Tombor
Antal Tombor nació para alcalde: porque habla poco, porque no le gusta irse de la lengua porque sí, pero las risas suenan a menudo a su alrededor, porque bajo esos gorros y sombreros extraños emerge una barbilla prominente, de modo que nadie quiere tenerlo de enemigo, porque se mueve entre su equipo con una amplia sonrisa, intercambiando palabras con éste y con aquél mientras se asegura de que sus empleados trabajan, porque puede decir cumplidos al más torpe, a aquel que siempre se pilla los dedos en la tablilla, o a la maquilladora que empieza a pintar la nariz de la actriz histérica, porque los operadores de cámara, los encargados del sonido, el ayudante de dirección, todos quieren trabajar con él. ¿Por qué no podía ser Tombor también un gran alcalde?
Tombor llevó a cabo con gran aplomo su última proeza, una campaña seudorrevolucionaria. Como resultado fue elegido «primer ciudadano» de la ciudad. También cabría preguntarse por qué necesita una ciudad a un alcalde. Antal Tombor sabe, sin embargo, que no se puede dirigir una película democráticamente. Si un miembro del equipo lo desafía, lo despide aunque se trate del operador de cámara. El director da órdenes y la gente tiene que cumplirlas según sus posibilidades. Escuchará a todo el mundo en su momento, pero cuando se concentra no quiere a nadie diciendo tonterías a su alrededor. ¿Una campaña electoral? Nada del otro mundo, un espectáculo más, puede hacerlo. Lo esencial es el efecto.
En la carrera por la alcaldía, las posibilidades de Tombor eran buenas: el timbre de su voz era agradable, su presencia, correcta; aún no tenía canas y su dentadura se mantenía intacta. Las mujeres se dan cuenta de si un hombre resulta atractivo para otras. Cuando venía de la casa de una amiga, las miradas de las mujeres se posaban en él, invitándolo. Una habitación lo esperaba en el Korona. Cuando llegaba con una nueva compañía, el portero no dibujaba ni un guiño ni una sonrisa. Tombor fue elegido alcalde porque no tenía muchas ganas de serlo, porque todo el mundo se rió cuando se enteró de la idea y porque la alegre sorpresa se convirtió en epidemia. Era un independiente que contaba con el apoyo de los partidos liberales. Ninguno de los otros candidatos tenía una sonrisa tan ancha.
El comunismo recibió pocas cosas de Tombor. Él lo vio derrumbarse en 1956; era lógico, por tanto, que contara con su próximo colapso; no valía la pena invertir en él; no era una empresa sólida. ¡Nada de emplear su vocabulario! Diseñó su propio lenguaje de evasión y subterfugio, lleno de peculiaridades y chistes y toda clase de condimentos que iban desde el discurso bíblico hasta la jerga gitana. Con los hombres del partido hablaba sobre cosas irrelevantes: astronomía, caballos, alta cocina. Les mareaba el cerebro. No se enfadaban aunque intuyeran que les estaba tomando el pelo, pues notaban que no los odiaba. Les ponía la mano en el hombro, sabía de reparación de coches, de fútbol y de construcción. Lo rodeaban miembros de las fuerzas de seguridad, a veces visitaba a los peces gordos y los saludaba, poniéndose así a salvo de prohibiciones y proscripciones. En Occidente, los directores de cine tenían que domar a los productores; aquí, a los líderes del partido. «Creían que yo actuaba en su pieza y yo creía que ellos actuaban en la mía». Se permitía más que los demás. Lo premiaban en Occidente, los periodistas que cubrían las entregas de premios se sentían atraídos por sus lacónicas respuestas en francés, sin preocuparles que respondiera a preguntas acerca del contenido con comentarios sobre la forma.
La lista de invitados de Tombor abarca todo el panorama político y cultural. Artistas vanguardistas y academicistas, izquierdistas y derechistas, conservadores y liberales por igual, una muestra representativa de cada círculo, facción y corriente, en las que se encuentran los especímenes más espectaculares. Pueden ser greñosos, barrigones o deformes, siempre y cuando sean impresionantes, memorables y añadan sal a la película del fin de semana. Tombor sabe que se expone a codazos y empujones, que será el blanco de críticas envidiosas, pero si no quieres perder, no vayas a las carreras. A él, sin embargo, le gusta acudir a donde suceden cosas. Ahora el despacho del alcalde es más interesante, la democracia de la ciudad se puede montar como si fuera una obra de teatro. Sin duda, Tombor recibirá palos en el ayuntamiento, ahora que se ha descubierto que los basureros sólo limpiaban el centro de la ciudad tras recibir una considerable propina de parte de los dueños de los restaurantes. Las fuerzas vivas de la ciudad cambiarán de opinión, a buen seguro, tan pronto como se den cuenta de que los alborotadores y los gamberros salen de las comisarías y se marchan a sus casas, mientras que los enfermos mentales son devueltos al centro psiquiátrico. ¿Qué pasará? ¿Qué cuchillo de triple filo usará Cilike, portavoz de los jóvenes liberales, que lleva una hoja de afeitar entre los dientes mientras besa?
De hecho, últimamente todos quieren dar un golpe contra Tombor. Antes solían admirarlo, ahora se aferran a sus aventuras amorosas y se indignan porque ganó dieciocho mil marcos a la ruleta en el casino. Todos creen que se debió a su rango; sucedió, no obstante, que apostó trece veces al negro. Cogió entonces su sombrero y se trasladó a un burdel nuevo situado en una colina y se gastó dos mil marcos, mil y mil, en dos chicas encantadoras. El resto lo cedió al día siguiente al departamento de educación para que lo destinara a becas escolares para niños necesitados. Se debería señalar asimismo que, no hace mucho, después de un discurso, el señor alcalde cogió el micrófono, se levantó y empezó a golpear la mesa: «¡Sal, pedazo de mierda!», gritó. Al interpelado no le apetecía salir, cosa que, a decir verdad, no molestó al alcalde Tombor. Antes, un agente de la propiedad tuvo la cara de dejar en su escritorio una cartera repleta de billetes. Tombor lo pilló más allá de la antesala, lo llevó a rastras por las oficinas y ante las secretarias sorprendidas lo cogió de los pies y colgó por la ventana al hombre, que temblaba muerto de miedo. Los transeúntes miraban hacia arriba asintiendo con la cabeza en la plaza de la Resurrección. «Ah, es sólo nuestro alcalde, que es un hombre colérico y está colgando a alguien por la ventana».
Los habitantes de la ciudad no se enfadaban, sin embargo, con él, porque estaba en todas partes donde se lo necesitaba, porque después de una explosión de gas o del derrumbamiento de un sótano se presentaba inmediatamente en el escenario, porque visitaba a los mineros heridos en el hospital después de una explosión de gas grisú, porque no importunaba a los comerciantes de la ciudad subiendo los impuestos, porque los servicios funcionaban y, aunque con dificultades, Kandor empezaba a atraer incluso el capital extranjero, porque había contactado de forma imprevista con bancos suecos y pakistaníes, porque visitaba los refugios nocturnos con actores, estofado de carne con arroz y vino, porque recibía a quienes acudían a su despacho de tal manera que estas personas sacaban a relucir lo mejor de sí.
Tombor es, de hecho, insensible a las tentaciones de la vanidad; para él, ser alcalde es como rodar su enésima película. Siendo un hombre trabajador, se consagra en estos momentos a la alcaldía, pero si se hartara por algún motivo, se convertiría en constructor o se dedicaría a no hacer nada. Sus hijos son ya mayores, podría vivir de su jubilación y pescar en el lago, pues el lucio y el esturión picarán a buen seguro. Tombor lo ve ya casi todo como un juego; puede permitirse ser alcalde, pero también perder. No hará nada que no vaya contra su deseo, pero cuando algo lo atraiga, no sólo se lo permitirá, sino que se lo impondrá a sí mismo. Como si fuese un coleccionista, toma nota de cada farola, de cada escaparate nuevo, de cada letrero que dé vida en medio de la grisura generalizada, aunque le gusta el gris y pinta esto y aquello de gris ceniza, gris cemento, gris cadáver.
Tombor ha alquilado un hotel a la orilla del lago. Es el final de la temporada, lo que significa precios atractivos y un personal más atento y menos agobiado. El hotel está lleno de invitados de Tombor que se conocen los unos a los otros y deambulan de habitación en habitación. Bella, la nueva propietaria del lugar, ha conferido personalidad propia a cada habitación. Se sentó en las diversas piezas y miró alrededor. Era un edificio antiguo que necesitaba muebles antiguos o restaurados; nada debía ser uniforme. Miraba por la ventana, echaba una cabezada, repetía una y otra vez la operación, hasta que conseguía dar con el alma de la habitación. «Todas las habitaciones están hechas», anunció después con cierto orgullo a Tombor. El comisario jefe de Balatonófalu garantiza el orden desde la distancia; él también recibirá su paga extra por el fin de semana y participará en la película.
En Kandor circuló el rumor de que Tombor volvía a organizar una gran juerga, como la que organizó veinte años atrás, en el pabellón de caza de Balatonófalu que Tombor, listo como el hambre, compró por diez mil ridículos florines a una asociación de cazadores que ya no quería cazar. Los picos de los alrededores eran demasiado empinados para que los escalaran esos hombres con sobrepeso, y el club consideró inapropiado construir un ascensor con dinero público sólo para ellos. Además, a menudo se oían sospechosos ruidos disonantes cuya causa no atinaban a averiguar. Era, por supuesto, Tombor, que hacía vibrar cadenas y cencerros para ahuyentar a los cazadores.
El anfitrión quiso que sus invitados se presentaran formalmente ante las cámaras o ante los micrófonos que colgaban de las ramas de los árboles. Obtuvo el dinero para esta costosa reunión de los fondos públicos y, en menor medida, de fundaciones privadas. Invitó de forma bastante caprichosa a una tropa de amigos y conocidos, a toda una carretada de personajes excéntricos que incluía a los envidiosos y a los enemigos. Corrió la noticia, los iniciados se olieron algo bueno, y ahora rondaban por allí como lobos. Tombor puso de moda la fiesta de septiembre en la época de la vendimia. El agua del lago tenía veinte grados, los pescadores no se quejaban, pero ya se había desmontado el carrusel, y el cartel anunciador del circo, que prometía a un hombre de sesenta y cinco centímetros, ya había caducado.
Los invitados eran conscientes esa noche de que los miraban las cámaras y los ojos de los demás. La invitación ponía, además, que quien entrara sería espiado y escuchado. Los micrófonos brillaban tentadoramente en los troncos, de manera que bastaba pulsar un botón y hablar. Era la noche de las confesiones y resúmenes. Un borracho abrazaba un tronco y soltaba la verdad ante la luna. Las diversas posibilidades del material eran infinitas. Tardaría años en crear una serie de imágenes a partir de esa gran procesión. Elogio de la aleatoriedad: recoge un montón de azares. Si logra la tensión suficiente, el espacio se concentrará, pero seguirá en poder del director. Se trata de un trabajo colectivo; quien quiera puede intervenir y hacer su propia película. Así éramos a principios de los noventa, artistas que se ponen nerviosos a finales del veraneo, intelectuales metidos en política que tratan de atrapar el futuro y a los que, mientras, el presente se les escapa entre los dedos.
Según Tombor, el tiempo concentrado es más valioso que el prolongado. A su alrededor, son actores incluso quienes no lo son y todos se comportan como si actuaran en una de sus películas. En cada situación da a entender que todo es broma, claro, pero no debemos olvidar que la obra queda, que allí está, que es la que es. «El señor director podría optar entre ser alcalde o maestro de ceremonias de nuestra ciudad», escribió un periodista de pluma afilada perteneciente a la revista local.
Es la hora de la celebración, de la comunión, de la ofrenda sagrada. Suenan los tambores y la víctima se estremece. ¿Qué podría ser Tombor sino un gran maestro secular y astuto que discute de política con los sacerdotes? Sacrifícate, sube al altar. Tú también puedes convertirte en el toro sacrificado. El hacha puede caer sobre tu nuca. «Oye, baby, ¿no estás llevando esto demasiado lejos?», pregunta Dragomán. Hay algo sombrío en la resolución de Tombor. Algún día, un rayo caerá sobre ese gran roble. Una bayoneta se clavará en el costado de ese oso que marcha con pasos pesados.
Dragomán y Tombor están sentados bajo un emparrado. «Ahora te has convertido en jefe, en cacique. A tu lado soy un dragón de papel. Si dices que luce el sol, todos asentirán, convencidos de que, en efecto, luce el sol. Para esto hay que nacer. Para esto hay que irradiar benevolencia desde una altura de un metro noventa y seis. Tienes tal presencia, baby, que las personas pierden el temple y se convierten en satélites a tu alrededor.
»Eres el “primer ciudadano” de Kandor. El burgués ha triunfado, la propiedad privada se convertirá en vuestro ídolo y anhelaréis los servicios de cinco estrellas. Se formarán círculos de consumidores exigentes. Y ahora quieres utilizar tu puesto de alcalde para crear un gran teatro urbano.
»Durante un tiempo, no mucho, podrás neutralizar a los jóvenes radicales de frente estrecha. Veo en ellos el odio ideológico y temerario que apunta a una sola dirección y que puede escoger como blanco a cualquiera: al burgués, al conde, al judío, al proleta. La carrera ha comenzado para ver quién da el golpe más estruendoso. Suenan los gases de escape de la irreflexión mientras cuentan con un público. Luego, éste se aburre. Y los ruidosos también callan.
»Los caballeros han dicho adiós a estos cuarenta años que han sido, sin duda, el período más largo de sus vidas. ¿Los han tirado por la borda? ¿Han sido estos cuarenta años un mero error, un desecho, un simple trasto inútil? ¿No han leído nada que valiera la pena? ¿No han escrito nada bueno? ¿No han considerado increíble el gesto de la mano de su amada? ¿No han comido una buena carne rebozada? ¿No han bebido un buen vino? ¿No han llevado nunca a sus hijos a patinar sobre hielo o a clases de ballet? ¿No han mirado las estrellas o a un bebé?».
En septiembre se celebra una fiesta famosa, extraña y ambigua en el pueblo. En ese cuenco que es el valle se reúnen las ancianas llegadas en autobuses alquilados y se dirigen en fila a la ermita, lideradas por el sacerdote y sujetando los estandartes de sus respectivas iglesias. Dispuestas a confesarse, forman largas colas frente a los cuatro confesionarios montados para la ocasión junto al templo. Escucharán durante toda la noche a los curas, cuyas voces resonarán en el anfiteatro construido en el Valle de la Misericordia, en el marco de una cantera que es como una gran mano abierta y que se caracteriza por una acústica particularmente buena. Los sacerdotes intervienen por turnos, cada uno tiene media hora para predicar y mostrar su rostro radiante iluminado por los focos. Más atrás, sobre un montón de paja esparcida en un cobertizo abierto por un costado, descansan los somnolientos. Es todo un honor permanecer despierto toda la noche y escuchar el mensaje de la madre Iglesia. Algunas ancianas se mordisquean los dedos con tal de no sucumbir al sueño. En lo alto de la colina, en medio de tenderetes de vendedores y llamativos puestos de feria, la fiesta gitana está en pleno apogeo. Allí pueden comprarse coches, caballos, esposas y casarse por una noche en el bosque.
Tombor se prepara para un gran embrollo. Siempre ha tendido al exceso. Es de suponer que los invitados no dormirán mucho ese fin de semana, aunque las camas del hotel sean bastante cómodas. Ahora está trabajando en un efecto de luz en la casa de atrás. Los colores se mezclarán de súbito, las telas blancas brillarán con tonos azulados y fosforescentes. El jaleo sólo durará un fin de semana y el pueblo recuperará luego la tranquilidad. Los aparatos bajarán de los árboles, el tiempo volverá a transcurrir sin dejar señales ni formas de fijarlo. Ahora, sin embargo, a principios de septiembre arranca un fin de semana de la destrucción.