Lona
El 23 de octubre de 1956, Dragomán se encontró con Lona en una esquina a primera hora de la tarde. El dilema de si él debía abandonar a los manifestantes o si Lona debía unirse a la marcha se resolvió según el ambiente del momento. Ella debería haber regresado a casa con su marido. Dragomán, a su vez, no sabía dónde encontrar a Laura, pero supuso que también se había sumado a la multitud en algún momento.
Siguieron avanzando; la mano de Dragomán agarraba otra mano. En los ojos negros y hermosos de Lona brillaba una doble emoción: buena era la manifestación y buena también la mano que se movía por su cintura. Se había casado, pero sólo había comunicado este detalle a Dragomán a posteriori. Sin embargo, no tardaron en superar este pequeño error formal, corrigiéndolo primero en un cobertizo para botes, luego en un hostal en el campo y después, por tercera vez, en casa, en la pequeña alcoba de Lona. Demostraron que lo que está hecho para durar resiste.
Lona odiaba la voz de una estúpida compañera de clase que durante las sesiones de entrenamiento militar obligatorio marchaba feliz y contenta al paso de la oca. Aunque se encontraba en los últimos meses del embarazo, se cuadraba con su enorme vientre y saludaba solemnemente mientras recitaba las estupideces al uso. Ahora marchaba a su lado, gritando otras consignas.
Lona, mujer de olfato muy sensible, podía describir hasta el menor detalle los olores que emanaban sus compañeros estudiantes. La estantería de su lavabo estaba llena de objetos de tocador, de modo que para un hombre casado resultaba peligroso acostarse con ella por la tarde: los perfumes se transmitían de vientre a vientre y, por mucho que uno se duchara y se frotara, se convertían en un malicioso mensaje para la legítima esposa.
Su prolongada amistad, dividida en capítulos por diversos períodos de estancamiento, era regularmente reavivada por las formas compactas de Lona y por su llanto afónico. Suponía un remanso de sinceridad en un valle de risas: uno se metía en sus suaves aguas y revoloteaba sobre la superficie como un ave zancuda. Esta inmersión se producía con Lona en la cama o en el bar Tango, donde raramente podían evitar que los policías les pidieran los documentos de identidad.
«Me tocas como un piano», dijo en 1956 Lona, una kantiana estudiante de historia que lo sabía todo sobre la época de la Reforma húngara y que hablaba sobre los adulterios de los literatos románticos o de los primeros populistas, sobre la utilización de una especie de samizdat por parte del conde Széchenyi en el manicomio vienés, sobre todo ese mundo tan diferente, como si hablase de su propia familia. Le encantaba conocer todas sus trampas y fingía interesarse tan sólo por ese período y apenas estar presente en el actual. Teniendo en cuenta lo mucho que sabía, no llevaba gafas, y a pesar de sus frecuentes incursiones en el romanticismo francés y ruso, su trasero no era más grande de lo debido.
Invitaron a su padre a emigrar. Como era una figura muy respetada en el mundo de la banca internacional, su experiencia, decían, sería apreciada en todas partes. No obstante, era reacio a alejarse de su enorme cama de tres por tres metros, que también utilizaba como sofá para leer. Su dimisión como director del mayor banco del país le permitió dedicarse por completo a sus pasiones. Tradujo todo tipo de literatura relacionada con la música, desde memorias hasta biografías de compositores y escuchaba mientras trabajaba la música apropiada. Todas las mañanas pasaba a máquina cinco páginas de texto. La mayoría del tiempo, sin embargo, lo dedicaba a permanecer relajadamente en su enorme cama.
Para mantener las distancias con el inquilino recientemente instalado, mandó construir particiones en el apartamento. Asimismo, ordenó que se levantaran tabiques en la mitad que les correspondía para que él y su hija no se estorbaran. Antes de visitarla la llamaba por un teléfono instalado expresamente para tal fin y comprobaba que, contrariamente a su hábito de pasarse el día repantigado, ella estaba siempre sentada en lo alto de una escalera móvil, ante la estantería superior de una librería que ocupaba dos habitaciones enteras. Lona heredó algunos bienes inmuebles, que cambió por libros del siglo XIX procedentes de bibliotecas privadas y librerías de viejo. Heredó también la biblioteca de sus abuelos; o sea, tenía libros suficientes para elegir. No quería pensar en Dragomán. Habían improvisado una escalera de mano mediante ruedas y una cadena de bicicleta, de modo que podía desplazarse de una estantería alta a la otra como un ave. A veces llevaba consigo una botella de ron. Cuando bajaba a su mesa, colocaba dos velas sobre el escritorio, para neutralizar el humo del cigarrillo mientras estudiaba. Fumaba Munkás, la marca más barata, que se le olía en el aliento cuando besaba.
En los días de nieve, Dragomán solía bajar por la mañana al Danubio. Empezó a tocar la armónica. Lona miraba por la ventana y lo llamaba cuando su marido no estaba en casa. El marido, un arquitecto taciturno, se había trasladado a su piso con una maleta un buen día en que Lona se sentía particularmente sola. En realidad se quedó dormido en el sofá y allí permaneció. Lona no tuvo el coraje necesario para echarlo; él mantenía la casa en orden, salía a comprar, limpiaba y cocinaba, ahorrando a Lona todas estas tareas prácticas. Ella podía ir, pues, a fotografiar parques y viejos edificios; la fotografía era su otra pasión, y su arquitecto le revelaba las fotos.
Me engañas. No se puede contar contigo. ¿Por qué me esperas? ¿Por qué estás sentado en el banco bajo la nieve? Mi marido está en la cama, nos fuimos a dormir tarde; y tú tienes que sentarte bajo mi ventana y torturarme con tu presencia. ¡Acuéstate conmigo, que quiero despertarme a tu lado! Eso no, claro: eres un hombre casado y tienes que guardar las apariencias. Eres un cabrón mentiroso, me engañas a mí, engañas a Laura y me obligas a odiar y a compadecer a mi mejor amiga.
No te volveré a ver, dijo Dragomán, correteando frenéticamente. ¡Basta ya de mujeres! Un amigo suyo murió porque le birló la novia a un compañero y éste, que era chófer en el ejército, empotró el vehículo en un fresno, con el amigo dentro.
Laura también lo puso de patitas en la calle. Sus infidelidades salieron a la luz: una nota suya cayó en manos de Laura; Dragomán tenía una cita con Lona, que nunca esperaba más de veinte minutos. «Coge tus bártulos y lárgate», dijo Laura con voz apagada, sin alzar la vista hacia él. «No quiero verte nunca más». Estaba bien que viviera en casa de Laura; de este modo ella podía echarlo y restablecer luego el equilibrio, después de que él pidiera perdón y se ganara de nuevo su sitio al lado de ella, el andén de llegada y salida de sus devaneos.
Habría que puntualizar que las piernas de Lona eran más firmes y musculosas que las de Laura o de los demás amores importantes de Dragomán. En la playa, en verano, llevaba tan sólo unos pantaloncitos cortos, de modo que muchos podían admirar las grandes areolas rosadas de sus pezones. Su labio superior temblaba de forma expresiva al intercambiar una sonrisa cómplice con Dragomán. Ojos, boca y nariz grandes, hombros bronceados, labios temblorosos, vestido de brillo azulado; era capaz de pasar de la sátira a la elegía en un minuto. Dragomán no puede olvidar sus gruñidos roncos ni aquel olor tan particular, mezcla de aroma corporal y de su perfume favorito, cuyo nombre él nunca conseguía recordar. Lona tenía una enorme facilidad para reír; su humor sofisticado y refinado era digno de una cantante de cabaré, algo que en una estudiante de filosofía y letras resultaba cautivador. Aprendía lo que debía aprender y cuando lo deseaba se encontraba con Dragomán, aunque éste sólo quisiera decirle que todo había terminado, que habían roto, que no quería pensar en ella nunca más.
Lona hizo prometer a Dragomán que durante las dos noches siguientes no haría el amor con Laura y, para asegurarse, le untó la punta del pene con su lápiz de labios especial. Si el punto carmesí no seguía allí el día siguiente, lo echaría sin más. Que no lo probara con otro lápiz, le dijo. ¿No puedo ducharme?, preguntó Dragomán. Ya te ducharás aquí, respondió Lona en tono imperioso.
Increíble. Ser tan posesiva no le nublaba el juicio, sin embargo. Lo cierto es que le había echado el ojo al marido de Laura desde el principio. De hecho, quería todo cuanto era de Laura, desde el colegio: su estuche, sus cintas de pelo y su esbelta figura, ya que Lona era un tanto más gruesa y pesada. Además, aspiraba a la inteligencia de Laura, a su agudeza con las palabras.
Laura mantenía a quienes la rodeaban en un estado de tensión permanente; poseía una espléndida memoria verbal, sabía enumerar todos los clichés que había oído y leído y, por tanto, no podía evitar reconocer las repeticiones. Las desdeñosas humillaciones, su furiosa insistencia en la originalidad, los destellos luminosos que surcaban sus ojos color nuez cuando alguien decía algo inteligente y sus cambios de tema cuando notaba que la conversación había perdido la chispa intelectual, todo ello llevaba a Dragomán al éxtasis y a la desesperación varias veces todas las noches.
Le decía: «János, cariño, ¿no puedes ser acróbata o vidente esta noche? ¿Qué sabes hacer si ni siquiera puedes mantener un simple duelo verbal? Kobra, ese zoquete, te dio una paliza, si no me equivoco. Bueno, repeliste algunos de sus saques, pero —sorpresa, sorpresa— él te devolvía una bola blanda cada vez, casi irónicamente, ¿o debería decir con sarcasmo?».
Mientras Laura decía todas estas cosas a Dragomán, Lona permanecía callada, miraba alrededor, se sacudía las plumas imaginarias y meneaba las caderas en el momento apropiado. Lona estaba mejor dispuesta hacia la humanidad, podría haber sido enfermera jefe, comadrona, médico, adivina, echadora de cartas o la esposa de un director de circo, pero en cambio era estudiante universitaria especializada en literatura francesa y húngara, estudiosa de orientación positivista y de gran sensibilidad por las biografías literarias.
Dragomán y Lona paseaban por la orilla del lago. Lona no llevaba guantes. Sin razón aparente, empezaron a preguntarse por qué los judíos se habían desnudado antes de ser asesinados a tiros y arrojados a fosas comunes. ¿Por qué hicieron lo mismo los de la segunda fila, tras ver que los de la primera habían sido acribillados con las ametralladoras después de sacarse la ropa? ¿Por qué consideraron su deber facilitar la labor a sus ejecutores? ¿Por qué no se abalanzaron contra los guardias? Podrían haberlos desarmado, eran más, algunos podrían haber escapado, sin duda alguna. Ni siquiera era seguro que matasen a los primeros en resistirse. ¿Qué era esa parálisis? ¿Resignación? Si quieren que muramos, sea, moriremos. Aquel que fue elegido para ser víctima desempeñó su papel.
De repente todo un grupo de estudiantes rodeó a Lona y a Dragomán, que se asustaron más de lo necesario. Dragomán y Lona estaban casados, pero no el uno con el otro. Por aquel entonces, los líderes estudiantiles defendían sin piedad la institución del matrimonio. Paró la lluvia, y fueron al cine. En el palco lateral, Dragomán acariciaba el muslo de Lona como en la universidad, donde el pícaro charlaba con el vecino de la izquierda mientras su mano derecha toqueteaba a Lona, no de forma vehemente, sino progresiva, desde abajo, con astucia, de manera que acababa llegando a esa franja que se ofrecía entre el borde de la media y las bragas y cuyo premio era la piel de gallina. Cuando empezaron a besarse, Lona se dio cuenta de que la lengua del grandullón seguía siendo dura. Sea como fuere, consiguió que lo acompañara hasta su tienda de cosméticos.
El dinero escaseaba, o sea, que acudían a los comedores populares, donde comían de pie. Apoyados en mostradores de patas metálicas, cuchareteaban la sopa sobre cuya superficie flotaban las siempre exiguas alubias. Con un poco de suerte podían terminarla, pero no siempre los acompañaba la fortuna: en ocasiones, alguno de los desagradables habituales del lugar aparecía a su lado y comenzaba a mover las encías sin dentadura al mismo ritmo que ellos, sonriendo provocativamente y mostrando su único diente. «Me comeré vuestros restos en nombre del internacionalismo proletario», anunciaba cuando habían ingerido ya dos tercios del plato, para quedarse así con el tercio restante. Dragomán era el primero en rendirse: dejaba la cuchara, así como la sopa y el trozo de pan. El paladín del internacionalismo proletario no tenía ningún problema a la hora de comerse los restos de otra persona y tampoco podía afirmarse que fuera delgado. Allí daba vueltas, haciendo de las suyas, en el comedor popular, hasta que el encargado de servir y las mujeres de la limpieza juntaban las fuerzas para echarlo, pero como no tenía casi nada que perder, volvía a aparecer al cabo de un tiempo, y el personal acababa resignándose. El hombre de un solo diente lamía los restos. Había quienes resistían, tragaban y tragaban, se ponían colorados y furiosos, pero al llegar al último bocado hasta los más tenaces se rendían. El hombre de un solo diente se imponía y acababa quedándose con la col con arroz y carne picada acompañada de un poco de crema agria.
El día después de estallar la revuelta, Dragomán no estaba haciendo nada interesante. Sentado en su casa, cambiaba constantemente el dial y escuchaba los contradictorios boletines de noticias por la radio, intentando explicarse los acontecimientos de la víspera. Salió incluso de casa, compró una hogaza de pan y se las arregló para comprar algo de carne y leche en polvo para el niño. También se detuvo en la asociación de escritores de la cual era miembro gracias a una serie de críticas publicadas y en la que en ese mismo instante estaban repartiendo comida enlatada. En uno de los despachos editoriales, cuatro hombres agarraban las cuatro esquinas de una mesa. Había sido la mesa de trabajo de cada uno de ellos en algún momento, pero todos habían sido despedidos por razones políticas. Ahora los cuatro reclamaban el escritorio.
En los días siguientes visitó el ayuntamiento y vio a su jefe en el despacho presidencial, ocupando la alta butaca de piel situada tras el escritorio. Se había convertido en el primer hombre del poder local. Un amigo suyo, de rostro solemne, se encargaba de hacer pasar a los nuevos solicitantes. Así pues, el redactor jefe sustituyó al alcalde y el antiguo mandamás se quedó en casa. El redactor jefe lo llamó por teléfono: dadas las circunstancias, le sugirió, era mucho mejor que se quedase donde estaba y así no sufriría daño alguno. Destinarían a un guardia nacional armado con una ametralladora para su protección.
Su amigo, un etnógrafo muy dotado, dejaba pasar a la gente al despacho del redactor jefe según un sistema tan inescrutable como respetable, mientras el nuevo jefe daba órdenes a las secretarias que había a su alrededor y cogía el sello oficial como si fuese la máxima autoridad del ayuntamiento. La gente aceptaba el nuevo estado de las cosas y se agolpaba en la antesala, esperando conseguir un permiso sellado y firmado con el fin de requisar coches y ocupar casas y oficinas. Todos buscaban fondos para sus gastos iniciales. Dragomán se preguntaba por qué aguardaban aquel papel. Todos querían algo para sí.
Dragomán también terminó en la antesala del presidente. Quería que su antiguo director, el editor jefe, le entregase el mando del periódico. Tú tira adelante y asume las funciones del alcalde, dijo, y deja que los jóvenes dirijamos el periódico. Ya no necesitamos mentores que nos vigilen. Como corresponsal de Kisérlet entrevistó a los líderes de los nuevos partidos políticos, entre los cuales había militares y obispos.
Vio avanzar a pragmáticos y charlatanes, vio a sentimentales y taimados, a viejos y nuevos pícaros maniobrando para subir al podio. Cruzó la plaza en el preciso instante en que comenzaron a volar las balas; mucha gente resultó herida. También él cogió una camilla y corrió a ayudar. Tenía un pase de periodista pero nunca se vio obligado a utilizarlo; su Leica y su pañuelo rojo daban credibilidad a su condición de reportero.
Se hacía pasar por corresponsal de guerra y se introducía con importantes delegaciones en los coches. Todas las mañanas iba a la revolución como a la oficina. Vio cómo colgaban de un árbol un cadáver atándolo con un cinturón por los tobillos. Los hombres y las mujeres que ayudaban ejecutaron su trabajo con rapidez y eficiencia. Un hombrecito melindroso y ya mayor escupió al cadáver: «¡Toma, toma! Tú también eras amigo de los rusos». Un muchacho de rostro ancho y pantalones que le llegaban a las rodillas se acercó al muerto y con una navaja le grabó una estrella de cinco puntas en la espalda. Había gente que se limitaba a observar sin intervenir. Una anciana dijo: «Incluso este hombre tenía una madre». «Pues que llore por él», dijo un señor de expresión anodina, y dio una patada al rostro de aquel cadáver. Apareció un corresponsal sueco con su acompañante húngaro: «Vous savez, les passions révolutionnaires sont démesurés», declaró el acompañante, decidido a llevárselo rápidamente del lugar, pero el sueco seguía mirando atrás. «Es hora de calmarse; ya habéis ocupado la sede del partido», dijo un hombre con una caja de herramientas, probablemente un fontanero. Intervino un ciudadano tartamudo al que le temblaba el mentón: «Deberíamos ahorcar al menos a cien más para que esta ciudad tenga un poco de paz».
Durante los días de la revolución, Lona disponía de tiempo y se unió a Dragomán en sus incursiones. Sabía que él siempre la llevaría al centro del torbellino y aceptaba que, hiciera lo que hiciera, ya fuese mirar por la ventana o aporrear el piano, Dragomán calificaba su actividad de periodismo. Se sentaron en el Tango a esperar a Kobra. Apareció un cuarto de hora más tarde, como de costumbre, con una metralleta colgada del hombro y un brazalete patriótico. Tenía prisa. Rosamunda les sirvió café y les recordó con aspereza: «Hagan el favor de dejar los paraguas, los bastones y las metralletas en consigna. La señora Gizi los cuidará». «¿Tienes que ir con esto encima? —preguntó Dragomán—. De todos modos no vas a disparar». «Es bueno tenerlo a mano», respondió Kobra, y se marchó.
En los primeros combates, un grito resonó en los oídos de Dragomán: «¡Judíos asesinos!». Se fue a casa, se quedó junto a Laura en el balcón y escuchó los disparos lejanos, que remitían para luego recomenzar. Una bengala surcó el cielo. Aquélla no era su guerra, decidió Dragomán.
Cuando ahorcaron a un hombre colgándolo de una farola frente al Tango, Dragomán no dijo nada y continuó tocando el piano. «No me atreví a intervenir en los acontecimientos», explicó a Lona. El ahorcado era un agente de la policía secreta. ¿Pero por qué tienen que ahorcar a alguien por ser de la policía secreta? Formuló la pregunta en inglés parafraseando unas palabras del Viaje sentimental de Sterne. Un joven con metralleta preguntó: «¿Tú quién eres?». Dragomán alzó el dedo: «No dispares al pianista».
Los habituales estaban ya reunidos: el granjero estadounidense con la chaqueta a topos forrada de rojo que a la medianoche ocupaba toda la pista de baile (por eso se quedó tal vez en Kandor, para poder repetir la escena todas las noches) y el hijo del embajador de Finlandia, que dejaba caer la copa cada vez que se emborrachaba. Las prostitutas de siempre estaban sentadas en la barra.
El padre de nuestro héroe, Döme Dragomán, que en sus tiempos tocaba el piano en cafés y bares, contó una historia de la época en que estuvo condenado a trabajos forzados en una cantera, donde los judíos tenían que emular a Sísifo: trasladar hacia arriba, de sol a sol y con un viento glacial, piedras más pesadas que ellos. Lo cierto era que las piedras no estaban hechas para las manos de un pianista, de modo que no le quedó otra opción que escapar, algo tan impropio de un músico como empujar piedras cuesta arriba. Venía a decir la historia que nada sigue igual. Aparecen unos pesados y unos chiflados y declaran que a partir de ese momento nada será como era y que Döme Dragomán ya no pertenece al Tango sino a una cantera de los Balcanes. ¿Qué podía hacer él en los Balcanes? Pocos días le bastaron para comprobar la musicalidad de las piedras que rodaban y el resto fue una pérdida de tiempo.
El famoso presentador de un programa deportivo también se dejaba caer por el Tango, al igual que el agregado militar brasileño con su novia rubio platino, uno de los subdirectores del servicio de contrainteligencia, un campeón olímpico de boxeo y un veterinario de provincias. Tras la barra reinaba la baronesa Rosamunda. Por encima de todos estaba, sin embargo, Kamilla, la esposa del director del hotel. El director, un famoso esgrimista, había asumido el mando tanto del hotel Korona como del Tango por sus méritos patrióticos, pero en el otoño de 1956 se hallaba en el extranjero entrenando a un equipo de esgrima, de modo que había dejado la dirección de los dos establecimientos en manos de su esposa, cuyas dotes para los negocios estaban fuera de toda duda.
Kamilla entraba como una emperatriz, golpeándose el vientre con la blusa levantada. Tomaba el sol desnuda; en abril estaba ya morena y revelaba un cuerpo esbelto a su Creador. El precio de tal estado físico: gimnasia, masajes, duchas frías y calientes a diario después de nadar uno o dos kilómetros.
Kamilla se sentía igual de cómoda preparando un filet mignon o una crema de avellanas que vestida de fiesta, radiante, bajo los focos, anunciando, micrófono en mano, la siguiente atracción o cantando una balada popular para un público sentimental. Todo en ella era práctico y cautivador, y lo mismo podía afirmarse de sus hábitos amorosos. Ponía mucha imaginación a la voz y a los gestos, y se mostraba igualmente original en la elección de sus aros y anillos de sello. ¡Y ya que el trasero es el trasero, que al menos lo sea de verdad! El trasero de Kamilla, desde luego, lo era.
Todas las mañanas Kamilla se sentaba a las once en punto en un banco de la piscina pública y se aplicaba loción solar en las morenas piernas. A su alrededor se reunían un filósofo, un narrador, un abogado especialista en divorcios y un yóquey que observaban cómo extendía la crema sobre su piel y escuchaban sus chismosas y entusiastas historias. Mes pauvres sottises, las llamaba. Su corte también incluía a un periodista, un hombre más proclive a escribir informes confidenciales para la policía secreta que artículos de prensa, aunque sólo fuese porque los primeros no tenían que someterse a las consideraciones de la censura: podía utilizar su ingenio a discreción y llamar las cosas por su nombre, pues la empresa exigía claridad y franqueza. Los miembros del séquito de Kamilla podían hablar de las relaciones íntimas de la esposa del director con un estudiante anarquista, aunque no la torturaban más de lo debido para así poder revolotear a su alrededor en el hotel en el que Kamilla reinaba, aunque su dominio no se extendía a todo el mundo.
A su hija, por ejemplo, no la dominaba en absoluto. Dragomán, de hecho, conoció íntimamente no sólo a Kamilla madre, sino también a la hija, cosa esta que el periodista bien pudo averiguar, pues siempre husmeaba en torno al personal. Dragomán se refugiaba allí para trabajar en una buhardilla y salir a la terraza de la azotea. Ya entonces había allí cómodas butacas, y los huéspedes del hotel, tras tomar un baño en la piscina, podían subir y disfrutar de una espléndida vista sobre la plaza de la Liberación. Fue en una de esas habitaciones del ático en la que las piernas de Kamilla júnior, piernas memorablemente largas y esbeltas, entraron por la ventana en el verano de 1956, seguidas por el resto del cuerpo desprovisto de ropa.
Supuso un acontecimiento importante en aquel verano de declive moral de Dragomán. Todo vale, declaraba, se acabaron los tabúes. El pasado es una estupidez. El fascismo es una estupidez. El comunismo es una estupidez. Deshagámonos de todo cuanto resulte moralmente opresivo.
Puedes poner la mano sobre la mujer que tienes al lado. Desear lo mismo que ella. Susurrarle al oído, armonizar con ella, disfrutar de su fragancia y considerarla la primera mujer de tu vida. Miéntete a ti mismo y miéntele a ella. Hazle sentir que esta tarde, en que se coló en tu habitación, en que entró por la ventana, es el punto culminante de tu existencia.
La montaña rusa de los placeres terrenales funciona: arriba y abajo, adentro y afuera. Chillaban, notaban los latidos del corazón en la garganta, se aliviaban y volvían una y otra vez. ¿Por qué era esta tarde tan distinta de las demás? ¿Por qué era especial incluso el trayecto en tranvía, el viaje a casa en compañía de seres a quienes nada decías sobre tus orgías de la tarde? Eran momentos de iluminación en que todo estaba permitido con el otro. Sube a la torre, se cuela por la ventana y se larga luego antes de que la señora ponga a Dragomán sobre la pala para meterlo en el horno. Lo mejor para él es silbar a la orilla del río, porque la verdad definitiva está en la escapada. Cuando el aire se ha vuelto demasiado espeso, lo que conviene es largarse. Donde es grande la interioridad, él anhela la exterioridad. Donde mandan las voces cavernosas, sale y cierra la puerta.
Dragomán se sentó al piano del Tango; en la mesa contigua servían albóndigas y judías a un hombre de frente ancha que periódicamente golpeaba la mesa con el puño: «¡Se acabó la moral internacionalista! ¡A partir de ahora toca la moral húngara y punto!».
Fuera del bar, civiles armados montaban guardia; un muchacho gitano, con una manta a modo de abrigo, iba arrastrando un tambor y soltaba breves ráfagas al aire con su metralleta. Dragomán y Laura se dirigían a casa; él llevaba al niño sentado sobre los hombros. Lloviznaba. Los disparos cesaron, las calles estaban desiertas. Un coche se dirigió hacia ellos, frenó derrapando, dio media vuelta y arrancó de nuevo. Las bandadas de cuervos se posaron en los parques; la niebla se instaló en los cementerios. Los soldados soviéticos dormían bajo carpas de circo.
Los tranvías, a excepción de determinadas líneas, funcionaban. Las compañías de electricidad, gas, agua y teléfono continuaban ofreciendo el servicio. El vecino, el doctor Bíró, salió hacia el hospital; avanzaba de puerta a puerta con su bata blanca, agitando el maletín de médico como una bandera. No se sabía a ciencia cierta quién disparaba a quién, pero estaba claro que había allí un herido y que él era médico. Al final, se quedó a dormir en el hospital.
Los niños no iban a la escuela, las mujeres se quedaban en casa y los hombres acudían al trabajo a deliberar. Era fácil insistir en la necesidad de mantener operativas las plantas, pero se había declarado una huelga general. Miraban esperanzados a los inteligentes, que estaban tan desorientados como los tontos. Los héroes eran los conductores de ambulancias, los panaderos y las trabajadoras de las cooperativas agrícolas, que mandaron un camión cargado con gansos fritos a la ciudad hambrienta.
En los pasillos de los edificios, el intercambio de noticias e información era constante. El oficial se presentaba al servicio. El presidente del consejo revolucionario formado sobre la base de los comités revolucionarios, un hombre de rasgos duros y chaqueta de piel, se paseaba por la ciudad en jeep y daba órdenes con disciplina de ingeniero. La ciudad funcionaba, poniendo en pie comités, asociaciones, sociedades, cámaras y organizaciones.
El viejo Dragomán continuaba tocando canciones sin letra al piano. El autor de novelas históricas estaba describiendo el desfile de las fragatas venecianas. Los miembros de un club turístico organizaban excursiones de otoño a los bosques donde no se libraban combates. Un empresario compraba y revendía, sin verlo, un cargamento de lenguas de ternera argentina enlatadas. Los niños recogían cartuchos vacíos y se paseaban con casco por la ciudad. Una furgoneta transportaba ataúdes. Los albañiles que construían sus propias casas continuaban enyesando paredes y poniendo tejas. Los niños jugaban al dominó y a las damas en torno a las mesas. Se oía a actores famosos por la radio. Los humoristas invitaban a las tropas rusas a marcharse. La gente llamaba a la puerta de sus vecinos, contenta de poder hablar ahora con franqueza. Los niños iban amistosamente con sus madres: cuatro o cinco mujeres y una docena de niños. Los escaparates de las tiendas y las columnas publicitarias se llenaban de carteles y poemas. Un niño pegó sus consignas con engrudo a una pared: «Exigimos más horas de recreo y chocolate caliente para todos». Un estudiante de secundaria acudía a toda prisa a visitar a su amigo para leer juntos el Infierno de Dante.
Dragomán decidió leer a Tolstoi para no desarrollar prejuicios contra los rusos. El círculo de amigos sostenía improvisados debates sobre las reformas constitucionales (cómo combinar la democracia directa revolucionaria con la democracia representativa) en las puertas de la universidad, punto de reunión de filósofos y sinólogos. Inspeccionaban los armarios de vidrio que contenían las últimas adquisiciones de la biblioteca. En los bancos y pasillos encontraban periódicos, octavillas y anuncios.
Hacía no tanto tiempo, en una de las gruesas columnas del vestíbulo había aparecido su nombre en una lista de alumnos caídos en desgracia junto con aquella estúpida foto de su graduación, donde llevaba el pelo echado hacia atrás y lucía una expresión idiota. Había sido, con todo, el tiempo más «estable» de su vida: se había graduado con honores, incluso en matemáticas a pesar de no haber superado el examen del primer semestre. Lo entendía todo, estaba listo para enfrentarse al mundo. ¿Por qué presentaba un aspecto tan estúpido en aquella época tan lúcida?
Uno de los guardias no cabía en sí, fumaba puros y vomitaba después porque tragaba el humo. Otro afirmó que, según su tía, la Unión Soviética estaba plagada de campos de concentración. Ella había estado en uno de esos campos, pero la dejaron marcharse porque su hermana se acostó con un coronel del NKVD. Los campos se encontraban por toda Rusia, dijo, se extendían hasta el infinito. ¿Por qué no levantaban alambradas alrededor de las ciudades —propuso Dragomán en broma— y las declaraban campos de concentración? Es que Kandor ya está rodeada, anunció un periodista gordo siempre bien informado.
El jefe del consejo revolucionario se hizo con una pequeña lancha para huir dado el caso. Los expertos geólogos se hallaban en estado de alerta, listos para evacuar a la cúpula de la revolución a través de pasillos subterráneos. Una actriz decidió leer la carta de Tatiana a Oneguin, una lectura de calidad y del gusto de todos en aquel momento. Los rusos lo verían como un gesto de cortesía y al mismo tiempo de dignidad y los compatriotas no lo considerarían una forma de dar coba a los invasores: al fin y al cabo, se trataba de un clásico del siglo XIX.
Intento reanimar las manchas grises, quitarles la envoltura de plástico. Una excavación en mi cabeza: una imagen conduce a otra. ¿Qué pasó tras la revolución, en los llamados años de la represión? La cosa pública sucumbió a la fuerza bruta. En esas épocas se suelen leer libros largos y entregarse a la meditación elegíaca con amigos a la lumbre de una lámpara de pie. Se da la espalda a la política; hay tanto que criticar y por lo que protestar. Se intercambia información con amigos de confianza. Uno piensa en quienes languidecen en la cárcel y se siente culpable. ¿Por qué ellos y no yo? Entonces da un paseo por la orilla del Danubio, se sienta en el primer peldaño y se da cuenta de que no se siente atraído por la bombilla desnuda, por los muros de ladrillo marrón de la prisión; siente aversión a todo cuanto huele a orden institucional, a ejército, a colegio. Para soltar su culpa como un barco de papel en el río, se inclina a pensar que fueron los caracteres hiperactivos los que se labraron el camino hacia la prisión o el exilio. Se avergüenza de albergar esta idea, pero le sigue la pista. Las personas lentas, incapaces de soportar largas reuniones, los soñadores indisciplinados, los ensimismados y taciturnos nunca atraen la ira de las autoridades; como mucho irritan a la policía intelectual. Siempre los someterán a vigilancia, siempre le darán vueltas a la posibilidad de arrestarlos, pero raras veces los meterán en la cárcel.