14

—Le digo —insistió Swanson— que sabemos que han aterrizado. En el lado opuesto de la Luna. ¿Por qué no nos lo dijo?

Jase sintió que vacilaba un poco debido al cansancio y decidió sentarse. Se dejó caer en uno de los sillones pesados y ricamente tallados que solían estar en torno a la mesa de reuniones en la biblioteca; pero éste se hallaba ahora algo retirado.

Coth sí estaba sentado junto a la mesa de la biblioteca, así como el hombre de las Naciones Unidas. Swanson, de pie ante la mesa, hablaba con Jase. No se hallaba presente Mele ni ninguno de los miembros originales de la Junta. En cierto modo éstos habían dejado de tomar parte en las discusiones —peleas más bien— entre Jase y los asociados de Swanson. Pero habían venido a ocupar su lugar algunos individuos no identificados —hombres con ropas civiles y de diversa edad— que se sentaban en la habitación y escuchaban con gran interés, pero sin interrumpir jamás el duelo verbal entre Swanson y Coth por una parte, y Jase por la otra.

—¿…Que no se lo dije? —Jase se pasó la mano por la mandíbula. Necesitaba afeitarse. Incluso Alan Creel había desaparecido para ser reemplazado por un médico con cierto acento francés y el típico cuello grueso del hombre de mediana edad—. He estado tan ocupado en los depósitos de libros… —registró en su memoria, tratando de aislar los recuerdos de Kator que trataban de dominar toda su atención—. Debe habérseme olvidado.

—Pues recuerde que lo que le hace a usted valioso es precisamente el hecho de no olvidarse de decirnos nada —dijo Coth desde la mesa.

Jase le miró agotado.

—No me amenace —dijo—. Estoy demasiado exhausto para que me vengan con amenazas. He de conservar todas las fuerzas para las cosas necesarias.

—Sí —dijo Swanson sin volverse—, tal vez será mejor que nos mostremos amables, Bill. Jase parece trastornado. Pero, Jase, eso sucede porque se está agotando en esos depósitos de libros. ¿Por qué no lo deja por algún tiempo?

—Es nuestra única oportunidad —dijo Jase apoyando la cabeza contra la parte superior del respaldo de su sillón y cerrando los ojos por un segundo.

Lo que Swanson decía se convertía en un revoltillo de palabras incomprensibles en esos instantes en que el sueño trataba de arrastrarle a la inconsciencia. Jase abrió los ojos y de nuevo escuchó con claridad la voz de Swanson.

—¿Qué ha averiguado, de todos modos?

—Mucho —afirmó Jase—. Mucho.

—¿Por ejemplo?

—Estoy en la pista —dijo Jase— de lo que es ese manantial del que surgen sus reacciones instintivas. Eso es lo que tenemos que comprender. No lo que hacen, sino por qué lo hacen.

—¡Sea razonable! —interrumpió Coth de pronto, con tono furioso—. Han aterrizado en el otro lado de la Luna, y se han ocultado allí en alguna parte. Los tendremos encima en cualquier momento. ¿Acaso tenemos tiempo ahora para tanta investigación científica y tanta tontería?

—¡Tontería! —Jase se enderezó de nuevo en el sillón alzando la cabeza del respaldo—. Precisamente hemos llegado a este punto porque el mundo no tuvo tiempo para eso que usted llama tonterías. Sí, la misma clase de tonterías y con el mismo tipo de personas como usted sin interesarse por ellas. Tenemos ya el cuello lanzado al espacio y dispuesto a que nos lo corten mientras el cuerpo, toda nuestra raza, sigue apegado a la tierra, viviendo y pensando siempre «que hay mucha distancia de aquí a Tokio». Y el mundo desnudo e indefenso en un espacio con un radio de seiscientos años luz en torno…

Se interrumpió de pronto. Ya había perdido así el control con esta gente en otras ocasiones. Y todo era inútil; ni siquiera llegaba a penetrar en su mentalidad cerrada que juzgaba a los ruml como algo entre una horda de extraños de pelaje negro y una mezcla de todos los monstruos cinematográficos de la ciencia–ficción que habían visto en la tele.

—¿Qué quieren ahora de mí? —preguntó Jase cansadamente.

—Sabemos que han aterrizado en el otro lado de la Luna —dijo Swanson—, pero desconocemos el lugar exacto. Eso puede decírnoslo usted.

—¿Para qué? —preguntó Jase—. ¿Para que pueda enviar una de nuestras naves espaciales sobre ese punto y que deje caer en él una bomba nuclear?

—¡Por supuesto que no! —gritó Swanson—. Intentaríamos cogerlos vivos si fuera posible.

—No sería posible —dijo Jase—. En cualquier caso, van a tener que dejarles en paz. —Cerró los ojos de nuevos acariciando la idea de un sueño profundo y prolongado—. Porque yo no se lo diré.

—¡Que no nos lo dirá! —La voz de Coth le obligó a abrir los ojos, asustado—. ¿No quiere decírnoslo?

—No —dijo Jase—. Mientras les dejen en paz, ellos no tienen razones para pensar que ustedes conocen su existencia. Seguirán explorando en vez de enviar mensajes a su Mundo mandando traer una fuerza invasora conjunta de sus siete planetas. Porque, una vez lo hagan, ya no habrá esperanza para nosotros. Mientras continúen a la espera, tengo tiempo para seguir investigando qué es lo que mueve a alguien como Kator. Qué es lo que hace nobles sus actos…

—¿Nobles? —dijo Coth—. Ese tipo que comparte su mente, ese Kator Primosegundo, mató a su compañero de exploración mientras éste dormía, mintió al respecto, les robó parte del artefacto Anzuelo a sus propias autoridades, se aprovechó injustamente de su ventaja para matar a un congénere en el duelo… y acaba de ejecutar al único pariente próximo al que apreciaba con objeto de ganarse la admiración de la tripulación de su nave. —Inspiró profundamente por un segundo. Había dos manchas violentas de color en su rostro, sobre los pómulos agudos—. ¡…Y todo eso son actos nobles, según lo que a usted le parece adecuado contarnos de él y de su raza!

—Nobles según sus normas, no las nuestras —contestó Jase. Fue mirándoles a todos en torno, de uno en uno—. ¿Es que no hay uno solo de ustedes dispuesto a ver con una nueva mentalidad más amplia la diferencia entre los ruml y los humanos?

—Por supuesto —dijo Swanson—, sólo esperamos que nos explique esas diferencias. Y lo que significan.

—¡Pues para lograr eso es para lo que me estoy rompiendo el cuello! —estalló Jase, furioso—. ¡No les pido que escuchen una serie de diferencias para sacar como única conclusión que los ruml no son como nosotros! ¡Para empezar ya les pido que crean que no son como nosotros, y luego utilicen ese hecho como punto de partida para comprender las diferencias de creencias, de ideas y de actos!

—Y, después que lo hayamos comprendido, ¿qué? —preguntó Coth—. ¿Acaso el que los comprendamos detendrá a Kator y a su Expedición? ¿O a los ruml que vengan tras ellos?

—No —respondió Jase—, pero si les comprendemos, tal vez podamos explicarles por qué no necesitan ni deben tratar de matarnos y de apoderarse de nuestro mundo del modo que desean. ¿No lo entienden? —miró a Swanson—. Ellos no saben el porqué. Ni nosotros tampoco…, todavía. Pero sí existe la oportunidad de llegar a saberlo a través de mí y de mi contacto con Kator. Por tanto, la responsabilidad de hallar la respuesta es nuestra, no suya.

Uno de los presentes, que jamás hablaba, gruñó ahora despectivamente.

—Cállese —le dijo Jase, mirándole con asco—; yo soy tan humano como usted. Ningún extraterrestre está hablando a través de mí. —El hombre que gruñera sacó un cigarrillo, lo estudió y lo encendió, sin mirar a Jase ni demostrar que le había oído.

—Adelante —dijo Swanson pacientemente—. Adelante. Explíquenoslo.

—Miren —dijo Jase incorporándose en el sillón—. J. P. Scott, a principios de la década de los sesenta, hizo algunas investigaciones sobre los períodos críticos en el desarrollo de la conducta, que se publicaron en la revista «Ciencia». Acabo de leer otra vez aquel artículo que él escribió. Según las investigaciones de Scott, existe una flexibilidad notable en el desarrollo de la conducta. En los seres humanos y los perros, por ejemplo, los períodos pueden tener lugar realmente en un orden inverso…

—¿Qué períodos? —preguntó Swanson.

—Bien, esto es algo que varía de una especie a otra. La golondrina, por ejemplo, dice Scott, tiene seis períodos de desarrollo. Los perros, los cachorros, tienen cuatro. Primero el neonatal, el período de cuidado materno. Luego el período de transición, en el que el cachorro se inicia en los métodos adultos de alimentación y movimiento. En tercer lugar viene el período de socialización, en el que empieza a relacionarse con sus iguales, jugando y formando los lazos sociales primarios. La etapa cuarta y última, la juvenil, está caracterizada por el principio de la ablactación definitiva: la independencia.

Jase hizo una pausa y tragó saliva. Tenía la garganta seca por su esfuerzo para hacerse entender.

—¿Y qué? —exigió Coth.

—¿No lo comprende? —preguntó Jase—. Vea lo muy diferente que es un perro de un ser humano. Y, sin embargo, esos cuatro períodos se corresponden, aunque no en el mismo orden, a los períodos similares en el desarrollo humano. Pero, de estos cuatro, sólo uno es comparable a un período del desarrollo ruml. Los demás son inconscientes o no existen en absoluto en el desarrollo de un individuo joven como lo fue Kator.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Swanson quitándose las gafas y empezando a limpiarlas con una servilletita de papel.

—¿Es que no leyó mis informes iniciales? —le acusó Jase—. Kator ni siquiera fue consciente hasta que, según contamos nosotros, tenía unos diez años. Nació después de ser llevado durante tres años en el seno de su madre, luego fue transferido a una bolsa, una bolsa como la de los marsupiales, en la que pasó los seis años siguientes, desarrollándose físicamente, pero creciendo apenas, y tan inconsciente como el ser humano hundido en un sueño profundo, alimentándose, respirando y realizando todas las demás funciones mediante reflejos instintivos. Luego, de pronto, al cumplir los diez años, empezó a crecer. Al cabo de una semana ya era demasiado grande para la bolsa que fuera su hogar durante seis anos. Se despertó a la consciencia, luchó por salir de la bolsa y abandonó a su madre. Al cabo de un par de horas de haberla dejado ya caminaba erguido, físicamente capaz de cuidarse de sí mismo, en realidad un joven adulto en miniatura, ya ablactado. Si hubiera actuado por sus propios instintos, se habría alejado de su madre. Pero, según las normas civilizadas de los ruml, fue llevado primero al Jefe de su Familia y recibió un nombre; más tarde se le dio una habitación particular. Durante los dos años siguientes creció hasta alcanzar casi las nueve décimas partes del tamaño de un adulto, y ocupó su lugar en la sociedad ruml.

Se detuvo, agotado, tragó saliva de nuevo y miró en torno. Ninguno de los rostros que le observaban daba muestras de haber comprendido las implicaciones de lo que acababa de decir. En realidad, aquellos hombres silenciosos reflejaban más bien un aire de aburrimiento.

—¿Es que no, es que no pueden comprender? —Jase se volvió suplicante a Swanson—. Todas aquellas cosas que el niño humano aprende en diez años de asociación, creciendo entre sus padres u otros adultos, es completamente desconocido para un ruml. El amor materno les resulta desconocido; los juegos y los grupos juveniles les son desconocidos. Todo el proceso de aprendizaje mediante el ejemplo les es desconocido. En lugar de todo esto sólo tienen los reflejos o los condicionamientos instintivos que únicamente podemos adivinar. Las razones que puede tener Kator para hacer todo lo que hace carecen literalmente de lógica según nuestros términos, pero sí tienen lógica para él. ¡Y hemos de comprender por qué son lógicas estas razones si queremos impedir el ataque de los ruml!

Calló sin fuerzas al fin. Swanson seguía mirándole.

—Lo siento —dijo éste al cabo de un instante—. Ni le he entendido, ni me ha convencido de que todo ese estudio e investigación que realiza nos conduzca a algo vital. Y mucho menos que sea más importante que la acción sensata y realista de apresar esa Expedición ruml allá arriba, en el otro lado de la Luna. Ahora, ¿quiere decirnos dónde están?

—No —dijo Jase. Se puso en pie, se balanceó ligeramente y se echó hacia atrás para apoyarse en el respaldo del sillón a fin de afirmar los pies—. Y usted no seguirá adelante sin que yo se lo diga, porque lo que sí afirmo es que no puede acercarse a investigar en el otro lado de la Luna sin que ellos le vean. Y, si ellos le ven, enviarán un mensaje inmediatamente, por redifusión a través del universo, hasta el Mundo Ruml, y con ellos habrá empezado la invasión ruml. Por tanto…, no se lo diré, y usted los dejará en paz.

Se volvió y se dirigió hacia la puerta cerrada de la biblioteca. A medio camino se detuvo y se enfrentó de nuevo con ellos.

—Pero sí le diré lo que van a hacer ahora que se han instalado en la Luna —continuó—. Enviarán diminutas cámaras transmisoras sobre la superficie de la Tierra a fin de que recojan filmaciones de su aspecto, y del aspecto que tenemos nosotros. Les mantendré al corriente del punto a que se envíe cada una de esas cámaras…, y si allí hay algo que no desean que vean ellos pueden arreglárselas para que esas cámaras se estropeen por accidente. —Se interrumpió, vacilando ligeramente—. Y mientras tanto, yo continuaré con el trabajo más importante, que usted me permitirá. Porque yo soy el único vigía tras el campo enemigo, y no puede obligarme a actuar contra mis deseos.

Se rió…, o más bien se había propuesto reír, pero el sonido que salió de sus labios fue el gemido de un hombre a punto de derrumbarse.

—Porque —continuó, como si deseara compartir el chiste con ellos— yo estoy tan dispuesto a morir por salvar el mundo a mi modo, como ustedes lo están para hacerlo al suyo…

Giró en redondo, tanteó hasta abrir la puerta de la biblioteca y salió cerrándola a sus espaldas. Ya en el exterior, vaciló y hubo de apoyar una mano contra la pared.

Desde el interior de la habitación que acababa de abandonar, una voz penetró la consistencia relativa de los paneles de la puerta. No era una voz familiar, y supuso que pertenecía a uno de los hombres que siempre se hallaban presentes y nunca hablaban.

—¡Ese bastardo en su torre de marfil! —dijo la voz—. ¡Probablemente jamás tuvo que trabajar para ganarse la vida!