Final de partida

Svetozar llegó con los otros invitados. La conversación entre Dragomán y Kobra se vio interrumpida. Se sentaron a la mesa redonda del comedor, los dos hijos de Regina a su izquierda y a su derecha, respectivamente, seguidos de Habacuc y Olga, Kobra y Dragomán, Melinda y Tombor. Eran nueve en total.

—Esta cena se distingue de las demás porque celebra algo triste. Despedimos a János Dragomán. Se marcha del país hasta que su caso se aclare —dijo Regina, y levantó su copa de vino—. Me habría gustado poder teneros a todos alrededor de esta mesa durante más tiempo. Habacuc, Zsigmond y Döme se han hecho amigos, y yo albergaba la sensación de que tú también te sentías a gusto aquí. Y entonces vinieron los dos golpes. No deberían haber sucedido. No te olvidaremos. El sitio que ocupas en este momento será tuyo para siempre, dondequiera que estés.

Los tres chicos se deslizaron bajo el mantel blanco de damasco que cubría la mesa y reaparecieron con unas caretas espeluznantes. Habacuc mordió la mano a Dragomán desde debajo de la mesa.

—Un hombre maduro no huye —apuntó Melinda fríamente—. ¿Vosotros lo aprobáis? —Miró a los otros dos hombres.

—Me perjudica, pero lo apruebo —dijo Tombor, el alcalde—. Antes de que empiecen a hostigar a János, tendrán que reunir más testigos y más pruebas. Van a por él, pero me quieren a mí. Kuno será santificado; János, demonizado, y yo me convertiré en su cómplice. Incluso puedo auguraros, porque así suelen desarrollarse los dramas, quién será el próximo alcalde, en el caso de que me acaben cogiendo. ¿Queréis saberlo? La viuda y heredera espiritual del mártir. Y he aquí el milagro: también se encuentra aquí. Svetozar la ha traído.

»Sandra, mi joven consejera, guionista y mano derecha, siéntate a mi diestra. Debes saber que estamos despidiendo al señor Dragomán. Bebamos a la salud de János Dragomán, para que tenga una partida tranquila. Y bebamos también a la memoria de nuestro amigo Kuno Aba, con la esperanza de que su alma acerada descanse en paz.

—Tienes una habitación acogedora —intervino Melinda, volviéndose hacia Dragomán—. El perímetro de libre circulación que te han asignado es grande; aunque caminaras de sol a sol durante semanas, no llegarías a cruzarlo. ¿Cuál es el problema?

Sonó el timbre. Como la cancela del jardín había quedado abierta, el señor Barnag entró en la casa y cruzó la cocina hasta el salón. Las luces se apagaron por un momento y la luna llena miró a través de la claraboya. Los tres niños reaparecieron riendo; llevaban sobre la cabeza calabazas agujereadas y velas en su interior.

—Si la montaña no va a Mahoma…

El señor Barnag saludó educadamente a Dragomán con una inclinación de cabeza.

—Señor, ésta es una fiesta privada, a la que no ha sido invitado. Ni ha llamado usted por teléfono para anunciar su visita —le dijo Kobra.

—Antes de que me eche, debo advertirle que traigo una orden de registro. Un fugitivo de la justicia, el profesor Dragomán, se encuentra en su casa.

Regina puso otro plato en la mesa y preguntó al señor Barnag si quería la sopa sólo con coles y zanahorias o acompañada de un trozo de carne. Y si la quería con un poco de tendón.

Tombor se volvió hacia Dragomán:

—¿Tiraste a ese chico por el balcón?

Dragomán: Ni lo toqué.

Tombor: ¿Os peleasteis?

Dragomán: Le dije que le prepararía un poco de té.

Tombor: Todos presenciamos la pelea con Kuno Aba. Es evidente que el rector golpeó al profesor Dragomán y que el desafortunado golpe que el rector recibió en el cráneo debería considerarse un trágico accidente, resultado de una caída. Díganos, señor Barnag, ¿tiene usted alguna razón fundada para dudar de la veracidad de las palabras del señor Dragomán?

Barnag: La negativa del profesor a presentarse en comisaría o a declarar me hace dudar de que realmente fuera una decisión acertada dejarlo en libertad. ¿Por qué no ha venido, profesor?

Dragomán: No me apetecía ir a verlo.

Barnag: Lo que realmente me interesa es el ensayo sobre la estética y la erótica del fuego.

Dragomán: A mí, en cambio, saber qué quiere usted de mí.

Barnag: Simplemente disfrutar de su compañía. De forma continua y preferente.

Melinda: Ya ves, János, todos queremos que te quedes.

Kobra: Aprovechando que está aquí, señor, bebamos a la memoria de Kuno Aba. Por cierto, ¿qué opinión le merecía?

Barnag: A mi juicio, era un pensador de amplias miras que marcó una línea a seguir. Tuvo la valentía de asumir responsabilidades por los demás. Por Kandor. Estuvo por encima de la destrucción inmadura. Sabía que el Estado es un organismo sensible que merece la misma atención que un árbol.

Regina: ¿Le apetece un poco de salsa de ajo, señor Barnag? No sé si sabe, señor comisario, que un historiador de arte comparó una vez los ensayos de Dragomán con el ajo. Ambos alteran la presión sanguínea: la reducen si es alta, la estimulan si es baja, y eliminan las alucinaciones provocadas por un exceso de ansiedad o de vanidad. Sírvase un poco de rábano picante con vinagre.

Tombor: Sugiero que Sandra y el señor Barnag se retiren con sus cafés a un rincón para poder intercambiar unas palabras.

Barnag: Con el debido respeto a doña Sandra, no es lo que requiere el procedimiento. En mi profesión no hay nada más deseable que la moderación y el sentido de las proporciones. No quisiera entorpecer su cena por más tiempo. Señora, la sopa que me ha permitido degustar es digna de la pluma de un gran escritor y será para mí un recuerdo imborrable. Y, profesor Dragomán, ¿tendría la amabilidad de pasar por mi despacho mañana por la mañana a las nueve? En uno de los casos pendientes lo interrogaré como testigo; en el otro, como sospechoso. Son ahora las nueve de la noche. Ha de estar en el hotel antes de la medianoche; mis hombres vigilarán que así sea. Debe entender, señor, que a raíz de los dos fatales accidentes ya no es usted la persona de antes.

El señor Barnag saludó respetuosamente y se marchó.

Sandra rompió el silencio que flotaba en el aire.

—Decía Kuno que este siniestro personaje sabe mucho sobre la gente y es un coleccionista nato: archiva anécdotas sobre todo el mundo. Sus afirmaciones sobre las diversas reacciones a las ideas de Kuno demostraron ser ciertas.

—Un hombre versátil —dijo Kobra, aunque sin elaborar su afirmación.

—¿Es el artista? —preguntó Dragomán.

Kobra asintió con la cabeza.

—Un personaje absolutamente leal. Haría un extraordinario agente de los servicios secretos británicos. Su problema aquí es que la autoridad cambia constantemente. ¿Al servicio de quién debería estar ahora mismo? Hizo bien en mantenerse leal a Kuno, quien durante mucho tiempo ha sido la lumbrera intelectual de la ciudad. Y Kuno estaba encantado, supongo, con todo lo que escuchaba de él. ¿Cómo se llama ese pájaro que vive sobre la espalda del cocodrilo?

—¿Kuno, un cocodrilo? —preguntó Sandra, incrédula—. ¿Dónde estoy? ¿Quiénes son mis amigos?

—Somos amigos suyos, Sandra —dijo Kobra—, aunque hagamos bromas estúpidas y no nos tomemos tan en serio las palabras. Kuno creía que el arte de la política consistía en la capacidad de distinguir entre amigos y enemigos. Esta idea de Carl Schmitt se le quedó grabada en el cerebro.

—Todo aquel que quiera conseguir algo tendrá enemigos —dijo Sandra—. No meros oponentes, sino verdaderos enemigos que se sentirán amargados por cualquier ofensa que dé en el clavo. Al fin y al cabo, la cuestión es saber quién es tonto y quién no, decía Kuno. Y es evidente que él no lo era. «Sirve y teje» era uno de sus lemas. Quería que su visión calara en las instituciones; quería ser el maestro pensador de Kandor. Veía a sus rivales, Dragomán y Kobra, aquí presentes, como enemigos. A sus ojos, el señor Dragomán era un seductor frívolo, y el señor Kobra, un peso ligero apropiado para el tiempo libre. Kuno consideraba a Antal Tombor como el hombre adecuado para los días de trabajo, para conservar y mejorar la ciudad, siempre y cuando lo aceptara a él como teniente de alcalde y primer consejero intelectual. Por eso me asignó el puesto en el despacho del alcalde, instruyéndome a ser leal a ambos y dejando en mis manos la forma de proceder. Y, efectivamente, les fui leal. Mi marido valoraba la entrega y la transparencia del alcalde como una muestra de generosidad. Creo que los hombres juegan para incorporar a otros a su juego. Se trata de ganarse los corazones. Con ese fin, recurren a instrumentos asibles e inasibles. La persecución de la fama forma parte del juego, como si el hecho de ser adulado prolongara la vida. Mi marido está muerto, de modo que poco importa cuántos lo admiraban. En los últimos años, Kuno se convirtió en esclavo de su propia fama. Estaba en todas partes, por lo que en realidad no estaba en ninguna. Quería que yo también lo aprendiera. Consideraba que apartarse del yo, que era lo que imponía la vida institucional, constituía un ejercicio psíquico necesario para la flexibilidad de la persona. Él exigía esta versatilidad de los demás: ser un excelente funcionario durante el día y tocar el violonchelo con unos amigos por la noche. Para él, dejar un legado espiritual personal era una prioridad: que su voz permaneciera en nosotros una vez que se hubiera ido. Yo me he preparado para ello, primero como hija adoptiva y después como esposa, y me entrenaba para oír su voz a la hora de tomar cualquier decisión. Si a alguien conozco de memoria, es a él. El discípulo es la encarnación del maestro. En vez de escribir libros, se dedicó en cuerpo y alma a sus alumnos. Cuando le contradecía, me reprendía. La tarea del maestro consiste en rodearse de alumnos. De un profesor se espera que imparta una materia, no sus ideas, aunque este objetivo nunca pueda realizarse del todo. Dígame, señor Dragomán, ¿ha pensado usted a quién ha enviado al otro mundo?

Dragomán: Confiaba en que fuera una persona convencida de la existencia de un más allá y en que, por tanto, se encontrara allí. Yo no creo en una existencia tras la muerte; Kuno, en cambio, creía en una sociedad al otro lado, de modo que en cierta manera los dos tuvimos lo que merecíamos. Yo lo consideraba una persona para la que la continuidad espiritual en este mundo requería una iluminación constante del espíritu desde lo más hondo, siempre según la interpretación cristiana. Creía que la sangre de Cristo nos liberaba de nuestros pecados. El crucificado, convertido en rey mediante su iglesia y los reyes, proporcionaba la justificación moral y el lustre metafísico a la compleja estructura de la autoridad en Europa. Es una lástima que Kuno Aba y el Papa nunca se pusieran en contacto. Soy perfectamente consciente de la pérdida que hemos sufrido, señora. No me cuesta en absoluto imaginar a Kuno como un alto sacerdote. Aun así, al mirarla y escucharla, no lamento que Kuno evitara el sacerdocio. Supongo que se habrá dado cuenta de que prefiero una república secular, porque la intervención de la teología en la política sólo garantiza la incoherencia. Es perfectamente posible, claro está, que dicha incoherencia tenga un valor práctico en nuestra ciudad y que, por consiguiente, se imponga la obligación de rendir un homenaje diario al dios de la incoherencia, sea de forma vulgar, sea de modo altisonante, puesto que todo cuanto es incoherente es bueno. Ésta es la impresión que he tenido siempre leyendo a Kuno. Cada lugar tiene su incoherencia particular, que puede ser de interés para el turista o para el antropólogo, pero que carece de significado para el entorno. Los potajes de Kuno eran demasiado localistas para ser digeribles.

Sandra: Sostenía Kuno que si no tenemos nuestra visión autóctona de nosotros mismos, nos acostaremos con el primero que venga. La nación sólo puede evolucionar bajo la monarquía. Ésta es la forma de gobierno legítima. Nuestra conexión con los Habsburgos se remonta a casi cinco siglos; sólo ella puede ofrecer un marco estable a la diversidad de este territorio. Es posible que esto no interese a nadie, decía, es posible que nadie entienda el conservadurismo monárquico que él sí conceptuaba como justificado, aunque, decía, qué demonios puede considerar conservable un conservador sino aquella estructura que los hombres pensantes del país aceptaron en 1867, la monarquía milenaria representada por la corona. Todo cuanto ocurrió al final de la Primera Guerra Mundial sólo significó disolución, retroceso y mezquindad. La cohesión simbolizada por la corona suponía para él una gran racionalidad jurídica. Su restauración tenía que ser una iniciativa húngara, constituir una extensión apropiada de nuestros legítimos intereses. Kuno confería un significado religioso al ejercicio de esta soberanía en sentido lato: su confederación centroeuropea ofrecería un proyecto político tradicional para el amor cristiano y la tolerancia. La monarquía reconstituida precisaría de una reina mediante la cual se reconciliaría consigo misma. Éste era el deseo de mi marido, la razón por la que necesitaba la ciudad, la universidad y todo lo demás, la razón por la que me necesitaba a mí. No se puede vivir sin una gran idea, porque sin ella el hombre se vuelve bárbaro; sin ideales que vayan más allá de nosotros nos convertimos en marionetas, decía Kuno. Y he aquí la gran idea: el imperio, aquí, en Kandor, por ejemplo. Crear un pequeño gran imperio. La monarquía, institución nueva y antigua a la vez, florece en el jardín de Europa Central; no la arranquemos de raíz. El verdadero conservadurismo necesita democracia, decía Kuno.

Dragomán: Oiga, ¿usted seguirá diciendo siempre: «decía Kuno»?

Sandra: Cuando una alumna cita a su maestro, se convertirá en maestra a su edad adulta, y la citarán a ella, decía Kuno. Al escuchar a supuestos y engreídos maestros, a los que también podría calificar de charlatanes o estafadores, una siempre tiene la sensación de que ellos no vivieron la humildad de la tradición en su juventud. Después de los treinta ya pueden detectarse ciertas diferencias, pero no realmente significativas. Todo eso decía Kuno. Y usted, señor, nunca experimentó dicha humildad, si no estoy equivocada. Una cáscara vacía es usted, un valiente venido a menos, un globo lleno de vanidad, un grano de arena en un cojinete, cáñamo que te hace toser y te llena los ojos de lágrimas. ¿Quién lo invitó a Kandor? Yo. Para ser exacta, el alcalde; para ser aún más exacta, yo. Yo le puse la idea en la cabeza, por curiosidad, y cuando él dio su aprobación, yo misma escribí la carta y se la puse delante para que la firmara. Invité a un asesino que no sabía que podía serlo; pero sus reflejos eran rápidos y era capaz de derribar a un prójimo. O matarlo de un tiro. Kuno era un orador que intentaba crear equilibrio y armonía entre la gente, mientras que usted disparó al comandante ruso así sin más, como si encendiera una lámpara. Por eso tuvieron que morir esos chicos. Así desautorizó usted a Kuno, quien no podía saber en ese momento que su misión era imposible. Usted lo humilló por sus buenas intenciones. Pero ni así quedó satisfecho. Envidiaba su arraigo, su productividad, y por eso lo eliminó con un gesto de karateca. El guardián de la integridad moral de Kandor ya no existe; en su lugar tenemos al profesor Dragomán, el dragón, que viene a corromper nuestra ciudad.

Dragomán: No se olvide de las vírgenes y las jóvenes viudas. Les doy dos mordiscos terribles, con uno me zampo el bajo vientre, con el otro el torso, y quedan las manos, la cabeza y las piernas. Atraigo a las inocentes curiosas a mi cueva y las convierto en monstruos de siete cabezas. Escuchar los discursos de estas siete cabezas ya es tarea de los alumnos, ansiosos por conocer la verdad que, como un diamante de múltiples caras, adquiere brillo por la forma en que la piedra está tallada. En las universidades y ciudades de provincias las argumentaciones a menudo se llenan de sermones sarcásticos. Los profetas de pueblo creen educar a la gente condimentando sus explicaciones con ilusiones y pesadillas.

Sandra: ¡Ya vuelve usted por sus fueros, calificando a Kuno de erudito de pueblo, despojándolo de su dignidad! En el juicio ni siquiera diré que eran amigos. Usted oculta su envidia tras frases agudas: eso diré yo. Todos han oído lo que ha dicho sobre las ciudades de provincias. El señor Dragomán humilló a mi marido y lo mató. Así es. Ahora me toca a mí humillar a Dragomán. Hasta ahora no sabía a qué sabe la sed de venganza. Ahora lo sé: da alas.

Dicho esto, Sandra salió, en efecto, volando por la puerta.

Olga: ¿Por qué tenías que enzarzarte con esta bruja? Te arroja el lazo de la acusación y aprieta el nudo de la culpa alrededor de tu cuello. Deberías haberle aplastado la cabeza a ella también. Quizá el rector fuera un paraguas protector, pero ella es una víbora. Lleva al alcalde por donde quiere, se ha autoproclamado hermana y discípula de Melinda, confunde a Regina con sus conocimientos prácticos, con sus lugares secretos para comprar ropa. Y Dávid Kobra tal vez piensa: «¡Vaya figura! Si no hablara tan deprisa, si dejara de pavonearse…». Ya se ha metido a mucha gente importante en el bolsillo; ahora puede empezar a recoger la cosecha. Es una vampiresa, eso es lo que es; cada palabra suya es una orden. Con sus cejas de muñeca y sus pómulos de comandante militar no puede fallar. Lo que necesita es un agente artístico, padre, y si no se anda con ojo, será usted el elegido. Siempre ha sido una vengadora. Gana todas las partidas, y sus victorias son un amargo remedio para oscuras heridas. ¡No vuelvas a ver a esa mujer! Melinda, por favor, impídeselo. Usted perdone, señor alcalde. Márchate, padre. No sé qué trama esa bruja, pero nada bueno, lo presiento, se me erizan los pelos cuando me acerco a ella. Yo ahora me iré a casa con los niños. Tú súbete al automóvil y abandona el país esta misma noche. Y no te juntes con ese siniestro eslavo tampoco, no cedas por comodidad, no te pongas al servicio de nadie. Márchate solo y llámame mañana desde el otro lado de la frontera. Que Dios te acompañe, padre vagabundo.

Dragomán: Cada vez menos mujeres, cada vez menos órdenes para que te muevas, para que te pongas en marcha, cada vez más motivos para llenar nuestras pipas y pedir otra copa más de este Riesling más o menos sincero. He observado que es bueno navegar hacia el pasado cuando el presente se espesa, porque entonces se licúa de alguna manera. Por el contrario, si nos ponemos a revolverlo, el caos, el jaleo, no hace más que crecer y borbotear.

Vayamos lejos de aquí, a lo alto, a unas rocas que parecen conchas puestas de punta. Había allí dos colegas míos, dos apuestos ancianos, filósofo el uno, Fred, e historiador el otro, Martin. Mientras nos pegábamos a las rocas con unas estacas, soñábamos con una muerte limpia. Se plantearon varias posibilidades. Por ejemplo, quemarse a lo bonzo en una choza del bosque que habíamos rociado previamente con aceite. Esta opción quedaba descartada, sin embargo, porque el fuego podía expandirse y habría sido una lástima por la choza. Otra idea era participar dócilmente en la visita de una fábrica y arrojarse al acero candente. Habría sido buena en Kandor hacía veinte años, pero no significaba mucho en el jardín de los dioses o camino de la cima de Pikes. A ninguno nos atraía la idea de ahogarnos en el agua; el veneno nos producía cierto repelús y ahorcarse era feo. Al final quedamos en que lo recomendable era cortarse las venas; el sacrificio requiere un cuchillo. En vez del cordero o del hijo, aquí está uno mismo: su muñeca. Pero ¿qué ocurrirá después, qué ocurrirá con el pellejo que se descompone? ¿Cómo deshacerse de él sin causar inconvenientes a otros? Tampoco teníamos ganas de dejar nuestros cuerpos en descomposición en manos de extraños. Lo mejor sería, pensamos, una cueva; sumirse en el sueño eterno por los gases subterráneos en la orilla de algún lago cuya superficie estuviera congelada, dije recordando la cueva de Kandor, pero los señores sacudieron la cabeza. Todas las ideas parecían rebuscadas.

Ante nosotros se alzaban unos muros de piedra roja y unos precipicios. Podríamos habernos acercado a la cima desde el otro lado, siguiendo un sendero verde, pero nosotros avanzábamos palmo a palmo por el escarpado muro y notábamos que los tres —Fred, Martin y John, tres hombres fiables— dependíamos el uno del otro y cuidábamos cada uno de la vida del otro. Si uno se precipitaba al vacío, podía arrastrar a su compañero. Así ascendíamos, más y más, allí donde nuestra pareja ya había subido; sin embargo, no se atrevía a mirar abajo por el vértigo.

Al llegar a la cumbre, miramos alrededor, triunfantes. Luego bajamos por la otra vertiente a un bar llamado Runaway, frecuentado sobre todo por unos hombres tocados con rígidos sombreros de ala ancha que habían huido de lugares donde habían experimentado la miseria y habían ido a parar a la extensa llanura o entre catedrales de roca color ladrillo. Bebimos cerveza negra con whisky, comimos aros de cebolla rebozados y carne de búfalo y llegamos a la conclusión de que la vida universitaria era chata y tranquila, pero que tampoco resultaba muy emocionante viajar todos los veranos a Europa.

Una vez, sin embargo, se produjo una confusión en nuestra pequeña sociedad. Una mujer, figurinista y escenógrafa, fue contratada por nuestra facultad de teatro. Es Magda, dijo Fred, y viene de tu ciudad; una mujer muy impactante, alta, deportiva, de pelo corto, canoso y rizado sobre su hermosa cabeza, de rasgos fuertes pero proporcionados, de mentón ancho, pero ligeramente carnoso, y de ojos sobredimensionados. Martin también la había visto ya y confirmaba la descripción favorable de Fred.

Fred hablaba rápido, se movía con agilidad juvenil y conducía el coche al estilo neoyorquino, de una manera agitada en comparación con la actitud tranquila y defensiva del lugar. Magda perturbó las relaciones. Siempre tenía algún mensaje personal y picante para los dos y, de hecho, para todo el mundo; a veces se trataba de auténticos rayos con que iluminaba las debilidades ocultas de los colegas. Con el brazo estirado, planteaba exigencias morales y espirituales a Fred y a Martin y los espetaba diciendo que, si bien sólo era una diseñadora, conocía a Wittgenstein y el diseño de moda del ancien régime igual que Fred y Martin, los dos distinguished catedráticos.

Se descubrió que Magda era una apasionada del alpinismo y entonces me enteré también de su apellido: Gottfried. ¡Dios mío! Si ella viene, yo me iré. Ya estuve bastante en su taller; pájaros negros y rojos de grandes garras se perseguían en la pared; el teléfono sonó varias veces. Magda no descolgaba el auricular. «¿Por qué no lo desconectas?», pregunté. «Es más placentero no descolgarlo», respondió. En el rincón estaban, en configuraciones diversas, los zapatos que había mandado hacer Magda, todos extraños y grotescos animales.

Su padre, Emmanuel Gottfried, un célebre dentista y catedrático universitario, trabajaba con los aparatos más modernos gracias a sus conexiones familiares. En su consultorio se reunían diplomáticos y líderes políticos. La mano del doctor Gottfried era de fiar, y a nadie se le ocurría hurgar en sus opiniones políticas; de hecho, tampoco habría sido fácil hacerlo.

Magda estaba bien informada en comparación con sus compañeros de edad; con gesto somnoliento, escuchaba las conversaciones del consultorio y de la sala de espera. «Soy una simple y estúpida diseñadora industrial», solía decir, y la mayoría se lo creía. En la escuela superior también fingía olvidarlo y confundirlo todo; le perdonaban muchas cosas y ella miraba con enorme buena voluntad a los examinadores que le explicaban hasta qué punto se había equivocado. «Soy una simple y estúpida enamorada», decía en el lugar adecuado, y lograba sacar a un colega de la cárcel.

Su padre le contaba que el político tal quería un magnífico puente de oro en su boca, y Magda se ponía entonces al lado de su padre para ejercer de ayudante. Su mano ágil y morena cogía con fuerza la cabeza del paciente; su presencia resultaba estimulante. ¿Eres un hombre? Pues es el momento, se decía el abatido paciente. Magda ofrecía con gesto servicial el agua para enjuagarse la boca y lo observaba con una mirada larga y alentadora, de tal modo que el señor ministro prefería no cerrar los ojos, aunque le doliera un poco lo que ocurría en su boca. «Ha aguantado muy bien, es usted un valiente», decía Magda después de que el paciente se levantara del sillón. Lo afirmaba con una expresión tal que parecía tener todo el derecho a elogiar o a criticar a quienquiera. Esa joven tranquila aceptaba o rechazaba con un simple movimiento de las cejas.

Una ortodoncia bastaba a Magda para conseguir que un paciente dependiera de ella, y si pretendía conseguir algún objetivo, lo obligaba a sentarse y descansar un cuarto de hora más en una habitación contigua a la consulta y a la sala de espera y le mostraba algún catálogo que acababa de recibir no hacía mucho, asegurando que «esto sin duda le interesará», aun siendo consciente de que ese hombre que se toqueteaba la muela con la lengua no estaba interesado en las obras de arte que le colocaban sobre las rodillas.

Coincidía con la perspicacia de Magda el hecho de que coleccionaba conexiones como sellos, tal como correspondía a la sabiduría de su padre. De entrada, ya tenía su sastre y su costurera, su carnicero, su verdulero y su lechera; ella llevaba la casa de su padre, que había enviudado hacía muchos años, y en el instituto leía libros de cocina bajo el pupitre.

Al doctor Emmanuel Gottfried ya sólo le gustaba charlar con ella. Evitaba, con suma discreción, entrar en el cuarto de Magda para no encontrarse con alguna situación desagradable; pagaba la proximidad de Magda manteniendo la distancia. Para simplificar las cosas, dividía la humanidad en dos partes; en una estaban los burros, en la otra los sinvergüenzas. Daba igual quien mandara, el esquema siempre funcionaba. Si no era un canalla, era un estúpido.

Por lo demás, el país no tenía esperanza, pero era agradable, incluso simpático, había en él mucha alegría, locura, bellaquería. En las fondas de pueblo, a las que solía realizar excursiones cada quince días los fines de semana, la comida era aceptable, y seguía viendo, en las pausas de los conciertos de la Academia de Música, a mujeres desconocidas en las que posaba, encantado, la mirada.

No ingresó en el partido comunista. A una de sus amantes la detuvieron y la interrogaron sobre él, según le contó un coronel de la seguridad del Estado cuyas encías purulentas debía arreglar. Le sugirió que no ofreciera meriendas con cubiertos de plata a sus amigos, algunos de ellos antiguos fabricantes que ahora trabajaban como almacenistas en sus antiguas empresas y oían, con el placer del masoquismo, hablar del enorme despilfarro que se producía en la fábrica desde la nacionalización.

Como Emmanuel no estaba loco, dejó las meriendas y dedicó su tiempo libre a recorrer los bosques o a pescar en el lago. A sus amigos excursionistas o pescadores, entre los cuales había antiguos fabricantes, les explicaba que aquél que no sabía superar las adversidades, aquél cuyo trabajo no se necesitaba en todos los regímenes, era con toda probabilidad un deficiente mental.

Claro que hay también exageraciones desgraciadas, como en el caso del pobre Bódog, cuyo trabajo era considerado tan imprescindible por los responsables que lo aislaban del mundo y de la posibilidad de conversar con alguien y procuraban aprovecharlo en un taller de la cárcel. No tenía que preocuparse por su familia, pues el día uno de cada mes un comandante de la seguridad del Estado se presentaba en su casa y entregaba a la esposa la paga de su marido y, como un gesto, una cesta grande con frutas meridionales que por aquel entonces escaseaban. Emmanuel se alegró de que no tuvieran tanta consideración por su talento como por el del pobre Bódog.

También acudían a su consulta los ministros y secretarios de Estado del anterior régimen e incluso el hijo del regente. En cuanto al propio regente, confiaba más en el padre de Emmanuel, que, para colmo, se llamaba Natan. Los condes, oficiales del estado mayor y asesores del gobierno debían saber a qué confesión pertenecía su dentista, pero hasta los antisemitas más rígidos seguían con atención infantil los movimientos de la mano del doctor Gottfried. Los ojos color azul grisáceo de Emmanuel tenían una mirada penetrante que se clavaba sin parpadear, como un rayo, en la boca del paciente.

Ocurría a veces que, en una fiesta de la vendimia a la que invitaban a su padre, Magda se enamoraba de un muchacho campesino, se quedaba en la casa de los padres del joven, retrataba a todos y acababa regalando la obra a su modelo. Todo el pueblo deseaba ser retratado por aquella artista; se ponían detrás de ella, la miraban, enmarcaban sus dibujos, le ofrecían comida y la acariciaban. Magda cogía una pasta con nueces de la bandeja y se acodaba en la mesa, en la que también apoyaba sus significantes pechos. El muchacho observaba con los ojos abiertos de par en par a la invitada, que charlaba con la abuela y llenaba la casa de familiaridad.

Magda temía muy pocas cosas, y lo que menos miedo le daba era que alguno de sus amigos le guardara rencor por sus aventuras. Los celos son producto de la represión, como la incontinencia nocturna, decía. Nunca se casaría, declaraba, pero dondequiera que estuviera, aunque fuese como invitada, Magda se convertía en cuestión de minutos en dueña de la casa, al lado de siempre cambiantes dueños. Que venga el novio, que traiga una botella de vino y que se vaya a la medianoche, porque Magda se levanta a las siete de la mañana, necesita siete horas de sueño y se pone a trabajar después de un copioso desayuno. Cuando deja que alguien pase la noche con ella, no lo hace por compasión.

—Puedes pensar cordialmente en mí, puedes hacerme algún favor de amigo; a lo mejor te lo devolveré, a lo mejor no. No estoy obligada a nada. Lo importante es que tenga ganas. Mi padre es otra cosa; me ocupo todos los días de él; si tuviera un hijo, también me ocuparía de él, pero tú sólo eres mi niño, no mi hijo.

Tampoco era de descartar que llevara botas de goma y estuviera con un camionero en una calle barrosa de algún pueblo de la gran llanura. Dragomán se enfadaba porque era muy crédula y se tragaba, por ejemplo, el cuento de Kobra de que aquella planicie era mística: allí, uno aprendía a apreciar todo cuanto destacaba, la torre de la iglesia calvinista, la chimenea del molino y los álamos. Magda trajo toda una carpeta de dibujos de esa excursión por la gran llanura húngara. Tenía una camisa de hombre que había comprado en la tienda del pueblo y no llevaba puesto nada más.

O sea, que cuando me enteré de quién era la persona que acababa de llegar y que ya pretendía subir a la cima del Pikes, de cuatro mil seiscientos metros de altura, me dije, bueno, esto no será fácil, pero a mí no me tenderá un lazo esta tranquila señora. Sabía que allí estaban Fred o Martin o ambos, que sus matrimonios sufrirían turbulencias y que hasta los nietos mirarían con malos ojos a los fascinados abuelos. En asuntos de alpinismo, Magda se mostraba más entusiasta que experimentada, y la dejé asumir el papel de tercero, al principio sólo en algunas noches y luego durante todo el tiempo.

Nos evitábamos y manteníamos separados nuestros territorios, como hacen las fieras. Nos conocíamos demasiado bien; ambos queríamos observar y divertirnos. Yo prefería no saber si pretendía conseguir un botín para mucho o poco tiempo. Ella era consciente de que podía contar conmigo en caso de necesidad.

Magda convenció a Fred y a Martin de emprender una excursión fluvial en verano. Bajaron por aguas bravas en kayak, navegaron por amplios ríos en un bote a dos remos. Ninguno de ellos era una criatura; la más joven era Magda. Ya no se miraban las arrugas, sino el brillo de los ojos. Los dos señores se asombraban de las ocurrencias salvajes de Magda, de sus violentos reproches colectivos dirigidos a los indolentes e indiferentes occidentales, resumiéndolo todo de una manera sustancial y casi a modo de promesa en nombre de un lugar más noble, el Este. Como digo, era más joven que los otros dos; cuando juntaban la magnífica serenidad de su cuerpo con las estrofas inesperadas e inconexas de sus monólogos, Fred y Martin se guiñaban el ojo y, una vez solos, se confesaban el uno al otro que, según su impresión, Magda era una personalidad extremadamente interesante.

Últimamente se alargaban sus investigaciones en la biblioteca universitaria después de la cena y a continuación, sobre la medianoche, pasaban por el bar Runaway, algo que no solían hacer nunca. El bar permanecía abierto hasta que los clientes se marchaban; el propietario llenaba los vasos con gestos rápidos y agradables y freía los huevos con jamón sobre una plancha brillante y candente. Le gustaba leer, no le molestaba el rumor continuo de los clientes, se sentaba con su libro junto a la chimenea y una lámpara de pie. Era un hombre alto, siempre dispuesto a una sonrisa.

Una vez fue Fred y no encontró allí ni a Magda ni a Martin. Luego fue Martin y no encontró ni a Magda ni a Fred, ni en la biblioteca ni en el bar. La mujer de Fred, que cogió el auricular, sin embargo, le aseguró que debía de estar allí, que insistiera. Martin no le dijo que llamaba desde el bar.

Las excursiones se volvieron más silenciosas. Magda no siempre los acompañaba. Iban los dos a las excursiones en canoa y evitaban tocar temas más personales e íntimos. Un día, Fred volvió solo de una excursión alpinista: Martin se había precipitado al vacío y se había desnucado. Lo enterraron. Fred, sollozando, no pronunció el discurso de despedida.

Ocurrió meses más tarde que la mujer de Martin cogió la chaqueta de su marido y metió la mano en el bolsillo, pero no encontró el billete del funicular. Quería guardarlo con los recuerdos de su última excursión. Fue a ver a la mujer de Fred y le pidió el billete, que sin duda había comprado y guardado el amigo de su marido. Fred no había vuelto a salir de excursión, o sea, que su chaqueta estaba intacta desde entonces.

La esposa de Fred metió la mano en el bolsillo de la chaqueta de éste, extrajo dos billetes y los entregó a la viuda. La mujer de Martin se quedó mirando largo rato los billetes y dijo: «Qué raro». Eran un billete de ida y vuelta y otro de ida sólo. ¿Quién compró el billete? ¿Martin? ¿Se preparaba para algo? Pero ¿por qué estaba entonces el billete en el bolsillo de Fred? Ahora bien, si lo había comprado Fred, ¿sabía que Martin no regresaría? «Tendré que pensar sobre esto», dijo la mujer de Martin, y se olvidó de besar a la esposa de Fred al despedirse.

Esa misma noche, antes de retirarse a su habitación, la mujer de Fred dijo: «Un marido adúltero no ha de ser tacaño. Menos aún un asesino».

Fred se puso el traje de esquiar, se calzó los esquís para practicar esquí de fondo y se adentró en el bosque. Al llegar al claro donde solían detenerse en el primer descanso de la excursión a tomar un café del termo, Fred se quitó el gorro, el abrigo guateado, la chaqueta, los esquís, los zapatos, el jersey y se tumbó en la nieve sólo con pantalones y camisa. Al día siguiente, algunos animales pequeños del bosque ya habían mordisqueado el cadáver congelado de Fred.

Pues sí, lo encontraron, lo lavaron, lo vistieron. Ya faltaban trozos de su rostro. Es difícil sustraerse a la manipulación por parte de nuestros prójimos. Como mimosas que somos, querríamos que no nos tocaran, no nos desmenuzaran, no nos pusieran a freír, porque todo este procedimiento habitual ofende a nuestra dignidad humana.

—No sé por qué os he contado esta historia: quizá fuera para no hablar de mí. A lo mejor esperáis de mí que reflexione sobre lo que he de hacer. No veo ningún dilema ético. Me he visto envuelto en situaciones de las que no puedo considerarme legalmente responsable. En un arrebato empujé a un hombre que me había abofeteado. Podría haber sido más listo, podría haberme limitado a retorcerle la muñeca, pero quería evitar un contacto físico tan próximo con el rector. Una bofetada, vaya y pase… Él, sin embargo, quería seguir forzando el contacto físico, y yo, acabar con estas familiaridades propias de Kandor.

»Vagar por esos mundos no representa ningún problema para mí. Cuando regresé cediendo a mi vanidad nostálgica, una vocecita me advirtió que me encaminaba hacia una trampa. Nadie me la había colocado, pero ahí estaba desde el principio. ¿Está el señor Barnag realmente guiado por el espíritu de la justicia? Sabe Dios qué lo guía. Aquí nada es lo que parece. El rector es al mismo tiempo sumo sacerdote. El doctor honoris causa es a la vez un devoto de la magia negra, un brujo siniestro. Gradualmente, todo el mundo se mete en su papel, le guste o no. Debería seguir causando problemas hasta que la buena gente de Kandor me lapidase con la conciencia tranquila. La hostilidad que reina en el ambiente pone en entredicho la imparcialidad de los procesos judiciales. La comprobación de los hechos se ve entorpecida por la política.

»Pero, aun siendo inocente, ¿no soy a la vez culpable? ¿Y no estáis esperando a que pague por mis actos? Y aunque las autoridades estén bajo sospecha, ¿existe acaso otra autoridad? ¿Una instancia competente, capaz de juzgar mis actos y dictar sentencia? Aparte de mi propia mente, no conozco ninguna. Me condenaría a uno o dos años de encierro. Si fuese declarado culpable de homicidio por negligencia, ésta sería, probablemente, la duración de mi condena. Aceptaría agradecido la restricción de movimientos que me ha sido impuesta y el hecho de que me asignaran el hotel donde me hospedo para cumplirla. Este cabrón afortunado ha vuelto a imponerse a las circunstancias. Daría rienda suelta a mi hedonismo incluso entre rejas, bajo la mirada vigilante de celadores armados, en la biblioteca y en la bolera de los convictos despreocupados. Okey, Kuno, hemos dado, hemos recibido, te he sufrido, te he sobrevivido, adiós. No te necesitaba para nada.

»Todos vosotros sois maestros de la autorreclusión. No hay vida más allá de Kandor, decís, y si la hay, no tiene punto de comparación con ésta. Así es, sin duda. Pero yo no puedo soportar el encierro. No colaboro con mis celadores, no me convertiré en amante de mi carcelero. ¿Qué sentido tiene que me metan en prisión para dejarme marchar después, tras un largo período de detención?

»He oído a gente decir que por mucho que me esfuerce por entender la ciudad de Kandor, jamás lo conseguiré, porque mis sentimientos han cambiado y he pagado un precio demasiado alto por el privilegio de ver mundo. Algunos ciudadanos honrados también dirán: acabó de un empujón con el mejor de nosotros, con lo mejor de nosotros. Acabó con nosotros.

»Por otro lado, me invitaron para que hiciera de blanco, para disparar contra mí, para señalarme con el dedo y exorcizar esa parte de ellos que soy yo. Sí, vine por voluntad propia. Teníamos nuestro congreso. Los magos metropolitanos difundían el canto de sirenas de su propia burla. La simple presencia de anarco-pacifistas ya suponía una provocación. En una palabra, valgo el dinero que me pagan. No intentaré probar mi inocencia ante vosotros, porque a vuestros ojos soy culpable incluso aunque me queráis. Esta casa se está cerrando, con nosotros dentro; se oyen voces interesantes procedentes del exterior, así que unámonos a la fiesta. Espero que no nos perdamos de vista los unos a los otros, pero si nos separamos en el gentío, id con Dios. Gracias por vuestra amabilidad.

Se oyen tambores y platillos en la calle. Una joven delgada hace reverencias sosteniendo sobre sus hombros, como un collarín, un armatoste de madera con cabeza de monstruo. Un actor con botas altas aplaude con las manos enfundadas igualmente en botas. Se convierte así en un cuadrúpedo o en dos figuras enzarzadas en una pelea y zarandea sin parar los cráneos y torsos que lleva a la espalda y que están salpicados de sangre y harina y cuyos ojos se les salen de las órbitas.

Los ojos de un cerdo gigante de madera están encendidos y su boca lleva una pantalla que muestra con todo detalle el sacrificio de un cerdo, pero en orden inverso, o sea, del chorizo al animal vivo. Se puede ver cómo remueven la sangre en una sartén, cómo le abren los ojos de un tajo, el descuartizamiento completo en primer plano, hasta que por último se oyen los berridos del cebón al ser sacrificado. Es como si nos comiéramos vivos los unos a los otros, como verter nuestra sangre en un plato para hacer morcilla o para freírla directamente con cebollas.

Ahí está la marioneta de Juan el forzudo, dando una paliza a los fantasmas; reciben ellos, recibe él, y cuando las sartenes y garrotes se han calentado de tanto dar, la llovizna se convierte en chaparrón y el espectáculo se interrumpe. Hay actuaciones en todas partes, en iglesias y establos, cuadros vivientes y música de címbalo. Los payasos dan brincos en sus vagones, dibujando muecas y berreando. Los niños corren tras sus madres, las pelotas ruedan, los globos se escapan, los conductores suspiran desesperados, la cerveza, el vino y el aguardiente fluyen en abundancia. Un hombre fornido detiene los vehículos y pide a los conductores que prueben su cerveza, que sirve de un surtidor instalado en un coche de bomberos.

Un Papá Noel de verano arrastra desesperado su trineo; el bigote de algodón se le despega, como si se le derritiera. Una criatura de invierno que se pierde en pleno verano y se siente fuera de lugar. Triste, desconsolado, arrastra el trineo en busca de un mundo mejor. De vez en cuando, su gorro rojo asoma en el bullicio. Se detiene a charlar, pero tras unas pocas palabras reemprende el camino, abatido. Aun así no se rinde; todavía concibe la esperanza de encontrar un buen mundo nevado.

Dragomán sube a la colina, camina por el bosque, entre robles primero y entre pinos después, atraviesa el pie del arco iris y llega finalmente, con sus botas de excursionista, hasta el Reloj de Piedra. En la explanada rocosa cubierta de hiedra, doce rocas de basalto con forma de columna dibujan un círculo de tal manera que los rayos del sol asumen la función de las manecillas del reloj. Es como si allí el tiempo detenido y sólo imaginable, el tiempo petrificado y convertido en roca, fuera la perspectiva que permitiera verse a sí mismo.

El horizonte es de color carmesí, el viento sopla de oeste a este, la superficie del lago se ve pálida, apagada. Si Dragomán bajara por el sendero escarpado, aferrándose a los matorrales, podría descender hasta la boca de la cueva desde donde tiempo atrás aquel disparo fatal salió de su arma. Sea el blanco escogido correcto o no, un disparo viene seguido de otro o incluso de toda una ráfaga. El sendero es empinado, las piedras ruedan bajo sus pies, el escaramujo está rojo, las moras y la bóveda celeste, ya negras.

Al otro lado de la colina se mueven las antorchas, y en la gran palma de una mano que es el Valle de la Misericordia los fieles están sentados en bancos escuchando a los sacerdotes que se van relevando cada hora. Los altavoces hacen llegar las exhortaciones: «Entrégate a Él, Él por ti, tú a través de Él». Un potente reflector explora el precipicio que sirve de fondo del escenario. Dragomán está sentado arriba, en la cavidad musgosa de una roca, en una atmósfera cargada de fragancias, mientras el basalto irradia el calor absorbido durante el día. Una lagartija se posa un momento en una roca cercana. Quédate, quisiera pedirle Dragomán. No lo dices de corazón, le respondería la lagartija. Los autobuses vomitan feligreses que llevan los estandartes de sus iglesias. Lideradas por su sacerdote, las viejecitas marchan hacia esa palma de una mano, hacia ese cuenco rocoso donde pasarán la noche y escucharán a los sacerdotes. Ellos también escucharán y relacionarán sus sermones con los pensamientos de sus colegas. Los oyentes se arrodillan: sí, ayudarán, sí, darán el primer paso y perdonarán. No, no lo harán, rechazarán el pecado del orgullo, no alzarán la cabeza en gesto de desafío, no huirán ante la presencia del ángel cuando venga y pregunte en nombre de Dios.

En el tiempo paralizado del Reloj de Piedra, todas mis agitaciones se concentran en unos pocos movimientos, y éstos incluso en una imagen sombría, y ésta a su vez a un único punto cuya capacidad reconocida es la aniquilación. La reducción de toda perspectiva está siempre en mis manos, pero aun así me cuesta excluir de mis pensamientos la noción de un futuro, de un tiempo en el que aún pueda recomponer las cosas, recobrarme de mis achaques, realizar lo omitido. Si no existe un futuro ni puede enmendarse lo hecho, si todo permanece como está, como estaba, si el instante futuro no modifica el anterior, entonces todo momento es perfecto.

No eres mejor hoy de lo que lo eras ayer. Como en el ajedrez: pieza tocada, pieza movida. Si mentiste, mentiste; si mataste, mataste: no valen las excusas. Uno no quiere, pero lo hace, acaba involucrado. Casi nadie escoge el pecado; se te presenta en la puerta, se te planta delante como el atracador o yace en el umbral, perfectamente vivo y siempre reanimado.

No cabe duda de que te estás defendiendo, la situación lo exige, o el comandante, o la pasión del momento, o un ataque de odio repentino, no tu verdadero yo sino algo periférico, algo externo, no tu propia conciencia sino el otro, él, su voz, sí, la voz que te lo sugiere.

Soy la persona adecuada para ello; los cobardes inocentes me atribuyen a mí la insinuación de sus depravaciones. ¿Pero a quién puedo culpar yo? Allí, entre las manecillas de basalto del Reloj de Piedra, de pie junto a la columna de acero que marca la cima, no tengo hacia dónde dirigirme, por mucho que dé vueltas y más vueltas. Un hombre frágil que quiere escabullirse, y dejar atrás sus pifias y connivencias como un perro sus excrementos. Se retuerce, pero sabe que no puede escapar; lo retienen la ley, la moral y la memoria.

Yo podría hacer las paces con las dos últimas, susurra una voz, mediterránea, balcánica, cuyo acento se asemeja al inglés de Svetozar. Hasta que las aguas se calmen, dice, debería escapar y someterme a la justicia estadounidense, manifiestamente más fiable e imparcial que la de Kandor, siempre y cuando no consideremos al señor Barnag un fenómeno atípico. Lo cierto es, sin embargo, que el señor Barnag actuará así: si los amigos de Kuno ocupan el poder, seré culpable; si lo ocupan los amigos de Tombor, no lo seré.

Ahora bien, ni siquiera mis amigos consideran realmente accidentales los accidentes; sostienen que el azar no existe, que los acontecimientos que tienen lugar a mi alrededor son míos. Y así pienso yo de ellos: también son responsables de cuanto ocurre en torno a su casa. Lo que sucede a su alrededor les pertenece. No huyen porque están acostumbrados, porque les va bien, porque han aprendido a convivir con ello. Mis amigos, que se empaparon de los clásicos rusos, considerarían bonito el exilio forzado de Raskolnikov, olvidando que su autor no eligió el destino de prisionero, que le colgaron las cadenas porque osó discutir sobre ideas en compañía de otros, porque procuró distinguir entre la verdad y la falsedad como cualquiera que no tuviese la cabeza llena de paja.

Puedo recordar mi pasado en cualquier parte del mundo. En el aeropuerto de Chicago, por ejemplo, durante una escala de treinta minutos. O puedo sacar el maravilloso tema del remordimiento en el bar del Gramercy Park Hotel, donde a veces sustituyo al pianista por amistad. Ofrezco música ambiente suave y soñadora o animada y fogosa. A mi lado se sientan señoras con arrugas bajo los ojos y probablemente también en la barriga; pero es que yo tampoco soy un jovenzuelo. Aparecen antiguas novias, nuevos clientes, editores, vecinos, actrices, camellos y más gente de dudosa ocupación. Peluqueras que aseguran ser bailarinas y que a veces, en efecto, bailan; encargadas de la guardarropía que dicen ser magas y que efectivamente hacen magia, removiendo y mezclando sin cesar. Sólo tengo que dejar entrever mi sentimiento de culpabilidad, y me colocan una preciosa aureola sobre la cabeza, saboreando mis historias kandorianas.

No obstante, si el nieto pide la continuación de la historia de Kandor, no es de excluir que Dragomán se presente en la comisaría central de Kandor a las nueve de la mañana. Lo obligan a entregar su pasaporte y le proporcionan una chapa metálica a cambio, de esas que dan en las piscinas públicas cuando uno deja la ropa en la taquilla. Durante el tiempo en que su pasaporte permanezca en manos extrañas, Dragomán estará en pelotas desde un punto de vista burocrático. El oficial encargado de los interrogatorios no consigue sonsacarle nuevas respuestas a las nuevas preguntas. No, no conocía a aquel joven. Sí, se refirió a un artículo suyo que no se ha publicado en húngaro. No obstante, el hecho en cuestión de que un hombre se precipitara desde la azotea del hotel situada en un sexto piso a la orilla de la piscina de baldosas azules no guarda relación alguna, ni racional ni causal, con la persona de Dragomán ni con su responsabilidad como autor.

—¿El joven quería algo de usted? ¿Le pidió o le preguntó algo?

—Se ofreció a ser mi amante. Le contesté que no estaba interesado.

—Obviamente, no está usted obligado a aceptar tales ofertas, pero a veces basta una decepción humillante para que uno levante la mano contra sí mismo.

—El suicidio es un gesto libre; por definición no puede tener otro autor que el propio suicida; por consiguiente, pertenece a la página de sucesos o a la literatura, pero no a la comisaría de policía.

—Habla usted de un gesto libre. Se trata de una expresión propia de sus tiempos de juventud, cuando se suponía que uno debía ser de izquierdas y desviarse de la línea oficial para acercarse al existencialismo, ¿no es cierto? Ahora bien, aquí está fuera de lugar. He mirado un catálogo en el ordenador y he descubierto que hace años escribió usted un estudio sobre el papel del suicidio en la dramaturgia de las biografías. Para mí está claro que el tiempo y el lugar no son indiferentes y están cargados de simbolismo. Si la vida es forma en el tiempo, debe cesar en algún momento. Antes de una decadencia precipitada, por ejemplo. Todo el mundo tiene una idea de que existe un punto álgido, como la cima del Reloj de Piedra en nuestra región. Allí sube uno a meditar o a arrojarse al Valle de la Misericordia. Aquel joven también se estaba preparando para tal momento. Y entonces es esto o aquello. Y si no es esto sino aquello, debe sacar sus consecuencias. O sea, saluda como un soldado, da media vuelta con la gorra en la izquierda y la espada en la derecha, sale de la sala con paso firme, se monta de un salto en el caballo y se aleja a toda velocidad.

Dragomán miró con preocupación la cara enrojecida del joven que lo interrogaba. ¿Era posible que estuviera a punto de sufrir un ataque de epilepsia? Por una puerta trasera hizo su entrada el señor Barnag, seguido de un hombre corpulento y de talante alegre, que abrazó al joven policía y salió con él.

Barnag: Persona intacta, incluso púdica. Las cosas intocables no las tocamos ni con guante blanco. Existen ámbitos accesibles para los autores de historias de detectives pero situados fuera del alcance de la policía. ¿Quién no sabe, sin embargo, que todo policía esconde un escritor de novelas de misterio en potencia? En el coche patrulla, en los viajes largos, se hilan historias perfectamente elaboradas. Me sabe mal, profesor, que mi joven colega se haya exaltado. Su caso se conoce como meteoropatía; su humor varía con el tiempo. El chico tiene buen olfato, pero no es un buldog… Ahora bien, demos por cerrado el caso del admirador rechazado y hablemos de nuestro difunto rector. Dígame, señor, ¿se entrenó usted en artes marciales, en karate, kung-fu o algo por el estilo?

—Asistí a clases durante un año en California.

—Usted y el doctor Kuno Aba se conocían hacía mucho tiempo, eran, en cierto sentido, colegas y competidores. ¿Se produjo, en los últimos tiempos, algún tipo de tensión entre ustedes? ¿Derivada tal vez de la recreación o reinterpretación de ciertos acontecimientos históricos? Quiero que sepa, profesor Dragomán, que no es tal vez la única persona conocedora de los sucesos en el Valle de la Misericordia. Algunos camaradas rusos también los conocían. Aquel coronel actuó con escasa cautela. Se llamaba Lazar Moiseievich. «Dejemos que se maten entre ellos», dijo el oficial de comunicaciones al enterarse de sus orígenes familiares.

»Que fue usted quien disparó, lo descubrimos en la primavera del sesenta y tres. Un pelín tarde, por fortuna para usted. La mayoría de los rebeldes encarcelados habían sido liberados. Usted había cumplido una condena de año y medio, si no me equivoco. No habría sido políticamente inteligente encerrarlo de nuevo. Pero usted debía saber que lo estábamos vigilando. Perdone que se lo diga, pero nos divertíamos de lo lindo con la repetición estereotipada de sus escarceos amorosos. Fotografías tomadas en distintas ocasiones lo mostraban a usted bajo un castaño, en uno de los huecos del muro del castillo, besando siempre a otra pero siempre en el mismo lugar.

—Y yo he oído que a usted lo llamaban el Fouché de Kandor. Usted era el encargado del departamento de asuntos sucios. Ofreció a Kuno sus servicios como realista conservador. Él mismo me lo dijo. Pero vaya usted con mucho cuidado si quiere morderme: quizá se le rompan los dientes. Y ahora haga el favor de devolverme el pasaporte.

—No querría ofenderlo, profesor. Sin embargo, la imagen que tengo de usted es más matizada que la que usted tiene de mí. Las grandes mentes pueden permitirse, sin embargo, pequeños descuidos que a los mediocres como yo no se les perdonan. Puedo asegurarle que mis investigaciones confidenciales nunca violaron sus derechos individuales.

»Sé que a su cónsul le faltará tiempo para protestar, como cada vez que molestamos a un ciudadano estadounidense. Pero no le contamos, por ejemplo, que también hemos encontrado un paquete de hachís en posesión del turista, ya que el cónsul podría tomárselo más en serio de lo que nosotros lo hacemos. Tenemos por costumbre hacer la vista gorda, sabedores de que donde hay luz, por fuerza tiene que haber también sombra.

»Nuestros expertos han examinado las abundantes o, de hecho, casi excesivas pruebas fotográficas del triste duelo entre usted y Kuno Aba y han llegado a la conclusión de que no tiene usted responsabilidad física alguna en lo ocurrido. Su actitud fue evasiva y defensiva, ni iniciativa ni agresiva. Es obvio que el rector había bebido más que usted. Y todo el mundo quedó impresionado al ver que tras la primera bofetada usted se limitó a mirar sorprendido. El hecho de que repeliera el segundo ataque retorciéndole el brazo con un movimiento propio de un profesional debe interpretarse como un acto instintivo de autodefensa. Fue cuestión de mala suerte que la colisión con el borde del banco de madera de acacia resultara fatal, ya que su cráneo recibió el golpe en el punto más vulnerable. No obstante, si el rector no hubiera estado tan ebrio, probablemente no habría caído de esa manera. Su actitud agresiva y su pérdida de equilibrio hablan a favor de usted, señor Dragomán.

»He mencionado antes que yo también podría refutar la versión que Kuno Aba difundió sobre los acontecimientos del Valle de la Misericordia, aunque yo no habría gritado: “Kuno Aba, yo te vi”. En primer lugar, porque no lo vi, en segundo, porque no lo tuteaba, y en tercero, porque le habría dejado decir cuanto quisiera; mentir no es en sí un delito.

»Usted, profesor Dragomán, no puede hacerse una idea de la cantidad de mentiras y falsedades con que me topo en la élite de Kandor. Es como añadir más y más especímenes a una colección de insectos. Me relamo los labios cada vez que clavo un alfiler en un ejemplar nuevo. Se dice que los escritores profundizan en los recovecos oscuros de la vida, que están familiarizados con el crimen en todas sus formas. Pues bien, si estos señores vieran, escucharan o leyeran todas las infamias que se acumulan sobre mi mesa, se quedarían atónitos y quizás apreciarían más los dilemas a los que se enfrentan quienes luchan contra el crimen.

»Cuando alguien sabe mucho, prefiere callar. Cuando alguien no para de contradecir a todo el mundo, es que no sabe lo suficiente, profesor Dragomán. Por lo que a su caso se refiere, dicho sea de paso, puedo confirmarle que sus posibilidades son excelentes. No he visto todas las conclusiones de la comisión de expertos, pero le aseguro que las declaraciones de varios de sus miembros le son favorables. No obstante, tengo que pedirle que siga cumpliendo mis instrucciones. Limite sus movimientos al radio prescrito y permanezca en la residencia que le ha sido asignada. Queda libre, pero sólo de forma condicional. Aun así, puede usted ir y venir y hacer lo que le plazca dentro de estos amplios límites. Lo invito a descubrir la belleza de nuestra ciudad, así como su lado sórdido, profesor. Viva su vida, escriba sus obras maestras y disfrute de su nieto. Aquí tiene su pasaporte, señor. Nos veremos en el entierro del rector. Nuestro alcalde se situará junto a la viuda en la primera fila, justo detrás del ataúd, y usted estará a la izquierda de la señora Tombor en la segunda fila.

Dragomán acababa de volver al Korona y se miraba la barba en el espejo del ascensor. Unos días más como éste y sentiría como un alivio poder estar tumbado en el catre de una cárcel, la mente en blanco, la cara a juego con el uniforme de la prisión. Algunas personas nunca contemplan la posibilidad de tener que quitarse un día su propia camisa y ponerse la estatal, de acostumbrarse a las normas institucionales, a la comida de una institución, por ejemplo, o de anhelar incluso cosas peores, que también se pueden conseguir, porque la capacidad de infligir dolor es mayor que la capacidad de soportarlo. Olvidemos por el momento, sin embargo, los cambios de camisa y centrémonos en la rutina del afeitado. No hemos autorizado a nadie a espiarnos por la mirilla cuando le plazca. Dragomán acababa de afeitarse y de ducharse. Se estaba vistiendo y sirviéndose el café que había pedido, cuando sonó el teléfono. El coronel Barnag estaba al otro lado, inquieto. Por desgracia, la situación no era tan sencilla como ambos creían y deseaban. No se atrevería a afirmar que hubiera empeorado de una manera dramática, pero parecía menos favorable. Habían aparecido nuevas circunstancias, nexos y consideraciones que exigían un esclarecimiento más profundo de los hechos y un trabajo conjunto más minucioso, y era mejor acabar con ello cuanto antes. Por consiguiente, pedía al señor Dragomán que fuera a verlo antes del mediodía. Podían encargar algo para picar, de tal modo que la pausa para el almuerzo no interrumpiera el trabajo. La voz del señor Barnag se había rejuvenecido al mencionar la posibilidad de un trabajo conjunto.

Dragomán renovó el contenido de su bolso de viaje y lo preparó para el viaje. Saldó las cuentas en la recepción, pagó dos semanas por adelantado y estudió el horario de trenes. Al salir se cruzó con Sandra, que entraba precisamente por la puerta giratoria. Venía para hacerle llegar, por mediación del recepcionista, una invitación especial para el funeral. El sobre contenía asimismo una reseña de un artículo de Kuno con el siguiente título: ¿Parias o ciudadanos del mundo? Una propuesta estratégica para los judíos.

Juntos se encaminaron hacia la plaza bajo la luz anaranjada del otoño. Un mimo callejero empezó a seguirlos. Sujetaba con la mano izquierda una réplica invisible del enorme paraguas de Dragomán y con el brazo derecho hacía lo que Dragomán no hacía, es decir, rodeaba a una mujer imaginaria a la que asediaba con besos cómicamente insaciables y también interpretaba su papel, el de la señora que respondía primero con recato y dulzura y después devolvía los besos mordiendo apasionadamente los labios del hombre. Sandra y Dragomán se dieron la vuelta y trataron de contener la risa, a la que se entregaron ruidosamente al cabo de unos pasos.

En la parada de taxis no había ningún vehículo, pero una pareja de ancianos y una mujer joven con un niño ya esperaban antes que ellos. Dragomán preguntó a Sandra si podía acercarlo a la estación de trenes. ¿Por qué no?, respondió la viuda. Tenía tiempo. «¿Adónde va?». «A Venecia», respondió Dragomán. «¿Así sin más?». «Así sin más». «¿Tiene trabajo allí?». «Yo siempre tengo trabajo», contestó él evasivamente.

«Vino, vio, venció, ¿y ahora se marcha? ¿Me ha convertido en viuda y ahora me abandona? ¿Ni siquiera viene usted al entierro? Podría despertar sospechas, la gente podría pensar que se ha puesto usted nervioso. Pero si siguiera usted el ataúd detrás de mí y a la izquierda de Melinda y mirara a los ojos de los presentes ante la fosa, ganaría usted la partida, estoy segura. Su rostro de depravado reflejaría el luto por su amigo, rival deportivo y compañero de fatigas, y el caso quedaría cerrado. Después, como un caballero, el profesor Dragomán haría todo cuanto estuviera en sus manos para promover y divulgar el legado de mi difunto marido tanto en el interior como en el exterior. Concedería unas cuantas entrevistas, al menos en la televisión municipal, poniendo énfasis en la importancia de construir puentes entre los dos campos, y en el día de Kuno Aba pronunciaría una conferencia en la Academia de Kandor, tal vez con el título siguiente: Las investigaciones de Kuno Aba sobre la dinámica de la interdependencia multidimensional en o entre las élites regionales. Habría que discutir los detalles».

Si quisiera, Dragomán podría coger el próximo tren. En cualquier caso, la posibilidad más improbable era que el fugitivo se refugiase en casa de la mujer agraviada, la viuda de la víctima. Al señor Barnag nunca se le ocurriría, y si se le llegara a pasar por la cabeza, lo descartaría de inmediato. Al mismo tiempo, también sería razonable que el policía intercambiara información con la viuda, siempre que dicho intercambio fuera selectivo. La pareja de ancianos ya se ha marchado, un taxi se aproxima, la mujer coge a su hijo. Sandra dice a Dragomán que tiene el coche aparcado en una callejuela cercana. Pero ¿adónde ir? No a un lugar público: la cara de Dragomán se ha vuelto demasiado conocida últimamente. Y a ella, con su traje de luto, también podrían reconocerla. Es preferible que no los vean juntos. Lo más sensato sería a casa de Kuno Aba y Sandra en la colina, desde cuya amplia terraza podrían contemplar el lago. Después, si aún quisiera viajar, lo acompañaría en coche a la estación.

Dragomán subió al coche de Sandra y se puso a mirar distraídamente a su alrededor. Era capaz de contemplar cientos de veces una bifurcación. En ese punto, dos sinuosas calles adoquinadas se bifurcaban ante una taberna con forma de trapecio y empezaban el ascenso a la colina. A la izquierda vivían Kobra y Melinda y a la derecha estaba la casa de Kuno Aba. Curva cerrada hacia la derecha. Hay una mujer al volante. Si no nos equivocamos, su boca dibuja una sonrisa. ¿Desvelar el secreto precisamente a ella? ¿O dejarse llevar precisamente por ella? Las conspiraciones con el enemigo pueden acabar o bien en traición o bien en un gran éxito. En un momento así, Dragomán husmea con su enorme nariz el viento del destino y elige, como un perro, entre los diversos olores.

Asocia el perfume de la conductora con la palabra «conocimiento». Esos pómulos prominentes que le alargan los ojos son realmente asombrosos; los labios, grandes, duros y con forma de corazón, son también sorprendentes, aunque se adivine en ellos una débil sonrisa, más sarcástica y desconfiada que tentadora. Acabe como acabe la visita, la idea de la venganza ha sido sembrada y brota en silencio. La venganza puede adoptar muchas formas, sin embargo. Superar al que te ha superado: tal es el objetivo. Ante una situación tan ambigua, el Dragomán de antes colocaría la mano en la pierna de la conductora en una clara declaración de intenciones. La conductora desearía apartar educadamente esa mano. Dragomán intuiría el propósito y la mano se retiraría por sí sola. Luego, se pondría a teorizar sobre la historia local.

En la plaza de Florian se echa a reír; donde antes estaba el viejo restaurante La Casa del Pescador, en la esquina de la Víg utca, ahora hay un restaurante chino. Delante, sin embargo, las mismas mujeres ya maduras siguen paseando arriba y abajo, con labios de un rojo intenso, seductores. Solía disfrutar escuchando a los hombres fanfarronear en el restaurante. Se alegraban de poder estar lejos de sus mujeres, y aquellos que estaban allí con su permiso galleaban más que los otros. Guardaban un pellizco de su salario para gastarlo allí en sopa de pescado, fideos con requesón y un litro de Riesling, e incluso invitaban al amiguete, si bien acababan afirmando que la sopa de pescado estaba bien, pero que la de sus mujeres era mucho mejor, por no hablar de los fideos con requesón, porque eran ellas quienes hacían la pasta, aunque les dolieran las manos, porque ellos no toleraban la pasta de fábrica en casa. Todo esto sucedía hace unos treinta años, antes de que Sandra hubiera nacido.

—Aquí es donde iba a clases de baile —dice Dragomán.

—Yo también —replica Sandra.

—Allí estaba la cafetería Narciso —dice Dragomán.

—Y allí sigue —responde Sandra.

—En aquella plazoleta me despedí de Kobra, bajo el plátano. Vino el coche a recogerme. Luego me dolía el cuello de tanto mirar atrás —dice Dragomán.

—Estuve allí el otro día, sentada en el porche de un oficial retirado —interviene Sandra—. Vende moscatel seco y chorizo seco. Las peras de su huerto se te deshacen en la boca. Su mujer, enferma de cáncer, no se tiene en pie. Dibuja en un grueso cuaderno hasta cansarse.

Las golondrinas se han marchado, lo mismo que las cigüeñas, ya refresca por las tardes y la chaqueta de lana da gusto. A Dragomán no le importaría sentarse en el porche de ese oficial con Sandra. Desde allí podrían ver pasar a los ciervos y la sombra de las nubes en el lago. Kuno Aba tenía en gran consideración los aguardientes del oficial retirado, el de albaricoque y el de ciruela; una gota bastaba para encender las entrañas del bebedor. El muro de piedra de la casa de Kuno se perfilaba en la distancia, la puerta metálica del garaje se abrió al pulsar un botón. Sandra estaba tiritando, de modo que se acomodaron en una de las habitaciones interiores y bebieron té con ron. Al cabo de un rato Sandra se levantó y acompañó a Dragomán por toda la casa hasta la habitación de invitados, que era tan minúscula que sus cuerpos prácticamente se tocaron. Todo ocurrió sin palabras, con movimientos unánimes, el rápido desnudamiento y la vuelta de la llave en la cerradura. Más tarde, mientras Dragomán reposaba la cabeza en la cadera izquierda de la mujer y contemplaba las curvaturas de los pechos, del muslo, del vientre, no pudo evitar decirle: «Podrías ser un poquito menos perfecta». A continuación, sin embargo, correspondió a Sandra tomar la iniciativa. Dragomán, medio aturdido, asintió con la cabeza a la pregunta de ella: «¿Eres feliz ahora?». Aunque su pareja estaba más despierta que antes, él se quedó dormido.

Ya había oscurecido cuando se despertó. Sandra estaba a su lado, apoyada sobre el codo. Tendría que darse prisa si quería coger el tren. «Si quiere, lo acompañaré a la estación», se ofreció, aunque su sonrisa no tenía dos significados, sino tres. Dragomán obedeció a los deseos de sus manos. Cogió a la mujer entre sus brazos y acarició cada rincón de su cuerpo, desde la cabeza hasta los dedos de los pies.

Sandra llama por teléfono. Suena el timbre de la puerta: han venido a buscarlo. Dragomán hunde la cabeza en el vientre de la mujer, alquila una vivienda en su pendiente izquierdo, le agarra la mano cuando se dispone a marcar. Pero no, no era ésa su intención. Queda claro que no tiene nada contra Dragomán. Es más, con él todo resulta más radiante y sencillo.

Kuno era despótico, un padre que dormía en la cama de su hija adoptiva y le endilgaba su espíritu. Que se arroje al pozo, que salte desde la roca, que se precipite desde el Reloj de Piedra al Valle de la Misericordia, que caiga desde treinta metros de altura. Que se vaya el maestro, que salga del cuerpo de Sandra, de los estantes, del disco duro de la memoria. Uno tras otro. ¡Todos corriendo al trampolín, ancianos, para saltar desde allí al fructífero vacío!

Antes, sin embargo, hemos de observar cómo se toma una ducha esta mujer, cómo se seca y se peina y discute consigo misma ante el espejo. Debía superarlo, tenía que ocurrir, el sacrilegio tranquiliza. La segunda noche justifica la primera; la tercera, las dos anteriores. ¿Pero podrá soportar más de tres días de lo imposible, de lo inadmisible, de lo escandaloso? Debería estar sola ahora, cortarse el pelo bien corto, llevarlo recogido, dedicar una misa al difunto, cuidar las flores de su tumba, publicar su obra póstuma, en vez de acariciar con la yema del pulgar la barba incipiente en el mentón del asesino. La cama de la habitación de invitados no es muy ancha. El conocimiento íntimo se ha producido en un espacio angosto. Se han desarmado el uno al otro y han vuelto a armarse pérfidamente.

Desde el momento en que se quitaron la ropa hasta que volvieron a sentarse ataviados como es debido en el salón abarrotado de obras de arte y de primeras ediciones de historiadores clásicos convertidas asimismo en objetos artísticos, la dueña de la casa no dejó de proponer a su invitado que se quedara. Nadie sospecharía que se escondía allí, sería probablemente el último lugar en el que se les ocurriría buscar. El sentido común y la decencia lo descartaban. De hecho, ¿qué razón podía tener ella para acoger y ocultar precisamente a Dragomán?

Siguiendo la dramaturgia convencional, debería haber apuñalado al profesor. O algo peor.

—¿No le parece, querido János, que debería castrarlo con un buen cuchillo capador mientras duerme?

—Lo pregunta de un modo tan seductor, que me muero por quedarme. Pero permanezcamos despiertos hasta que cada uno pueda leer en los ojos del otro sus intenciones —responde Dragomán.

—Sé que, según la ley, no debo tomarme la justicia por mi mano, pero dado que es usted un auténtico cínico, aunque no carente de moral, se me ocurre una solución mediante la cual soy yo quien define el castigo. Al fin y al cabo, soy la parte ofendida. El hombre al que usted me arrebató era a la vez mi padrastro y mi marido. Su presencia en mi vida puede haber sido opresiva, pero ahí estaba. Construyó esta casa siguiendo un riguroso plan, la fortificó, levantó una prisión alrededor de mi madre y después en torno a mí, pero lo vencí y lo convertí en mi castellano.

»Tengo el poder de encauzar la voluntad de los otros hacia lo que yo quiero y de que incluso se alegren de ello. He emprendido una carrera política. Por el momento deseo ser notario mayor de la ciudad. Primero, el trabajo profesional, luego el cargo político, pero he de ir alternando lo uno y lo otro. A los treinta y cuatro años quiero ser alcaldesa, y a los cuarenta, primera ministra de este país. Seguiré hasta cumplir los cuarenta y ocho. Entonces seré elegida presidenta de la república, después vendrán la Unión Europea o las Naciones Unidas.

»Esta casa me ha dado un impulso positivo para llevar a cabo este plan. Disipamos la pompa retórica, y queda entonces el realismo conceptual. ¿Qué tiene usted que ver con todo esto, mi querido Dragomán? Si deseo que lo condenen, puedo influir en la prensa y en las autoridades para que lo hallen culpable de homicidio involuntario. Lo exigiría la opinión pública.

»Teniendo en cuenta mis proyectos políticos, sería más arriesgado pero también más perspicaz convertirlo a usted en mi esclavo. Es probable que le caigan dos años de condena. Deme esos dos años de su vida. Renuncie voluntariamente a su libertad durante ese tiempo y sométase a la mía por iniciativa propia, por simple decencia. Su intromisión ha dejado un doloroso vacío en mi vida. Trate de llenarlo.

»Durante un mes o dos se esconderá aquí, bajo mi estricta vigilancia. En ese tiempo mandaremos cartas escritas a mano por usted desde el extranjero, siempre con un matasellos distinto. Mientras, yo testificaré que usted y Kuno Aba eran viejos amigos y que el pequeño incidente entre amigos no suponía nada deliberado o premeditado. Fue un accidente y nada más. Usted escriba una carta… ya la redactaré yo, si prefiere… diciendo que está a disposición de las autoridades de Kandor para aclarar lo ocurrido, que ha tratado de hacerlo desde el principio, pero que este doloroso asunto ha debilitado su estado físico y mental, que precisa de unas cuantas semanas para recuperarse en el extranjero, tras las cuales regresará lo antes posible. Mientras, permanecerá prisionero en mi casa. Será mi animal doméstico.

—Señora, yo no podría ayudarla a prosperar en sus proyectos políticos; al contrario, lo único que haría sería entorpecer su progreso; sólo conseguiríamos sacarnos de quicio el uno al otro. Cuando estábamos en la cama, su excelencia ya empezó a pelear. Las fuerzas volcánicas hierven en el interior de su excelencia. Usted patearía, amenazaría con el látigo y daría la orden de disparar contra un perro desvalido. El fuego frío y el desenfreno calculado hace que se me caiga el alma a los pies —dice Dragomán.

—No se vaya —implora Sandra—. No he dicho más que estupideces. La verdad es que me da miedo estar sola. Haga lo que quiera, pero no se marche. Instálese en la habitación de los invitados. Hay una cabaña en el fondo del jardín. Retírese allí; sea mi pajarito por un tiempo. Abrígueme cuando tenga frío, pregúnteme si me duele la cabeza o la barriga, inclínese sobre mí cuando grito en sueños.

»Prepáreme el café por la mañana antes de que vaya al trabajo, recomiéndeme el perfume que he de ponerme, señáleme los artículos más interesantes del periódico matutino, hágame el bocadillo de salami y pimiento o de ese queso hediondo para que mis colegas se sulfuren. Y cuando me vaya, vuelva usted a la cama, recupere las fuerzas, tómese un baño relajado, pasee por el jardín, nadie puede verlo desde fuera. Escriba sus memorias en la cabaña, para explicar que, sucediera lo que sucediera, ya ha pasado, ha acabado, ha quedado enterrado.

Dragomán:

—Me pica la curiosidad por saber cómo será mi encarcelamiento. ¿Dormiremos en la misma cama?

—Si se comporta, sí.

—¿Me abofeteará?

—Sí, si se lo merece.

—¿Y podré devolverle el golpe?

—Ni en sueños.

—¿Podré salir del jardín?

—Prohibido.

—¿Y leer y escribir?

—Durante mis ausencias. Cuando me encuentre en casa, excepto cuando me apetezca leer, tendrá que entretenerme, servirme, escucharme con atención y sin contradecirme, asentir embelesado a mis reflexiones. Y deberá masajearme la espalda, los talones, los lóbulos de las orejas, aplicar aceite a mis piernas y cortarme las uñas de los pies. Además, debe calmar mis ansiedades con comprensión y ternura, ayudarme a decidir qué vestido ponerme, no echar a perder mi café matutino con mucha o poca leche y saber qué mermelada conviene a mi tostada. ¡Tendrá que decidirlo usted! Y servirme de continuo una tila y saber cuándo la quiero con miel y cuándo sin nada.

»Sin que yo le diga nada deberá percatarse, por la dirección del viento y de las nubes, del comienzo de mi período, que en mi caso provoca irritabilidad. En estas situaciones, los hombres suelen ponernos muy nerviosas, porque es preciso explicarles todo. Por la tarde, una vez me haya vestido, quedará usted impresionado por mi aspecto, fascinado por mi perfume, dará cualquier cosa por olisquearme detrás de la oreja y tendrá que despedirme saludando con un pañuelo cuando vaya yo en coche, vestida de luto, a una reunión respetable, en la que alguien destacará lo bien que me sienta el negro. Usted necesita dedicar su atención a alguien. Y yo necesito que alguien me dedique su atención. He sido durante demasiado tiempo una alumna, la encarnación de una mente superior a la mía.

»Necesito un esclavo, no un marido común y silvestre, porque el marido se evade aunque no se mueva de su escritorio y se cree con derecho a encerrarse en su habitación. Dejemos claro lo siguiente: usted será mi esclavo. Si tuviera alguna queja, podrá acudir a mí para ponerle remedio. Y si empieza a comportarse con frialdad, me volveré histérica y gritaré. Y utilizaré palabras obscenas. Los hombres normales no son capaces de soportar ese tipo de trato. Más pronto que tarde dejará de mostrarse frío y me acariciará.

—Me temo que usted nunca considerará satisfactoria mi entrega. ¿Me equivoco?

—No se equivoca. No será satisfactoria. Pero no hay que ser perfecto. De vez en cuando pasaré por alto sus faltas. O sea, que le prometo el paraíso.

»Recibe usted del cielo dos o tres meses, dos o tres años de vacaciones. No tendrá que ir a ningún sitio. La gente lo creerá en el extranjero, huido, clandestino; nadie en su sano juicio pensará que pueda estar aquí, conmigo, con la persona a quien, de hecho, más debería temer. Y me tendrá miedo, mi pobre amigo, ahora y en el futuro. Pero no temerá usted que un guardaespaldas calvo y corpulento lo siga con un garrote y le retuerza el brazo y la pierna sólo para que pueda divertirme oyéndolo gimotear. No, usted tendrá miedo de que la expresión de mi cara permanezca severa aun cuando intente lo imposible por robarme una sonrisa, de que me despida con un beso demasiado indiferente o, es más, con un simple movimiento de las cejas por la mañana antes de subirme al coche. Haremos progresos, la enfermedad del amor se irá agravando. Le voy a dar vueltas alrededor de mi dedo meñique como si fuera un trozo de cuerda. No me parece suficientemente entusiasta, opinaré sobre el décimo tercer capítulo de su estudio sobre Kuno, que me introducirá por debajo de mi puerta a la manera de Jókai, porque la puerta estará cerrada y sólo se abrirá a tiempo para el almuerzo si el manuscrito sirve a nuestros propósitos y obtiene nuestra aprobación. Prepárese para ser mi prisionero el resto de su vida. Es bonito ser abuelo, pero incluso podría llegar a ser padre. Haga su trabajo, mantengamos esta casa y conservemos viva la memoria de nuestros seres queridos. Asegúrese de mantenerse en forma, siga ganando dinero en moneda extranjera, lléveme a islas exóticas y muéstreme las maravillas de la Tierra para que pueda despreciarlas. Anímeme y muéstreme su apoyo. Convénzame de que no soy la persona más estúpida del mundo o de que, aunque lo fuera, seguiría queriéndome.

Dragomán: Ya me veo en la habitación de Kuno ligeramente redecorada, entre sus libros y papeles. Pasaré la mano por la barandilla de madera pulida, que tantas veces acariciara él mientras subía las escaleras hacia la habitación. Reposaré la cabeza en su sillón de respaldo alto, en el punto exacto en que él se apoyaba cuando quería descansar los ojos y se dormía. Dejaré las gafas y el vaso donde él lo hacía. Sus trajes me irán bien, siendo como somos de la misma talla más o menos. Y cuando, una vez transcurrido un año de luto, claro está, nos detengamos en el descansillo de las escaleras del teatro municipal, y yo te coja del codo, y tú me llames Kuno por error, tu lapsus no me ofenderá. Kuno ha salido del marco de la vida rumbo a lugares desconocidos. Yo ocuparé su puesto y a veces hasta me sentiré uno con él. Viviremos como un trío. Y Kuno sólo quedará desplazado por cuanto se habrá trasladado a mi interior. Es posible que ya no sea oportuno seguir siendo yo. En cambio, es posible que sea oportuno estar aquí para despertarte, llenarte la bañera, prepararte el café, apagar la radio en el instante en que entres bien vestida en la cocina, recibirte con las correspondientes muestras de alegría, darte de comer y verte partir como si fueras a la escuela. Lo más conveniente es concentrar las fuerzas en las tareas de la cocina. Tú comprarás la comida, yo cocinaré y no pondré los pies fuera de casa. Seré tu perro faldero que va envejeciendo en torno a tus pies frioleros y te serviré de cómoda manta; te susurraré para adormilarte y te gruñiré para estimularte. Mentiré por ti descaradamente y te apoyaré cuando alardees. Curaré las pequeñas heridas que tu personalidad tempestuosa sin duda te causará en el despacho. Han sido unos estúpidos, diré, no es culpa tuya, mi Sandra, mi única, no les hagas caso. Seré tu entrenador y masajista personal; te masajearé el frágil ego para que tu buen humor aguante hasta la noche. Por la mañana, cuando te sientes al volante y me digas adiós con la mano, me quedaré mirándote y cerraré luego la puerta enrejada del jardín. Sí, podemos incluso hablar de matrimonio, pero mucho me temo que nuestras inclinaciones opuestas no tolerarían tal idilio. Si tuviera una oportunidad de salir de aquí, la aprovecharía. Aprovecha la ocasión, me dijo el otro día mi nieto, Habacuc. Huir, huir, decíamos tras la guerra, y yo he seguido este consejo desde entonces. Mis antepasados intentaron huir hace un par de miles de años, al percibir que el suelo se calentaba peligrosamente bajo sus pies. Las peores cárceles son las placenteras.

—Usted nunca abandonará este lugar. Hay una pistola en el cajón de Kuno. ¿Quiere que la saque, que se la ponga en la espalda, que lo acompañe a su habitación y cierre la puerta con llave? ¿Quiere que lo lleve a la estación? ¿Que lo amordace y deje que las cosas sigan su curso?

Suena el teléfono. Sandra descuelga el auricular, escucha un rato y cuelga.

Parecía un joven. La ha llamado puta amante de judíos. La ha conminado a abandonar el camino del pecado; de lo contrario, ha dicho, le decorarán la espalda con un látigo hasta que pida clemencia. El mensaje para Dragomán reza así: se ejercitará en la caída libre.

Otra llamada. Svetozar querría hablar con el profesor. Está cerca, en el restaurante Reloj de Piedra. Ha pedido setas pasadas por mantequilla y ajo, camarones ahumados y una botella de vino rosado de Kandor. En cuanto al resto de la comida, está indeciso, pero opina, desde luego, que ese vino suave y noble es el idóneo para despedirse de Kandor, que es lo que recomiendan tanto el poso del café como las cartas. Acababa de ver sombras que se movían y se separaban del tronco de un árbol en el bosque. También vio dos cabezas que se habían enfundado las habituales medias negras puestas y unas manos que blandían garrotes. Debía de tratarse de fervientes admiradores del rector, pues no paraban de murmurar su nombre. Puede que el profesor estudiase el arte de dar patadas bajo la supervisión de auténticos maestros, pero es preciso recordar que ocurrió hace ya un tiempo. «Y yo, Svetozar, no descartaría la posibilidad de que haya gente ahí fuera que quisiera lanzar el cuerpo desde la roca del Reloj de Piedra al Valle de la Misericordia, al escenario del anfiteatro de basalto: usted ya sabe por qué. Conociendo su agilidad felina, concedo una mínima posibilidad a que, aunque no pueda impedir la caída propinando una patada experta, sí logre aferrarse al menos a algún matorral que crezca entre los huecos de la roca. Deslizándose, quizá pueda aferrarse a otro matorral y amortiguar el golpe con un tercero. Y si entonces se ve capaz de intentar uno de sus intrépidos saltos, podrá entrar en cuestión de minutos, como si nada, en la terraza del restaurante Reloj de Piedra, silbando y con las manos en los bolsillos. Pero como todo esto me parece demasiado arriesgado, creo que me acabaré lo que he pedido y dejaré el estofado de conejo para otro momento. Iré a buscarlo. Así pues, abra la puerta enrejada del jardín en treinta minutos exactos, que es cuando llegaré en mi Jaguar trucado. Poseo una licencia de armas, así que en caso de ser atacado tendré la libertad de decidir si utilizar o no mi mágnum en defensa propia. Y si alguno de los que merodean por esta cabina de teléfonos me oyera, tanto mejor. Así pues, caballeros apostados detrás de los árboles, nada de tonterías, nada de enfadarnos los unos con los otros, porque soy perfectamente capaz de cometer algo que luego no podrá olvidarse. Le tranquilizará saber, profesor Dragomán, que he preparado una cesta para el camino, con unas cuantas botellas de cerveza incluidas. Si le apetece, incluso puede echar una cabezadita en el asiento de atrás. Traigo una túnica, una barba postiza y un pasaporte diplomático extendido por los Emiratos Árabes Unidos. A partir del momento en que se abra esa puerta enrejada, sólo deberá hablar inglés y árabe; ni una palabra en húngaro. Actúe con dignidad principesca y déjelo todo en manos de su chófer».

Dragomán se limita a contestar que no viaja, que se queda en la ciudad, que volverá al hotel Korona para afrontar las consecuencias. Contratará los servicios de un abogado y se pondrá en contacto con la embajada de los Estados Unidos, país cuya ciudadanía ostenta. Se asegurará de no viajar más allá de los límites territoriales que le han sido impuestos. No tiene nada más que comunicar al señor Barnag. Dice todo esto deliberadamente, para que, quienquiera que escuche, traslade el mensaje a las autoridades pertinentes. También va dirigido a Sandra y a los demás implicados. La próxima vez que hable será en la sala de un tribunal, siempre y cuando se presenten cargos en su contra, claro está. Y en el caso de que las autoridades lo detuvieran por no estar dispuesto a presentarse ante el señor Barnag ni a tener nada que ver con él de ahora en adelante, deberían saber todos que no volverá a pronunciar una palabra mientras esté privado de libertad. Esta declaración será debidamente transmitida a las autoridades y a la opinión pública mediante su abogado. Su hija pronto dará a luz. Él tendrá, pues, dos nietos, y su intención es permanecer cerca de ellos. «Llegaré en treinta minutos, asegúrese de que la puerta esté abierta», dice Svetozar concisamente.

Dragomán se despierta al percibir que Svetozar ha frenado de golpe. Un coche lo ha adelantado y avanza ahora a paso de tortuga. Cuando Svetozar trata, a su vez, de adelantar, el conductor aprieta el acelerador y sale disparado como una bala. Svetozar se ve obligado a quedarse en su carril porque ve un camión que se acerca en sentido contrario. El coche que tiene delante vuelve a reducir la velocidad. Los conductores que van detrás de Svetozar se enfurecen. Svetozar inicia la maniobra de adelantamiento, se empotra contra un camión que aparece de repente en un repecho y muere al instante. Dragomán, con la cara ensangrentada, consigue salir por la puerta trasera. Al ver a Svetozar muerto, huye despavorido. Dos hombres lo persiguen, pero pierden su pista en la oscuridad.

Cruza los campos a la carrera, pasa entre dos colinas y se dirige hacia un bosque donde intuye la frontera o donde la imagina después de observar la posición de las estrellas. Llega a una choza de mimbre, donde se para a descansar y enciende un cigarrillo, pero la llama del encendedor atrae a dos soldados. Como van a caballo, son más rápidos que Dragomán a pie. El ruido de los cascos es más y más intenso; la tierra está blanda y húmeda; los caballos parecen dudar al detenerse frente a Dragomán. «Corre usted muy rápido para su edad», dicen los soldados antes de esposarlo.

Todavía conmocionado y exhausto de tanto correr, Dragomán no consigue responder a ninguna de las preguntas del oficial; las oye y las entiende pero no sale ningún sonido de su garganta. Percibe incluso que sus órganos del habla han dejado de funcionar. No tiene fuerzas para decir su nombre ni para contestar con un simple sí o no. Que hagan con él lo que quieran. Ya no existe; que lo metan en la cárcel, que allí tampoco existirá. Que ese joven desconocido, que se muestra respetuoso e interesado, decida los pasos a seguir y descubra la identidad del silencioso personaje empeñado en cruzar la frontera clandestinamente.

Sienta bien estirarse en una cama blanca en un rincón, rodeado de cuatro hombres que duermen. Mueve los dedos de los pies, ve a Svetozar sentado, sombrío, en la cama contigua, sale lentamente por la ventana, oye voces procedentes del pasillo iluminado por bombillas verdes. Uno de sus vecinos gime en sueños, el otro está despierto pero permanece boca abajo con la cabeza hundida en la almohada.

Dragomán tiene la sensación de haberse metido en una piscina y de nadar hacia el silencio de la rendición. Se ha vuelto un animal dócil, no más activo que un conejito de indias, ni más listo. Si se lo ponen delante, se lo come. Se pasa el día de pie detrás de las puertas de cristal del vestíbulo del castillo pero no abre la boca. De vez en cuando sale hasta el camino de entrada del edificio de estilo neoclásico y contempla la colina que produce el vino de los reyes. O se pone en cuclillas y mira.

Sus amigos lo visitan y le preguntan si está ofendido. ¿Por qué no les dirige la palabra? Si lo que intenta es autocastigarse, debe saber que también los está castigando a ellos. No debería adelantar la muerte: es el año de las pruebas, le dice Kobra. Si Dragomán llegara a contestarle, si siguiera a su amigo por el laberinto de las palabras, entonces Kobra volvería a tener razón, como de costumbre, y no habría motivo alguno para quedarse en una esquina o detrás de las puertas de ese castillo reconvertido en psiquiátrico.

A su alrededor, pacientes y miembros del personal van y vienen, se han acostumbrado a saludarle y a no esperar respuesta. Tombor pide al médico que no utilice el electrochoque y que le suministre placebos. Su amigo no supone ningún peligro ni para sí mismo ni para los demás. Que no le pongan obstáculos si quiere quedarse allí quieto. Sus amigos se harán cargo de los gastos. Cada vez que Dragomán recibe un paquete, no lo toca. A lo sumo, lo coloca en la cama de uno de sus vecinos para que se repartan su contenido. Sólo ingiere la comida del hospital. Escucha a todo el mundo: una de las médicas le habla todas las noches y percibe que Dragomán la entiende y da muestras de aprobación. Consigue levantar el ánimo de todo aquel que pasa por ahí. Como una vieja lápida con una extraña inscripción, atrae la atención de quienes pasan a su lado, pero la mayoría, estén sanos o enfermos, tienen otras cosas que hacer, algún asunto que los aleja de Dragomán.

Una vez fueron a verlo Olga y Habacuc. Ella había recuperado su delgadez; la hija a la que había dado a luz ya reía, sobre todo cuando alguien le daba un sonoro beso en la barriga, es decir. A principios de mayo Olga y Habacuc fueron a verlo, pues, y le hablaron mucho para animarlo a no seguir allí plantado; que había pasado medio año, dijeron, que ya bastaba el silencio, que volviera a casa. Ni siquiera esperaron su respuesta. Lo cogieron de la mano, lo acompañaron a su habitación, le pusieron su ropa de calle delante y le sugirieron que se vistiera.

Al cabo de diez minutos, Dragomán apareció con una chaqueta a cuadros, camisa blanca y corbata y volvía a ser el caballero respetable que conociera Olga. En realidad, sin embargo, era una marioneta dócil y obediente que ofrecía la mano a Habacuc, pero se detenía y se quedaba mirando al vacío cuando el niño lo dejaba por un segundo.

Olga lo llevó a casa. Sandra se lo quedaba de vez en cuando, pero no parecía capaz de arreglárselas con él, de modo que lo devolvía a Olga y a sus nietos, con los que se lo veía contento. Durante el día permanecía en la taberna bajo la supervisión de Bella. En los meses de invierno se sentaba cerca de la estufa; en los de verano se relajaba sentado en un banco del jardín, a la sombra de un árbol, escuchando las conversaciones, ladeando la cabeza y murmurando como si lo entendiera todo, claro, cómo no lo iba a entender.

Olga lo llevaba con regularidad a casa de Kobra, donde disponía de su sitio especial, que Regina había declarado exclusivamente suyo. Meneaba la cabeza fingiendo interés mientras escuchaba complejas argumentaciones de Kobra y, es más, asentía dando a entender que continuara o indicando si quería vino blanco o tinto.

Se sentía visiblemente bien cuando la gente se sentaba alrededor de la mesa. Comía y bebía con moderación; sufría un poco por el frío y sus ojos se volvieron tan grandes que uno se perdía en ellos. Su concentración tenía altos y bajos; podía pasarse horas contemplando el movimiento de la aguja de tejer de Melinda e incluso ayudaba a veces a poner la mesa y a quitarla, pero su muda colaboración ni siquiera llamaba la atención.

Le gustaba jugar a la pelota con Habacuc; también a la petanca con los clientes de la taberna o a los dardos, que eran de cobre y que lanzaba a la diana de corcho: no obstante, odiaba las ruidosas máquinas de millón. A veces trataba de meter mano a Bella o a alguna de las clientas y ellas le decían que no con un gesto de un dedo: no, eso no se hace. Sabían, sin embargo, que la próxima vez que pasaran por su lado volverían a tener motivos para reprenderle. Se reía a gusto cuando alguien contaba un chiste verde y, como le temblaban las manos, empujaba hacia un lado y hacia otro las rebanadas de pan con mantequilla.

Una tarde en que se estaba gestando una tormenta y el cielo retumbaba majestuosamente, Dragomán se zafó de la mano de su hija y se sentó en el banco. «¿No quieres ir a casa de los Kobra con nosotros?». Dragomán bajó la cabeza y se dirigió a la orilla del lago. Le encantaba sentarse sobre una roca musgosa y no le importaba que las olas le mojaran los pantalones.

Desapareció. Durante mucho tiempo no se tuvieron noticias suyas, hasta que Kobra se cruzó con él en el aeropuerto de Frankfurt. Coincidieron en las cintas transportadoras, yendo en direcciones opuestas, y empezaron a hacerse señas y a saludarse, tanto que se les desarreglaron las corbatas.

—Me voy para San Petersburgo —dijo Dragomán, que llevaba los bolsos de viaje con sus pertenencias y el enorme paraguas, que agitaba saludando a Kobra—. ¡Te llamaré! —gritó.

Tal vez lo haga un día y se aparezca al lado de su amigo, en el banco de la casucha de piedra, como si nunca se hubiera marchado.