Llaman a la puerta
Llaman a la puerta. Entra Melinda. Con un abrigo largo y negro y unos pantalones negros muy ajustados que, considerando su esbelta figura y sus delgados tobillos adornados con unos botines puntiagudos, desde luego le favorecen. Sin anillos ni ningún tipo de joyas, sólo con un pañuelo sobre una blusa de seda. A esto se suman unos ojos negros que con el paso de los años no han perdido ni el brillo ni el hechizo por las proliferantes patas de gallo. Las pequeñas arrugas en las comisuras de la boca, que algún día la cerrarán como una bolsa de tela, tampoco han podido con la belleza y exuberancia de los labios.
Me llamo Melinda Kadron. Conocí a este inútil en otra novela que os endilgó el mismo autor. Pero es nuestra historia, la mía y la de János Dragomán, y no ha terminado. Me dejaste por un manicomio, János querido, y allí secuestraste a una chica con la que recorriste el mundo durante tres años. Apenas pensabas en mí durante todo ese tiempo; me escribías de vez en cuando, el tipo de cartas que escriben los maridos infieles. Ahora te encuentras en mi ciudad, en Kandor, y seguramente te arrepentirás. Me sorprende que no trajeras a esa mujer, ya que antes la arrastrabas a las fiestas; allí cometía tonterías y montaba escenas, y la consternación general te expulsó también a ti de los mejores círculos. Aun así, insististe en presentarte con ella en reuniones multitudinarias, en las que se supone que la gente debe comportarse. Supongo que procurabas molestarme. Con tu cerebro cascado, intentabas probar que te importaban un pepino las normas mientras que yo las cumplía. Sí, sirvo al público al costado de mi marido, hago todo cuanto se espera de la mujer del alcalde. Acudo a recepciones, me pongo recta y sonrío a las cámaras. Y no tengo affaires secretos. Si te quedas, puedes acompañarme en mi ronda: iremos juntos a un centro de protección de la infancia o al mercado. De paso, podríamos ver una exposición. No me puedo permitir perderme una sola. Te he estado esperando. ¿Por qué llegas tarde? He estado llamando al hotel, me he puesto en ridículo. No tienes ninguna dirección fija en Kandor, sólo esta suite de dos habitaciones, que podría ser tuya si te integraras aquí, si nos asumieras. Si trataras de ser un habitante de Kandor incluso en los aeropuertos. Seas budista, católico o judío, pasados los cuarenta empiezas a pensar en tu tarea, en lo que debes hacer. Siempre habrá alguien a quien dar algo.
Melinda Kadron sale de compras. Luego hace su declaración de la renta, contesta las cartas de su marido, va a la oficina de correos, a la farmacia, prepara la cena, lava los platos, habla con los niños en su idioma secreto y devora, ora con uno, ora con otro, unos macarrones con queso. También saca tiempo para recoger una rueda de recambio y comprar una silla de mimbre para el porche. Acostumbra desayunar cacao y tostadas con mantequilla. Bebe poco café y casi nada de alcohol. Le molesta el humo de los cigarrillos pero le encantan las infusiones de hierbas, y está en su salsa en los mercados de flores. Melinda lleva la cesta de la compra y no dice ni una palabra. Dragomán también guarda silencio. Ella pone la mesa y saca pan, queso de oveja, pimientos, aguardiente de fresa casero y vino blanco de la zona. Sirve el aguardiente y se acerca a Dragomán, que se apoya en el piano que, por cortesía de su amigo Tombor, fue trasladado a su habitación de hotel. Ella levanta la copa, clava la mirada en los ojos de Dragomán, saca el puño cerrado del bolsillo y suelta un periquito. El pájaro se dirige inmediatamente al piano y chilla: «¡Puta! ¡Puta!».
«Mi marido tiene una ayudante, que es su secretaria, ama de llaves, encargada del protocolo y chófer, todo en uno. Se llama Sandra y es también la mujer del rector de la universidad y teniente de alcalde de nuestra ciudad. Se muestra encantadora conmigo, pero creo que va tras mi puesto de reina. Ambiciosa, lleva la avaricia en la sangre. No digo que sea grosera o vulgar, pero tiene algo extraterrestre: es terriblemente eficiente. Pescó a Antal en un dos por tres; el tonto ni siquiera se enteró. Ella distribuye cada uno de sus minutos, lo trae, lo lleva y le comunica cuanto ha de decir. Le apunta las palabras clave, discute con los expertos, lee y contesta el correo oficial y en la oficina lo trata con fría profesionalidad. Antal duerme poco, su trabajo se multiplica, su sentido del deber ha alcanzado un grado demencial, y malgasta las fuerzas como si supiera que pronto se perderán. Si tendiera más a la preocupación que al fatalismo, estaría preocupada por él. No hace mucho escribió su testamento y me dio una copia. Procura no tener ningún encontronazo con mis hijos. Toda esta historia de ser alcalde es como un gran mutis; paga por sus éxitos, por el hecho de que nadie lo odiara nunca, de que a lo sumo le tuvieran antipatía, porque todos comían de su mano. Aun hoy consigue lo que quiere; si no es en la sala de conferencias, pacta en la cervecería de abajo con los líderes de la oposición. Puede que no estén de acuerdo en todo, pero intercambian trucos de pesca y sus interlocutores disfrutan con sus anécdotas. Últimamente, Tombor apunta a sus compañeros de mesa con frases concisas que remata con ingenio, siempre poniendo cara de póquer. Pasa poco tiempo en casa; a veces días enteros sin ver a sus hijos.
»Con los años me di cuenta de que no fui yo, con mis maneras poco astutas, quien te ayudó a salir del manicomio, sino la enfermera Brigitta. Te llevó a su habitación en la residencia de las enfermeras y te acarició en su cama hasta que empezaste a emitir sonidos de satisfacción como un bebé. He confeccionado una lista de tus infidelidades; pero sé que también eres como el gato deseoso de permanecer cerca de la estufa y de seguir dormitando y desperezándose luego a nuestro alrededor durante el día pero sin perturbar nuestras lecturas y otras actividades intelectuales. Y sé, por otra parte, que tu adicción a contar y escuchar historias te ata a mí. Tus amigos están aquí. Quiero que asumas el papel de álter ego del alcalde. Además, has de acabar el trabajo en los fragmentos de mi padre. En fin, que tienes tus obligaciones. Ah, te arrimabas a mí, más y más, me cortejabas, pícaro. Pero luego, como disparado por un cañón, salías corriendo con lo puesto. ¿Alguien vio a mi cielo? Sí, lo vieron en su viejo Jaguar, camino de la frontera. Fue al manicomio con el único fin de escapar de nosotros. Y ahí te quedaste, sin abrir la boca durante seis meses. No me dejes ahora, querido; si aún estás en forma, si el humo y el alcohol no te han arruinado por completo, empieza a trabajar en una nueva obra. Ven, te llevaré a un sitio, no te diré adónde. El coche de los sueños, un Lada, nos espera abajo».
Dragomán pregunta con pereza: «¿Estás cómoda?». Considera un lugar agradable esta habitación, de la que no tenemos por qué movernos. Ya que nos hemos reunido, vamos a quedarnos. No es gran cosa: son dos habitaciones, una entrada y el baño. Y esa gran terraza ante mi ventana, en la azotea del hotel a orillas del lago. Justo debajo se halla la plaza de la Resurrección. Lugar de lujo y momento de lujo. No abruman las obligaciones. No pertenezco a nadie ni debo nada a nadie. Cuando quiera, me marcharé.
He venido a dar una conferencia y a recibir de paso el doctorado honorífico en la universidad. Como no será el último de estos desafíos, un punto rojo académico más no me desconcierta en comparación con el hecho de que no ceso de pensar en los funerales de mis colegas. Entierran ora a éste, ora a aquél. Ponen ora a uno, ora al otro bajo esta horrenda rúbrica, y van cayendo los nombres de las agendas. Cada condecoración es un paso más hacia la tumba.
El conferenciante se prepara para su papel, trae y lleva sus instrumentos, sus monos, sus varitas mágicas, se planta en el escenario, se entrega a la gracia de Dios y hace y dice lo que sabe. Responde a las preguntas, rodea un objeto, llena la sala y el público se marcha satisfecho. Después de la cena, el conferenciante se queda solo en el hotel y al día siguiente prosigue el viaje rumbo a la siguiente estación de la gira, a la que lo ligan un contrato y un compromiso.
Mi siguiente lectura es en N. Los carteles están ya colgados. He de llegar el martes a más tardar, o sea, que aún queda un poco de tiempo. Esta tarde, por ejemplo, es nuestra. Si no estuvieras cansada, podrías quitarte la chaqueta del traje sastre; habría una barrera menos entre nosotros. Déjame mirarte la mano.
Lleva escritos mis cuatro años de ausencia.
Pero no escuchemos las quejas de la mujer abandonada. Te dejé con el hombre del año y en el círculo de tu familia. Al cerrar los ojos aún te veo. Apretar tu mano supone, una vez más, caer en una trampa. La última vez, el Señor me castigó haciéndome perder la razón. No obedecí a su mandato de continuar mi camino. Debo seguir, aunque no tenga sentido. Él impone una tarea a cada cual. A mí me ordenó ser un filósofo itinerante, un mago peregrino. He de andar para llegar adonde no he estado. Algunos lo hacen reclinados en una butaca. Eres un peligro para mí. Aun así, me encantaría acompañarte al mercado el sábado por la mañana. Me acostumbraré a ir a sitios contigo y a dar una valiente cabezadita en una sala de conciertos o en el teatro, confiado en que me pellizcarás. En el momento indicado te pondré la mano sobre la rodilla y observaré tu rostro mientras suena la música, esperando a que aparezca tu sonrisa interior. Siento curiosidad, igual que tengo curiosidad por saber cómo cocinas, qué te parecen mis amigos o mis actividades. Pero veo problemas en un futuro si te permito ser el árbitro de mis asuntos, llevar el control de mi vida. Porque lo correcto sería entonces dejar la mano entre tus piernas hasta que nos dormimos, hasta que me pongo boca abajo, porque lo cierto es que queda poco espacio a tu lado en la cama, porque eres una persona que ocupa espacio, que estira los largos miembros y suelta mientras sueña un murmullo que viene a decir que todo va bien, que no te molesten. Entonces estará todo perdido, y miraré cómo te lavas y te secas el pelo y te pones esas cremas y te pintas los labios y te preguntas qué medias ponerte. Con el paso del tiempo parecerás cada vez más elegante, más impecable, en el sentido estricto, melíndico, de la palabra; todo cuanto llevas es cada vez más melíndico, las medias en las piernas, las puntas de los zapatos y la agudeza de las frases. Al final me encuentro en tu casa de la Leander utca, en la ladera de la colina, viendo que fuera todo está blanco y dentro ríe el pastel. En una palabra, tienes razón en lo que dices, esto es placentero, y lo más placentero eres tú. Sírvete de la bandeja de la fruta, hojea el álbum de fotos y no dejes que mi parloteo te moleste, por favor.