba llegarme hasta esos edificios que hay allá y buscar la carretera principal y algún transporte hasta la ciudad más próxima.

—Siga adelante entonces —dijo Jase a su pequeño yo, tan encogido—. Le mostraría con gusto el camino, pero tengo que pescar. De todos modos, no tiene pérdida. Tanto si continúa adelante, como si retrocede desde aquí, ambos caminos le llevarán a la misma carretera.

—Gracias —dijo.

—De nada.

—Y buena suerte con su caza en el agua.

—Gracias, amigo. —El impulso surgió de lo más profundo de su ser. Él había tenido razón, él había tenido razón. Pero había sido imprescindible que se enfrentara con Kator como consigo mismo a fin de poner ambas personalidades una sobre otra, como recortes de cartón. Ahora lo había hecho, y lo que sobresalía de ambas resultaba, al fin, claro y patente. Habló a la pequeña figura encogida y con el rostro afeitado—. Nosotros nos parecemos mucho, más de lo que usted cree.

Se miró a sí mismo incapaz de entender aquellas palabras. Parecían tener sentido… y a la vez resultaban incomprensibles. Por lo visto el nativo se refería a algo que daba por sentado, algo que él no había mencionado previamente en la conversación.

—Sí —dijo, decidiendo sencillamente pasar por alto aquella declaración tan incomprensible—. Ahora ya debo marcharme. —A punto de dar la vuelta, una sensación extraña le domina. Tal vez fuera un impulso del Factor Suerte. El nativo le había desconcertado… No estaría mal desconcertarle un poco por su parte. Si el otro se sentía alarmado, él llevaba armas que podían matarle silenciosa y rápidamente—. Tal vez —dijo, movido por aquel extraño impulso— pueda usted decirme ¿Estoy aquí entre amigos?

—Sí —repuso el nativo—. Aquí está entre amigos.

Se le contrajo el estómago. Con seguridad había sido el Factor Suerte el que le obligara a hablar, y al nativo a contestar según el estilo ruml, cortés y honorable. Probablemente el Factor Suerte deseaba demostrarle que los nativos de su futuro Reino no carecían de Honor, como él temiera anteriormente cuando los informes de los colectores comenzaron a mostrarle su falta de arma y de combatividad. La gratitud creció en su interior. Alzó la mano en gesto de despedida al estilo nativo, y se volvió para marcharse, pero silenciosamente, para sí, pronunció la bendición destinada a este ser extraño que jamás la habría entendido aun de habérsela dicho en voz alta, tantos miles de años de historia ruml latían tras ella:

—Que el agua sea contigo, que la sombra sea contigo, que la paz sea contigo.

Con toda su atención fija ahora en las aguas del arroyo, el nativo alzó su propia mano sin mirarle, como si le hubiera oído, en cierto modo.

Volviéndose, disfrazado con aquellas burdas ropas y en el cuerpo ruml de Kator, Jase continuó su camino hacia la fábrica.

Un poco más adelante, después de pasar una curva y de cruzar un grupo de árboles, llegó a la gran verja de hierro donde acababa el camino ante los terrenos que rodeaban los edificios de la fábrica. La verja estaba cerrada, y con cerrojo. Jase, en el cuerpo de Kator, miró a su alrededor, no vio a nadie y sacó un pequeño cono de plata del bolsillo. Acercó la punta del cono al cerrojo, una repentina nubécula de humo, y la verja se abrió. La cruzó, la cerró tras él y se dirigió al edificio que albergaba al ascensor hacia el área oculta y subterránea.

La puerta del edificio también estaba cerrada. Una vez más miró cuidadosamente en torno, pero los vigilantes de la fábrica abandonada no dieron señales de su presencia. Jase utilizó el objeto en forma de cono en la cerradura de una puerta más pequeña enmarcada en otra lo bastante ancha para que los camiones entraran en el edificio. Se deslizó en el interior.

Más allá del espacio abierto donde evidentemente aparcaban los camiones que descargaban provisiones y material que luego se enviaba bajo tierra, descubrió el extremo de una ancha correa de transmisión para el transporte de cajas. Continuaba a través de un conjunto de máquinas paradas bajo la débil luz de unas ventanas que se abrían a una altura de varios pisos en los muros de plancha de hierro ondulada que envolvían el edificio.

Jase escuchó inmóvil a la sombra de la puerta. No se oía nada. Se guardó el cono y sacó el arma de mano. Se encogió ligeramente y luego pasó de un salto a la correa de transmisión, a metro y medio sobre el suelo. Con el arma dispuesta, fue caminando por la correa, introduciéndose entre la maquinaria.

Le parecía circular por una selva extraña y mecánica. La correa de transmisión no era corta. Tras haber recorrido cierto trecho, sus atentos oídos captaron un sonido allá delante. Se detuvo y escuchó.

Era el sonido de voces nativas que hablaban.

Continuó con cautela. Fue aproximándose gradualmente a las voces que no parecían estar sobre la correa, sino a la derecha, a poca distancia. Finalmente llegó a su nivel. Poniéndose de rodillas, y mirando a través de las formas de las máquinas, distinguió una área vacía en el edificio, a unos diez metros de la correa sobre la que se hallaba. Al extremo de dicha área había una caja acristalada en la que se veía a cinco humanos con ropas azules y con arneses de los que colgaban armas de mano, sentados ante las mesas o de pie y charlando.

Jase bajó la cabeza y se arrastró como una sombra sobre la correa. Las voces se desvanecieron tras él y en pocos instantes llegó al hueco del ascensor y a la plataforma interior en la que se suponía que la correa de transmisión descargaría sus mercancías.

Jase examinó la plataforma, estando ya instruido de antemano sobre su probable construcción. Era evidente que se controlaba desde abajo, pero debía haber alguna clase de controles en la misma plataforma… aunque sólo fuera para una emergencia.

Jase registró en torno al borde del hueco y descubrió unos botones en fila y sobre una placa en el extremo más distante de la plataforma. Utilizando un pequeño instrumento de energía magnética, quitó la placa y se dedicó por unos instantes a estudiar los alambres conectados a los botones. Sí era lo que los expertos de la Expedición le habían dicho que debía hallar. Por absurdo que resultara —según las normas lógicas y sensatas de los ruml—, no había la menor cerradura en aquellos controles.

Volvió a colocar la placa en su sitio, extendió la mano y tocó levemente el botón que, según sus instrucciones, enviaría a la plataforma hacia abajo. Por un segundo vaciló. A partir de este instante ya todo sería un riesgo calculado. No había modo de averiguar qué le aguardaba en el fondo de aquel pozo, ya fueran guardias o instrumentos de defensa. Habíase visto obligado a elegir entre enviar los colectores para obtener de antemano esa información, a riesgo de alertar a los nativos, o probar suerte ahora. Y había elegido probar suerte ahora.

Apretó el botón. La plataforma se hundió bajo sus pies y la oscuridad del piso superior se cerró sobre su cabeza.

La plataforma caía con tal rapidez que instintivamente se extendieron sus garras desde las puntas de los dedos a fin de sujetarse bien. Por un momento le alarmó la idea de encontrarse con un espacio no diseñado para un cargamento vivo. Luego vino a tranquilizarle el pensamiento de las frutas y verduras que bajarían en aquel ascensor y que no debían resultar dañadas. Por supuesto, tras lo que le pareció una bajada mucho más larga que la que los recolectores de información dieran como problable, la plataforma fue reduciendo la marcha con suavidad hasta detenerse y salir a la luz que se divisaba por una puerta en un lado del hueco.

Jase estuvo fuera de la plataforma en el mismo instante en que ésta se detuvo, e inmediatamente corrió al refugio más próximo: tras la puerta de la pequeña habitación en la que el ascensor se había detenido. Y bueno fue que lo hiciera. Un haz de rayos azulados cortó el espacio y fue a dar en el lugar en que estuviera de pie en la plataforma un momento antes.

Parpadearon los rayos. El olor del ozono llenó la habitación. Por un instante Jase permaneció inmóvil, helado de terror y con el arma dispuesta en la mano. Pero no apareció ninguna criatura humana. Resultaba evidente que los rayos se habían disparado automáticamente, como una defensa contra animales intrusos. Sería parte de la maquinaria autoprotectora habitual del ascensor. Sin embargo, observó, con una contracción en el estómago, que el lugar que eligiera para ocultarse había sido el único punto de la habitación no barrido por los rayos.

Salió ahora de detrás de la puerta. Se deslizó a través de la misma y se detuvo súbitamente. Lo había encontrado.

Se hallaba en un área subterránea de enormes dimensiones, su propia figura empequeñecida en contraste hasta ser semejante a los diminutos colectores. Aquí era un pigmeo. No, menos que un pigmeo. Una hormiga entre gigantes, apenas iluminados desde un techo casi invisible, a ciento cincuenta metros sobre su cabeza.

Estaba a un extremo de lo que era, nada menos, que un campo espacial subterráneo. Alzándose como torres muy próximas a él, demasiado enormes para captarlas de una sola mirada, se hallaban las formas gigantescas de unas impresionantes naves de guerra espaciales. Lo había descubierto al fin: el escondrijo secreto de las fuerzas guerreras de las Gentes Embozadas. Y en su interior, en algún rincón oculto de su espíritu, ronroneó dando las gracias porque se hubiera demostrado, sin la menor duda, que no carecían de Honor tan por completo.

Entre aquellas formas titánicas, allá delante, se escuchaba el sonido del metal chocando con el metal, y también con el cemento. Y el sonido de pies y voces. Como un animal de presa en el Mundo Ruml, Jase se deslizó de sombra en sombra entre las grandes naves hasta llegar a un punto en que, sin exponerse, podía ver lo que estaba sucediendo.

Se atrevió a asomarse tras la forma redonda de un gran soporte semejante a un barril y vio que, inesperadamente, había llegado al final de las naves allí encerradas. El descubrimiento fue para él un shock enorme. ¿Acaso no había más que esas pocas?

Apenas veía más de una docena en un espacio en el que podían aparcarse muchísimas más.

Miró hacia delante. Más allá se extendía el vacío inmenso del suelo y, a unos veinte metros de donde se hallaba oculto, una tripulación de cinco nativos, con ropas verdes de una sola pieza, desmontaban los mandos de una unidad de campo de reducción del universo de una de las naves próximas a ellos. Un nativo vestido de azul, con arnés para las armas y un arma pendiente del mismo, se hallaba junto a los obreros observando, sin duda de guardia.

Mientras Jase les vigilaba, otro nativo de azul y con el arnés para las armas apareció entre las naves próximas a los obreros. Jase se retiró tras el soporte que le escudaba. El segundo guardia se acercó al primero que había estado vigilando.

—… nada —le oyó decir Jase—. Tal vez fuera un cortocircuito en la central eléctrica. De todas formas, nada salió ahora del ascensor. Ya lo he mirado.

—¿Una rata, quizá? —sugirió el primer guardia.

—No. Examiné toda la habitación. Estaba vacía. Cualquier cosa que hubiese estado en la plataforma habría sido captada por los rayos. Sin embargo, lo están comprobando arriba.

Jase se deslizó de nuevo entre las naves.

Los nativos ya estaban alertados, aunque no sospecharan seriamente de un intruso como él. No obstante, una gran exultación le invadía el espíritu. Había venido dispuesto a introducirse en una de las naves a fin de descubrir la naturaleza de su maquinaria interna. Ahora —gracias a la unidad desmantelada en que los viera trabajando— eso ya no era necesario. Sus esperanzas tan locas, la apuesta en la que todo se lo había jugado, estaban a punto de rendirle beneficios. Ya tenía a su Reino a la vista.

Sólo dos cosas le restaban aún por hacer. La primera una grabación visual de todo el lugar para llevársela a su Mundo; la segunda salir de allí sano y salvo y regresar a su pequeña nave.

Extendió la mano y tocó el primer botón de la prenda exterior y con mangas que cubría la parte superior de su cuerpo, al estilo nativo. El botón ocultaba la grabadora que había estado funcionando incansablemente, almacenando imágenes y sonidos de todo cuanto había descubierto. Pero era necesario hacer unos cuantos ajustes para que pudiera captar las enormes formas y el gran espacio que ahora le rodeaba. Jase realizó los ajustes necesarios mediante unos leyes toques en el exterior del botón —aparentemente sin ningún rasgo distintivo— y que durante una media hora actuaría como una grabadora permanente, tomando imágenes no sólo de las enormes naves sino de todo cuanto hubiera en este secreto campo espacial subterráneo.

«Una pena —pensó— que no pudiera grabar la imagen del techo sobre su cabeza, muy por encima de los chorros de luz que brillaban sobre las naves y sobre él mismo». Porque tal imagen hubiese mostrado los mecanismos necesarios para correr a un lado el techo y permitir la salida de las naves. Sin embargo, ésa no era una información trascendental. Lo más importante era lo que él estaba filmando aquí abajo.

Cuando hubo terminado emprendió el camino de regreso hacia la habitación en que se hallaba el hueco del ascensor. En aquel enorme laberinto de naves y soportes, casi se le había olvidado dónde estaba. Pero el sentido de la orientación en que fuera adiestrado al máximo durante su entrenamiento para explorador, cuando sólo contaba una estación, vino ahora a salvarle. Se orientó y llegó al fin a la entrada de la habitación.

Se detuvo allí, justo en el umbral, contemplando la plataforma que aguardaba, al parecer inocua, en el fondo del hueco. Era indudable que, si cruzaba la habitación para llegar a ella, pondría en marcha el mecanismo automático que antes disparara un arma. Dedicó unos instantes a la búsqueda de los controles de que sin duda dispondrían los nativos para anular el mecanismo cuando ellos mismos desearan aproximarse a la plataforma. Pero no encontró nada, y cada minuto que se retrasara allí aumentaban las posibilidades de que le descubrieran. Y ser descubierto ahora destruiría todas las ventajas de la información que había conseguido… y alertaría a los nativos de que el pueblo de los ruml había descubierto su mundo. Mientras que, si conseguía salir de allí sin alarmar a nadie de momento, la invasión futura contaría con todas las ventajas de la información y la sorpresa total. Su Reino caería en manos de los ruml, y en las suyas propias, casi sin el menor esfuerzo.

Volvió a la puerta abierta y miró a través de ella. Durante un largo segundo permaneció inmóvil y pensando con más rapidez e intensidad de lo que nunca lograra en su vida, ni siquiera durante el duelo con Horaag Hijoadoptivo. Había de haber un camino hacia la plataforma que evitara los rayos.

De pronto se le ocurrió un plan. Era algo rebuscado, pero osado también. Sabía que el área tras la puerta era segura. Los rayos no habían llegado allí la última vez. Desde ese punto, y en dos largos saltos, podría alcanzar la plataforma. Al contrario que los nativos, su cuerpo estaba creado para saltar. «Si él —con aquel cuerpo que las Gentes Embozadas no podían ni imaginar cuando diseñaron el circuito de rayos automáticos y la habitación— lograra evitar el contacto con el suelo entre la parte posterior de la puerta y la plataforma…», pensó. Tal vez entonces le fuera posible alcanzar la plataforma sin poner en funcionamiento el mecanismo de defensa.

«Había un modo», se dijo. Pero era como jugárselo todo a una carta. Si fallaba, no habría medio de evitar los rayos.

La puerta se abría hacia dentro y tendría menos de dos metros de altura y poco más de un metro de anchura. Desde el punto interior de giro, estaba a unos siete metros de distancia de la plataforma. Tocándola desde el umbral, abrió la puerta de modo que quedara en ángulo recto con la entrada, proyectándola en toda su anchura hacia el interior de la habitación. Entonces se echó atrás y se quitó aquellas molestas coberturas de los pies, metiéndoselas en los bolsillos de las ropas que le cubrían el cuerpo.

Se agachó sobre manos y pies y arqueó la espalda. Sus garras se extendieron desde los dedos, en las manos y en los pies, arañando el piso de cemento. Por un instante sintió una oleada de desesperación porque las ropas que le estorbaban imposibilitarían la hazaña. Pero no tenía ahora tiempo para quitárselas. Apartó con resolución toda duda de su mente y aún retrocedió un poco más hasta hallarse a unos diez metros de la puerta.

Pensó en su Reino, y se lanzó hacia delante.

Era un adulto de sólo dos estaciones, sus reflejos eran soberbios y los ejercicios que efectuara bajo las instrucciones de Brodth, Maestro de Esgrima, le habían ayudado a estar en inmejorable forma. Para cuando hubo cubierto los diez metros que le separaban de la puerta, corría ya a más de treinta kilómetros por hora. Desde el umbral saltó entonces a la parte superior de la puerta.

Le hizo el efecto de que apenas la rozaba, pero las garras de manos y pies dejaron sus huellas en la madera en el instante en que, cambiando ligeramente de dirección, se lanzó hacia delante con ímpetu adicional. Por un instante voló sobre el suelo peligroso de la habitación. Luego el hueco y la plataforma parecieron venir volando a su encuentro y cayó sobre aquella superficie plana con un impacto terrible que le dejó sin aliento.

No aparecieron los rayos. La habitación seguía silenciosa… y segura.

Un poco mareado, pero consciente del ruido que hiciera al aterrizar y que tal vez atrajera la atención de algún nativo que se hallara próximo al lugar, tanteó apresuradamente en torno al borde de la plataforma, halló los botones y apretó el que antes grabara en su mente como el que enviaría a la plataforma hacia la superficie.

Y ascendió en la oscuridad del hueco.

Mientras subía recuperó el aliento. No se entretuvo en ponerse de nuevo las molestas coberturas de los pies; sacó el arma y la mantuvo dispuesta en la mano. En el instante en que la plataforma se detuvo en lo más alto, ya estaba él fuera y corriendo sin ruido de nuevo por la correa de transmisión a una velocidad que ningún nativo podría mantener en aquella postura encogida para la que era tan apto su cuerpo ruml.

Escuchaba voces de nativos que trabajaban entre la maquinaria a través de la cual marchaba la correa de transmisión. Pero cerró voluntariamente los oídos y siguió corriendo. Con seguridad que, tras haberle llevado hasta allí, el Factor Suerte no iría a abandonarle ahora. Se aferraba a la sensación de confianza de que prácticamente había escapado ya cuando escuchó un grito entre las máquinas que se alzaban a su izquierda.

—¡Alto! ¡Deténgase!

Disparó sin vacilar en la dirección de la voz y, saltando de la correa, se introdujo en un conjunto de motores y soportes, a su derecha. Tras él se oyó un gruñido y el sonido de un cuerpo al caer. Un rayo azulado atravesó el lugar en que él se hallara hacía un instante, sobre la correa de transmisión.

A unos cuatro metros de la correa, y entre las máquinas, se pegó a un tubo de gran diámetro y escuchó. Su primera impresión había sido la de que sólo había un nativo en aquel área de la que procediera el grito. Pero ahora escuchó tres voces que se dirigían hacia el punto sobre el cual había disparado.

—¿Qué sucedió?

—Me pareció ver algo —la voz que le diera el alto soltó ahora un gemido—. Intenté dispararle de cerca y resbalé entre esos rodillos.

—¿Te has quedado ahí encajado?

—Creo que me he roto las piernas.

—Y ¿dices que has visto algo? Espera un segundo, vamos a sacarte.

—Creí ver algo. No lo sé. Supongo que aquella alarma me hacía ver cosas raras porque no hay nada en la correa. Ayúdame a salir, ¿quieres?

—Bill, échame una mano.

—¡Despacio! Cuidado, ¡despacio!

—Muy bien, eso es. Te llevaremos al médico.

Continuó escuchando mientras los dos recién llegados alzaban a su compañero herido del lugar en que cayera y le sacaban del edificio. Luego se hizo de nuevo el silencio en torno a él, y en ese silencio inspiró profundamente. Era difícil creerlo pero, una vez más, el Factor Suerte había estado de su parte.

Sin hacer el menor sonido se deslizó de nuevo hacia la correa de transmisión. Ahora que avanzaba con menos urgencia vio una ruta más clara. Gateando junto a ella distinguió una gran viga metálica inclinada, de casi un metro de anchura, que llenaba el espacio entre lo que parecía ser el punto más alto de algo semejante a un motor de turbina y la oscuridad que rodeaba a las tuberías en que se había ocultado. Y esa viga le llevaría, con la comodidad de una carretera, y sobre la correa de transmisión, hacia el área abierta donde ésta comenzaba.

Mirando desde allí vio entreabierta la puerta del edificio y un pequeño rayo de luz que se filtraba del exterior.

«La perfección —se dijo a sí mismo— atrae al Factor Suerte».

Empezó a avanzar por la viga metálica inclinada, las garras arañándola, resbalándose. Era más resbaladiza de lo que él había juzgado. Descubrió que se resbalaba irremediablemente hacia un lado. Aumentó la velocidad. Tercamente, en silencio, trató de evitar la caída en la oscuridad que se abría a sus pies.

Sus garras dañaban la pulida superficie. De alguna parte le llegó un sonido aislado, extraño, vibrante Mientras seguía aferrado al metal sintió la impresión de que le pellizcaban en un músculo del cuello. Siguió adelante con renovado esfuerzo e inesperadamente advirtió que perdía el sentido.

Una extraña confusión le invadió. Sintió que se relajaban sus miembros, que el cuerpo le resbalaba hacia la oscuridad del fondo.

Cayó, y la oscuridad se cerró en torno a él al perder por completo el sentido.